12

Cuando salí a la terraza, no vi por ninguna parte al periodista del pelo largo. Me paseé entre los veladores, mirando las caras de las personas que los ocupaban. Una vez explorada toda la terraza, me detuve a considerar la posibilidad de que el periodista hubiera cambiado de opinión y se hubiera marchado. Pero tal posibilidad se me antojaba extraordinariamente insólita, y volví a mirar a mi alrededor. Había varios clientes leyendo el periódico ante sus tazas de café. Un anciano hablaba con las palomas que se arremolinaban a sus pies. Entonces oí que pronunciaban mi nombre y, al volverme, vi al periodista sentado a una mesa situada a mi espalda. Conversaba abstraídamente con un hombre rechoncho y moreno, que supuse era el fotógrafo. Soltando una exclamación, me acerqué a ellos, pero extrañamente los dos hombres siguieron hablando sin levantar la vista para mirarme. Acerqué la silla libre y tomé asiento, pero el periodista -ahora en la mitad de una frase- no me dedicó sino una mirada rápida. Luego, volviéndose al fotógrafo rechoncho, continuó:

– Así que no le insinúes en ningún momento lo importante que es el edificio. Tendrás que limitarte a inventar alguna justificación de orden artístico, alguna razón que exija que se mantenga delante de él todo el tiempo.

– Lo haré, no te preocupes -dijo el fotógrafo asintiendo con un movimiento de cabeza-. No hay ningún problema.

– Pero no le presiones demasiado. Al parecer ahí es donde falló Schulz el mes pasado en Viena. Y recuerda: como todos los personajes de su especie, es sumamente vanidoso. Así que simula ser un gran admirador suyo. Dile que el periódico no lo sabía cuando te encargó el trabajo, pero que da la casualidad de que le admiras enormemente. Con eso seguro que te lo ganas. Pero no se te ocurra mencionar el edificio Sattler hasta que hayamos intimado un poco.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo el fotógrafo sin dejar de asentir con la cabeza-. Pero pensaba que ya lo habías arreglado. Pensaba que ya te había dado su consentimiento.

– Iba a tratar de arreglarlo por teléfono, pero Schulz me advirtió de lo difícil que es esta mierda de tío.

Al decir esto, el periodista se volvió hacia mí y me dirigió una cortés sonrisa. El fotógrafo, por su parte, siguiendo la mirada de su compañero, me dedicó una ligera y distraída inclinación de cabeza. Y acto seguido continuaron con su charla.

– El problema de Schulz -dijo el periodista- es que nunca los adula lo bastante. Y además tiene esos modos…, como si estuviese tremendamente impaciente, incluso cuando no lo está. Con estos tipos lo que hay que hacer es no dejar de adularles ni un momento. Así que cada vez que saques una foto, grita: «¡Fantástico!» Y no pares de soltar exclamaciones. No dejes de alimentar su ego ni un instante.

– De acuerdo, de acuerdo. No te preocupes.

– Empezaré con… -el periodista lanzó un suspiro de hastío-. Empezaré hablando de su actuación en Viena, o de algo por el estilo. Tengo aquí algunas notas sobre el tema y me las ingeniaré para irle embaucando. Pero no perdamos demasiado tiempo. Al cabo de unos minutos, finge que has tenido la inspiración de que vayamos al edificio Sattler. Yo, al principio, fingiré que me incomoda un poco, pero luego admitiré que se trata de una magnífica idea.

– De acuerdo, de acuerdo.

– Así que ya lo sabes. No cometamos errores. Recuerda que ese bastardo es muy susceptible.

– Entiendo.

– Si algo empieza a ir mal, dile algo adulador.

– Muy bien, muy bien.

Los dos hombres se dirigieron mutuos asentimientos de cabeza. Luego el periodista inspiró profundamente, dio una palmada y se volvió hacia mí, y al hacerlo se le iluminó la cara.

– ¡Ah, ya está usted aquí, señor Ryder! Es tan amable de su parte concedernos un poco de su precioso tiempo. ¿Y el jovencito? Se lo estará pasando bien ahí dentro, supongo…

– Sí, sí. Ha pedido un enorme pastel de queso.

Los dos hombres rieron con afabilidad. El fotógrafo rechoncho esbozó una mueca risueña y dijo:

– Pastel de queso. Mi preferido. Desde que era un niño.

– Oh, señor Ryder, éste es Pedro.

El fotógrafo sonrió y me tendió la mano con ademán solícito.

– Mucho gusto en conocerle, señor. Soy muy afortunado, se lo aseguro. Me acaban de asignar este trabajo esta mañana. Cuando me levanté de la cama, lo único que me esperaba era otra sesión de fotos en las dependencias municipales. Y entonces, mientras me duchaba, he recibido la llamada. ¿Te gustaría encargarte de ello? ¿Que si quería encargarme de ello? Pero si ese hombre ha sido mi héroe desde que yo era un chiquillo…, les he dicho. ¿Que si quiero encargarme de ello? Santo Dios, lo haría gratis. Pagaría por hacerlo, les digo. Vosotros sólo decidme adonde tengo que ir. Juro que jamás me ha hecho vibrar tanto ningún encargo de trabajo.

– Si he de serle sincero, señor Ryder -dijo el periodista-, el fotógrafo que estaba conmigo anoche en el hotel…, bueno, después de esperar unas cuantas horas empezó a impacientarse. Como es natural, me puse furioso: «Me parece que no te das cuenta», le dije, «de que si el señor Ryder tarda será porque estará atendiendo otros compromisos de la mayor importancia. Si es tan amable de concedernos un poco de su tiempo y tenemos que esperarle un rato, pues le esperamos y se acabó.» Le aseguro, señor, que me enfadé de veras. Y cuando volví al periódico le dije al director que no estaba contento con ese individuo. «Búscame otro fotógrafo para mañana por la mañana», le exigí. «Quiero alguien que sepa apreciar cabalmente la categoría del señor Ryder, y que le muestre su gratitud del modo que se merece.» Sí, supongo que perdí los nervios un poco. Pero aquí tenemos a Pedro, que además resulta que es un admirador suyo casi tan devoto como yo.

– Más, más -protestó Pedro-. Cuando me llamaron por teléfono esta mañana, no me lo podía creer. Mi héroe está en la ciudad, y voy a poder fotografiarle. Dios santo, voy a hacer el mejor trabajo de toda mi vida. Eso es lo que me he dicho a mí mismo mientras seguía dándome la ducha. Una celebridad como ésa…, tendré que realizar el mejor reportaje de mi vida. Le llevaré al edificio Sattler. Así es como visualicé la cosa. Mientras terminaba de ducharme, podía ver la composición, la tenía toda en la cabeza.

– Vamos, Pedro -dijo el periodista, mirándole con gesto severo-. Dudo mucho que el señor Ryder quiera ir hasta el edificio Sattler sólo para que podamos sacar esas fotos. Cierto que en coche tardaríamos a lo sumo unos minutos, pero unos minutos pueden suponer mucho tiempo para alguien con la apretada agenda del señor Ryder. No, Pedro, tendrás que hacer lo que puedas aquí mismo: sacar unas cuantas fotos del señor Ryder mientras hablamos en esta mesa. De acuerdo, la terraza de un café resulta algo muy trillado: apenas registrará el carisma único que emana del señor Ryder. Pero tendrá que bastar. He de admitir que tu idea del señor Ryder ante el edificio Sattler me parece genial. Pero no hay más que hablar, porque el señor Ryder no dispone de tiempo en este momento. Tendremos que conformarnos con una imagen mucho más común de su persona.

Pedro se golpeó en la palma de la mano con el puño y sacudió la cabeza.

– Supongo que tienes razón. Dios, pero es duro. Una oportunidad de fotografiar al ilustre señor Ryder, una oportunidad que sólo se presenta una vez en la vida, y tener que conformarse con otra escena de café… Así es como la vida reparte suerte…

Volvió a sacudir la cabeza con tristeza. Luego los dos hombres se quedaron mirándome unos instantes.

– Bien -dije al cabo-. Ese edificio del que hablan, ¿está literalmente a unos minutos de aquí?

Pedro se incorporó en su silla bruscamente, con la cara iluminada por el entusiasmo.

– ¿Habla en serio? ¿Posará ante el edificio Sattler? ¡Dios, qué suerte! ¡Sabía que era usted un gran tipo!

– Un momento…

– ¿Está seguro, señor Ryder? -dijo el periodista cogiéndome del brazo-. ¿De verdad está seguro? Sé que tiene un montón de compromisos. ¡Vaya, es fantástico! Se lo garantizo: en taxi no tardaremos más que unos tres minutos. De hecho quédese aquí, iré ahora mismo a parar uno. Pedro, ¿por qué no sacas de todas formas unas fotos del señor Ryder mientras espera aquí sentado?

El periodista se alejó apresuradamente. Instantes después lo vi en el borde de la acera, inclinado hacia el tráfico, con un brazo alzado hacia lo alto.

– Señor Ryder, por favor…

Pedro estaba agachado, con una rodilla en tierra, y me miraba a través del objetivo de la cámara. Me senté como es debido en la silla -adopté una postura relajada, aunque no excesivamente lánguida- y compuse una sonrisa afable.

Pedro apretó el obturador de la cámara unas cuantas veces. Luego retrocedió unos pasos y se volvió a agachar, esta vez junto a una mesa vacía, ahuyentando a una bandada de palomas que picoteaban unas migas. Me disponía a cambiar de postura cuando el periodista volvió casi a la carrera.

– Señor Ryder, no consigo encontrar un taxi, pero acaba de parar un tranvía ahí mismo. Vamos, dése prisa. Pedro, el tranvía.

– ¿Pero será tan rápido como el taxi? -pregunté. -Sí, sí. De hecho, con este tráfico, llegaremos antes en tranvía. En serio, señor Ryder, no tiene por qué preocuparse. El edificio Sattler está muy cerca. De hecho… -alzó una mano, se la colocó a modo de pantalla sobre los ojos y miró hacia lo lejos-, de hecho casi se ve desde aquí. Si no fuera por aquella torre gris de allá lejos, veríamos el edificio Sattler en este mismo momento. Está muy cerca, como ve. Si alguien de una altura normal, no más alto que usted o yo, se subiera al tejado del edificio Sattler, se estirara y levantara un palo, una fregona de la cocina, por ejemplo, en una mañana como ésta, lo veríamos desde aquí perfectamente por encima de la torre gris. Así que ya ve, estaremos allí en un abrir y cerrar de ojos. Pero, por favor, el tranvía, debemos darnos prisa.

Pedro estaba ya en el bordillo de la acera. Lo vi con la bolsa del equipo al hombro, tratando de convencer al conductor del tranvía para que nos esperara. Salí de la terraza tras el periodista y subí al tranvía.

El tranvía reanudó la marcha y los tres avanzamos por el pasillo central en dirección al fondo. El vehículo iba lleno, y nos fue imposible sentarnos los tres juntos. Logré sentarme muy apretado en la parte de atrás, entre un hombre mayor y menudo y una madre madura con su retoño en el regazo. El asiento era asombrosamente cómodo, y al cabo de unos segundos, en lugar de estar molesto, empecé más bien a disfrutar del trayecto. Frente a mí había tres ancianos leyendo un solo periódico, que el del centro mantenía abierto. El traqueteo del tranvía les dificultaba la lectura, y a veces discutían para hacerse con el control de una determinada página.

Llevábamos ya un rato en el tranvía cuando advertí cierto revuelo a mi alrededor y vi que la revisora se acercaba por el pasillo. Supuse que mis compañeros me habrían pagado el billete, pues yo no lo había hecho. Cuando miré por encima del hombro vi que la revisora, una mujer menuda cuyo feo y negro uniforme no lograba disimular por completo su atractiva figura, se hallaba ya muy cerca de mi asiento. La gente, en torno a mí, sacaba billetes y bonos. Reprimiendo un sentimiento de pánico, me puse a pensar algo que decir que sonara a un tiempo digno y convincente.

La revisora estaba ya encima de nosotros, y mis vecinos le tendieron sus billetes. La revisora los estaba ya picando cuando anuncié con firmeza:

– Yo no tengo billete, pero en mi caso concurren circunstancias especiales que, si me permite, pasaré a explicarle.

La revisora se quedó mirándome, y luego dijo:

– Una cosa es no tener billete. Pero, ¿sabes?, anoche me dejaste en la estacada.

En cuanto dijo aquello, la reconocí. Era Fiona Roberts, una chica de la escuela primaria de mi pueblo, en Worcestershire, con la que me había unido una amistad muy especial cuando yo tenía unos nueve años. Vivía cerca de casa, un poco más allá del camino, en una casita muy parecida a la nuestra, y yo solía llegarme hasta allí para pasar la tarde jugando con ella, sobre todo en la época difícil que precedió a nuestra partida para Manchester. No la había vuelto a ver desde entonces, y me quedé estupefacto ante su actitud reprobadora.

– Ah, sí -dije-. Anoche. Sí.

Fiona Roberts siguió mirándome. Tal vez tuvo que ver con la expresión de reproche que vi en su cara, pero de pronto me sorprendí recordando una tarde de nuestra niñez en que los dos habíamos estado sentados juntos debajo de la mesa del comedor de su casa. Como de costumbre, habíamos creado nuestro «escondite» poniendo mantas y cortinas que colgaban por los lados de la mesa. Aquella tarde había sido soleada y calurosa, pero nosotros persistimos en permanecer en nuestro «escondite», en el calor cargado y la casi total oscuridad. Le había estado diciendo algo a Fiona, sin duda extendiéndome en exceso y con talante disgustado. Ella había intentado interrumpirme en más de una ocasión, pero yo había continuado sin hacerle caso. Por fin, cuando hube terminado, me había dicho:

– Eso es una tontería. Así acabarás quedándote solo. Te sentirás muy solo.


– No me importa -dije-. Me gusta estar solo. -Otra vez dices tonterías. A nadie le gusta estar solo. Yo voy a tener una gran familia. Cinco hijos como mínimo. Y les voy a hacer una cena estupenda cada noche. -Luego, al ver que yo no respondía, volvió a decir-: Estás diciendo tonterías. A nadie le gusta estar solo.

– A mí. A mí me gusta. -¿Cómo puede gustarte estar solo? -Pues me gusta. A mí me gusta.

De hecho, al afirmarlo, había sentido cierta convicción. Porque hacía ya varios meses que había dado comienzo a mis «sesiones de adiestramiento». Sí, en efecto, mi particular obsesión debió de alcanzar su cénit por aquella época.

Mis «sesiones de adiestramiento» habían empezado sin la menor premeditación, de forma espontánea. Estaba jugando en el camino una tarde gris -absorto en alguna fantasía, entrando y saliendo de una acequia seca que discurría entre una hilera de álamos y un campo- cuando de pronto me invadió el pánico y sentí la necesidad de buscar la compañía de mis padres. Nuestra casita no estaba lejos, podía ver la parte trasera al otro lado del campo, y sin embargo el pánico se apoderó de mí rápidamente y me sentí abrumado por la urgencia de correr a casa como un loco a través de las enmarañadas hierbas del campo. Pero por alguna razón que desconozco -quizá asocié aquella sensación con una eventual inmadurez para mi edad- no lo hice, y me forcé a demorar la huida. En mi mente no cabía duda alguna de que, muy pronto, acabaría por echar a correr a través del campo. Sólo era cuestión de resistir un poco, de forzar mi voluntad durante unos segundos más. La extraña mezcla de miedo y exaltación gozosa que experimenté mientras seguí allí de pie, paralizado en la acequia seca, habría de llegar a conocerla bien en las semanas que siguieron. Porque mis «sesiones de adiestramiento» se convirtieron en algo habitual e importante en mi vida. Con el tiempo adquirieron cierto ritual, en virtud del cual, cada vez que detectaba la menor señal de apremiante urgencia por volver a casa, me obligaba a llegar a un punto concreto del camino, bajo un gran roble, donde permanecía de pie unos minutos luchando contra mis emociones. A menudo decidía que ya había aguantado bastante, que podía ya marcharme, y entonces me retenía de nuevo, me forzaba a seguir bajo aquel árbol unos segundos más. Y en tales ocasiones el creciente pánico llevaba aparejada una extraña emoción, una sensación que quizá explicaba la especie de hechizo compulsivo que aquellas «sesiones de adiestramiento» acabaron ejerciendo sobre mi persona.

– Pero lo sabes, ¿no? -me había dicho Fiona aquella tarde, con la cara casi pegada a la mía en la oscuridad-. Cuando te cases no tiene por qué ser como lo de tu padre y tu madre. No va a ser como eso en absoluto. Los maridos y las esposas no tienen por qué estar discutiendo todo el tiempo. Sólo discuten cuando…, cuando suceden ciertas cosas.

– ¿Qué cosas?

Fiona se quedó callada unos instantes. Iba yo a repetir la pregunta, esta vez con mayor agresividad, cuando ella dijo con deliberación:

– Tus padres, por ejemplo. No discuten así porque no se lleven bien. ¿No lo sabes? ¿No sabes por qué se pasan todo el tiempo discutiendo?

Entonces llegó del exterior del «escondite» una voz airada, y Fiona salió de él precipitadamente. Y, mientras yo seguía escondido en la oscuridad de debajo de la mesa, alcancé a entreoír cómo Fiona y su madre discutían en la cocina en voz baja. En un momento dado oí que Fiona repetía en tono dolido:

– ¿Por qué no? ¿Por qué no puedo decírselo? Todo el mundo lo sabe.

Y que su madre le respondía en voz baja:

– Es más pequeño que tú. Es demasiado niño. No debes decírselo.

Mis recuerdos llegaron a su fin cuando oí que Fiona Roberts, que se había acercado a mí un par de pasos, me decía:

– Esperé hasta las diez y media. Y entonces le dije a todo el mundo que se pusiera a comer. Estaban muertos de hambre.

– Ya, claro. Lógicamente. -Lancé una débil risa y miré en torno-. Las diez y media. Sí, a esa hora la gente suele tener hambre…

– Y a esa hora era obvio que no ibas a venir. Nadie se creía ya nada de nada.

– Ya. Supongo que a esa hora…, era inevitable…

– Al principio todo iba de perlas -continuó Fiona Roberts-. Nunca había organizado nada parecido, pero todo iba muy bien. Estaban todas: Inge, Trude, todas… Allí en mi apartamento. Yo estaba un poco nerviosa, pero la cosa iba muy bien y me sentía realmente entusiasmada. Algunas de las mujeres esperaban con tanta expectación la velada…, incluso habían traído carpetas llenas de recortes y de fotos. Fue como a las nueve cuando empecé a sentir cierta inquietud, cuando por primera vez se me ocurrió pensar que tal vez no vendrías. Seguí entrando y saliendo de la sala, sirviendo más café, rellenando los boles de aperitivo, tratando de que las cosas siguieran como hasta entonces. Vi que mis invitadas empezaban a cuchichear, pero seguía pensando que, bueno, aún podías llegar, probablemente te había detenido el tráfico en alguna parte. Entonces se fue haciendo más y más tarde, y al final todas charlaban y cuchicheaban bastante a las claras. Ya sabes, hasta cuando yo estaba en la sala. ¡En mi propio apartamento! Fue entonces cuando les dije que empezaran a cenar. Quería que se marcharan cuanto antes. Así que se sentaron y se pusieron a comer; les había preparado esas pequeñas tortillas francesas… E incluso mientras estaban comiendo, algunas de ellas, como la tal Ulrike, se permitían los cuchicheos y las risitas solapadas. Pero, ¿sabes?, en cierto modo prefería a las que se reían disimuladamente. Las prefería a las otras, como la tal Trude, que fingía sentirlo tanto por mí, y que se esforzaba por mostrarse amable hasta el final… ¡Oh, cómo odio a esa mujer! Al despedirse, la miraba y sabía lo que estaba pensando: «Pobrecilla. Vive en un mundo de fantasía. Tendríamos que haberlo imaginado.» Oh, las odio a todas. Y me desprecio a mí misma por haber llegado a tener relación con ellas. Pero, ya ves, llevaba viviendo en la urbanización cuatro años, y no había hecho ni un solo amigo de verdad, y me sentía tan sola… Esas mujeres, las que estaban en mi apartamento anoche, llevaban siglos sin dignarse a tener nada que ver conmigo. Se consideran la élite de la urbanización. Se llaman a sí mismas la Fundación Cultural y Artística de Mujeres. Qué estupidez. No es una fundación ni por asomo, pero a ellas les suena a muy importante. Cuando se organiza algo en la ciudad, les encanta ocuparse de esto y de lo otro. Cuando vino el Ballet de Pekín, por ejemplo, hicieron todas las banderas para la ceremonia de bienvenida. En fin, se consideran muy «selectas», y hasta hace muy poco no querían saber nada de gente como yo. La tal Inge ni siquiera me saludaba cuando me veía por la urbanización. Pero todo cambió, claro, cuando corrió la voz. Me refiero a cuando se supo que te conocía. No sé cómo se enterarían, porque yo no voy por ahí alardeando de ello. Supongo que debí de mencionárselo a alguien. Bueno, el caso es que, como podrás imaginar, eso lo cambió todo. La propia Inge me paró un día hace unos meses, cuando nos cruzamos en las escaleras, y me invitó a una de sus reuniones. Yo no tenía ganas de relacionarme con ellas, pero acabé yendo, supongo que pensando que por fin se me presentaba la ocasión de hacer amigas…, no estoy segura. Bien, pues desde el principio mismo, algunas de ellas, Inge y Trude, por ejemplo, no sabían muy bien si creerse o no lo de mi vieja amistad contigo. Pero al final prefirieron creerme porque la idea las hacía sentirse bien, supongo. Lo de cuidar a tus padres y demás no fue idea mía, pero como es lógico influyó mucho en ello el hecho de que yo te conociera. Cuando llegó la noticia de que vendrías a la ciudad, Inge fue a ver al señor Von Braun y le dijo que ahora, tras la visita del Ballet de Pekín, la Fundación se hallaba en situación de acometer algo realmente importante, y que, en cualquier caso, una de las integrantes del grupo era una vieja amiga tuya. Y ese tipo de cosas. Así pues, la Fundación consiguió que le fuera encomendado el cuidado de tus padres durante su estancia en la ciudad, y aunque todas las del grupo, faltaría más, estaban que no cabían en sí de gozo, algunas tenían los nervios de punta ante semejante responsabilidad. Pero Inge las tranquilizó diciendo que no era ni más ni menos que lo que todas merecíamos. Y seguimos celebrando nuestras reuniones, en las que cada una proponía ideas sobre cómo agasajar a tus padres. Inge nos dijo, me apenó mucho oírlo, que ninguno de los dos está muy bien en la actualidad, por lo que la mayoría de las cosas normales, como las visitas turísticas a la ciudad y demás, debían quedar descartadas. Pero había montones de ideas más, y todo el mundo empezaba a entusiasmarse con los planes posibles. Entonces, en la última reunión, alguien dijo que, bueno, que por qué no te pedían que vinieras personalmente a conocernos. A hablar de lo que les gustaría hacer a tus padres. Se hizo un silencio sepulcral. Y finalmente Inge dijo: «¿Por qué no? Estamos en una situación inmejorable para invitarle.» Y todas se pusieron a mirarme. Así que por fin dije: «Bien, supongo que va a estar muy ocupado, pero si queréis podría pedírselo.» Y cuando lo dije vi el entusiasmo que despertaba en ellas la idea. Luego, cuando llegó tu respuesta, me convertí en una princesa, me trataban con tal consideración, me sonreían y me hacían tantas carantoñas cada vez que se encontraban conmigo en cualquier parte… Empezaron a traerme regalos para los niños, a ofrecerse a hacerme esto y lo otro… Te puedes imaginar cómo cayó anoche el que no vinieras…

Dejó escapar un hondo suspiro y se quedó en silencio unos instantes, mirando con mirada vacía a través de las ventanillas los edificios que pasaban a nuestra derecha. Y al cabo dijo:

– Supongo que no tengo por qué culparte. No nos hemos visto desde hace tanto tiempo… Pero pensé que no te importaría venir para interesarte por la visita de tus padres. Ya te he dicho la cantidad de ideas que estábamos aportando para agasajarles. Esta mañana estarán todas hablando de mí. Casi ninguna trabaja fuera de casa, tienen maridos con buenos sueldos. Estarán llamándose por teléfono, o yendo a verse, y dirán: «Pobrecita. Vive en un mundo propio. Tendríamos que habernos dado cuenta antes. Me gustaría hacer algo para ayudarla, pero claro, es tan aburrida…» Puedo oírlas perfectamente. Estarán pasándoselo en grande. Inge, además…, una parte de ella estará hecha una furia. «La muy zorra nos ha engañado», estará pensando. Pero estará contenta, se sentirá aliviada. Inge, ¿sabes?, por mucho que le gustara la idea de que yo te conociera, la ha considerado siempre una amenaza. No me cabe la menor duda. Y la forma en que las otras me han tratado en las últimas semanas, desde tu respuesta, le habrá dado que pensar. Ha tenido verdaderos sentimientos ambiguos al respecto; todas ellas, supongo. Pero ahora estarán pasándoselo en grande. Estoy segura.

Mientras escuchaba a Fiona, como es natural, comprendí que debía sentir remordimientos por lo de la noche pasada. Sin embargo, pese a su vivido relato de lo acontecido en su apartamento, pese a sentir una profunda lástima por ella, no lograba registrar más que un muy vago recuerdo de que tal visita hubiera figurado en mi agenda. Además, sus palabras me hicieron tomar conciencia, con algo parecido a una conmoción, de la poca atención que había prestado a la inminente llegada a la ciudad de mis padres. Como Fiona había dicho, ninguno de los dos gozaba de buena salud y no era en absoluto aconsejable dejar que se las arreglaran por sí mismos. Y, mientras contemplaba al pasar el denso tráfico y los cristalinos edificios, me invadió un intenso sentimiento de protección hacia mis ancianos padres. La solución ideal, en efecto, era que una asociación local de mujeres se hiciera cargo de su cuidado y bienestar, y resultaba imperdonable por mi parte el no haber aprovechado la oportunidad de reunirme y hablar con aquellas mujeres. El pánico empezó a invadirme: ¿qué podía hacer con mis padres? No lograba comprender cómo había prestado tan poca atención a aquella dimensión tan importante de mi visita, y durante unos segundos mi mente trabajó a velocidad de vértigo. De pronto vi a mi madre y a mi padre, los dos menudos, de pelo blanco, encorvados por la edad, de pie en el exterior de la estación de tren, rodeados de un equipaje que no podían transportar por sí mismos. Podía verlos mirando la ciudad desconocida que se alzaba a su alrededor, y ver cómo por fin mi padre, dejando que su orgullo prevaleciera sobre su buen juicio, cogía dos, tres maletas mientras mi madre trataba en vano de disuadirle cogiéndole por el brazo y diciéndole: «No, no, tú no puedes llevarlas. Pesan demasiado.» Mi padre, entonces, con semblante resuelto, se sacudía a mi madre de encima y decía: «¿Y quién va a llevarlas si no? ¿Cómo vamos a llegar al hotel? ¿Quién va a ayudarnos en este lugar si no hacemos las cosas nosotros mismos?» Entretanto, los coches y camiones circulaban por la calzada con ruido atronador, y los viajeros pasaban junto a ellos en una y otra dirección. Mi madre, triste y resignada, observaba cómo mi padre avanzaba tambaleante con su pesada carga: dos, cuatro, cinco pasos…, para finalmente, vencido por el esfuerzo, detenerse y dejar las maletas en el suelo, con los hombros encorvados y casi sin resuello. Mi madre, entonces, esperaba unos segundos e iba hasta él y le ponía delicadamente una mano en el brazo, y le decía: «No te preocupes. Encontraremos a alguien que nos ayude.» Mi padre, ya resignado, y acaso satisfecho por haber demostrado al menos su ánimo decidido, miraba en silencio hacia la multitud que bullía ante sus ojos -con la esperanza de que alguien hubiera ido a recibirles, a hacerse cargo de su equipaje, a brindarles una conversación de bienvenida y a llevarles al hotel en un cómodo automóvil.

Mientras Fiona me hablaba fueron desfilando por mi mente estas imágenes, de modo que por espacio de unos instantes apenas pude hacerme cargo de su infortunada situación. Pero enseguida volví a ser consciente de lo que me estaba diciendo:

– Estarán hablando de que de ahora en adelante deberán tener más cuidado. Puedo incluso oírlas: «Ahora gozamos de mucho más prestigio, y va a haber gente de todo pelaje tratando de entrar en el grupo con artimañas de todo tipo. Tendremos que tener mucho cuidado, especialmente ahora que nos enfrentamos a tan altas responsabilidades. Esa pequeña zorra tiene que servirnos de lección.» Y cosas por el estilo. Sabe Dios la vida que tendré que llevar de ahora en adelante en esa urbanización. Y mis hijos, los pobres, que tienen que crecer en ella…

– Mire -dije interrumpiéndole-. No se puede hacer ni idea de lo mucho que lamento lo de anoche. Pero el caso es que la pasada noche sucedió algo absolutamente impredecible, que no le contaré para no aburrirla. Me contrarió lo indecible fallarle, pero no me fue posible ni encontrar un teléfono. Espero que no haya tenido muchos problemas por mi culpa.

– He tenido muchos problemas. Las cosas no son fáciles, ¿sabes?, para una madre con dos chiquillos…

– Escuche, siento de veras lo que ha pasado. Deje que le haga una sugerencia. En este momento tengo que hacer una gestión con estos periodistas de ahí delante, pero no me llevará mucho. Me libraré de ellos en cuanto pueda, cogeré un taxi e iré a su apartamento. Estaré allí en, digamos, media hora, cuarenta y cinco minutos como máximo. Y lo que haremos será lo siguiente. Nos pasearemos juntos por la urbanización, de modo que la gente, todas sus vecinas, la tal Inge, la tal Trude…, puedan ver con sus propios ojos que es verdad que somos viejos amigos. Luego visitaremos a las más influyentes, como esa Inge. Podrá presentarme a ellas, me disculparé por lo de anoche, explicaré que en el último momento me demoraron de forma que no pude zafarme… Así nos las iremos ganando una por una, y repararé el daño que le causé ayer noche. De hecho, si lo hacemos bien, puede que su posición en el grupo hasta mejore sustancialmente. ¿Qué me dice?

Fiona siguió con la mirada fija en las calles que desfilaban tras los cristales. Y finalmente dijo:

– Mi primer impulso sería decir que te olvidaras del asunto. No me ha traído nada bueno decir que eras un viejo amigo mío. Y, después de todo, a lo mejor no necesito formar parte del círculo de Inge. Sólo que antes me sentía tan sola en la urbanización… Pero ahora que he visto cómo son, no estoy segura de que no vaya a ser más feliz sin otra compañía que la de mis hijos. Por las noches podré leer un buen libro o ver la televisión. Pero, por otra parte, no puedo pensar sólo en mí misma, tengo que pensar también en mis hijos. Tienen que crecer en la urbanización, tienen que ser aceptados. Por su bien, debería aceptar esa sugerencia tuya. Si ponemos en práctica tu plan puede que, como dices, mi situación mejore aún más que si la fiesta hubiera sido un completo éxito. Pero tienes que prometerme, jurarme por lo que más quieras, que no volverás a dejarme en la estacada. Porque si decidimos hacer lo que dices, en cuanto termine mi turno y vuelva a casa tendré que llamar por teléfono para concertar las visitas. No podemos aparecer de improviso en las casas de la gente, no es ese tipo de vecindario. Así que imagínate qué horror si organizo todas esas citas y tú no apareces. No me quedaría otro remedio que hacer yo misma esas visitas una a una, explicando de nuevo a todo el mundo tu no comparecencia. Así que debes prometerme que no volverás a fallarme.

– Tiene mi palabra -dije-. Como digo, hago la pequeña gestión que tengo que hacer y cojo un taxi para ir a su casa. No se preocupe, Fiona, todo se arreglará.

Estaba diciéndole esto cuando sentí que alguien me tocaba el brazo. Me volví y vi a Pedro de pie, de nuevo con la pesada bolsa al hombro.

– Por favor, señor Ryder -dijo, y señaló la salida al otro extremo del pasillo.

El periodista esperaba de pie junto a ella, listo para apearse.

– Ésta es nuestra parada, señor Ryder -dijo en voz alta, haciéndome una seña con la mano-. Si no le importa, señor…

El tranvía aminoró la marcha y se detuvo. Me levanté, me deslicé entre apreturas hasta el pasillo y seguí a Pedro hacia la salida.

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