Una pálida luz matinal impregnaba ahora la penumbra del pasillo. Miré hacia la hornacina donde había dejado a Hoffman, pero ya no estaba. Me encaminé apresuradamente hacia el auditórium, y al pasar volví a ver las pinturas con sus marcos dorados. En un momento dado me topé con otro camarero que, junto a un carrito del desayuno, se disponía a llamar a una puerta. Pero, aparte de él, el pasillo estaba desierto.
Seguí andando deprisa, buscando la puerta de emergencia por la que había salido a aquel pasillo hacía un rato. Sentía una abrumadora urgencia por subir al escenario a ofrecer mi recital. Era consciente de que los disgustos que había recibido últimamente, fueran cuales fueren, no atenuaban mi responsabilidad frente a quienes llevaban semanas esperando que me sentara ante ellos al piano. Dicho de otro modo: era mi deber tocar, como mínimo, como solía hacerlo habitualmente. Una interpretación inferior en excelencia -tuve de pronto la certeza- supondría la apertura de una puerta extraña a través de la cual me vería arrastrado a un lugar oscuro, ignoto.
Cuando llevaba ya recorrido un buen trecho, el pasillo empezó a antojárseme irreconocible. El papel pintado era azul oscuro, y de las paredes ya no colgaban cuadros sino fotografías artísticas. Me di cuenta de que había pasado de largo la puerta de emergencia que buscaba. Vi, no obstante, que me acercaba hacia otra puerta para mí mucho más interesante, pues en ella se leía: Escenario.
La abrí y salí a través de ella, y durante unos segundos me vi sumido en la oscuridad. Avancé a tientas, y al final me encontré de nuevo entre bastidores. En el centro del escenario vacío vi el piano, débilmente iluminado por apenas una o dos luces cenitales. El telón seguía cerrado, y caminé sin hacer ruido hacia el centro de las tablas.
Eché una mirada al lugar donde había estado tendido Brodsky, pero no pude ver rastro alguno de lo que allí había pasado. Luego volví a mirar el piano, sin saber muy bien qué hacer. Si me sentaba en el taburete y, sin más, me ponía a tocar, era muy posible que los técnicos tuvieran el buen juicio de abrir el telón y encender los focos. Pero existía asimismo la posibilidad -quién podía saber cómo se habían desarrollado los acontecimientos- de que los técnicos hubieran dejado su puesto y que el telón ni siquiera se abriese. Además, la última vez que los había visto, los invitados merodeaban por los pasillos, charlando con impaciencia. Lo mejor -decidí- era pasar a través del telón y acercarme al borde del proscenio y anunciar mi recital, brindando así a todos los presentes -técnicos e invitados- la oportunidad de que se fueran preparando. Hice un rápido repaso mental a las palabras que pensaba dirigirles, y luego, sin más dilaciones, fui hasta el telón y aparté hacia un lado los pesados cortinajes.
Me hallaba preparado para enfrentarme a un auditorio sumido en el desorden, pero la visión que me aguardaba me dejó completamente anonadado. No sólo no había un alma en la sala, sino que habían desaparecido hasta los mismísimos asientos. Se me ocurrió que la sala tal vez disponía de alguna suerte de artilugio por el cual, al accionar una palanca, los asientos desaparecían en el subsuelo (posibilitando así que la sala pudiera ser utilizada también como pista de baile o algo semejante), pero de pronto recordé la antigüedad del edificio, y concluí que era una posibilidad harto improbable. Sólo me cabía suponer que las butacas no eran fijas sino transportables, y que habían sido retiradas como medida preventiva contra los incendios. En cualquier caso, me encontraba ante un vasto espacio oscuro y vacío. No había ninguna luz, pero aquí y allá faltaban grandes rectángulos de techo, de forma que la tenue luz del amanecer bañaba grandes retazos de piso.
Escruté la lúgubre penumbra y creí ver unas figuras al fondo de la sala. Parecían estar de pie, conferenciando. Quizá fueran los tramoyistas, que ultimaban las tareas de adecentamiento del recinto; me llegó el eco de unos pasos y vi que una de las figuras salía de la sala por alguna puerta.
Me quedé allí, en el borde del escenario, preguntándome qué hacer. Razoné que me había demorado demasiado en la
oficina de la señorita Stratmann -tal vez una hora-, y que el público había perdido toda esperanza de verme aparecer en el escenario. Sin embargo, si se anunciaba mi actuación, los invitados podrían volver a llenar la sala en cuestión de minutos, y no veía por qué -aunque no hubiera ya asientos- no podían escuchar mi recital sin ulteriores contratiempos. No estaba claro, sin embargo, dónde se hallaba ahora el grueso del auditorio, y comprendí que lo primero que tenía que hacer era encontrar a Hoffman, o a quienquiera que se hubiera hecho cargo del evento, y discutir con él los pasos a seguir.
Me bajé del escenario y eché a andar por la sala. No había llegado muy lejos cuando empecé a sentirme desorientado en medio de la oscuridad, y, desviándome un poco, me encaminé hacia el retazo de luz más cercano. Y, mientras lo estaba haciendo, una figura me pasó rozando.
– Oh, perdone -dijo-. Le ruego que me perdone.
Reconocí la voz de Stephan, y dije:
– Hola. Así que está usted aquí, al menos…
– Oh, señor Ryder. Lo siento. No le he visto -dijo Stephan. Parecía cansado y descorazonado.
– Debería usted estar más animado -le dije-. Ha tocado usted maravillosamente. El público se ha emocionado enormemente.
– Sí, sí. Supongo que me ha acogido bien.
– Bien, enhorabuena. Después de lo mucho que ha trabajado, debe de sentirse muy satisfecho.
– Sí, supongo que sí.
Empezamos a andar codo con codo en la oscuridad. La mortecina luz de la mañana no hacía sino impedirnos ver por dónde íbamos, pero Stephan parecía conocer bien el camino.
– ¿Sabe, señor Ryder? -dijo al cabo de un momento-. Le estoy muy agradecido. Me ha animado usted mucho. Pero la verdad es que no he estado como debía. No todo lo bien que debía haber estado, en cualquier caso. Claro que el público me ha aplaudido mucho, pero si lo ha hecho ha sido porque no esperaba gran cosa. Sí, sé que aún me falta mucho. Mis padres tienen razón.
– ¿Sus padres? Santo Dios, no debería usted preocuparse por ellos.
– No, no, señor Ryder, usted no lo entiende. Mis padres, ¿sabe?, tienen un gran nivel. Esa gente que me ha escuchado esta noche es muy amable, pero no entiende mucho de estas cosas. Ven que un joven de la ciudad toca aceptablemente bien y se emocionan. Pero yo quiero que se me juzgue poniendo el listón muy alto. Y sé que mis padres también lo quieren. Señor Ryder, he tomado una decisión. Me voy. Necesito una ciudad más grande; estudiar con maestros como Lubetkin o Peruzzi. Me he dado cuenta de que el nivel que deseo no puedo alcanzarlo aquí, en esta ciudad. Mire, si no, cómo ha aplaudido una interpretación bastante vulgar de Glass Passions. Eso lo resume todo. Antes no me daba cuenta, pero supongo que usted podría definirme como un gran pez en un estanque pequeño. Tengo que salir de aquí. Ver de lo que soy capaz realmente.
Seguimos caminando, y nuestros pasos resonaban en el auditórium. En un momento dado, dije:
– Quizá sea una decisión juiciosa. De hecho estoy seguro de que lo es. Irse a vivir a una ciudad más grande, encarar nuevos retos… Estoy seguro de que le vendrá muy bien. Pero debe usted tener cuidado de con quién estudia. Si quiere, pensaré en ello y veré si puedo hacer algo al respecto.
– Señor Ryder, si lo hace le quedaré eternamente agradecido. Sí, necesito saber hasta dónde puedo llegar. Y un día volveré a esta ciudad y les demostraré quién soy. Les enseñaré cómo hay que tocar realmente Glass Passions. -Se echó a reír, pero en su risa no había el menor rastro de alegría.
– Es usted un joven con mucho talento. Tiene toda la vida por delante. Debería estar de mejor ánimo.
– Supongo que sí. Supongo que estoy un poco descorazonado. Hasta esta noche no me había dado cuenta de lo mucho que he de mejorar. Le parecerá gracioso, pero ¿sabe?, pensaba que ya no tenía nada que aprender. Ello da clara muestra de adonde puede llevarte vivir en un lugar como éste. Empiezas a pensar mezquinamente. Sí, ¡pensaba que esta noche iba a dar la medida de mi talento! Ya ve lo ridículo que hasta hoy ha sido mi pensamiento al respecto. Mis padres tienen toda la razón. Me queda aún mucho por aprender.
– ¿Sus padres? Escuche: mi consejo es que de momento se olvide por completo de sus padres. Si me permite decirlo, no entiendo cómo pueden…
– Ah, ya estamos. Es por ahí… -Habíamos llegado a una especie de puerta, y Stephan descorrió una cortina que colgaba de ella-. Es por aquí.
– Perdón, ¿adonde da?
– Al conservatorio. Oh, quizá no haya oído hablar del conservatorio. Es muy famoso. Fue construido un siglo después de la sala de conciertos, pero hoy es casi tan famoso como ella. Es donde está la gente desayunando.
Nos encontrábamos en un corredor; a uno de los lados se abría una larga hilera de ventanas, y a través de la más cercana vi el pálido cielo azul de la mañana.
– A propósito -dije al reanudar la marcha-. Me estaba preguntando por el señor Brodsky. ¿Qué le ha pasado? ¿Está… muerto?
– ¿El señor Brodsky? Oh, no. Se va a poner bien, estoy seguro. Lo han llevado a alguna parte. Bueno, lo cierto es que he oído que lo han llevado a la clínica de St. Nicholas.
– ¿A la clínica de St. Nicholas?
– Es donde llevan a los indigentes. En el conservatorio, hace un momento, estaban comentándolo, y decían que, bueno, que era el sitio que le corresponde, que allí saben cómo tratar a la gente con problemas como el suyo… A mí me ha causado una gran impresión, si he de serle sincero. De hecho…, se lo diré confidencialmente, señor Ryder, todo esto me ha ayudado a decidirme. A irme de la ciudad, me refiero. El concierto que esta noche nos ha ofrecido el señor Brodsky ha sido, en mi opinión, lo mejor que se ha oído en este auditórium en mucho tiempo. Al menos desde que tengo edad para apreciar la música. Pero ya ha visto lo que ha pasado. Lo han rechazado, se han asustado. Ha sido mucho más de lo que jamás hubieran esperado. Se han sentido muy aliviados al ver que se desplomaba en el escenario. Y ahora se dan cuenta de que quieren algo diferente a eso. Algo menos extremo…
– Algo más parecido a lo del señor Christoff, quizá…
Stephan pensó en ello unos instantes.
– Algo un poco diferente. Con un nombre nuevo, al menos. Ahora se dan cuenta de que no es exactamente lo del señor Christoff. Quieren algo mejor. Pero…, pero no eso.
A través de las ventanas veía ahora la gran pradera de césped del exterior, y el sol alzándose a lo lejos sobre las hileras de árboles.
– ¿Y qué será ahora del señor Brodsky? -pregunté.
– ¿Del señor Brodsky? Oh, volverá a ser lo que siempre ha sido aquí. Acabará sus días como el borracho del municipio, supongo. No van a dejarle ser otra cosa; no después de esta noche. Como digo, lo han llevado a la clínica de St. Nicholas. Yo he crecido aquí, señor Ryder, y en muchos aspectos sigo amando esta ciudad. Pero ahora deseo tanto marcharme…
– Quizá debería tratar de decir algo. Me refiero a pronunciar unas palabras en el conservatorio. Dirigirles unas palabras sobre el señor Brodsky. Abrirles los ojos acerca de él.
Stephan consideró la idea mientras seguíamos caminando, y al cabo sacudió la cabeza.
– No merece la pena, señor Ryder.
– Debo admitir que a mí tampoco me seduce mucho la idea. Pero nunca se sabe. Quizá unas palabras mías…
– No lo creo, señor Ryder. Ahora ni siquiera le escucharían. No después de este concierto del señor Brodsky. Les ha recordado todo aquello que temen. Además, en el conservatorio no hay ningún micrófono; ni siquiera un estrado desde el que hablar. No es posible hacerse oír con todo ese ruido. ¿Sabe?, es un sitio muy grande, casi tan grande como la propia sala de conciertos. De extremo a extremo debe de haber…, bueno, si vas de una punta a otra en diagonal, apartando las mesas y los invitados que te puedas encontrar en el camino…, puede haber como mínimo unos cincuenta metros. Es un sitio bastante grande, ya lo verá. Si yo fuera usted, señor Ryder, me relajaría y disfrutaría del desayuno. A fin de cuentas, puede pensar en Helsinki…
El conservatorio, en efecto, era muy grande, y en aquel momento el sol de la mañana entraba a raudales. La gente charlaba alegremente aquí y allá, sentada a las mesas o de pie en pequeños grupos. Vi que unos tomaban café y zumo de frutas, y otros comían en platos o boles, y al abrirnos paso entre la gente me llegó un aroma de panecillos recién hechos, de pastel de pescado, de bacon… Los camareros iban de un lado para otro con platos y jarras de café. A mi alrededor los invitados se saludaban con grandes muestras de alegría, y me chocó que aquel ambiente se asemejara tanto al de un reencuentro entre viejos camaradas. Y sin embargo eran gentes que se veían diariamente. Era evidente que los acontecimientos de la velada les habían hecho verse a sí mismos y a su comunidad de un modo profundo y nuevo, y que el resultado, de algún modo, había sido aquel talante de celebración.
Comprendí que Stephan tenía razón. No tenía ningún sentido tratar de dirigirles unas palabras, y menos aún pedirles que regresaran al auditórium para escuchar mi recital. De pronto me sentí cansado y extremadamente hambriento, y decidí sentarme y tomar el desayuno. Cuando miré a mi alrededor, sin embargo, no pude ver ninguna mesa libre. Al volverme, además, vi que Stephan ya no estaba a mi lado: se había quedado hablando con los integrantes de una mesa que acababa de dejar a mi espalda. Vi que lo saludaban con calor, quizá esperando que me presentara al grupo. Pero él pareció enfrascarse en la conversación, y al poco adoptó los alegres modos del grupo.
Decidí, pues, dejarle allí, y seguí andando entre los invitados. Pensé que tarde o temprano algún camarero me vería y se apresuraría a traerme un plato y una taza de café, y quizá me buscaría una mesa. Pero, aunque vi venir hacia mí a un camarero varias veces, invariablemente pasaba de largo y se acercaba a servir a otras personas.
Luego, al cabo de un rato, caí en la cuenta de que me hallaba muy cerca de la entrada principal del conservatorio. Alguien la había abierto de par en par, y vi que había muchos invitados en el césped. Salí yo también, y me sorprendió mucho la frialdad del aire. Pero la gente, también aquí, charlaba en grupos, de pie, mientras tomaba café o comía algo. Algunos se habían vuelto para recibir el sol de cara, mientras otros deambulaban por el césped para estirar las piernas. Un grupo, incluso, se había sentado sobre la hierba húmeda, con los platos y las jarras de café a su alrededor, como en una merienda campestre.
Vi un carrito sobre el césped, no lejos de donde yo estaba, y a un camarero inclinado sobre él, muy atareado. Cada vez estaba más hambriento, así que me acerqué a él y me disponía a darle un golpecito en el hombro cuando el hombre se volvió de pronto y pasó apresuradamente por mi lado con tres grandes platos -pude ver huevos revueltos, salchichas, champiñones, tomates- en los brazos. Me quedé mirando cómo se alejaba con paso vivo, y decidí no moverme del carrito hasta que volviera.
Mientras esperaba, observé la escena que se ofrecía ante mis ojos, y comprendí cuán ocioso había sido dudar de mi capacidad para hacer frente a las exigencias que me había planteado la ciudad. Como de costumbre, mi experiencia y mi olfato habían sido más que suficientes para permitirme salir airoso. Sentía, por supuesto, cierta decepción en relación con la velada, pero, después de pensar en ello con detenimiento, pude ver lo inapropiado de mi desencanto. Después de todo, si una comunidad puede alcanzar cierto grado de equilibrio sin necesidad de ser guiada por un forastero, tanto mejor…
Cuando después de esperar varios minutos vi que el camarero no volvía -seguía mortificado por los aromas que ascendían de las marmitas calientes del carrito-, decidí que no había razón alguna para que no pudiera servirme yo mismo. Había cogido ya un plato y me agachaba hacia las bandejas inferiores del carrito en busca de unos cubiertos cuando vi, por el rabillo del ojo, unas figuras a mi espalda. Me volví y vi a los mozos de hotel.
Según me pareció ver, todos cuantos habían estado junto al lecho de Gustav -aproximadamente una docena-, se hallaban en aquel momento frente a mí. Al volverme, algunos de ellos bajaron la mirada, pero otros me seguían mirando fija, intensamente.
– Dios mío -dije, tratando de ocultar que me habían sorprendido cuando estaba a punto de servirme el desayuno-. Dios mío, ¿qué ha pasado? Como es natural, tenía intención de ir a ver cómo seguía Gustav, pero he supuesto que lo habían llevado al hopital. Es decir, que estaba en buenas manos. Pero pensaba ir a verle en cuanto…
Callé al ver la expresión de dolor en sus semblantes.
El maletero barbudo dio un paso hacia adelante y tosió con embarazo.
– Ha muerto hace media hora, señor. Había tenido problemas esporádicos a lo largo de los años, pero se mantenía en buena forma, y ha sido muy inesperado para nosotros. Muy inesperado.
– Lo siento muchísimo -dije. Lo sentía de veras-. Lo siento muchísimo. Les agradezco mucho que se hayan molestado en venir a decírmelo personalmente. A todos ustedes. Como saben, sólo lo conocía de unos días, pero había sido muy amable conmigo, ayudándome con las maletas y demás…
Vi que los colegas del hombre barbudo no dejaban de mirarle con insistencia, como instándole a decir algo. Y el hombre barbudo inspiró profundamente.
– Claro, señor Ryder -dijo al fin-. Hemos venido a decírselo porque sabíamos que querría usted enterarse cuanto antes. Pero también… -Bajó la mirada-. Pero también…, verá, señor, antes de morir, Gustav quería saber si usted…, quería saber si usted había pronunciado ya su discurso. O sea, el pequeño discurso que iba usted a pronunciar en nuestro favor, señor… Gustav, hasta el final, no hacía más que preguntarlo.
Ahora todos los maleteros habían bajado la mirada y esperaban en silencio mi respuesta.
– Ah -dije-. ¿Así que no saben lo que ha ocurrido en el auditórium…?
– Hemos estado con Gustav hasta ahora, señor -dijo el maletero barbudo-. Acaban de llevárselo hace un momento. Debe disculparnos, señor Ryder. Ha sido muy descortés de nuestra parte no haber estado presentes mientras pronunciaba su discurso, sobre todo si ha tenido la amabilidad de acordarse de su promesa y…
– Miren -le interrumpí con suavidad-. Hay muchas cosas que no han salido como estaban planeadas. Me sorprende que no hayan oído lo que ha pasado; pero, claro, dadas las circunstancias… -Hice una pausa, y luego, tomando aliento, dije con voz más firme-: Lo siento, pero lo cierto es que hay muchas cosas, no sólo el pequeño discurso en favor de ustedes que tenía preparado, que no han salido según lo planeado.
– Así que me está diciendo, señor… -El mozo barbudo dejó la frase en suspenso, y bajó la cabeza con expresión decepcionada. Los otros maleteros, que habían estado mirándome con fijeza, fueron bajando, uno a uno, la mirada. Y al cabo uno de ellos, desde el fondo del grupo, me espetó en un tono casi iracundo:
– Gustav no ha parado de preguntarlo. Hasta el final. No ha parado de preguntarlo: «¿Se sabe algo ya del señor Ryder?» Hasta el último suspiro…
Varios de sus colegas se apresuraron a calmarle, y luego siguió un largo silencio. Finalmente, el maletero barbudo, sin dejar de mirar hacia la hierba, dijo:
– No importa. Seguiremos intentándolo, igual que siempre. De hecho lo intentaremos con más empeño que nunca. No vamos a fallarle a Gustav. Él siempre fue nuestro guía, y nada va a cambiar ahora que se ha ido. Tenemos una ardua y difícil lucha por delante, siempre la hemos tenido, lo sabemos, y no va a ser menos dura de ahora en adelante. Pero no vamos a bajar la guardia, no vamos a ceder un ápice. Recordaremos a Gustav y seguiremos en la brecha. Por supuesto, su pequeño discurso, señor, si hubiera podido pronunciarlo, habría sido…, nos habría ayudado mucho, no hay duda. Pero, claro, si llegado el momento no le ha parecido oportuno…
– Escuche -dije, empezando a impacientarme-. Sabrán muy pronto lo que ha sucedido. La verdad es que me sorprende que no se hayan preocupado por estar más al tanto de los asuntos de mayor trascendencia de su comunidad. Es más: parecen no tener ni idea de la clase de vida que me veo obligado a llevar. De las grandes responsabilidades a las que debo hacer frente. Ahora mismo, mientras estoy aquí hablando con ustedes, he de pensar en mi próximo compromiso en Helsinki. Si las cosas no les han salido como esperaban, lo siento mucho. Pero no tienen ningún derecho a venir a importunarme de este modo…
Las palabras se apagaron en mis labios. A mi derecha, a lo lejos, había un sendero que partía de la sala de conciertos y se internaba en el bosque cercano. Llevaba ya cierto tiempo viendo cómo una columna de personas subía por él y se perdía entre los árboles. De vuelta a casa -me dije- para descansar un par de horas antes de dar comienzo a la jornada. De pronto divisé a Sophie y a Boris, que, mezclados entre la gente, subían con paso resuelto por el sendero. El chico había vuelto a rodear con el brazo -en ademán protector- el hombro de su madre, pero por lo demás nada hacía sospechar el dolor que sin duda les embargaba por su reciente pérdida. Traté de ver la expresión de sus caras, pero estaban demasiado lejos, e instantes después también ellos se perdieron entre los árboles.
– Lo siento -dije, en tono más calmado, volviéndome a los maleteros-, pero ahora deben excusarme.
– No vamos a ceder ni un ápice -dijo el maletero barbudo en voz baja, con la mirada aún fija en el suelo-. Un día lo conseguiremos. Ya lo verá.
– Disculpe…
Y, cuando me estaba retirando, llegó el camarero que había estado esperando en vano y se abrió paso entre los maleteros para llegar hasta el carrito. Recordando el plato que aún mantenía oculto a mi espalda, se lo puse en las manos sin miramientos.
– El servicio, esta mañana, ha sido horroroso -dije fríamente antes de alejarme con paso vivo.