9

Me vi de nuevo pasando entre respaldos y piernas, esta vez con Pedersen pegado a mis talones y susurrando disculpas por los dos. No tardé en llegar hasta un grupito de hombres acurrucados. Tardé unos segundos en advertir que habían montado una partida de cartas y jugaban o bien inclinados hacia la fila de delante o bien vueltos hacia atrás y acodados en los respaldos de los asientos. Alzaron la vista al vernos, y cuando Pedersen me presentó, todos trataron de erguirse un poco. No volvieron a acomodarse hasta que me hubieron instalado holgadamente en el centro, y me vi estrechando numerosas manos tendidas en la oscuridad.

El hombre que se hallaba más cerca de mí vestía traje oscuro, y llevaba desabrochado el cuello de la camisa y flojo el nudo de la corbata. Olía a whisky, y me pareció que tenía alguna dificultad para verme nítidamente. Su compañero, que asomaba por encima de su hombro, era delgado, con la cara muy pecosa, y parecía más sobrio, aunque también se había aflojado la corbata. Aún no había tenido tiempo de prestar atención al resto del grupo cuando el borracho me estrechó la mano por segunda vez y dijo:

– Espero que lo esté pasando bien con la película, señor.

– Sí, mucho. De hecho es precisamente una de mis películas preferidas de siempre.

– ¡Ah! ¡Pues es una suerte que la hayan puesto esta noche! Sí, a mí también me gusta. Es un clásico. Escuche, señor Ryder… ¿Quiere jugar esta mano en mi lugar? -dijo, poniéndome las cartas delante de la cara.

– No, muchas gracias. Por favor…, no interrumpan su partida por mi culpa.

– Le estaba explicando al señor Ryder -dijo Pedersen detrás de mí- que la vida en esta ciudad no ha sido así siempre. Incluso ustedes, caballeros, que son bastante más jóvenes que yo, podrán dar fe de ello…

– ¡Ah, sí…! ¡Los viejos tiempos! -exclamó soñadoramente el borracho-. Sí… ¡Qué maravilloso era todo en los viejos tiempos!

– Theo está pensando en Rosa Klenner -dijo el individuo pecoso, provocando las risas de todos.

– ¡Bobadas! -protestó el borracho-. Y deja de ponerme en evidencia delante de nuestro distinguido huésped.

– Que sí, que sí… -prosiguió su amigo-. En aquel tiempo Theo estaba enamoradísimo de Rosa Klenner. Es decir, de la actual señora Christoff.

– Jamás estuve enamorado de ella. Además, ya era un hombre casado entonces.

– Tanto peor, Theo…, tanto peor.

– Eso son tonterías.

– Pues yo lo recuerdo muy bien, Theo -dijo una nueva voz desde la fila de atrás-. Te pasabas horas y horas hablando de Rosa Klenner.

– Entonces no conocía su auténtico carácter.

– ¡Pero si fue precisamente su carácter lo que te cautivó! -prosiguió la voz-. Tú siempre habías ido detrás de mujeres que no habrían dedicado ni tres segundos de su tiempo a fijarse en ti…

– Algo de verdad hay en eso -asintió el individuo pecoso.

– No hay ni una pizca de verdad…

– Verá, señor Ryder…, permítame que le explique -dijo el hombre de la cara llena de pecas apoyando la mano en el hombro de su amigo ebrio e inclinándose hacia mí-. La actual señora Christoff, a la que solemos seguir llamando Rosa Klenner, es una joven de aquí, una de los nuestros, alguien que creció entre nosotros. Aún es una mujer hermosa y, en aquellos días…, bueno…, digamos que nos tenía prendados a todos. Era muy bella, y muy distante. Trabajaba en la Schlegel Gallery, que ahora está cerrada. Un trabajo de despacho, no mucho más que de simple auxiliar. Solía ir allí los martes y jueves…

– Los martes y viernes -le corrigió el borracho.

– Los martes y viernes. Perdone el error. Por supuesto, Theo tiene que recordarlo perfectamente… Después de todo, frecuentaba la galería, una pequeña sala de paredes blancas, siempre que tenía ocasión, con la excusa de ir a ver los cuadros…

– ¡Bobadas!

– Y no eras el único, ¿verdad, Theo? Tenías un montón de rivales. Jürgen Haase. Erich Brull… Incluso Heinz Wodak. Todos eran habituales.

– Y Otto Röscher -añadió Theo nostálgico-. Iba también a menudo.

– ¡No me digas! Sí, en efecto… Rosa tenía muchos admiradores.

– Yo nunca hablé con ella -dijo Theo-. Excepto una vez, cuando le pedí un catálogo.

– Lo que estaba muy claro con Rosa -prosiguió el individuo de las pecas-, ya desde que éramos todos adolescentes, era que, en su opinión, los varones de esta ciudad no estaban ni muchísimo menos a su altura. Se creó una reputación de rechazar las proposiciones de las maneras más crueles. De ahí que las almas tímidas, como nuestro Theo, aquí presente, optaran sabiamente por no decirle ni media palabra. Pero cuando aparecía de paso en la ciudad alguien notable…, un artista, un músico, un escritor…, Rosa lo perseguía sin el más mínimo pudor. Siempre formaba parte de tal o cual comité, lo que significaba que tenía acceso a prácticamente cualquier celebridad que nos visitara. Asistía a todas las recepciones y, en cuanto podía, acorralaba al huésped en un rincón, charla que te charla y mirándole fijamente a los ojos. Hubo muchas especulaciones, naturalmente, en torno a su comportamiento sexual, quiero decir, aunque nadie pudo jamás probar nada. Actuaba siempre muy inteligentemente. Pero si te fijabas en cómo corría detrás de las celebridades visitantes, pocas dudas podían caberte de que había tenido relaciones con algunos de ellos. Era muy atractiva, y encandiló a muchos. Pero, por lo que se refiere a los hombres de aquí, ni se molestaba en mirarlos.

– Hans Jongboed siempre se jactó de haber tenido una aventura con ella -observó el llamado Theo. Su intervención suscitó muchas risas, e hizo que varias voces cercanas repitieran burlonamente: «¡Hans Jongboed!» Pedersen, sin embargo, se movía inquieto.

– Caballeros, caballeros… -empezó a decir-. El señor Ryder y yo estábamos hablando de…

– Jamás hablé con ella -dijo Theo-. Excepto aquella vez. Para pedirle un catálogo.

– ¡Vamos, Theo, no te lamentes! -El pecoso dio una palmada a su amigo en la espalda y casi lo lanzó hacia adelante-. No vale la pena. ¡Mira en qué situación está ahora!

Theo pareció abismarse en sus pensamientos.

– Era así en todo -dijo-. No sólo en el amor. Sólo tenía tiempo para los miembros del círculo artístico, sólo para la flor y nata de entre ellos. No podías ganarte su respeto de otra forma. Y no era una persona apreciada aquí… Mucho antes de casarse con Christoff, había mucha gente que le tenía ojeriza.

– De no haber sido tan bella -me explicó el individuo pecoso-, la hubiera odiado todo el mundo. Pero, al serlo, siempre hubo hombres como nuestro Theo dispuestos a sucumbir a su hechizo. Pero el caso es que se presentó Christoff en la ciudad. ¡Un violoncelista profesional, y con una notable trayectoria, además! Rosa fue a por él de la manera más desvergonzada. No parecía importarle lo que pensáramos los demás. Sabía lo que quería y se aprestó a obtenerlo sin regatear medios. Fue admirable, en cierto modo, dentro de lo escandaloso. Christoff quedó prendado de ella y se casaron durante el primer año de su estancia entre nosotros. Para Rosa, Christoff era lo que siempre había estado esperando. Bien…, espero que le haya valido la pena… Dieciséis años de matrimonio… No habrá sido tan malo. Pero ¿y ahora? Él está acabado aquí. ¿Qué hará ella ahora?

– Ahora ni siquiera le darían trabajo en una galería -afirmó Theo-. Nos ha hecho mucho daño en todos estos años. Ha dañado nuestro orgullo. Está tan acabada en esta ciudad como el propio Christoff.

– Algunos opinan -prosiguió el pecoso- que Rosa se irá de la ciudad con Christoff, y que no lo abandonará hasta que se hayan establecido en otra parte. Pero el señor Dremmler, aquí presente -me indicó a un hombre sentado en la fila de delante-, está convencido de que se quedará aquí.

El tal Dremmler se volvió al oír su nombre. Evidentemente había estado escuchando la conversación, porque afirmó con cierto tono de autoridad:

– Lo que no tienen que olvidar a propósito de Rosa Klenner es que, en realidad, es una persona muy tímida en ciertos aspectos. Fui a la escuela con ella, estábamos en el mismo curso. Siempre ha tenido ese problema, ese lado tímido, que es su perdición. Esta ciudad no es lo bastante buena para ella, pero Rosa es demasiado tímida para dejarla. Fíjense: a pesar de todas sus ambiciones, jamás intentó dejarnos. La mayoría de la gente no advierte en ella este rasgo suyo, pero lo tiene. Por eso tengo la certeza de que se quedará. Se quedará y probará suerte de nuevo. Tendrá intención de echarle el anzuelo a cualquier otra celebridad que nos visite. Después de todo, aún está muy bien para la edad que tiene.

Una voz atiplada, procedente de algún asiento próximo, observó:

– Tal vez vaya a por Brodsky. El comentario provocó una carcajada general. -Pues es perfectamente posible -siguió diciendo la voz en un cómico tono de ofendida protesta-. De acuerdo…, él es un vejestorio, pero Rosa ya tiene sus años. ¿Y quién más hay aquí de su categoría? -Las risas se alzaron de nuevo, incitando a la voz a seguir hablando-. De hecho, elegir a Brodsky es lo mejor que puede hacer. Yo le recomendaría esa solución. Si optara por cualquier otra, la antipatía que la ciudad siente ahora por Christoff seguiría pesando sobre ella. Pero si se convirtiera en la amante, o incluso en la esposa de Brodsky… ¡Ah!, sería con mucho el mejor modo de hacer olvidar su relación con Christoff. Ello le supondría poder seguir manteniendo su… actual posición.

Al llegar a este punto, las risas se habían generalizado a nuestro alrededor, con espectadores de hasta tres filas más allá volviéndose para mostrar su regocijo. A mi lado, Pedersen se aclaró la garganta:

– Por favor, caballeros -dijo-. Estoy decepcionado. ¿Qué pensará de todo esto el señor Ryder? Están refiriéndose al señor Brodsky, al señor Brodsky, sí, como si siguiera siendo el mismo de antes. Y se están poniendo ustedes en evidencia. Porque el señor Brodsky ya no es alguien risible. Sea cual fuere la intención de lo que dice el señor Schmidt acerca de la señora Christoff, el señor Brodsky no es en absoluto una opción ridícula…

– Es bueno que haya venido usted a visitarnos, señor Ryder -le cortó Theo-. Pero ya es demasiado tarde. Las cosas han llegado a un punto en que… En fin, que ya no hay remedio…

– Eso son sandeces, Theo -le censuró Pedersen-. Nuestra coyuntura es crucial; nos encontramos ante un momento decisivo. El señor Ryder ha venido a decírnoslo. ¿No es así, señor Ryder?

– Sí…

– Es demasiado tarde. Hemos perdido la oportunidad. ¿Por qué no nos resignamos a ser una ciudad entre tantas, una ciudad fría y solitaria? Otras lo han hecho. Al menos, navegaríamos a favor de la corriente. El alma de esta ciudad, señor Ryder, no es que esté enferma: está muerta. Ya es demasiado tarde. Hace diez años, tal vez… Quizá existiera alguna posibilidad. Pero ahora ya no. Usted, señor Pedersen. -El borracho señaló con el dedo trémulo a mi compañero de asiento-. Usted, señor… Fueron usted y el señor Thomas. Y el señor Stika. Todos ustedes, caballeros. Todos prevaricaron…

– No empecemos de nuevo, Theo -intervino el hombre de las pecas-. Tiene razón el señor Pedersen. No es momento de resignarnos. Hemos recuperado a Brodsky, al señor Brodsky… Y, por lo que sabemos, él podría llegar a ser…

– ¡Brodsky, Brodsky…! Ya es demasiado tarde. Estamos acabados. Contentémonos con ser una fría ciudad moderna, y punto.

Noté sobre mi brazo la mano de Pedersen.

– Señor Ryder…, ¡lo siento muchísimo!

– ¡Usted prevaricó, señor! ¡Diecisiete años! Diecisiete años permitiéndole a Christoff hacer y deshacer a su antojo. ¿Y qué es lo que nos ofrece ahora? ¡A Brodsky! Sí, señor Ryder, ¡es demasiado tarde!

– Lamento en el alma que haya tenido usted que escuchar todo esto -me dijo Pedersen. Y alguien añadió a nuestra espalda:

– Estás borracho y deprimido, Theo. Eso es todo. Mañana por la mañana tendrás que ir a ver al señor Ryder para rogarle que te disculpe.

– Bueno… -dije-, me interesa conocer las dos corrientes contrapuestas de opinión…

– ¡Pero es que ésta no es una corriente de opinión! -protestó Pedersen-. Se lo aseguro, señor Ryder. Los sentimientos de Theo no son en absoluto representativos del sentir de la gente. En todas partes…, en las calles, en los tranvías…, yo percibo otra cosa, un enorme sentimiento de optimismo.

Sus palabras provocaron un murmullo generalizado de asentimiento.

– No se lo crea, señor Ryder -dijo Theo, agarrándose a la manga de mi chaqueta-. Está usted aquí en una misión imposible. Hagamos, si quiere, una rápida encuesta aquí mismo, en el cine… Preguntémosles a unos cuantos espectadores…

– Me voy a casa, señor Ryder -terció Pedersen-. Voy a acostarme. Es una maravillosa película, pero ya la he visto varias veces. Y usted mismo, señor…, debe de estar muy fatigado.

– Sí, la verdad, estoy muy cansado. Puedo acompañarle, si me lo permite. -Me volví hacia los demás-: Excúsenme, señores, pero me parece que ya es hora de que vuelva a mi hotel.

– Pero, señor Ryder… -dijo el individuo pecoso con un tono de preocupación-, no se vaya aún. Debería quedarse hasta que el astronauta desmantele el HAL, al menos…

– Tal vez quiera ocupar mi puesto en la partida, señor Ryder -dijo una voz desde la misma fila, a unas butacas de distancia-. Ya he jugado bastante por esta noche. Aparte de que me cuesta mucho ver las cartas en esta penumbra. Mi vista ya no es lo que era.

– Es usted muy amable, pero de verdad que tengo que irme.

Iba a estrechar las manos de todos y darles las buenas noches, pero Pedersen se había puesto ya de pie y empezaba a abrirse camino hacia el pasillo. Me apresuré a seguirle, y dirigí al grupo unos cuantos ademanes de despedida.

Pedersen -observé- parecía muy trastornado por lo sucedido, y cuando llegamos al pasillo continuó caminando en silencio con la cabeza baja. Al salir de la sala, eché una última mirada a la pantalla y vi a Clint Eastwood preparándose para desconectar el HAL, mirando atentamente su enorme destornillador.

En el exterior, la noche -con su mortal quietud y su fría y espesa niebla- supuso un contraste tan marcado con el tibio bullicio de la sala que los dos nos quedamos parados en la acera, como tratando de recuperarnos de la impresión del brusco cambio.

– No sé qué decirle, señor Ryder -comenzó Pedersen-. Theo es una bellísima persona, pero algunas veces, tras una cena copiosa… -Sacudió la cabeza en ademán de desaliento.

– No se preocupe. Las personas que trabajan mucho necesitan desfogarse. He disfrutado mucho de la velada.

– Me siento avergonzadísimo…

– ¡Por favor…! Olvidémoslo. De verdad que lo he pasado muy bien.

Habíamos empezado a caminar, y nuestras pisadas resonaban en la calle desierta. Durante un rato, Pedersen mantuvo un preocupado silencio. Y luego dijo:

– Debe usted creerme, señor… Nunca hemos subestimado la dificultad que entraña imbuir esa idea en nuestra comunidad. Esa idea respecto al señor Brodsky, quiero decir. Pero le aseguro que hemos procedido con tremenda prudencia y paso a paso.

– Estoy seguro de que ha sido así.

– Al principio fuimos muy estrictos hasta en a quién le íbamos a mencionar el asunto. Juzgábamos vital que sólo quienes era probable que se mostraran a favor conocieran el proyecto en sus primeros pasos. Luego, a través de esas personas, nos permitimos propagar la idea, para que fuera calando lentamente en el público en general. Así nos asegurábamos de que el plan sería presentado bajo su prisma más positivo. Y, al mismo tiempo, adoptamos otras medidas. Ofrecimos, por ejemplo, una serie de banquetes en honor del señor Brodsky, a los que invitamos a personas de la alta sociedad cuidadosamente elegidas. Fueron primero cenas reducidas, sin ningún tipo de publicidad; pero luego, gradualmente, hemos podido ampliar más y más el abanico, y hemos ido consiguiendo apoyos cada vez más amplios. Asimismo, y con ocasión de cualquier acontecimiento público importante, nos asegurábamos de que el señor Brodsky fuera visto entre las personalidades. Cuando vino el Ballet de Pekín, por ejemplo, hicimos que se sentara en el mismo palco que el señor y la señora Weiss. Y a nivel personal, como es lógico, todos hemos puesto especial empeño en referirnos siempre a él en el tono más respetuoso. Llevamos dos años de esfuerzo en esta tarea y nos sentimos más que satisfechos de lo conseguido. La imagen que se tenía de él ha cambiado sustancialmente. Tanto que nos pareció llegada la hora de dar este importantísimo paso. De ahí que lo de esta noche haya sido para mí un jarro de agua fría. Esos caballeros son los primeros que deberían dar ejemplo. Si ellos caen en semejante actitud cada vez que se desmandan un poco, ¿qué cabe esperar del común de los mortales? -Dejó en suspenso el interrogante y volvió a sacudir la cabeza-. Estoy decepcionado. Por mí mismo y en atención a usted, señor Ryder.

De nuevo se sumió en el mutismo. Al cabo de un rato de caminar en silencio, dije con un suspiro:

– Nunca es fácil cambiar la opinión pública.

Pedersen dio unos cuantos pasos más antes de volver a hablar:

– Tiene usted que considerar cuál fue nuestro punto de partida. Porque, si lo mira de esa forma, si piensa desde dónde empezamos, verá que hemos hecho importantes progresos. Compréndame… El señor Brodsky lleva mucho tiempo viviendo entre nosotros, y en todos estos años nadie le había oído hablar de música, y mucho menos tocar… Sí, claro… Todos teníamos una vaga idea de que, en tiempos, fue director de orquesta en su país de origen… Pero, dado que nunca le habíamos visto en esa faceta, jamás lo consideramos un músico. En realidad, si he de serle sincero, hasta hace muy poco el señor Brodsky sólo se hacía notar cuando se emborrachaba y recorría las calles de la ciudad haciendo eses y vociferando. El resto del tiempo no era más que un individuo solitario que vivía con su perro en una casa de las afueras, saliendo por la carretera del norte. Bueno…, esto no es del todo cierto: la gente también lo conocía de verlo en la biblioteca pública. Dos o tres días por semana, acudía a la biblioteca a primera hora, ocupaba su sillón habitual bajo los ventanales y ataba a su perro a la pata de la mesa. Va contra las ordenanzas meter allí a un perro, pero las bibliotecarias habían decidido hace mucho tiempo que era más sencillo dejarle entrar con él. Más sencillo que empezar un altercado con el señor Brodsky. Así que con frecuencia te lo encontrabas en la sala de lectura, hojeando su montón de libros…, siempre los mismos gruesos volúmenes de Historia. Y si alguien en la sala iniciaba la más mínima conversación, aunque sólo fuera para susurrar unas palabras de saludo, él saltaba como un resorte de su asiento y reprendía a voz en grito al culpable. En teoría, claro, tenía todo el derecho a hacerlo. Pero la verdad es que jamás hemos sido demasiado estrictos con lo del silencio en nuestra biblioteca. Después de todo, a las gentes les gusta charlar un poco cuando se encuentran, allí o en cualquier otro lugar público. Y si se piensa que el propio señor Brodsky infringía las normas al entrar con su perro, no es raro que se diera cierta propensión a tildar su actitud de poco razonable. Pero es que, para colmo, algunas mañanas, de cuando en cuando, parecía apoderarse de él un humor harto curioso. Llevaba un rato leyendo en su mesa y de pronto su semblante se tornaba la viva expresión de la melancolía, y allí lo veías sentado, mirando al vacío, en ocasiones con los ojos arrasados en lágrimas. Si ello ocurría, los presentes podían tener la certeza de que no se metería con ellos si charlaban. Normalmente, alguien tanteaba primero el terreno, y, si el señor Brodsky no reaccionaba, la sala se convertía al instante en un hervidero de conversaciones. Hasta el punto de que, en tales casos…, es tan perversa la gente…, la biblioteca alcanzaba cotas de bullicio mucho más altas que en cualquier otro momento en que no se hallara presente el señor Brodsky. Recuerdo que una mañana fui a devolver un libro: aquello parecía una estación de ferrocarril. Tuve prácticamente que gritar para hacerme oír por la encargada del servicio de préstamos. Y allí estaba el señor Brodsky, callado e inmóvil en medio del bullicio, ensimismado en su propio universo. Debo decir que daba pena verlo. La luz de la mañana acentuaba su aire de fragilidad. Le caía una gotita de la punta de la nariz, su mirada se perdía en la lejanía y se había olvidado por completo de la página que tenía delante. Se me antojó un poco cruel aquel cambio operado en el ambiente: era como si todos estuvieran aprovechándose de él, aunque no estoy muy seguro del sentido que pueda tener esto. Entiéndame…, en cualquier otra mañana, él habría sido capaz de hacer callar a todo el mundo en un instante… En fin, señor Ryder…, lo que estoy intentando decirle es que ésa era la imagen que durante muchos años tuvimos del señor Brodsky. Supongo que es mucho esperar que la gente cambie por completo y en tan poco tiempo el concepto que se había formado de él. Se han hecho muchos progresos, pero como usted mismo acaba de ver… -De nuevo pareció sumirse en la exasperación-. Y, sin embargo, ellos deberían ser más juiciosos… -murmuró para sí.

Nos detuvimos en un cruce. La niebla se había espesado mucho, y yo me sentía desorientado por completo. Pedersen miró a su alrededor y reanudó la marcha, guiándome por una calle estrecha y con hileras de coches aparcados sobre las aceras.

– Le acompañaré al hotel, señor Ryder. Por ahí también puedo ir a mi casa sin desviarme mucho. Confío en que el hotel sea de su agrado…

– ¡Oh, sí…! Está muy bien.

Durante un rato los coches aparcados en la acera nos obligaron a caminar uno detrás de otro. Luego salimos al centro de la calzada y, cuando me coloqué al lado de Pedersen, pude verlo mucho más animado. Sonrió y me dijo:

– Tengo entendido que irá usted mañana a casa de la condesa para oír esos discos. Me consta que el señor Von Winterstein, nuestro alcalde, quiere reunirse allí con ustedes. Está deseando hacer un aparte con usted para tratar de ciertos temas.

Pero lo más importante de todo son los discos, naturalmente… ¡Son algo extraordinario!

– Sí, yo también siento mucha curiosidad…

– La señora condesa es una mujer muy notable. Ha dado ya muchas veces prueba de una profundidad de pensamiento que nos ha dejado a todos avergonzados. En más de una ocasión le he preguntado cómo diablos se le ocurrió esa idea. «Una corazonada», me responde siempre. «Me desperté una mañana con esa corazonada.» ¡Qué mujer…! Normalmente habría sido complicadísimo obtener esas grabaciones… Pero ella se las arregló para conseguirlas a través de una casa especializada de Berlín. No hará falta que le diga que nosotros, entonces, no conocíamos su proyecto. Y me atrevería a decir que, de haberlo conocido, nos habríamos reído de él. Hasta que una tarde nos convocó a todos en su residencia (dos años hizo el mes pasado). Recuerdo que era un atardecer espléndido, soleado… Y nos reunió en el saloncito de su casa, a los once, completamente ajenos al motivo de aquella entrevista. Nos sirvió un aperitivo e inmediatamente comenzó a dirigirnos la palabra. Que llevábamos demasiado tiempo lamentándonos, nos dijo, y que ya iba siendo hora de que hiciéramos algo. Que ya iba siendo hora de que reconociéramos cuán torpemente habíamos actuado y de dar algunos pasos eficaces para reparar, en la medida de lo posible, el daño. Porque, si no lo hacíamos, nuestros nietos, y los hijos de nuestros nietos, jamás nos lo perdonarían. Bien… Nada de todo ello nos resultó nuevo: llevábamos meses repitiéndonos unos a otros esos o parecidos sentimientos. Nos limitamos, pues, a asentir con los habituales murmullos de aprobación. Y la condesa continuó hablando. En cuanto al señor Christoff, afirmó, poco más había que hacer. Estaba ya completamente desacreditado entre las gentes de toda condición de nuestra ciudad. Lo cual, sin embargo, difícilmente bastaría para dar marcha atrás en la espiral de decadencia, cada vez más vertiginosa, en que se hallaba atrapado el corazón de nuestra comunidad. Teníamos que forjar un nuevo espíritu, una nueva era. Todos asentimos… Y, la verdad, señor Ryder, también estas palabras eran como un eco de lo que tantas veces habíamos hablado entre nosotros. Y así se lo hizo saber el señor Von Winterstein, con la más extremada cortesía, por supuesto. Fue entonces cuando la condesa empezó a revelarnos lo que tenía en mente. Dijo que quizá habíamos tenido siempre la solución muy a mano. Siguió explicándose y…, bueno…, al principio apenas podíamos dar crédito a nuestros oídos. ¿El señor Brodsky? ¿El asiduo de la biblioteca, el de las borracheras en plena vía pública? ¿Se refería en serio al señor Brodsky? Porque se trataba de la condesa, porque, si no, estoy seguro de que nos habríamos desternillado de risa. Ella, sin embargo, lo recuerdo muy bien, se mostró sumamente segura de sí misma. Sugirió que nos pusiéramos cómodos, porque tenía unos discos que deseaba que escucháramos. Con suma atención. Y a continuación empezó a ponerlos uno tras otro mientras permanecíamos inmóviles en nuestros asientos y el sol iba poniéndose despacio fuera. La calidad de las grabaciones era muy deficiente. Y el equipo de la condesa, como comprobará usted mismo mañana, es más bien anticuado. Pero nada de eso importó gran cosa. En cuestión de minutos, la música nos hechizó a todos, nos arrulló en un mar de profunda serenidad. Algunos teníamos los ojos empañados de lágrimas. Nos dábamos perfecta cuenta de estar escuchando lo que tanto habíamos echado de menos a lo largo de los años. De pronto nos pareció incomprensible que alguna vez hubiéramos podido aplaudir a alguien como el señor Christoff. ¡Por fin volvíamos a oír auténtica música! La obra de un director que no sólo era un genio, sino que, además, sintonizaba con nuestros valores. Al cabo cesó la música, y nos levantamos, y estiramos las piernas (la audición había durado tres horas largas), y… le seré sincero…, aquella idea sobre el señor Brodsky, ¡el señor Brodsky!, seguía pareciéndonos igual de absurda. Las grabaciones, nos apresuramos a objetar, eran muy antiguas… El señor Brodsky, por razones que él conocería mejor que nadie, hacía mucho tiempo que había abandonado la música. Y, además, tenía sus…, sus problemas. Difícilmente podía parangonársele ya con aquel joven director de orquesta. Pronto nos vimos todos volviendo a expresar con gestos nuestras dudas. Pero la condesa volvió a tomar la palabra. Estábamos llegando a una situación crítica, insistió. Teníamos que mantener un espíritu abierto. Acudir al señor Brodsky, hablar con él, averiguar cuáles eran sus aptitudes actuales. A ninguno de nosotros había que recordarle lo apremiante de la situación. Todos podíamos citar docenas de casos harto tristes. Vidas destrozadas por la soledad. Familias enteras desesperanzadas de volver a gozar la felicidad que un día disfrutaron como lo más normal del mundo. Fue en ese instante cuando el señor Hoffman, el director de su hotel, carraspeó de pronto y declaró que él iría a ver al señor Brodsky.

Que se encargaría personalmente (lo dijo con toda solemnidad, poniéndose de pie incluso), que se encargaría personalmente de estudiar la situación, y que, si existía alguna esperanza de rehabilitar al señor Brodsky, él mismo, el señor Hoffman, se ocuparía de hacerlo. Y que, si le confiábamos tal tarea, prometía no defraudar a la comunidad. Esto ocurrió, como le digo, hace más de dos años. Desde entonces hemos podido contemplar, asombrados, la dedicación del señor Hoffman al cumplimiento de su promesa. El progreso, en conjunto y no siempre sin altibajos, ha sido notabilísimo. Y el señor Brodsky ha alcanzado…, bien…, ha llegado al punto en que está ahora. Y nos hemos dicho que ya no debíamos aguardar más para dar el paso crucial. Después de todo, nuestras posibilidades no pueden ir más allá de presentar al señor Brodsky ante los ojos de todo el mundo bajo una luz más favorable. En algún momento tienen que ser los ciudadanos quienes juzguen con sus propios ojos y oídos. En fin… Todo indica que no hemos sido demasiado ambiciosos. El señor Brodsky ha estado dirigiendo los ensayos con regularidad y, según todos los informes, se ha ganado el respeto de la orquesta. Pueden haber pasado muchos años desde la última vez que dirigió en público, pero no parece que su genio haya desmerecido un ápice. La pasión, el sentido de la belleza que descubrimos en su música aquel día en el saloncito de la condesa, han permanecido en él a la espera y ahora han vuelto a aflorar. Sí, estamos íntimamente convencidos de que el próximo jueves por la noche hará que nos sintamos todos orgullosos. Entretanto, por nuestra parte, hemos puesto todos los medios posibles para asegurar el éxito de la velada. La orquesta de la Fundación Nagel de Stuttgart, como bien sabe, goza de merecido prestigio aunque no figure entre las más afamadas. Sus honorarios no son una fruslería. Sin embargo, apenas hubo entre nosotros una sola voz que se opusiera a contratarla para esta crucial ocasión, ni que discutiera la duración del contrato. Se habló al principio de dos semanas de ensayos; pero finalmente, con el apoyo pleno del comité de Hacienda, ampliamos el tiempo a tres semanas. Tres semanas de manutención y hospedaje de los componentes de una orquesta sinfónica, más sus honorarios, son todo un presupuesto, señor Ryder… No es preciso que se lo diga. Pero apenas se oyó un murmullo de oposición. Todos y cada uno de los concejales nan tomado conciencia de la importancia de la noche del jueves. Y todos están de acuerdo en que hay que darle al señor Brodsky las máximas facilidades. Pero, aun así -prosiguió Pedersen tras un profundo suspiro-, aun así, como ha podido comprobar usted mismo hace un rato, es muy difícil superar las viejas ideas arraigadas. Ésta es precisamente la razón, señor Ryder, de que pensemos que su ayuda, el hecho de haber accedido a venir a nuestra humilde ciudad, acaso resulte absolutamente decisiva para nosotros. La opinión pública le escuchará como no escucharía jamás a ninguno de nosotros. De hecho, señor, puedo asegurarle que la simple noticia de su venida ha cambiado el estado anímico de la ciudadanía. Hay una gran expectación en torno a lo que nos dirá usted el próximo jueves por la noche. En los tranvías, en los cafés…, no se habla prácticamente de otra cosa. Por supuesto que ignoro lo que ha preparado usted para nosotros. Tal vez haya considerado oportuno no pintar un panorama demasiado risueño… O quizá quiera prevenirnos del duro trabajo que nos aguarda a todos y cada uno si queremos recuperar la felicidad que tuvimos antaño… Hará usted muy bien en hacernos tales advertencias. Pero también sé que apelará usted certeramente a la parte positiva, a la parte más noble y animosa de quienes le escuchan. De una cosa estoy seguro: cuando haya acabado de hablar, nadie en esta ciudad volverá a ver en el señor Brodsky al viejo borrachín desharrapado de antes. ¡Ah…! Le noto cierto aire de preocupación, señor Ryder… No se inquiete. Puede que a veces demos la impresión de ser una ciudad muy provinciana, pero hay ocasiones en las que sabemos superarnos. El señor Hoffman, en particular, ha estado trabajando a conciencia para organizar una velada realmente espléndida. Tenga usted la seguridad de que asistirá lo más granado de nuestra sociedad. Y en cuanto al señor Brodsky…, ya le digo: no nos defraudará. Superará todas nuestras expectativas, no tengo la más mínima duda.

De hecho, la expresión que había sorprendido Pedersen en mi semblante no traducía en absoluto una «preocupación» mía, sino más bien el creciente enojo que comenzaba a sentir hacia mí mismo. Porque lo cierto era que no sólo no tenía preparada aquella alocución a la ciudadanía de la que Pedersen hablaba, sino que aún tenía que reunir los datos necesarios para pergeñarla. No podía entender cómo, con mi experiencia, había incurrido en semejante error. Me recordé a mí mismo aquella tarde en el elegante atrio del hotel, sorbiendo un café fuerte y amargo, diciéndome que debía planificar cuidadosamente el resto del día para aprovechar lo mejor posible el escasísimo tiempo de que disponía… Mientras estuve allí sentado, contemplando en el espejo del fondo de la barra el reflejo empañado de la fuente, me había imaginado en una situación no muy distinta de la que acababa de vivir momentos antes en el cine, pero en la que, por el contrario, causaba un profundo asombro a la concurrencia con mi conocimiento de los temas locales, y en la que de cuando en cuando pronunciaba alguna frase ingeniosa a expensas de Christoff susceptible de correr de boca en boca al día siguiente por toda la ciudad. Pero, en lugar de ello, había permitido que me distrajeran otros asuntos, con el resultado de que, en el curso de aquella conversación en el cine, no había sido capaz de hacer un solo comentario digno de tenerse en cuenta. Hasta era posible que hubiera dado la impresión de ser una persona bastante descortés. De pronto sentí una profunda irritación contra Sophie, por el caos en que me había sumido y por la forma en que me había obligado a desatender por completo mis habituales normas de conducta.

Nos paramos de nuevo, y caí en la cuenta de que estábamos delante del hotel.

– Ha sido un gran placer -dijo Pedersen, tendiéndome la mano-. Confío en que podré disfrutar nuevamente de su compañía en los próximos días. Pero ahora debemos retirarnos a descansar.

Le di las gracias, le deseé buenas noches y entré en el vestíbulo del hotel mientras el sonido de sus pasos se perdía en la oscuridad de la noche.

El joven conserje seguía en su puesto.

– Espero que le haya gustado la película, señor -dijo al entregarme la llave.

– Sí, mucho. Le agradezco que lo sugiriera. Ha sido muy relajante.

– Muchos huéspedes piensan que es una forma excelente de rematar el día. Por cierto, señor… Gustav dice que a Boris le ha gustado mucho su habitación y que se quedó dormido inmediatamente.

– ¡Ah, magnífico! Buenas noches -dije, y crucé el vestíbulo en dirección al ascensor.

Llegué a mi habitación deseoso de quitarme de encima la suciedad acumulada durante aquel largo día, y tras enfundarme el batín empecé a prepararme para tomar una ducha. Pero de pronto, mientras exploraba el cuarto de baño, sentí tal sensación de cansancio que lo único que pude hacer fue recorrer tambaleándome el espacio que me separaba de la cama. Me dejé caer encima de ella, y me sumergí al punto en un profundo sueño.

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