20

Cerré la puerta a su espalda y los tres miramos a nuestro alrededor. Con cierta sensación de triunfo vi que, al segundo intento, había dado con la puerta justa y estábamos en el largo y oscuro pasillo del hotel que conducía primero al salón y luego al vestíbulo. Al principio nos quedamos inmóviles, un tanto aturdidos por el brusco contraste entre el bullicio de la galería y el silencio del pasillo. Entonces Boris bostezó y dijo:

– Qué aburrimiento de fiesta.

– Horrible -dije yo, de nuevo furioso contra todos y cada uno de los invitados de la recepción-. Qué grupo más patético. No tienen ni la menor noción de lo que es una conducta civilizada. -Luego añadí-: Mamá era, con mucho, la mujer más bella de la fiesta. ¿No es cierto, Boris?

Sophie soltó una risita en la oscuridad.

– Claro que sí -dije-. La más bella con diferencia.

Boris parecía a punto de decir algo, pero en ese preciso instante oímos un ruido, como si algo se arrastrara en alguna parte del pasillo. Luego, cuando mis ojos fueron acostumbrándose a la oscuridad, alcancé a distinguir a cierta distancia la silueta de una gran bestia que se acercaba hacia nosotros despacio, emitiendo el mismo ruido a cada movimiento. Sophie y Boris se habían percatado de su presencia al mismo tiempo, y durante un momento los tres nos quedamos paralizados. Entonces Boris exclamó en un susurro:

– ¡Es el abuelo!

Vi que, en efecto, la gran «bestia» era Gustav, que caminaba encorvado con una maleta bajo el brazo y otra en una mano, y arrastrando a su espalda otra tercera (la causante de aquel ruido extraño). Durante unos instantes pareció que no avanzaba en absoluto, que se limitaba a bambolearse sobre el terreno a un ritmo lento.

Boris corrió hacia él con impaciencia, y Sophie y yo lo seguimos con cierta indecisión. A medida que nos acercábamos, Gustav, percatándose al fin de nuestra presencia, se detuvo y se enderezó casi por entero. No pude ver su expresión en la oscuridad, pero su voz tenía un timbre alegre cuando dijo:

– Boris. Qué agradable sorpresa.

– ¡Es el abuelo! -volvió a exclamar Boris. Y luego añadió-: ¿Estás ocupado?

– Sí, tengo muchísimo trabajo.

– Debes de estar muy atareado -dijo Boris. En su voz había una extraña tensión-. Muy, muy atareado.

– Sí -dijo Gustav, recuperando el aliento-. Hay muchísimo trabajo.

Me acerqué a Gustav y le dije:

– Lamentamos importunarle en mitad de sus tareas. Acabamos de asistir a una recepción, pero nos marchamos ahora mismo para casa. Vamos a darnos una gran cena.

– Ah -dijo el anciano mozo, mirándonos-. Ah, sí. Me parece estupendo. Me alegra mucho ver que estáis los tres juntos. -Luego le dijo a Boris-: ¿Cómo estás, Boris? ¿Y cómo está tu madre?

– Mamá está un poco cansada -dijo Boris-. Tenemos muchas ganas de irnos a cenar. Y luego vamos a jugar al Señor de la Guerra.

– Eso suena de maravilla. Estoy seguro de que os divertiréis de lo lindo. Bien… -Gustav hizo una pausa, y luego dijo-: Será mejor que siga con mis cosas. Tenemos muchísimo trabajo.

– Sí -dijo Boris en tono quedo.

Gustav acarició y revolvió el pelo de su nieto. Luego volvió a encorvarse y cargó de nuevo con las maletas. Tendí una mano hacia Boris para indicarle que se apartara del camino de su abuelo. Fuera porque le estuviéramos mirando, fuera porque la breve pausa le hubiera permitido recuperar algo las fuerzas, el viejo mozo parecía ahora avanzar más regularmente al pasar por nuestro lado y alejarse por el pasillo oscuro. Eché a andar en dirección al vestíbulo, pero Boris se mostraba reacio a seguirme, y se quedó mirando hacia donde la figura encorvada de su abuelo empezaba a perderse al fondo del pasillo.

– Vamos, hay que darse prisa -dije, pasándole un brazo alrededor del hombro-. Estamos todos hambrientos.

Había echado de nuevo a andar cuando oí que Sophie decía a mi espalda:

– No, es por ahí.

Me volví y vi que se agachaba junto a una pequeña puerta en la que yo no había reparado hasta entonces. De hecho, si la hubiera visto antes la habría tomado por la puerta de un armario, ya que apenas me llegaba al hombro. Sophie, sin embargo, la abrió y nos hizo una seña para que entráramos, y Boris, con aire de haberlo hecho multitud de veces antes, pasó a través de ella. Sophie siguió manteniéndola abierta y, después de una breve vacilación, me agaché yo también y pasé a través de ella a continuación de Boris.

Estaba casi convencido de que accedería a una especie de túnel y de que tendría que avanzar por él a gatas, pero de hecho me encontraba de pie en otro pasillo, más espacioso que el que acabábamos de dejar pero claramente reservado a los empleados del hotel. El suelo no estaba enmoquetado, y en las paredes podían verse tuberías desnudas. Volvíamos a estar en penumbra, aunque un poco más adelante el suelo se hallaba surcado por una franja de luz eléctrica. Caminamos un breve trecho hacia la luz, y al cabo Sophie se detuvo de nuevo y empujó una puerta de incendios que había junto a la luz. Un segundo después estábamos en el exterior, en una tranquila calle lateral contigua al edificio.

Era una noche espléndida, llena de estrellas. Miré a lo largo de la calle y vi que estaba desierta y que todas las tiendas estaban cerradas. Cuando empezamos a andar, oí que Sophie decía en tono alegre:

– Qué sorpresa, encontrarnos así con el abuelo… ¿No te parece, Boris?

Boris no respondió. Caminaba a grandes zancadas delante de nosotros, hablando entre dientes consigo mismo.

– Tú también debes de estar muerto de hambre -me decía Sophie-. Espero haber hecho comida suficiente. Me he entusiasmado tanto preparando todo eso antes, que al final no he cocinado ningún plato consistente. Esta tarde me parecía que había hecho mucho, pero ahora pienso que…

– No seas boba, será suficiente -dije yo-. Eso es exactamente lo que me apetece. Un montón de cosas para picar, una detrás de otra… Entiendo perfectamente por qué a Boris le gusta tanto ese tipo de ágapes.

– Mamá nos los solía preparar cuando yo era niña. En las noches especiales. No en los cumpleaños o en Navidad; esas fechas las festejábamos como todo el mundo. Pero en veladas que queríamos que fueran especiales, sólo para los tres, mamá solía preparar ese tipo de cosas. Montones de cositas deliciosas, una detrás de otra. Pero luego nos mudamos, y mamá no estaba bien, y ya no volvimos a disfrutar de esas cenas. Espero no haberme quedado corta. Debéis de estar tan hambrientos… -Luego, de pronto, añadió-: Lo siento. No he estado muy brillante en la recepción, ¿no crees?

Volví a verla sola y desvalida en medio de la concurrencia, y alargué el brazo y le rodeé el hombro. Ella respondió pegándose a mí con fuerza, y durante los minutos siguientes caminamos así, juntos, sin hablar, por una serie de calles laterales desiertas. En un momento dado Boris se rezagó para ponerse a nuestro lado y preguntarnos:

– ¿Me dejaréis cenar sentado en el sofá?

Sophie se quedó pensativa unos instantes, y al cabo dijo:

– Sí, de acuerdo. Esta noche sí, de acuerdo.

Boris siguió andando a nuestro lado unos pasos más, y luego preguntó:

– ¿Puedo cenar tumbado en el suelo?

Sophie se echó a reír.

– Bueno, por esta noche, te dejamos. Pero mañana, en el desayuno, tendrás que volver a sentarte a la mesa.

Esto pareció gustar a Boris, que echó a correr hacia adelante lleno de entusiasmo.

Nos detuvimos ante una puerta situada entre una peluquería y una panadería. La calle era estrecha, y los numerosos coches aparcados en la calzada la hacían aún más estrecha. Mientras Sophie buscaba la llave, miré hacia arriba y vi que sobre la planta baja de las tiendas había otros cuatro pisos. En algunas de las ventanas había luz, y me llegó débilmente el sonido de un televisor.

Subí tras Sophie y Boris dos tramos de escaleras. Cuando Sophie abrió la puerta, me asaltó el pensamiento de que tal vez debía actuar como si conociera perfectamente el apartamento. Pero, por otra parte, era igualmente posible que lo que tuviera que hacer fuera comportarme como un invitado. Al pasar al interior, decidí observar atentamente cómo se comportaba Sophie y actuar en consecuencia. Y resultó que, nada más cerrar la puerta, Sophie dijo que tenía que encender el horno y desapareció en el interior del apartamento. Boris, por su parte,


tiró al aire la chaqueta y echó a correr remedando el ulular de una sirena de la policía.

Abandonado en el recibidor, aproveché la oportunidad para echar una buena ojeada a mi entorno. No había la menor duda: Sophie y Boris daban por descontado mi conocimiento del apartamento, y a medida que contemplaba más y más las puertas entreabiertas, el papel pintado amarillo y sucio de las paredes, de tenues motivos florales, las tuberías vistas que ascendían del suelo al techo por detrás del perchero, sentí que volvía gradualmente a mí la memoria de aquel vestíbulo.

Al cabo de unos minutos entré en el salón. Aunque había ciertas cosas que no reconocí -la pareja de hundidos sillones a ambos lados de la abandonada chimenea eran sin duda adquisiciones recientes-, tuve la impresión de recordar aquella sala con más claridad que el vestíbulo. La gran mesa de comedor ovalada, pegada a la pared, la segunda puerta que daba a la cocina, el sofá oscuro e informe, la gastada alfombra anaranjada me resultaban nítidamente familiares. La luz indirecta -una simple bombilla con una tulipa de zaraza- proyectaba unas sombreadas formas en torno que me hicieron dudar de si se trataba o no de manchas de humedad en el papel pintado. Boris estaba echado en el suelo, en medio de la sala, y al ver que me acercaba se dio media vuelta hasta quedar boca arriba.

– He decidido hacer un experimento -declaró, dirigiéndose tanto al techo como a mí-. Voy a mantenerme con el cuello así.

Miré hacia el suelo y vi que había encogido el cuello hasta embutir la barbilla en la clavícula.

– Ya veo. ¿Y cuánto tiempo piensas estar así?

– Veinticuatro horas como mínimo.

– Bravo, Boris.

Pasé por encima de él y entré en la cocina, que era larga y estrecha y que me resultaba familiar. Las paredes mugrientas, las huellas de telarañas cerca de los frisos, los deteriorados enseres para la colada… espoleaban con insistencia los resortes de mi memoria. Sophie se había puesto un delantal y, arrodillada ante la cocina, arreglaba algo dentro del horno. Al verme alzó la mirada, hizo un comentario sobre la comida, señaló el interior del horno y rió con alborozo. Yo también reí, y luego, después de echar otra mirada a la cocina, me di media vuelta y volví a la sala.

Boris seguía echado en el suelo, y cuando me vio entrar volvió a acortar el cuello de inmediato. No le presté atención y me senté en el sofá. Vi un periódico allí al lado, sobre la alfombra, y lo cogí pensando que tal vez fuera el que publicaba en primera plana mis fotografías. Era de hacía unos días, pero decidí examinarlo de todos modos. Mientras leía la información de la primera plana -una entrevista con el señor Von Winterstein en relación con los planes de conservación de la ciudad antigua-, Boris seguía tendido sobre la alfombra, sin hablar, emitiendo de cuando en cuando unos extraños ruidos que remedaban los de un robot. Cada vez que le dirigía una mirada furtiva, veía que su cuello seguía contraído, y decidí no decir nada y esperar a que acabara él mismo con aquel ridículo juego. No sabría decir si acortaba el cuello cada vez que adivinaba que iba a mirarle o si lo tenía permanentemente contraído, y al poco dejé de interesarme. «Que se quede, pues, ahí echado», me dije a mí mismo, y seguí leyendo.

Al cabo de unos veinte minutos, Sophie entró en la sala con una fuente llena de cosas. Vi que había volovanes, banderillas, pastelillos salados…, todo ello de tamaño reducido y de aire alambicado. Sophie dejó la fuente sobre la mesa de comedor.

– Estáis muy silenciosos -dijo mirando a su alrededor-. Venga, vamos a disfrutar. ¡Boris, mira! Y aún falta otra fuente como ésta. ¡Todo lo que más te gusta! Vamos, ¿por qué no eliges un juego de mesa mientras voy a buscar lo que falta?

En cuanto Sophie volvió a la cocina, Boris se puso de pie de un brinco, fue hasta la mesa y se metió un pastelillo en la boca. Tentado estuve de hacerle notar que su cuello había vuelto a su estado normal, pero al final seguí leyendo el periódico y no le dije nada. Boris volvió a emitir su sonido de sirena y, desplazándose con rapidez por la sala, se paró ante una alta alacena que había en un rincón del fondo. Recordé que era la alacena donde se guardaban todos los juegos de mesa: las cajas anchas y planas, apiladas precariamente encima de otros juguetes y enseres de la casa. Boris siguió mirando la alacena unos instantes, y al final, con un rápido movimiento, abrió la puerta.

– ¿A qué juego vamos a jugar esta noche? -preguntó. Fingí no haberle oído y continué con mi lectura. Podía verle por el rabillo del ojo: primero volviéndose hacia mí; luego, cuando se convenció de que no iba a hacerle caso, volviendo a mirar la alacena. Durante un rato siguió allí, contemplando el montón de juegos de mesa, y de vez en cuando alargaba la mano para tocar el borde de uno u otro.


Sophie volvió con más cosas de comer. Se puso a arreglar la mesa y Boris se acercó a ella, y pude oírles discutir sin levantar la voz.

– Dijiste que podía cenar en el suelo -mantenía Boris.

Al cabo de un rato volvió a echarse en la alfombra, frente a mí, con un plato lleno de cosas a su lado.

Me levanté y fui hasta la mesa. Sophie rondaba a mi alrededor muy inquieta, observándome. Cogí un plato y estudié el contenido de las fuentes.

– Tiene una pinta estupenda -dije, mientras me servía.

Cuando volví al sofá vi que si ponía el plato sobre un cojín que tenía al lado, podría seguir leyendo el periódico mientras comía. Había decidido leerlo detenidamente, examinar hasta los anuncios de los negocios locales, y continué con mi plan, y de vez en cuando alargaba la mano hasta mi plato sin apartar la vista del periódico.

Sophie, entretanto, se había sentado en el suelo junto a Boris, y ocasionalmente le preguntaba algo: acerca de qué le parecía tal o cual pastelillo de carne, o acerca de algún compañero del colegio. Pero siempre que trataba de entablar conversación con él de este modo, Boris tenía la boca tan llena que no podía responder más que con una especie de gruñido. Y al cabo Sophie dijo:

– Bien, Boris, ¿has decidido qué juego te apetece?

Pude sentir que los ojos de Boris se volvían hacia mí. Finalmente, dijo en voz baja:

– Me da igual.

– ¿Te da igual? -exclamó Sophie, incrédula. Se hizo un silencio largo, y luego dijo-: De acuerdo, pues. Si de verdad no te importa, lo elegiré yo. -Oí cómo se levantaba-. Voy a elegir uno ahora mismo.

Tal estrategia pareció surtir en Boris cierto efecto momentáneo. Se puso en pie, muy excitado, y siguió a su madre hasta la alacena, y al poco pude oírles conferenciar frente al montón de cajas con la voz un tanto ahogada, como en deferencia para con el hecho de que yo estuviera leyendo el periódico. Al final volvieron y se sentaron de nuevo sobre la alfombra.

– Venga, vamos a sacar éste -dijo Sophie-. Podemos empezar a jugar mientras comemos.

Cuando les miré de nuevo, habían desplegado ya el tablero y Boris disponía las tarjetas y las fichas de plástico con cierta dosis de entusiasmo. Me sorprendió, pues, oír que Sophie decía minutos después:

– ¿Qué te pasa, Boris? Dijiste que querías éste.

– Sí, lo dije.

– Entonces, ¿qué te pasa?

Hubo un silencio, y al final Boris dijo:

– Estoy muy cansado. Como papá.

Sophie lanzó un suspiro. Luego, de pronto, dijo con voz más viva:

– Boris, papá ha comprado algo para ti.

No pude resistir la tentación de mirar por un lado del periódico, y vi que Sophie me dirigía una mirada de complicidad.

– ¿Puedo dárselo ahora? -me preguntó.

Yo no tenía la menor idea de qué estaba hablando, y le devolví una mirada de perplejidad, pero ella se levantó y salió de la sala. Volvió casi inmediatamente, con el ajado manual del «hombre mañoso» que yo había comprado en el cine la noche anterior. Boris, olvidando al punto su supuesto cansancio, se puso en pie de un brinco para coger el libro, pero Sophie se lo apartó en broma, como azuzándole.

– Papá y yo salimos juntos anoche -dijo-. Fue una noche maravillosa, y en la mitad de la diversión se acordó de ti y te compró esto. Nunca has tenido nada parecido, ¿verdad,

Boris?

– No le hagas pensar que es tan maravilloso… -dije yo desde detrás del periódico-. Sólo es un viejo manual.

– Un bonito detalle de papá, ¿no crees?

Lancé otra mirada furtiva. Sophie había dejado ya que Boris cogiera el libro, y él se había arrodillado sobre la alfombra para estudiarlo.

– Es fantástico -murmuró, hojeándolo-. Es fantástico. -Se detuvo en una página y se quedó con la mirada fija en ella-. Te enseña a hacer todo tipo de cosas.

Volvió varias páginas más, y al hacerlo el libro emitió un áspero crujido y se partió en dos. Boris siguió hojeándolo como si no hubiera pasado nada. Sophie, que había hecho ademán de inclinarse hacia su hijo, se detuvo al ver la reacción de Boris y volvió a ponerse derecha.

– Te enseña de todo -dijo Boris-. Es buenísimo.

Tuve la viva impresión de que me estaba hablando a mí. Seguí leyendo, y al cabo de unos segundos oí que Sophie decía con voz suave:

– Voy a buscar un poco de celo. Bastará con eso.

Oí que Sophie salía de la sala y continué leyendo. Por el rabillo del ojo veía a Boris, que seguía pasando páginas. Al cabo de unos minutos, alzó la mirada hacia mí y dijo:

– Hay una brocha especial para poner el papel pintado.

Seguí leyendo. Poco después Sophie volvió a la sala con paso vacilante.

– Es extraño. No encuentro el celo por ninguna parte -murmuraba para sí misma.

– Este libro es fantástico -le dijo Boris-. Te enseña a hacer de todo.

– Es extraño. Tal vez se haya acabado.

Volvió a salir de la sala para ir a la cocina.

Yo recordaba vagamente que había varios rollos de cinta adhesiva en la alacena donde estaban guardados los juegos de mesa, en uno de los pequeños cajones de la parte de abajo a la derecha. Pensé en dejar el periódico para ofrecerme a dirigir la búsqueda, pero Sophie volvió a entrar en la sala.

– No te preocupes -dijo-. Compraré celo mañana por la mañana, y lo pegaremos. Ahora venga, Boris, empecemos el juego o no podremos terminarlo antes de acostarnos.

Boris no respondió. Podía oírlo allí a mi lado, sobre la alfombra, pasando páginas.

– Bien, si no vas a jugar -dijo Sophie-, empezaré yo sola.

Me llegó un ruido de dados agitándose en su cubilete. Mientras seguía ocupado en la lectura del periódico, no pude evitar sentir un poco de lástima por Sophie al ver el sesgo que estaba tomando la velada. Pero Sophie tendría que haber pensado que no era posible introducir el caos que había introducido sin que tuviéramos que pagar cierto precio por ello. Además, ni siquiera había logrado superarse demasiado en la cena. No había pensado, por ejemplo, en poner sardinas sobre triángulos de pan tostado, ni pinchos de queso y salchicha. No había hecho ninguna tortilla de ningún tipo, ni patatas rellenas de queso, ni pastelillos de pescado. Ni pimientos rellenos. Ni esos pequeños tacos de pan con paté de anchoas, ni pepino cortado a lo largo, en lonchas, ni huevo duro en cuñas con los bordes en zigzag. Y no había hecho, para después, pastel de pasas, ni dedos de mantequilla, ni bollitos suizos de crema…

Caí en la cuenta poco a poco de que Sophie llevaba agitando el cubilete mucho más tiempo de lo normal. De hecho el mismo entrechocar de los dados dentro del cubilete había cambiado de tono al cabo de un rato. Ahora Sophie parecía agitarlos con indolente lentitud, como al compás de alguna melodía interna que sonara en su cabeza. Bajé el periódico, alarmado.

Sophie estaba echada en el suelo sobre un brazo estirado, postura que hacía que el pelo largo le colgara sobre el hombro, ocultándole la cara por completo. Parecía absolutamente absorta en el juego, con el cuerpo inclinado hacia un costado de un modo extraño, como si se hallara medio suspendida sobre el tablero. Y mecía suavemente todo su peso. Boris la miraba malhumorado, y pasaba la mano por la rotura del libro.

Sophie siguió agitando los dados durante treinta, cuarenta segundos, y finalmente los echó a rodar frente a ella. Se quedó estudiándolos soñadoramente, movió unas piezas sobre el tablero y volvió a agitar los dados en el cubilete. Yo percibí un vago peligro en el ambiente, y decidí que ya era hora de tomar las riendas de la situación. Tiré el periódico hacia un lado, junté las manos y me levanté del sofá.

– Tengo que volver al hotel -anuncié-. Y sugiero, muy encarecidamente, que os vayáis a la cama. Todos hemos tenido un día largo.

Cuando salí de la sala hacia el vestíbulo entrevi la expresión de sorpresa de Sophie. Segundos después, apareció a mi espalda.

– ¿Te vas ya? Pero ¿has comido lo suficiente?

– Perdona. Sé que has trabajado mucho para preparar todo esto. Pero se ha hecho tarde. Mañana tengo una mañana ocupadísima.

Sophie suspiró con expresión decepcionada.

– Lo siento -dijo al final-. La velada no ha sido lo que se dice un éxito. Lo siento.

– No te preocupes. No es culpa tuya. Todos estamos muy cansados. Bueno, creo que tendré que irme.

Sophie me abrió la puerta con expresión sombría, y me dijo que me llamaría por la mañana.

Pasé varios minutos vagando por las calles desiertas, tratando de recordar el camino de vuelta hacia el hotel. Al final salí a una calle que recordaba, y empecé a disfrutar de la quietud de la noche y de la oportunidad de quedarme a solas con mis pensamientos y con el sonido de mis pasos. No pasó mucho tiempo, sin embargo, sin que volviera a sentir cierto pesar por el modo en que había acabado la velada. Pero el hecho era que, además de otras muchas cosas, Sophie había conseguido reducir al caos mi cuidadosamente planeada agenda. Y allí estaba yo en medio de la calle, a punto de apurar mi segundo día en la ciudad y no habiendo logrado sino el más superficial de los conocimientos de la crisis que se esperaba que evaluara. Recordé que me había sido imposible incluso asistir a la cita con la condesa y el alcalde, en el curso de la cual habría tenido finalmente la oportunidad de oír algo de la música de Brodsky. Aún me quedaba, claro está, tiempo más que suficiente para recuperar el terreno perdido, amén de que varias importantes reuniones por celebrar -como la que mantendría con el Grupo Ciudadano de Ayuda Mutua- acabarían por brindarme un cuadro mucho más completo de la situación de la ciudad. De todos modos, no había ninguna duda de que me había visto sometido a una presión considerable, y Sophie no podía quejarse si al final de la velada el mío no había sido el más relajado de los estados de ánimo.

Mientras rumiaba estos pensamientos había estado cruzando un puente de piedra. Hice una pausa para mirar el agua y las hileras de farolas que flanqueaban las orillas, y me vino a la cabeza que aún me quedaba la opción de aceptar la invitación de visitar a la señorita Collins. Ella, en efecto, había insinuado que se hallaba en una posición única para prestarme ayuda, y ahora, viéndome con el tiempo cada vez más limitado, pensé que una buena charla con ella podría facilitarme grandemente las cosas, al proporcionarme la información que yo mismo habría logrado reunir si Sophie no hubiera aparecido en escena. Pensé de nuevo en la sala de la señorita Collins, en las colgaduras de terciopelo y el gastado mobiliario, y sentí un intenso deseo de estar allí en aquel instante. Reanudé la marcha sobre el puente y salí a una calle oscura, resuelto a visitar a la señorita Collins en cuanto se me presentara la oportunidad a la mañana siguiente.

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