21

Desperté y vi que el intenso sol entraba a través de las persianas verticales, y me invadió el pánico al darme cuenta de que había perdido gran parte de la mañana. Pero entonces recordé mi decisión de la noche pasada de visitar a la señorita Collins, y me levanté de la cama mucho más calmado.

La habitación era más pequeña y estaba peor ventilada que la anterior, y volví a sentirme enojado con Hoffman por haberme obligado a mudarme. Pero el asunto de la habitación no me pareció ya tan importante como me había parecido la mañana anterior, y mientras me lavaba y vestía no me resultó difícil centrarme mentalmente en la crucial visita a la señorita Collins, visita de la que a mi juicio ahora tantas cosas dependían. Para cuando abandoné la habitación, había dejado ya de preocuparme por haberme quedado dormido -estaba seguro de que, a la larga, aquel descanso de más resultaría inestimable-, y lo que deseaba de veras era un buen desayuno ante el que organizar mis pensamientos sobre los temas que quería tratar con la señorita Collins.

Al llegar a la sala del desayuno me sorprendió oír el ruido de una aspiradora. Las puertas estaban cerradas, y cuando las empujé un poco hasta entreabrirlas vi las mesas y las sillas apiladas contra las paredes y a dos mujeres en mono limpiando la alfombra. La perspectiva de tener que mantener una entrevista tan crucial con el estómago vacío no me hacía muy feliz, así que volví al vestíbulo bastante disgustado. Pasé ante un grupo de turistas norteamericanos y llegué al mostrador de recepción. El recepcionista estaba sentado leyendo una revista, pero al verme se levantó de inmediato.

– Buenos días, señor Ryder.

– Buenos días. Estoy un tanto decepcionado al ver que no sigue sirviéndose el desayuno.

El recepcionista se quedó un momento perplejo. Y luego dijo:

– Normalmente, señor, incluso a esta hora podría haber alguien que le sirviese el desayuno. Pero, claro, siendo el día que es, la mayoría de los empleados están en la sala de conciertos ayudando en los preparativos. El propio señor Hoffman está allí desde muy temprano. Me temo, pues, que estamos trabajando a media máquina. Por desgracia también hemos cerrado el atrio hasta la hora del almuerzo. Claro que si se trata sólo de café y unos bollos…

– Está bien, no se preocupe -dije con frialdad-. No tengo tiempo para esperar a que lo organicen todo para servírmelos. Tendré que pasarme sin desayuno esta mañana.

El empleado empezó a disculparse, pero le corté con un movimiento de la mano y me alejé de la recepción.

Salí del hotel al sol de la calle. No fue hasta después de haber caminado cierta distancia bordeando el denso tráfico cuando caí en la cuenta de que no recordaba bien la dirección de la señorita Collins. No había prestado mucha atención cuando habíamos ido con Stephan hasta su apartamento, y además ahora, con las calles atestadas de peatones y el denso tráfico, todo me resultaba irreconocible. Me detuve un momento en la acera y consideré la idea de preguntar a algún viandante. Razoné que la señorita Collins era lo suficientemente conocida en la ciudad como para que no resultara descabellado preguntar dónde vivía. A punto estaba de abordar a un hombre trajeado que se acercaba hacia mí cuando sentí que alguien me tocaba el hombro a mi espalda.

– Buenos días, señor.

Me volví y vi a Gustav, cargado con una gran caja de cartón cuyas dimensiones ocultaban prácticamente la parte superior de su cuerpo. Jadeaba pesadamente, aunque no sabría precisar si era debido sólo al peso que acarreaba o también al hecho de haber corrido para alcanzarme. En cualquier caso, cuando le saludé y pregunté adonde iba tardó algunos segundos en responderme.

– Oh, llevo esto a la sala de conciertos, señor -dijo al fin-. Las cosas de mayor tamaño las llevaron en furgoneta anoche, pero se necesitan aún montones de cosas. Llevo yendo y viniendo del hotel a la sala de conciertos desde esta mañana temprano. Allí todos están ya muy ilusionados, puedo asegurárselo. Hay un ambiente francamente bueno.

– Me alegra oírlo -dije-. Yo también espero con expectación el acontecimiento. Pero ahora me pregunto si podrá usted ayudarme. Tengo una cita en el apartamento de la señorita Collins, pero me temo que me he extraviado un poco…

– ¿La señorita Collins? Entonces no está muy lejos. Es por aquí, señor. Iré con usted, si no le importa. Oh, no, no se preocupe, señor, me viene de camino.

La caja no era quizá tan pesada como parecía, porque en cuanto echamos a andar Gustav se mantuvo sin dificultad a mi lado.

– Me alegra haber coincidido con usted, señor -siguió diciendo-, porque, si he de ser franco, hay algo que quiero exponerle. De hecho quiero pedírselo desde que lo conocí, pero con una cosa y otra no he tenido ocasión de hacerlo. Y ahora casi tenemos encima la velada y aún sigo sin pedírselo. Es algo que surgió hace unas semanas en el Café de Hungría, en una de nuestras reuniones dominicales; no mucho después de que nos enteráramos de que usted vendría a la ciudad, y, claro, no hacíamos más que hablar de ello, como todo el mundo. Y alguien, creo que Gianni, dijo que había leído que usted era una persona como es debido, todo lo contrario de esos tipos que son como prima donnas, que usted tenía fama de preocuparse seriamente por los ciudadanos de a pie. Estaba diciendo todo esto, señor, y estábamos en la mesa unos ocho o nueve, Josef no estaba esa noche, y mirábamos la puesta de sol sobre la plaza, y creo que a todos se nos ocurrió lo mismo al mismo tiempo. Al principio nos quedamos allí sentados en silencio, sin que nadie se atreviera a decirlo en voz alta. Y al final fue Karl, muy típico de él, quien dijo lo que todos estábamos pensando: «¿Por qué no se lo pedimos?», dijo. «¿Perdemos algo con hacerlo? Al menos deberíamos pedírselo. Parece un tipo totalmente diferente de aquel otro. A lo mejor accede, nunca se sabe. ¿Por qué no se lo pedimos? Puede que jamás se nos vuelva a presentar la ocasión de hacerlo.» Y entonces nos vimos de pronto hablando y hablando de ello, y desde entonces, señor, si he serle sincero, nunca hemos estado juntos mucho tiempo sin que acabara surgiendo el tema. Estábamos hablando de cualquier otra cosa, y todo el mundo riendo, por ejemplo, y de pronto se hacía un silencio y caíamos en la cuenta de que estábamos pensando en ello de nuevo. Y empecé a sentir cierta lástima de mí mismo, señor, porque, como yo le había visto unas cuantas veces, era a mí a quien correspondía el honor de hablar con usted, y, ya ve, hasta hoy no he tenido el valor necesario para hacerlo. Y henos aquí, a apenas unas horas del evento, y aún no se lo he pedido. ¿Cómo explicárselo a los chicos el domingo? De hecho, señor, me he levantado esta mañana y me he dicho: tengo que encontrarle, al menos tengo que planteárselo al señor Ryder… Los chicos dependen de ello. Pero entonces ha habido tanto que hacer, y usted tenía una agenda tan apretada…, que he pensado, bien, es muy probable que haya perdido mi última oportunidad. Así que ya ve, estoy tan contento de que hayamos coincidido… Espero que no le importe que se lo exponga, y, por supuesto, si juzga que le estamos pidiendo algo imposible, entonces no habrá nada más que hablar, como es lógico, y los chicos lo aceptarán perfectamente, oh, sí, no hay duda de eso…

Habíamos doblado una esquina y entrado en un bulevar lleno de gente. Gustav se quedó callado al cruzar un paso de peatones, y siguió en silencio hasta la otra acera, y cuando pasábamos por delante de una hilera de cafés italianos dijo:

– Seguro que ha adivinado lo que voy a pedirle, señor. Lo que necesitamos es una breve mención. Eso es todo, señor.

– ¿Una breve mención?

– Sólo una breve mención, señor. Como sabe, muchos de nosotros hemos trabajado años y años por intentar cambiar la actitud de esta ciudad en relación con nuestra profesión. Puede que hayamos conseguido algo, pero en conjunto no hemos logrado un gran impacto general, y, bueno, sentimos, como es lógico, cierta frustración al respecto. Nos vamos haciendo viejos, y tenemos la sensación de que quizá la situación no cambie nunca. Pero si esta noche usted dice unas palabras, señor… Eso podría cambiar el curso de las cosas. Podría constituir un hito histórico en nuestra profesión. Así es como lo ven los chicos. De hecho, señor, algunos de ellos creen que se trata de la última oportunidad, al menos para nuestra generación. ¿Cuándo se nos volverá a presentar una ocasión semejante? Se lo preguntan una y otra vez. Así que ya está, ya se lo he pedido, señor. Por supuesto que si no le parece pertinente… Yo lo entendería perfectamente, dado que ha venido usted a tratar temas de tanta importancia, y que la cuestión de la que le hablo es tan nimia… Si le resulta imposible, por favor dígamelo y será la última vez que oirá hablar del asunto.

Me quedé pensativo unos instantes, consciente de que Gustav me estaba mirando con intensidad desde un lado de la caja.

– ¿Me está sugiriendo… -dije al cabo- que haga una pequeña mención de ustedes… durante mi alocución a la gente de esta ciudad?

– Nada más que unas palabras. Como mucho.

Ciertamente, la idea de ayudar al viejo mozo y a sus colegas de aquel modo tenía su atractivo. Pensé en ello unos instantes, y luego dije:

– Muy bien. Me encantará decir algo en su favor.

Oí cómo Gustav aspiraba profundamente mientras asimilaba el impacto de mi respuesta.

– Le quedaremos eternamente agradecidos, señor.

Iba a decir algo más, pero por alguna razón que desconozco decidí frustrar momentáneamente su intento de seguir expresándome su gratitud.

– Sí, pensemos un instante en ello, ¿cómo podríamos hacerlo? -dije inmediatamente, adoptando un aire preocupado-. Sí, al subir al estrado podría decir algo como: «Antes de empezar, hay un modesto aunque importante punto que me gustaría tratar.» Algo así. Sí, no sería nada difícil…

De pronto vi con absoluta nitidez el grupo de hombres mayores, fuertes y robustos, congregados en una mesa de café, con expresión de incredulidad, de inefable dicha en el semblante ante el anuncio de la nueva por parte de Gustav. Me vi a mí mismo acercándome a ellos, callada y discretamente, y vi sus caras volviéndose para mirarme. Mientras lo veía todo mentalmente, era consciente de que Gustav seguía a mi lado, muriéndose de ganas de concluir su expresión de agradecimiento, pero yo proseguí mi discurso.

– Sí, sí… «Un modesto aunque importante punto», podría decirles. «Hay algo que, habiendo visitado muchas otras ciudades en el mundo, encuentro harto peculiar en ésta…» Quizá «peculiar» sea demasiado fuerte. Quizá debería decir «excéntrico»…

– Oh, sí, señor -me interrumpió Gustav-. «Excéntrico» sería un término estupendo. No queremos suscitar antagonismos de ningún tipo. Precisamente por eso constituye usted una oportunidad única para nosotros. ¿Lo ve? Porque aunque dentro de unos años otra celebridad como usted accediera a venir a esta ciudad, y aunque lográramos persuadirle para que hablara en nuestro favor, ¿qué probabilidades habría, señor, de que tuviera su tacto? «Excéntrico» sería un término perfecto, señor.

– Sí, sí -continué-. Y aquí haría quizá una pausa, y miraría a la gente con expresión ligeramente acusadora, de forma que todo el mundo, el auditorio entero, guardaría silencio a la espera de mis palabras. Y al final podría decir algo como…, bueno, déjeme pensar…, podría decir: «Señoras y señores, para ustedes, vecinos de esta ciudad durante muchos años, tal vez resulten normales ciertas cosas que a un forastero se le antojarían decididamente llamativas…»

Gustav, de pronto, se detuvo. Al principio pensé que quizá lo hacía porque su urgencia por expresarme su agradecimiento se había vuelto irrefrenable. Pero luego le miré y me di cuenta de que no se trataba de eso. Se había quedado paralizado en la acera, con la cabeza pegada a la caja, con la mejilla aplastada de plano contra uno de sus lados. Tenía los ojos cerrados, apretados, y la expresión ceñuda, como si tratara de realizar un cálculo mental complicado. Entonces, mientras lo estaba mirando, la nuez se le empezó a mover despacio de arriba abajo, una, dos, tres veces…

– ¿Se siente bien? -le pregunté, pasándole un brazo por la espalda-. Santo Dios, debería sentarse en alguna parte.

Empecé a liberarle de la caja, pero las manos de Gustav no la soltaban.

– No, no, señor -dijo, con los ojos aún cerrados-. Estoy perfectamente.

– ¿Está seguro?

– Sí, sí. Estoy perfectamente.

Siguió unos cuantos segundos completamente inmóvil. Luego abrió los ojos y miró a su alrededor, soltó una débil risita y echó de nuevo a andar.

– No se hace idea de lo que esto va a significar para nosotros, señor -dijo después de avanzar varios pasos a mi lado-. Al cabo de todos estos años… -Sacudió la cabeza, sonriendo-. Les comunicaré la nueva a los chicos en cuanto pueda. Esta mañana tengo un montón de trabajo, pero bastará con que llame por teléfono a Josef. Él se lo contará a los demás. ¿Se imagina, señor, lo que significará para ellos? Oh, allí es donde tiene que torcer. Yo tengo que seguir un poco más. Pero no se preocupe, señor, estoy perfectamente. El apartamento de la señorita Collins, como sabe, está justo por allá, a su izquierda. Bueno, señor, no alcanzo a expresar lo agradecido que le estoy. Los chicos van a esperar el acto de esta noche como no han esperado nada en toda su vida. Lo sé, señor.

Deseándole un buen día, tomé la calle que me había indicado. Cuando, después de unos cuantos pasos, miré por encima del hombro vi que Gustav seguía de pie en la esquina, mirándome desde un lado de la caja. Al ver que me volvía me dirigió un gesto enérgico con la cabeza -la caja le impedía decirme adiós con la mano- y siguió su camino.

La calle era sobre todo residencial. Después de unas cuantas manzanas se hizo más tranquila, y empecé a ver las casas de pisos con balcones de estilo español que recordaba haber visto la noche en que recorrimos la calle en el coche de Stephan. Eran manzanas y manzanas de casas del mismo estilo, y mientras seguía andando temí no poder reconocer la casa frente a la cual habíamos esperado Boris y yo aquella noche. Pero de pronto me vi parado ante un portal que me resultaba decididamente familiar, e instantes después subí los escalones y miré a través de los cristales que flanqueaban la puerta.

El portal estaba decorado de un modo neutro, y apenas lo reconocí. Entonces recordé que aquella noche había observado cómo hablaban durante unos segundos Stephan y la señorita Collins en la sala que daba a la calle antes de desaparecer en el interior del apartamento, y a riesgo de ser tomado por un merodeador pasé una pierna por encima del múrete y asomé el cuerpo hacia un costado para mirar por la ventana más cercana. El intenso sol me dificultaba la visión del interior de la vivienda, pero alcancé a vislumbrar a un hombre menudo y robusto con camisa blanca y corbata, sentado a solas en un sillón, con la vista dirigida casi directamente hacia la ventana. Sus ojos parecían fijos en mí, pero tenía una expresión vacía y era difícil decir si me había visto o simplemente se hallaba absorto en sus pensamientos. Nada de aquello me decía gran cosa, pero cuando retiré la pierna del múrete y volví a mirar la puerta me convencí de que, en efecto, no me equivocaba, y toqué el timbre del apartamento de la planta baja.

Al cabo de unos segundos vi con agrado, a través de uno de los paneles acristalados, que la figura de la señorita Collins venía hacia la puerta.

– Ah, señor Ryder -dijo al abrirla-. Me preguntaba si le vería esta mañana.

– ¿Cómo está, señorita Collins? Después de pensarlo bien, he decidido aceptar su amable invitación para que la visitara.

Pero veo que tiene ya una visita -dije, señalando hacia la sala-. Tal vez prefiera que vuelva en otro momento.

– Ni lo mencione siquiera, señor Ryder. En realidad, aunque le parezca que estoy muy ocupada, esta mañana, comparada con cualquier otra, podría calificarse de tranquila. Como ve, sólo hay una persona esperando. Ahora estoy con una pareja joven. Llevo ya hablando con ellos una hora, pero sus problemas están tan hondamente anclados, tienen tanto de que hablar (no han podido hacerlo hasta hoy), que no he tenido corazón para meterles prisa. Pero si no le importa esperar en la sala, no tardaré mucho. -Luego, bajando la voz, añadió-: El caballero que está esperando…, pobre hombre, se siente tan perdido y solo que necesita que alguien le escuche unos minutos, eso es todo. No me llevará mucho tiempo; lo despediré enseguida. Viene prácticamente todas las mañanas, y no le molesta que de vez en cuando le meta prisa. Suelo dedicarle mucho tiempo. -Su voz, entonces, volvió a recuperar el tono normal, y prosiguió-: Bien, por favor, pase, señor Ryder, no se quede ahí fuera, aunque ya veo que hace un día espléndido. Si le apetece, y si no hay nadie esperando, luego podemos ir a pasear al Sternberg Garden. Está muy cerca, y tenemos mucho de que hablar, estoy segura. De hecho, llevo ya bastante tiempo pensando en su situación…

– Cuan amable de su parte, señorita Collins. En realidad, sabía que estaría ocupada esta mañana, y no habría venido a verla si no me viera apremiado por cierta urgencia. Verá, el caso es que… -dejé escapar un fuerte suspiro y sacudí la cabeza-, el caso es que, por una u otra razón, no he podido ocuparme de las cosas según lo tenía planeado, y ahora aquí me tiene, el tiempo se me acaba y… Bueno, para empezar, como ya sabe, está la charla de esta noche, y si he de serle franco, señorita Collins… -llegué casi a callarme, pero vi que me miraba con expresión afable e hice un esfuerzo para continuar-: Para serle franco, señorita Collins, hay una serie de temas, de temas locales, sobre los que me gustaría consultarle antes de que…, antes de terminar… -hice una pausa para tratar de atajar el temblor de mi voz-, antes de terminar de preparar mi discurso. Después de todo, esa gente tiene puestas en mí tantas expectativas…

– Señor Ryder, señor Ryder… -dijo la señorita Collins, poniéndome una mano en el hombro-. Cálmese. Y no se quede ahí, por favor. Por aquí, así está mejor. Ahora deje de preocuparse. Es perfectamente comprensible que se encuentre un poco agitado a estas alturas. Es natural que así sea. De hecho, resulta digno de elogio el que se preocupe tanto. Hablaremos de esos temas, de esos temas locales, no se preocupe, nos ocuparemos de ello enseguida. Pero déjeme decirle lo siguiente, señor Ryder: creo que se preocupa usted innecesariamente. Sí, esta noche tendrá sobre sus espaldas un montón de responsabilidades, pero ya se ha enfrentado a situaciones similares otras muchas veces, y según tengo entendido siempre salió airoso del empeño. ¿Por qué habría de ser diferente ahora?

– Pero lo que le estoy diciendo, señorita Collins -dije, interrumpiéndola-, es que esta vez es completamente diferente. Esta vez no he podido ocuparme de ello… -Volví a suspirar-. El hecho es que no me ha sido posible preparar mi discurso como suelo hacerlo…

– Hablaremos de ello enseguida. Pero estoy segura, señor Ryder, de que está sacando las cosas de quicio. ¿Por qué tiene que preocuparse tanto? Posee una maestría sin par, es un hombre de genio reconocido internacionalmente, así que la verdad, no sé de qué tiene miedo. Lo cierto es que… -volvió a bajar la voz- la gente de una ciudad como ésta le quedaría agradecida por cualquier cosa que usted se dignara ofrecerle… Limítese a hablarles de sus impresiones generales; no van a quejarse. No tiene por qué tener miedo.

Asentí con la cabeza, consciente de que no carecía de razón, y casi inmediatamente sentí que crecía en mi interior cierta zozobra.

– Pero hablaremos detenidamente de ello más tarde. -La señorita Collins, con la mano aún en mi hombro, me hacía pasar a la salita-. Le prometo no tardar. Por favor, siéntese y póngase cómodo.

Entré en una pequeña sala cuadrangular llena de sol y de flores frescas. La variedad dispar de los sillones evocaba la sala de espera de un dentista o un médico, lo mismo que las revistas que había sobre la mesita. Al ver a la señorita Collins, el hombre robusto se levantó inmediatamente, bien por cortesía o bien porque pensaba que le iba a hacer pasar en aquel mismo momento. Pensé que nos iba a presentar, pero el protocolo parecía ser el de rigor en toda sala de espera, porque la señorita Collins se limitó a sonreírle antes de desaparecer por la Puerta que daba al interior del apartamento, susurrando una disculpa -según me pareció- dirigida a ambos:

– No tardo nada.

El hombre robusto volvió a sentarse y fijó la mirada en el suelo. Por un momento pensé que iba a decir algo, pero cuando vi que permanecía en silencio me volví y tomé asiento en un sofá de mimbre bañado por el sol y situado en la ventana salediza por la que antes había atisbado el interior del apartamento. Cuando me acomodé en el sofá, el mimbre crujió agradablemente. Una ancha franja de sol caía sobre mi regazo, y vi, muy cerca de mi cara, un gran jarrón con tulipanes. Me sentí cómodo inmediatamente, y en un estado anímico completamente diferente al de sólo minutos antes, al tocar el timbre de la puerta. La señorita Collins, por supuesto, tenía razón. Una ciudad como aquella agradecería cualquier cosa que se me ocurriera ofrecerle. Era casi inimaginable que la gente se pusiera a analizar a fondo -y menos aún a criticar- mis opiniones. Y como la señorita Collins había señalado, yo me había visto incontables veces en situaciones similares. Aun con el discurso menos preparado de lo que yo juzgaba deseable, sería capaz de articular una alocución de cierto fuste. Allí sentado al sol, fui tranquilizándome por momentos, al tiempo que me asombraba más y más de haber podido verme sumido en tal estado de desasosiego.

– Me estaba preguntando -dijo de pronto el hombre robusto- si seguirás o no en contacto con la vieja pandilla. Con Tom Edwards, por ejemplo. O con Chris Farleigh. O con aquellas dos chicas que vivían en la Granja Inundada.

Entonces caí en la cuenta de que el hombre robusto era Jonathan Parkhurst, a quien había tratado bastante en mis días de estudiante en Inglaterra.

– No -dije-. Desgraciadamente he perdido el contacto con la gente de aquel tiempo. Teniendo que pasarme la vida yendo de un país a otro, me ha resultado imposible seguir viéndola.

El hombre asintió con la cabeza, sin sonreír.

– Sí, supongo que es difícil -dijo-. Bien, a ti todos te recuerdan. Oh, sí. Cuando volví a Inglaterra el año pasado, me encontré con unos cuantos. Al parecer se reúnen una vez al año o algo así. A veces les envidio, pero en general me alegro de no haberme quedado atado a aquel grupo. Por eso vivo aquí; aquí puedo ser quien me apetezca, la gente no espera que haga el payaso todo el tiempo. Pero, ¿sabes?, cuando volvía de visita, cuando me encontraba con ellos en aquel pub, volvían a empezar de inmediato: «¡Eh, mirad al viejo Parkers!», decían a gritos. Siguen llamándome así, como si el tiempo no hubiera pasado en absoluto. «¡Parkers! ¡Es el viejo Parkers!» Y se ponían a lanzar aquella especie de rebuzno para darme la bienvenida. Oh, Dios, no puedes hacerte idea de lo horrible que era. Y me veía convirtiéndome otra vez en aquel payaso patético del que al venir aquí quise escapar; sí, y tenía esa sensación desde que empezaban a dedicarme aquel grito, aquella especie de rebuzno. La verdad es que era un pub bastante agradable, un típico pub inglés de la campiña, una chimenea de verdad, todos esos adornos de latón sobre el ladrillo visto, una vieja espada sobre la repisa de la chimenea, un patrón campechano que no para de decir cosas alegres…, eso hace que sienta nostalgia, lo echo en falta aquí, pero lo demás, Dios, me entran escalofríos con sólo pensarlo… Emitían aquella especie de rebuzno, y esperaban que fuera hasta su mesa dando brincos, haciendo el payaso una vez más… Y así toda la noche; mencionaban un nombre tras otro, no como si fueran a hablar de ellos, no, sino que volvían a lanzar esos rebuznos, o se echaban a reír nada más mencionar un nuevo nombre… O sea, mencionaban el nombre de Samantha, por ejemplo, y se echaban a reír y a lanzar vítores y a armar jaleo. Y luego decían otro nombre, Roger Peacock, por ejemplo, y se ponían a entonar como un sonsonete futbolístico. Era absolutamente horrible. Pero lo peor era que todos esperaban que me pusiera a hacer el payaso, y no podía hacer nada para evitarlo. Era como si les resultara totalmente impensable que hubiera podido convertirme en alguien distinto, y entonces yo empezaba con la misma historia, las voces chistosas, las muecas…, oh, sí, me di cuenta de que podía seguir haciéndolo perfectamente, como antaño… Supongo que no veían razón alguna para pensar que aquí no seguía haciéndolo. De hecho fue exactamente lo que uno de ellos dijo. Creo que fue Tom Edwards. En un momento de la velada, cuando todos estaban ya muy borrachos, me dio una fuerte palmada en la espalda y dijo: «¡Parkers! ¡Lo que deben de quererte allí, Parkers! ¡Parkers!» Supongo que fue después de que les brindara alguno de mis números; puede que les hubiera estado contando algo de la vida de esta ciudad y que estuviera parodiándolo, quién sabe… El caso es que eso es lo que dijo, y los demás reían y reían. Oh, sí, tuve un éxito tremendo. No dejaban de decirme lo mucho que me echaban de menos, lo divertido que era, oh, y hacía tanto tiempo que nadie me decía eso, tanto tiempo que nadie me recibía así, de un modo tan caluroso y amistoso… Y, sin embargo, ¿por qué diablos estaba haciendo todo aquello de nuevo? Me había jurado no volver a hacerlo, por eso me vine aquí. Incluso cuando iba hacia el pub me lo iba diciendo, incluso cuando iba acercándome por el camino; era una noche muy fría, con niebla, fría de verdad, y me iba diciendo que aquello había sido mucho tiempo atrás, que yo ya no era así, que iba a demostrarles cómo era en la actualidad, y me lo iba repitiendo una y otra vez para darme fuerza, pero en cuanto entré en el pub y vi aquel fuego tan acogedor y todos me dedicaron aquella especie de rebuzno a modo de bienvenida…, oh, aquí me había sentido tan solo… De acuerdo, aquí no tengo por qué hacer esas muecas ni impostar esas voces, pero al menos sé que la cosa sigue funcionando… Puede que fuera insoportable, pero seguía funcionando, todos me adoraban, mis viejos amigos de la universidad, los muy cabrones, seguro que piensan que sigo siendo así. Jamás se les pasaría por la cabeza que mis vecinos me tengan por ese inglés solemne, insulso… Cortés, se dicen, pero tan insulso. Muy solitario y muy insulso. Bien, al menos es mejor que volver a ser Parkers. Aquella especie de rebuzno…, oh, Dios, era nauseabundo. Pero no pude evitarlo, hacía tanto tiempo que no me veía rodeado de amigos como aquellos. ¿Y tú, Ryder? ¿No echas de menos aquellos tiempos a veces? ¿Incluso tú, con todo tu éxito? Oh, sí, es eso lo que quiero decirte. Tú puede que ya no te acuerdes bien de ellos, pero ellos se acuerdan perfectamente de ti. Al parecer, siempre que tienen esas pequeñas reuniones, dedican una parte de la velada a hablar de ti. Oh, sí, lo he visto con mis propios ojos. Primero mencionan un montón de nombres, no quieren sacarte a relucir de entrada, ¿sabes?, les gusta hacer una especie de preámbulo. Y de hecho hacen una pausa cuando fingen no dar con ningún nombre más de aquel tiempo. Pero al final alguien dice: «¿Y qué pasa con Ryder? ¿Alguien ha oído algo sobre él últimamente?» Y entonces todos explotan, lanzan el más horrible de los gritos, algo entre un abucheo y un vómito. Lo hacen todos juntos, varias veces, de veras, no hacen otra cosa durante el minuto que sigue a la mención de tu nombre. Y entonces se ríen a carcajadas, y luego se ponen a hacer como que tocan el piano, ya sabes, así… -Parkhurst adoptó una expresión altiva y se puso a tocar un teclado invisible con porte sobremanera exquisito-. Todos lo hacen, y luego vuelven a lanzar esos ruidos como de vómitos. Y al final empiezan a contar cosas, pequeñas anécdotas tuyas que recuerdan, y se nota que las conocen de sobra, que se las han contado unos a otros muchas veces, porque saben perfectamente cuándo volver a emitir esos ruidos odiosos, cuándo decir: «¿Sí? ¿No bromeas?», y así sucesivamente. Oh, se divierten de veras. La vez que estuve con ellos, alguien recordó la noche en que terminaron los exámenes, cuando todo el mundo se estaba ya poniendo a tono para la gran borrachera, y te vieron venir con semblante muy serio por la carretera, y te dijeron: «¡Venga, Ryder, ven a coger una buena curda con nosotros!», y al parecer tú replicaste…, y el que lo contaba ponía esta cara… -Parkhurst se transformó de nuevo en el ser altivo al que había remedado antes, y su voz adoptó un tono ridiculamente pomposo-: «Estoy demasiado ocupado. No puedo permitirme no practicar esta noche. ¡Llevo sin ensayar ya dos días por culpa de esos horribles exámenes!» Y todos lanzaron al unísono aquel ruido como de vómito, y se pusieron a hacer como que tocaban el piano en el aire, y es entonces cuando empezaron a… Bueno, no te contaré las otras cosas que llegaron a hacer, porque son bastante horrorosas. Son una pandilla odiosa, y la mayoría de ellos tan infelices, tan frustrados y llenos de ira…

Mientras Parkhurst hablaba me había venido a la memoria un retazo de mis días de estudiante, un recuerdo que por espacio de un instante me hizo sentirme muy sereno, hasta el punto de olvidar momentáneamente lo que Parkhurst me estaba contando. Recordé una hermosa mañana no muy diferente de la actual, en la que había estado sentado y relajado en un sofá, junto a una ventana soleada, en mi pequeño cuarto de la vieja granja que compartía con otros cuatro estudiantes. Tenía sobre el regazo la partitura de un concierto que había estado estudiando con indolencia durante la hora previa, y que pensaba seriamente abandonar para enfrascarme en la lectura de una de las novelas del siglo xix que había apiladas a mis pies, sobre el suelo de madera. La ventana estaba abierta, y entraba una suave brisa, y del exterior llegaban las voces de unos estudiantes que, sentados en la hierba sin cortar, discutían de filosofía o de poesía o de algún tema similar. En el cuartito había muy poco más que aquel sofá -tan sólo un colchón sobre el suelo y, en un rincón, una pequeña mesa y una silla de respaldo recto-, pero era un cuarto al que tenía mucho apego. Normalmente el suelo estaba lleno de los libros y revistas que solía hojear en aquellas largas tardes, y había dado en la costumbre de dejar la puerta entreabierta para que cualquiera que pasara pudiera entrar a charlar un rato. Cerré los ojos y durante unos instantes me invadió un intenso deseo de estar de nuevo en aquella granja, rodeado de campos abiertos y de compañeros que holgazaneaban sobre la alta hierba, y pasó cierto tiempo hasta que volví a tomar conciencia de lo que Parkhurst me estaba contando. Sólo entonces caí en la cuenta de que era precisamente de algunos de aquellos compañeros -cuyas caras se fundían unas con otras ahora en mi memoria, a quienes un día había acogido en mi cuarto al verlos asomar por la puerta entreabierta y con quienes solía pasar una o dos horas charlando de algún novelista o de algún guitarrista español- de quienes ahora me hablaba Parkhurst. Pero ni siquiera entonces -tal era el placer casi sensual que experimentaba allí recostado en el sofá de mimbre de la ventana salediza bañada por el sol de la señorita Collins- llegué a sentir más que una vaga y remota incomodidad en relación con las palabras de Parkhurst.

Parkhurst siguió hablando, y yo llevaba ya cierto tiempo sin prestar atención a lo que decía cuando me sobresalté ante un ruido que oí a mi espalda: alguien estaba tocando en el cristal de la ventana. Parkhurst parecía no querer oírlo, y siguió hablando, y también yo traté de pasarlo por alto, como a veces se hace con el despertador que nos importuna en medio de un sueño placentero. Pero el ruido persistía, y Parkhurst acabó por exlamar:

– Oh, santo cielo. Pero si es el tal Brodsky…

Abrí los ojos y miré por encima del hombro. En efecto, Brodsky en persona escrutaba intensamente a través de la ventana. La viva claridad de la calle, o quizá algo relacionado con su vista, parecía impedirle ver el interior de la salita. Aplastaba la cara contra el cristal, y se cubría los ojos a modo de visera con ambas manos, pero todo parecía indicar que no alcanzaba a vernos, y pensé que quizá tocaba en el cristal creyendo que era la propia señorita Collins quien estaba en la salita.

Al cabo Parkhurst se levantó y dijo:

– Creo que será mejor que vaya a ver qué es lo que quiere.

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