38

El sendero surcaba el bosque en línea recta, de modo que pude ver claramente al fondo la alta verja de hierro. Sophie y Boris se habían alejado mucho, y aunque caminé lo más rápido que pude durante un buen rato, apenas logré reducir la distancia que nos separaba. Había, además, un grupo de jóvenes que no hacía más que obstaculizar mi marcha. Caminaban un poco más adelante y, cada vez que trataba de adelantarles, apretaban el paso o se abrían hacia los lados hasta tapar por completo el sendero. Al final, cuando vi que Sophie y Boris estaban a punto de alcanzar la calle que discurría tras la verja, eché a correr y pasé por el medio del grupo de jóvenes, sin importarme ya la impresión que pudiera causar en ellos.

Luego seguí avanzando a paso rápido, pero a pesar de ello no logré acortar la distancia suficiente para poder llamarles, y Sophie y Boris cruzaron la verja de hierro. Cuando llegué a ella, me había quedado casi sin aliento, y tuve que tomarme un respiro.

Me encontraba en uno de los bulevares cercanos al centro de la ciudad. El sol de la mañana bañaba la acera opuesta. Las tiendas seguían cerradas, pero había ya bastante gente camino de su trabajo. Entonces, a mi izquierda, vi una cola que estaba subiendo a un tranvía, y a Sophie y a Boris llegando en ese momento a ella. Volví a echar a correr, pero el tranvía debía de estar más lejos de lo que había imaginado, porque a pesar de avanzar a la carrera no lo alcancé hasta que la cola hubo montado toda ella y el tranvía reanudaba ya la marcha. Agité frenéticamente los brazos hasta que el conductor me vio y se detuvo, y me subí como pude al tranvía.

El conductor arrancó y yo avancé tambaleándome por el pasillo. Me faltaba tanto el resuello que apenas pude reparar en que el tranvía se hallaba medio lleno, y sólo cuando me dejé caer en un asiento del fondo me di cuenta de que por fuerza tenía que haber pasado junto a Sophie y Boris. Sin dejar de jadear, me incliné hacia un lado y miré a lo largo del pasillo.

El tranvía estaba dividido en dos secciones, separadas por una plataforma para las puertas de salida. En la sección delantera, los asientos se hallaban dispuestos en dos largas hileras, la una enfrente de la otra, y vi a Sophie y a Boris sentados en el lado bañado por el sol, no lejos de la cabina del conductor. No podía verlos bien a causa de unos pasajeros que iban de pie, asidos a las correas de sujeción, en la plataforma de salida, y me incliné un poco más hacia el centro del pasillo. Al hacerlo, el hombre que se sentaba frente a mí -en la sección trasera, los asientos se disponían en pares, adosados y opuestos unos a otros-, se dio una palmada en el muslo y dijo:

– Parece que viene otro día soleado…

Iba vestido con pulcritud, aunque modestamente, con una chaquetilla de cremallera. Un obrero especializado -pensé-, quizá un electricista. Le dirigí una rápida sonrisa, y acto seguido se puso a contarme algo sobre un edificio en el que sus colegas y él llevaban ya unos días trabajando. Le escuché sin demasiada atención, sonriéndole ocasionalmente o emitiendo algún sonido de asentimiento. Entretanto, mi visión de Sophie y Boris se iba viendo obstaculizada más y más por la gente que se levantaba de sus asientos y se agolpaba en la plataforma de salida.

El tranvía se detuvo en una parada, y la gente se apeó y mi campo visual se despejó un tanto. Boris, tan dueño de sí mismo como antes, rodeaba con el brazo el hombro de su madre, y observaba a los pasajeros con recelo, como si constituyeran una amenaza para ella. Yo seguía sin poder ver la expresión de Sophie. Pero veía que, cada varios segundos, hacía un irritado movimiento en el aire con la mano, como para apartar a algún insecto volador que la estuviera importunando.

Me disponía a volver a cambiar de posición para poder ver mejor cuando me percaté de que el electricista había sacado a colación el tema de sus padres. Ambos eran octogenarios -me contaba-, y aunque hacía todo lo posible por ir a verlos todos los días, cada vez le resultaba más difícil hacerlo a causa de su actual trabajo. Me asaltó de pronto un pensamiento, y le interrumpí diciendo:

– Disculpe, pero hablando de padres, creo que los míos estuvieron en esta ciudad hace unos años. Como turistas, ya sabe. Supongo que debió de ser hace bastante tiempo. La persona que me lo ha contado era muy niña entonces, y no se acuerda bien de cuándo pudo ser. Así que, dado que estamos hablando de nuestros padres, y que…, bueno, no querría ser descortés, pero supongo que usted tendrá unos cincuenta y tantos años…, me estaba preguntando si no recordará usted la visita de mis padres a esta ciudad…

– Cabe dentro de lo posible -dijo el electricista-. Pero tendrá que describírmelos un poco.

– Bien, mi madre es una mujer bastante alta. Morena, con el pelo por el hombro. Nariz bastante picuda. Eso le puede dar un aspecto algo severo, aun cuando esté de excelente humor…

El electricista se quedó pensativo unos instantes, mirando hacia el exterior del tranvía.

– Sí -dijo, asintiendo con la cabeza-. Sí, creo que recuerdo a una dama de esas características. Fueron sólo unos días. Visitando monumentos y ese tipo de cosas…

– Eso es. ¿La recuerda, entonces?

– Sí, parecía muy agradable. Tiene que haber sido…, oh, hace como trece o catorce años como mínimo. O incluso más.

Asentí entusiasmado.

– Eso concuerda con lo que me ha contado la señorita Stratmann. Sí, era mi madre. Cuénteme, ¿le dio la impresión de que lo estaba pasando bien?

El electricista pareció forzar la memoria, y al cabo dijo:

– Por lo que puedo recordar, parecía disfrutar de su estancia aquí, sí. De hecho… -Vio mi expresión preocupada-. De hecho, estoy seguro de que disfrutó de ella. -Alargó una mano y me dio una afectuosa palmadita en la rodilla-. Estoy absolutamente seguro de que se lo pasó en grande. Piense en ello y verá. Seguro que lo pasó bien, ¿no le parece?

– Sí, supongo que sí -dije, y me volví hacia la ventanilla. El sol se desplazaba ahora por el interior del tranvía-. Supongo que sí. Sólo que… -Dejé escapar un hondo suspiro-. Sólo que me habría gustado saberlo en su día. Me habría gustado que alguien me hubiera informado al respecto. Y ¿qué me dice de mi padre? ¿Parecía divertirse?

– Su padre… Mmm… -El electricista cruzó los brazos y frunció ligeramente las cejas.

– En aquel tiempo debía de estar ya muy delgado -dije-. Y con el pelo gris. Tenía una chaqueta que le gustaba mucho. Una de tweed, verde clara, con coderas de cuero.

El electricista siguió pensando. Luego sacudió la cabeza.

– Lo siento. No consigo acordarme de su padre.

– Pero eso es imposible. La señorita Stratmann me ha asegurado que vinieron juntos.

– Y seguro que tiene razón. Sólo que yo, personalmente, no recuerdo a su padre. A su madre, sí. Pero a su padre… -Volvió a sacudir la cabeza.

– ¡Pero eso es ridículo! ¿Qué iba a estar haciendo mi madre aquí sola?

– Yo no he dicho que él no estuviera con ella. Sólo que a él no lo recuerdo. Mire, no se altere tanto. No habría sido tan franco si hubiera sabido que se iba a poner así. Tengo una memoria horrible. Todo el mundo me lo dice. Ayer mismo, me dejé la caja de herramientas en casa de mi cuñado, donde había ido a comer. Tuve que perder cuarenta minutos en ir a buscarla. ¡La caja de herramientas! -Soltó una risotada-. Ya ve, tengo una memoria horrible. Soy la última persona en quien confiar en cosas importantes como ésta. Estoy seguro de que su padre estuvo aquí con su madre. Máxime si es eso lo que aseguran otras personas. La verdad, soy la última persona de quien uno debe fiarse.

Pero me había desentendido de él y miraba de nuevo hacia la parte delantera del tranvía, donde Boris, al fin, había dado rienda suelta a sus emociones. Estaba en brazos de su madre, y sus hombros se sacudían convulsivamente por los sollozos. De pronto nada me pareció más importante en aquel momento que ir hasta él para consolarle, y, mascullando unas rápidas palabras de disculpa dirigidas al electricista, me levanté y empecé a recorrer el trecho que me separaba de Sophie y Boris.

Había casi llegado hasta ellos cuando el tranvía tomó una curva cerrada y me vi obligado a agarrarme a una barra para mantener el equilibrio. Cuando volví a mirarles, vi que -pese a estar ya muy cerca de ellos- aún no se habían percatado de mi presencia. Seguían fundidos en su abrazo, con los ojos cerrados. Franjas de sol fluctuaban sobre sus brazos y hombros. Había algo tan íntimo en su mutuo darse consuelo que me pareció que nadie -ni yo mismo- podía inmiscuirse entre ellos. Mientras los estaba mirando empecé a experimentar -pese a su evidente dolor- un extraño sentimiento de envidia. Me acerqué más hacia ellos; estaba ya tan cerca que casi podía sentir la textura misma de su abrazo.

Por fin Sophie abrió los ojos. Me miró con cara inexpresiva mientras Boris seguía llorando contra su pecho.

– Lo siento -dije al cabo-. Lamento mucho todo lo que ha pasado. Acabo de enterarme de lo de tu padre hace un momento. Y, por supuesto, he corrido a buscaros en cuanto lo he sabido…

Algo en su expresión me hizo callar. Sophie siguió mirándome con frialdad durante unos segundos. Y luego dijo con voz cansada:

– Déjanos. Siempre estuviste fuera de nuestro amor. Y ahora mírate. También estás fuera de nuestro dolor. Déjanos en paz. Vete.

Boris se apartó del pecho de su madre y se volvió para mirarme. Y luego la miró a ella y le dijo:

– No, no. Tenemos que seguir juntos.

Sophie sacudió la cabeza.

– No, no serviría de nada. Déjale, Boris. Deja que se vaya a recorrer el mundo, a ofrecer a manos llenas su maestría y sabiduría. Necesita hacerlo. Dejémosle las manos libres para que pueda hacerlo.

Boris se quedó mirándome, confuso. Y luego miró a su madre. Puede que estuviera a punto de decir algo, pero en aquel preciso instante Sophie se levantó de su asiento.

– Vamos, Boris. Tenemos que bajarnos. Boris, vamos.

El tranvía, en efecto, estaba frenando, y vi que otros pasajeros se levantaban también de sus asientos. Varios de ellos pasaron a mi lado dando empujones, y para cuando quise darme cuenta Sophie y Boris se habían abierto paso hacia la plataforma. Aferrado aún a la barra, vi cómo Boris se alejaba por el pasillo. En un momento dado, se volvió y me miró, y le oí decir:

– Pero tenemos que seguir juntos. Tenemos que hacerlo…

Vi la cara de Sophie a su espalda, mirándome con un extraño desapego. Y le oí decir:

– Nunca ha sido uno de los nuestros. Tienes que comprenderlo, Boris. Nunca te querrá como un padre verdadero.

Pasaron, entre apreturas, otros pasajeros. Alcé la mano al aire y grité:

– ¡Boris!

El chico, rezagándose del grupo que se disponía a apearse, volvió a mirarme.

– ¡Boris! El viaje en autobús, ¿te acuerdas? Aquel viaje al lago artificial. ¿Te acuerdas, Boris, de lo bien que lo pasamos? ¿De lo amables que fueron todos en el autobús? Los pequeños regalos que nos hicieron, la canción… ¿Te acuerdas, Boris?

Los pasajeros empezaron a apearse. Boris me dirigió una última mirada y desapareció de mi vista. Seguí recibiendo empujones de gente que quería apearse, y finalmente el tranvía reanudó la marcha.

Me quedé allí quieto un momento, y luego me di la vuelta y me dirigí a mi asiento. El electricista, al ver que volvía a sentarme frente a él, me sonrió alegremente. Luego, instantes después, vi que se inclinaba hacia mí y me daba una palmadita en el hombro, y entonces sentí la humedad en las mejillas y caí en la cuenta de que estaba llorando.

– Mire -me estaba diciendo el electricista-, todo nos parece horrible cuando nos sucede. Pero todo pasa, nada es tan terrible como parece. Alegre esa cara. -Siguió diciendo frases vacías de ese tenor, y yo seguí llorando. Y al final le oí decir-: Oiga, ¿por qué no desayuna un poco? ¿Por qué no come algo, como hacemos todos? Se sentirá mucho mejor. Vamos. Vaya y coma algo.

Alcé la mirada y vi que tenía un plato sobre el regazo, con un cruasán a medio comer y una pequeña porción de mantequilla. Tenía las rodillas llenas de migas.

– Ah -dije, enderezándome y recuperando la compostura-. ¿Dónde ha conseguido eso?

El electricista señaló hacia mi espalda. Me volví y vi cierto número de personas agrupadas al fondo del tranvía, donde se había dispuesto una especie de bufé. Advertí también que la mitad trasera del tranvía se hallaba ahora muy concurrida, y que la gente que nos rodeaba comía y bebía. El desayuno del electricista era modesto en comparación con muchos de los que veía en otras personas. Y vi que, al fondo, la gente se abría paso hacia grandes bandejas de huevos, bacon, tomates, salchichas…

– Vamos -repitió el electricista-. Vaya a servirse algo. Luego hablaremos de sus problemas. O, si prefiere, podemos olvidarnos de ellos y charlar de lo que le apetezca, de cualquier cosa que pueda levantarle el ánimo. De fútbol, de cine… De lo que le venga en gana. Pero lo primero que tiene que hacer es desayunar un poco. Tiene aspecto de no haber comido en mucho tiempo.

– Tiene usted razón -dije-. Ahora que lo pienso, llevo mucho tiempo sin comer. Pero, por favor, dígame: ¿adonde va este tranvía? Tengo que ir a mi hotel a hacer las maletas. Ya ve, tengo que coger el avión para Helsinki esta misma mañana. Así que he de irme al hotel enseguida.

– Oh, el tranvía puede dejarle en el punto de la ciudad que usted desee. Más o menos. Es lo que llamamos el circuito matinal. También tenemos el circuito nocturno. Y dos veces al día hay un tranvía que hace el circuito entero. Oh, sí, en este tranvía puede usted ir a donde quiera. Y en el de la noche también, aunque el ambiente es completamente diferente. Oh, sí, es un tranvía maravilloso…

– Me parece magnífico. Bien, entonces discúlpeme. Creo que seguiré su sugerencia e iré a desayunar algo. De hecho, tiene usted toda la razón. Sólo con pensarlo me siento ya mucho mejor.

– Así se habla -dijo el electricista, y levantó el medio cruasán a modo de saludo.

Me levanté y fui hasta el fondo del tranvía. Me recibieron varios aromas. La gente estaba sirviéndose, pero miré por encima de sus hombros y vi un gran bufé dispuesto sobre una mesa semicircular adosada a la parte inferior de la ventanilla trasera. Había prácticamente de todo: huevos revueltos, huevos fritos, fiambres y embutidos, patatas salteadas, champiñones, tomates asados… Una gran fuente con arenques enrollados y otros pescados preparados, dos enormes cestas llenas de cruasanes y de diferentes tipos de panecillos, un bol de cristal con frutas frescas, multitud de jarras de café y zumos… Todos los que se agrupaban en torno al bufé parecían sobremanera ávidos por servirse, y a pesar de ello la atmósfera era sumamente cordial: se pasaban las cosas unos a otros, se intercambiaban alegres comentarios…

Cogí un plato, y al hacerlo miré a través de la ventanilla las calles que íbamos dejando atrás, y sentí que mi ánimo mejoraba aún más. Las cosas, a la postre, no habían salido tan mal. Fueran cuales fueren los desencantos que me hubiera podido causar esta ciudad, no había duda de que mi presencia en ella había merecido un alto aprecio (al igual que en cualquiera de los lugares que había visitado a lo largo de mi carrera). Y ahora heme ahí, a punto de concluir mi estancia en la ciudad, frente a un soberbio bufé que me brindaba prácticamnete todo lo que podría haber deseado para el desayuno. Los cruasanes, por ejemplo, parecían particularmente tentadores. Por la forma en que los pasajeros de todo el tranvía los estaban devorando, debían de ser, en efecto, casi recién hechos y de la calidad más excelente. Y no sólo los cruasanes: todo lo que miraba se me antojaba irresistible.

Empecé a servirme un poco de cada fuente. Al hacerlo me imaginé acomodado ya en mi asiento, en animada charla con el electricista, mirando entre bocado y bocado las calles de las primeras horas de la mañana. El electricista era para mí, en muchos aspectos, la persona ideal con la que charlar en aquel momento. Tenía, a todas luces, buen corazón, pero al mismo tiempo procuraba escrupulosamente no resultar indiscreto. Lo miré y vi que seguía comiendo su cruasán, sin prisa alguna por apearse del tranvía. De hecho, daba la impresión de estar acomodado allí para quedarse mucho tiempo. Y, dado que el tranvía era un «circular», si nuestra charla nos resultaba placentera, era de ese tipo de personas capaces de no apearse al llegar a su parada y continuar en el tranvía hasta completar otra vuelta y llegar de nuevo a ella. El bufé también -era obvio- seguiría allí durante cierto tiempo, de modo que, de cuando en cuando, en mitad de la conversación, podríamos levantarnos e ir a llenar nuestros platos de nuevo. Podía imaginarnos, incluso, exhortándonos repetida y mutuamente para que comiéramos más: «¡Ánimo! ¡Una salchicha más! ¡Sólo una salchicha más! Vamos, déme su plato, se la serviré yo mismo.» Seguiríamos allí sentados, juntos, comiendo, cambiando impresiones sobre fútbol y sobre cualquier otra cosa que nos viniera en gana, mientras afuera el sol se iba alzando más y más en el cielo, iluminando las calles de nuestro lado del tranvía. Y sólo cuando hubiéramos terminado, cuando hubiéramos comido y charlado a conciencia, el electricista miraría el reloj, dejaría escapar un suspiro y me indicaría que la parada de mi hotel llegaría de nuevo en breve. También yo suspiraría, y casi a regañadientes me levantaría y me sacudiría las migas de los pantalones. Nos estrecharíamos la mano, nos desearíamos buenos días -también su parada volvería a llegar pronto, me informaría-, y me iría hacia la plataforma de salida, donde habría ya un nutrido grupo de alegres pasajeros esperando para apearse. Luego, cuando el tranvía se parara, quizá le enviaría al electricista un último saludo y me apearía, con la serena certeza de que podía mirar hacia Helsinki con orgullo y confianza.

Llené mi taza de café casi hasta el borde. Y luego, con sumo cuidado, con ella en una mano y el colmado plato en la otra, me encaminé por el pasillo hacia mi asiento.

Загрузка...