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Caminaba a toda prisa por el pasillo cuando vi varias figuras de pie junto a la pared, haciendo cola. Miré hacia ellas con más detenimiento y vi unos hombres con monos de cocina que, según me pareció, esperaban su turno para subir a un pequeño armario negro pegado a la pared. Sentí curiosidad y aflojé el paso, y al final me volví y me dirigí hacia ellos.

El armario -pude ver- era alto y estrecho como un armario de escobas, y se hallaba adosado a la pared como a medio metro del suelo. Se subía hasta él por unos cuantos escalones, y por la actitud de quienes esperaban en la cola razoné que se trataba de un urinario o de una fuente. Pero al acercarme vi que el hombre que ocupaba el peldaño de arriba se había inclinado hacia el interior del armario y, con medio cuerpo dentro y el trasero sobresaliéndole del hueco, parecía hurgar afanosamente en lo que había dentro. Los que esperaban en la cola, entretanto, gesticulaban y alzaban la voz para que el hombre terminara de hacer lo que estaba haciendo. Luego, cuando el hombre sacó el cuerpo del armario y miró cautelosamente hacia atrás en busca del escalón primero, alguien de la cola soltó una exclamación y me señaló con el dedo. Las cabezas se volvieron, y al instante siguiente deshicieron la cola y vinieron hacia mí todos juntos. El hombre que había estado en el armario bajó los escalones precipitadamente y, una vez abajo, me invitó a subir al armario.

– Gracias -dije yo-, pero había otros esperando.

Hubo un vocerío de protestas, y sentí que varias manos me empujaban escalones arriba.

La estrecha puerta del armario se había cerrado, y cuando la abrí -se abría hacia fuera, y hube de echarme hacia atrás y mantener precariamente el equilibrio sobre el escalón de arriba- me quedé perplejo: estaba contemplando la vasta sala de conciertos desde una gran altura. El armario no tenía fondo, y, de haberlo deseado, habría podido cometer la temeridad de asomarme, estirar un poco el cuerpo y tocar el techo del auditórium. La vista era, ciertamente, espectacular, pero todo aquel artificio del armario que miraba al auditórium se me antojó una insensatez peligrosa. El armario, de hecho, se inclinaba ligeramente hacia adelante, obligando al mirón osado a resbalar un poco hacia el abismo. Sólo se facilitaba una delgada cuerda que, atada a la cintura, evitaría que el mirón osado cayera encima de los espectadores del patio de butacas. No lograba encontrar justificación alguna para aquel armario (salvo que formara parte de algún sistema para colgar de lo alto del recinto banderas u otros elementos de gala).

Fui introduciendo con prudencia los pies en el armario, y luego, asiéndome con fuerza a las jambas de la puerta, eché una mirada a la vista que se extendía bajo mis pies.

Unas tres cuartas partes del aforo se hallaban ya ocupadas, pero las luces seguían encendidas y la gente charlaba y se saludaba a lo largo y ancho de la sala. Algunos agitaban la mano para enviar saludos a puntos distantes del auditórium, otros se agolpaban en los pasillos, conversando y riendo. Y, entretanto, los invitados seguían afluyendo por las dos entradas principales. En el foso de la orquesta, los relucientes atriles dispuestos en hileras reflejaban la intensa luz ambiental, y en el escenario -el telón estaba abierto- se veía un solitario piano de cola con la tapa levantada. Mientras miraba el piano en el que habría de ofrecer la más importante de las actuaciones de la velada, vino a mi mente el pensamiento de que lo que estaba haciendo en aquel momento era lo más cercano a una inspección de las condiciones de aquella sala de conciertos que llegaría a realizar nunca, y de nuevo sentí la frustración respecto al modo en que había organizado mi tiempo desde mi llegada a la ciudad.

Entonces, mientras seguía mirando, vi que Stephan Hoffman salía al escenario desde bastidores. No había habido anuncio alguno, y las luces no se habían atenuado lo más mínimo. Las maneras de Stephan, además, carecían del menor sentido de la ceremonia. Se acercó al piano con paso vivo y aire preocupado, sin mirar al auditorio. No era extraño, pues, que los asistentes no mostraran sino una vaga y fugaz curiosidad ante su presencia en el escenario, y que siguieran charlando y saludándose y riendo. Cuando acometió los primeros y «explosivos» acordes de Glass Passions, ciertamente, los asistentes mostraron cierta sorpresa, pero la mayoría de ellos, incluso entonces, se limitó a pensar que aquel joven no estaba sino probando el piano o comprobando el sistema de amplificación. Luego, tras los compases primeros de la pieza, algo pareció centrar la atención de Stephan, porque su interpretación perdió toda intensidad (como si alguien hubiera arrancado de pronto un enchufe de su toma de corriente)… Su mirada estaba siguiendo algo que se desplazaba entre los asistentes, y en un momento dado llegó a tener la cabeza volteada en dirección opuesta al piano. Entonces caí en la cuenta de que miraba hacia un par de figuras que abandonaban la sala de conciertos, y asomándome un poco más alcancé a ver cómo Hoffman y su esposa llegaban a un extremo de la sala y salían de mi campo de visión.

Stephan dejó de tocar por completo y, haciendo girar su taburete, se quedó mirando directamente hacia sus padres. Ello, ciertamente, despejó cualquier duda que aún pudiera quedar en el auditorio: aquel joven, no había duda, se había sentado al piano para una mera prueba de sonido. Y, en efecto, por espacio de unos instantes, y a ojos de todo el mundo, pareció aguardar alguna señal de los técnicos apostados al otro extremo de la sala, y nadie le prestó la menor atención cuando finalmente se levantó de la banqueta y salió del escenario.

Sólo cuando se vio entre bastidores dio rienda suelta al sentimiento de agravio que lo anegaba íntimamente. Por otra parte, en la idea de haber abandonado el escenario tras tocar apenas unos acordes no había de momento sino una total irrealidad, y no pensó más en ello mientras bajaba apresuradamente las escaleras de madera y pasaba por la serie de puertas que conducían a la salida trasera del escenario.

Cuando salió al pasillo se topó con numerosos tramoyistas y camareros y empleados de cocina. Se encaminó hacia el vestíbulo en busca de sus padres, pero antes de que hubiera recorrido un gran trecho vio que su padre venía hacia él, solo y con aire preocupado. El director del hotel no vio a Stephan hasta que se dieron casi de bruces. Entonces se detuvo, y se quedó mirando a su hijo con expresión de asombro.

– ¿Qué pasa? ¿No estás tocando?

– Papá, ¿por qué mamá y tú os habéis marchado de ese modo? ¿Y dónde está mamá ahora? ¿No se siente bien?

– Tu madre… -Hoffman suspiró con gravedad-. Tu madre


ha juzgado que lo correcto era marcharse en ese momento. Y, por supuesto, la he acompañado y… Bueno, permíteme serte sincero, Stephan. Déjame decírtelo. Creo que comparto su opinión. No lograba hacerme a la idea. Oh, ahora me miras así, Stephan… Sí, me doy cuenta de que te he fallado. Te prometí esta oportunidad, esta plataforma para que tocaras en público, ante toda la ciudad, ante nuestros amigos y colegas. Sí, sí, te lo prometí. Quizá fuiste tú quien me lo pediste, quizá en algún momento en que estaba distraído, ¿quién sabe ahora cómo fue…? Ya no importa. El hecho es que accedí, que te lo prometí. Y no quería echarme atrás, sí, ha sido culpa mía. Pero tienes que tratar de comprender, Stephan, lo difícil que es para nosotros, tus padres… Lo difícil que es tener que presenciar…

– Voy a hablar con mamá -dijo Stephan, y echó a andar por el pasillo.

Durante un instante fugaz, Hoffman pareció horrorizado, y agarró a su hijo por el brazo con brusquedad, soltando una risita de timidez al hacerlo.

– No puedes, Stephan. Verás, mamá está en el aseo de señoras. Ja, ja… En cualquier caso, creo que será mejor que, por así decir, le dejes digerir un poco las cosas. Pero, Stephan, ¿qué es lo que has hecho? Tendrías que estar tocando. Ah, aunque quizá sea mejor así, después de todo. Habrá unas cuantas preguntas embarazosas al respecto, y eso será todo.

– Papá, voy a volver al escenario. Voy a tocar. Por favor, vete a ocupar tu asiento. Y te ruego que convenzas a mamá para que haga lo mismo.

– Stephan, Stephan… -Hoffman sacudió la cabeza y puso una mano en el hombro de su hijo-. Quiero que sepas que los dos tenemos la más alta opinión de ti. Los dos nos sentimos inmensamente orgullosos de ti. Pero esa idea tuya, esa idea que has tenido toda tu vida… Me refiero a…, a tu música. Tu madre y yo nunca hemos tenido corazón para decírtelo. Queríamos, naturalmente, que tuvieras tus sueños. Pero esto… Todo esto… -hizo un gesto en dirección a la sala-, todo esto ha sido un terrible error. No deberíamos haber dejado que las cosas llegaran hasta este punto. Verás, Stephan, tu modo de tocar es encantador. Muy conseguido en su nivel. Siempre hemos disfrutado oyéndote tocar en casa. Pero la música, la música seria, la música de un determinado nivel que se requiere esta noche…, ésa, ¿sabes?, es algo muy distinto. No, no, no me interrumpas. Estoy tratando de decirte algo,- algo que debería haberte dicho hace mucho tiempo. Verás: ésta es la sala municipal de conciertos. La gente, la gente que va a los conciertos, no son esos amigos y familiares que escuchan con simpatía y comprensión en la sala de estar de tu casa. El verdadero público de los conciertos está habituado a unos determinados niveles, a unos niveles profesionales. Stephan, ¿cómo podría explicártelo?

– Papá -le interrumpió Stephan-, creo que no te das cuenta. He ensayado mucho. Y aunque la pieza que voy a tocar la he elegido no hace mucho, he trabajado duro, y si quisieras sentarte en la sala verías que…

– Stephan, Stephan… -Hoffman volvió a sacudir la cabeza-. Si sólo fuera cuestión de trabajar duro… Si sólo se tratara de eso. Algunos de nosotros no hemos nacido con ese don. No lo poseemos, y eso es algo que tenemos que aceptar. Es terrible tenerte que decir esto en este momento, máxime después de haberte tenido engañado durante tanto tiempo. Espero que puedas perdonarnos, a tu madre y a mí; hemos sido débiles durante tantos años. Veíamos lo feliz que te hacía, y no tuvimos corazón para desengañarte. Pero es una excusa que no sirve, lo sé. Es horrible, y mi corazón sufre por ti en este momento, puedes creerme. Confío en que podrás perdonarnos. Fue una terrible equivocación, haber dejado que llegaras a este punto. Haber permitido que te presentaras en el escenario, ante toda la ciudad. Tu madre y yo te amamos demasiado como para ser capaces de presenciarlo. Sería demasiado para nosotros…, sería excesivo ver a nuestro hijo querido convertido en blanco de las burlas… Bueno, ya está, ya he puesto mis cartas sobre la mesa. Es cruel, pero por fin te lo he dicho. Pensé que podría ser capaz. Ser capaz de estar sentado ahí en la sala en medio de todas esas burlas y risitas solapadas. Pero cuando ha llegado el momento, tu madre ha comprendido que no podía, y yo tampoco. ¿Qué pasa? ¿Por qué no me estás escuchando? ¿No te das cuenta de que esto me está causando un hondo sufrimiento? No es fácil hablar con tanta franqueza, ni siquiera a un hijo…

– Papá, por favor, te lo ruego. Entra y escúchame tocar aunque sólo sea unos minutos. Y juzga por ti mismo. Y mamá también. Por favor, convence a mamá. Los dos veréis cómo…, estoy seguro de que…

– Stephan, es hora de que vuelvas al escenario. Tu nombre aparece impreso en el programa. Ya has salido una vez. Ahora


debes ir, y al menos intentarlo. Que todo el mundo vea que has hecho lo que está en tu mano. Ve y toca: ése es mi consejo. No les hagas caso, no hagas caso a las risitas. Y aun en el caso de que rieran abiertamente como si se tratara de una hilarante pantomima en lugar de una solemne y profunda pieza musical, aun en ese caso, Stephan, recuerda que tu madre y tu padre estarán orgullosos de que al menos hayas tenido el coraje de tocar de principio a fin. Pero debes perdonarnos; sencillamente te amamos demasiado como para ser capaces de presenciarlo. De hecho, Stephan, creo que a tu madre, el hacerlo, le partiría el corazón. Ahora debes irte, no te queda mucho tiempo. Ve, Stephan, ve, ve…

Hoffman giró sobre sí mismo con la mano en la frente, como atormentado por una fuerte jaqueca, y se alejó unos pasos de Stephan. Luego, de pronto, se enderezó y volvió la cabeza hacia su hijo.

– Stephan -dijo en tono severo-. Es hora de que vuelvas al escenario.

Stephan siguió mirando a su padre unos instantes, y luego, viendo que su empeño era una causa perdida, se volvió y echó a andar por el pasillo.

Mientras franqueaba la serie de puertas que llevaban al escenario, Stephan se vio asediado por diversos pensamientos y emociones. Como es lógico, se sentía frustrado por no haber logrado convencer a sus padres para que volvieran a sus asientos. Además, sentía que en lo hondo de sí mismo renacía un lacerante miedo que no había experimentado en muchos años: la posibilidad de que lo que le había dicho su padre fuera cierto, de que en realidad no hubiera sido sino víctima de una descomunal quimera. Pero luego, a medida que se acercaba al escenario, fue recuperando la confianza en sí mismo, y con ella una agresiva urgencia por comprobar por sí mismo su capacidad artística.

Cuando volvió a pisar las tablas vio que las luces se habían atenuado un tanto. La sala, sin embargo, seguía iluminada, y muchos de los invitados aún no habían tomado asiento. En varias zonas del recinto podían verse filas enteras levantándose como olas para dar paso a algún recién llegado camino de su asiento. El bullicio apenas amainó cuando el joven se sentó al piano, y continuó de forma sostenida mientras las emociones de éste iban poco a poco apaciguándose. Y al final sus manos descendieron sobre el teclado con la dureza y precisión de su primer intento, evocando ese territorio a medio camino entre la sacudida y la exultación esencial en los comienzos de Glass Passions.

Cuando se hallaba por la mitad del breve pasaje introductorio, el público se había ya callado en gran medida. Y en los acordes finales del primer movimiento el público guardaba ya un silencio absoluto. Quienes antes charlaban en los pasillos, seguían aún de pie, pero permanecían como paralizados, con la mirada fija en el escenario. Quienes ocupaban ya sus asientos, se mantenían quietos, concentrados, mirando y escuchando. Y en una de las entradas se había formado un pequeño grupo: el de los rezagados que habían empezado a entrar instantes antes y que se habían parado en seco. Cuando Stephan acometió el segundo movimiento, los técnicos bajaron las luces hasta apagarlas por completo, y ya no pude ver con claridad al auditorio. Pero no había duda de que en la sala reinaba ahora un absoluto asombro. Bien es verdad que, en parte, tal respuesta se debía a la sorpresa general ante el descubrimiento de un joven convecino capaz de alcanzar tales alturas técnicas. Pero, por encima -y más allá- de su pericia, en la interpretación de Stephan había una extraña intensidad que se hacía patente a todos los oídos. Tuve la sensación, además, de que en aquel comienzo inesperado de la velada muchos de los presentes estaban viendo una suerte de presagio. Si aquel era sólo el preludio, ¿qué les tendría reservado el resto de la velada? ¿Llegaría a constituir ésta, después de todo, un hito crucial en la vida de la comunidad? Tal parecía ser el interrogante oculto tras el asombro de muchos de los presentes.

Stephan remató su actuación con una melancólica, levemente irónica interpretación de la coda. Cuando finalizó la pieza, hubo unos cuantos segundos de silencio, e instantes después el público estalló en entusiasmados aplausos. El joven pianista se levantó para acogerlos. Estaba radiante -era evidente-, y si se sentía aún más frustrado por el hecho de que sus padres no hubieran estado allí para presenciar su rotundo éxito, no permitió que ello aflorara a su semblante. Saludó varias veces mientras seguían los aplausos, y luego, acaso al recordar de pronto que su actuación no era sino una modesta contribución al programa, se retiró apresuradamente del escenario.


Los aplausos continuaron con la misma fuerza algún tiempo más, y al final se diluyeron en un vivo murmullo general. Al poco, antes de que el público tuviera ocasión de cambiar impresiones sobre lo que había oído, apareció en escena un hombre de pelo plateado y semblante severo. Al acercarse pavoneándose hacia el atril, lo reconocí como el hombre que había presidido el banquete en honor de Brodsky que se había celebrado la noche de mi primer día en la ciudad.

El auditorio guardó silencio de inmediato; durante más de medio minuto, sin embargo, el hombre de semblante severo tampoco dijo nada. Se limitó a mirar al auditorio con cara levemente disgustada. Finalmente, tras una honda inspiración, dijo:

– Aunque es mi deseo que todos ustedes disfruten de esta velada, he de recordarles que no estamos aquí reunidos para asistir a un cabaret. Asuntos de la mayor gravedad han de ser tratados esta noche. No se equivoquen. Asuntos relativos a nuestro futuro, a nuestra misma identidad como comunidad.

El hombre de semblante severo siguió reiterando con pedantería el mismo punto durante varios minutos más: de cuando en cuando hacía una pausa, y se quedaba estudiando al auditorio con ceño grave. Empecé a perder interés y, recordando la cola que había a mi espalda, decidí dejar que el siguiente ocupara mi lugar. Pero justo cuando me esforzaba por salir de aquel reducido espacio, me percaté de que el hombre de semblante severo había pasado al asunto siguiente: en efecto, estaba presentando al hombre que se hallaba a punto de salir al escenario.

El personaje en cuestión, al parecer, no era sólo «la piedra angular del sistema de bibliotecas de la ciudad», sino que poseía además la facultad de «captar la curvatura de una gota de rocío en la punta de una hoja otoñal». El hombre de semblante severo miró con desdén al auditorio una vez más, masculló un nombre y salió con paso majestuoso del escenario. El público estalló en un fuerte aplauso, dedicado claramente al hombre de semblante severo y no a quien éste acababa de presentar. El nuevo orador tardó todo un minuto en salir al escenario, y cuando lo hizo no cosechó sino una acogida más bien tibia.

Era un hombre menudo y pulcro, calvo y con bigote. Llevaba una carpeta que enseguida depositó sobre el atril. Luego soltó el clip de unas hojas y empezó a pasarlas, a barajarlas desmañadamente, sin mirar en ningún momento al auditorio, que empezó a moverse, inquieto. Volvió a picarme la curiosidad, y pensé que a quienes guardaban cola no les importaría esperar unos segundos más, y volví a acomodarme con cuidado en el borde del armario.

Cuando el hombre calvo habló por fin, lo hizo con los labios demasiado pegados al micrófono, y su voz sonó atronadora y trémula por toda la sala de conciertos.

– Esta noche me gustaría ofrecerles una selección de los tres períodos de mi obra. Muchos de estos poemas les resultarán familiares a ustedes de mis lecturas en el Café Adéle, pero confío en que no les importará oírlos de nuevo en el marco de esta gran noche. Y, les aseguro, habrá una pequeña sorpresa al final. Algo que espero les proporcione a todos ustedes cierta modesta dosis de placer.

Volvió a revolver sus papeles, y en la sala empezaron a oírse conversaciones ahogadas. El hombre calvo se decidió al fin, y tosió ruidosamente a unos milímetros del micrófono, y volvió a reinar el silencio en la sala.

Muchos de los poemas eran rimados y relativamente cortos. Eran poemas sobre los peces del parque municipal, sobre tormentas de nieve, sobre ventanas rotas traídas a la memoria desde la niñez…, todos ellos recitados en un tono agudo, extraño, de encantamiento. Mi atención se desplazó hacia otros puntos, y entonces me percaté de que en cierta zona de la sala, situada más o menos bajo mis pies, la gente se había puesto a hablar en tono bastante audible.

Las voces, hasta el momento, resultaban razonablemente discretas, pero se iban haciendo gradualmente más osadas. Al rato -mientras el hombre calvo recitaba un largo poema sobre los sucesivos gatos que su madre había poseído a lo largo de los años-, el ruido que ascendía hasta el armario parecía provenir de un nutrido grupo que conversaba amigablemente, en tono menos soportable. Sobreponiéndome a mi sentido de la prudencia, me deslicé hasta el borde mismo del armario y, asiéndome a los costados de madera con ambas manos, miré hacia abajo.

La conversación provenía, en efecto, de un grupo sentado justo debajo del armario, pero el número de quienes lo integraban era menor de lo que había imaginado. Eran siete u ocho personas, y al parecer habían decidido dejar de prestar atención al poeta y se habían puesto a conversar animadamente entre sí, e incluso algunas de ellas se habían vuelto por completo en sus asientos para poder hacerlo más cómodamente. Me disponía a estudiar con más detenimiento al grupo cuando, unas filas más atrás, vi a la señorita Collins.

Llevaba el elegante traje de noche negro que le había visto la noche del banquete, y el mismo chai en los hombros. Miraba al hombre calvo con indulgencia, con la cabeza ligeramente ladeada y un dedo pegado a la barbilla. Seguí mirándola unos instantes, pero nada había en su apariencia que autorizara a poner en duda su perfecta serenidad y calma.

Mi atención volvió a centrarse en el ruidoso grupo de antes, y vi que en él se estaban pasando de mano en mano unas cartas. Sólo entonces caí en la cuenta de que el núcleo del grupo lo integraban los borrachos que había conocido en el cine la primera noche de mi estancia en la ciudad, y que acababa de volver a ver en el pasillo hacía un rato.

La partida de cartas se fue haciendo más y más tumultuosa, y al poco todos gritaban y lanzaban vítores y risotadas. El público circundante les dirigía miradas reprobadoras, pero poco después el grueso de los espectadores, gradualmente, fue también poniéndose a charlar, aunque en tono mucho más discreto.

El hombre calvo no parecía darse cuenta de nada, y continuó recitando con vehemencia, uno tras otro, sus poemas. Luego, unos veinte minutos después de su salida al escenario, hizo una pausa y, juntando varias hojas, dijo:

– Y ahora entramos en mi segundo período. Como algunos de ustedes ya saben, mi segundo período fue propiciado por un incidente clave. Un incidente que hizo que ya no me fuera posible utilizar las herramientas creativas que hasta entonces venía utilizando. A saber: el descubrimiento de que mi mujer me había sido infiel.

Bajó la cabeza como si el recuerdo de lo que acababa de confesar aún siguiera mortificándolo. Fue entonces cuando alguien del grupo bullicioso gritó:

– ¡Pues lo que está claro es que utilizaba unas herramientas equivocadas!

Sus compañeros se echaron a reír, y una segunda voz gritó:

– El mal operario siempre echa la culpa a su herramienta.

– Y su mujer también, al parecer -gritó la primera voz.

Tal intercambio de gritos, claramente dirigidos al mayor número de presentes posible, provocó toda una oleada de risitas solapadas. Quién sabe hasta qué punto era consciente de ellas el hombre calvo, pero el caso es que calló, y que, sin mirar a los alborotadores, volvió a hurgar en sus papeles. Tal vez tenía pensado añadir algo a modo de introducción de su segundo período, pero abandonó la idea y acometió de nuevo las recitaciones.

El segundo período poético del hombre calvo no se diferenciaba en nada del primero, y la impaciencia del auditorio crecía por momentos. Hasta el punto de que minutos después, cuando uno de los alborotadores gritó algo que no alcancé a entender, gran parte del auditorio se echó a reír abiertamente. El hombre calvo pareció advertir por vez primera que estaba perdiendo el control del público, y, tras alzar la mirada a mitad de un verso, se quedó quieto, parpadeando frente a las luces, como pasmado. Una de las opciones que se le presentaban era abandonar el escenario. Otra, más digna, habría consistido en leer otros tres o cuatro poemas más antes de retirarse. El hombre calvo, sin embargo, optó por otra salida completamente diferente. Se puso a leer a un ritmo atropellado, despavorido, los poemas que le quedaban, tal vez con intención de dar término a su programa cuanto antes. Lo que consiguió fue no sólo volverse un tanto incoherente, sino insuflar nuevos ánimos a sus enemigos, que ahora lo sabían contra las cuerdas. Los cada vez más numerosos comentarios en voz alta -ya no sólo proferidos por el grupo de alborotadores- eran acogidos con estallidos de risa de un extremo a otro de la sala.

Al final, el hombre calvo hizo un último intento por recuperar el control del auditorio. Dejó la carpeta a un lado y, sin decir palabra, se puso a mirar desde el atril con aire suplicante. El público, que hasta el momento se había estado riendo, se calmó -quizá tanto por curiosidad cuanto por remordimiento- y acabó callándose. Y cuando el hombre calvo volvió a hablar, su voz había recuperado cierta autoridad.

– Les prometí una pequeña sorpresa -dijo-. Hela aquí: un nuevo poema. Lo he terminado la semana pasada. Y lo he compuesto especialmente para esta ocasión. Se titula, sencillamente, «Brodsky el conquistador». Y ahora, si me permiten…

Volvió a revolver en sus papeles, pero ahora el público permaneció en silencio. Al cabo se inclinó hacia adelante y empezó a recitar. Tras los primeros versos, alzó rápidamente la mirada y pareció sorprenderse del silencio reinante. Siguió leyendo, y a medida que lo hacía iba ganando seguridad en sí mismo, y poco después movía las manos con arrogancia para subrayar tal o cual verso clave.


Yo había pensado que el poema sería una especie de retrato global de Brodsky, pero pronto se hizo patente que abordaba únicamente las batallas de Brodsky con el alcohol. Las primeras estrofas trazaban comparaciones entre Brodsky y diversos héroes míticos. Había imágenes de Brodsky arrojando lanzas contra los invasores desde la cima de una colina; de Brodsky luchando cuerpo a cuerpo con una serpiente de mar; de Brodsky encadenado a una roca… El público seguía escuchando en actitud respetuosa, incluso solemne. Miré a la señorita Collins, pero no aprecié en ella ningún cambio de talante. Seguía, como antes, mirando al poeta con expresión interesada, aunque distante, y con un dedo a un lado de la barbilla.

Al cabo de varios minutos, el poema cambió de registro. Abandonó el decorado mítico, y se centró en incidentes reales del pasado reciente de Brodsky, incidentes que -según pude inferir- habían llegado a formar parte de la épica local. La mayoría de las referencias, claro está, eran para mí ininteligibles, pero pude apreciar que tenían por objeto reconsiderar y dignificar el papel de Brodsky en cada episodio. Desde un punto de vista literario, esta parte del poema se me antojó harto superior a la primera, pero la introducción de tales elementos concretos y familiares produjo el efecto de arruinar todo ascendiente que el hombre calvo hubiera podido lograr hasta el momento sobre sus oyentes. Una referencia a la «tragedia del autobús-albergue», por ejemplo, no consiguió sino arrancar un murmullo de risitas, que no hizo sino extenderse cuando el poema abordó el incidente en el que Brodsky «superado en número y cansado de batallar», hubo de «rendirse finalmente tras la cabina telefónica». Pero fue cuando el hombre calvo hizo mención de la «deslumbrante muestra de valentía en la excursión escolar» cuando la sala entera prorrumpió en sonoras carcajadas.

A partir de entonces vi con absoluta claridad que ya nada podría salvar al hombre calvo. Las estrofas finales, dedicadas a loar la recién recuperada sobriedad de Brodsky, fueron acogidas, verso a verso, con auténticos vendavales de carcajadas. Cuando volví a mirar a la señorita Collins, vi que el dedo que mantenía en la barbilla se acariciaba con movimientos rápidos la piel, pero por lo demás no había cambiado de actitud. El hombre calvo, ahora prácticamente inaudible en aquel mar de carcajadas y apostillas, llegó al final del poema y, recogiendo sus papeles con expresión indignada, se retiró del escenario con paso digno. Una parte del auditorio, quizá juzgando que las cosas habían ido demasiado lejos, aplaudió con generosidad la intervención del hombre calvo.

Durante los minutos que siguieron el escenario permaneció vacío, y el público pronto volvió a charlar animada y ruidosamente. Al estudiar las caras de la gente, consideré de interés el hecho de que, aunque muchos de los presentes se intercambiaban miradas de regocijo, un gran número de ellos parecía hacer gestos airados en dirección a los alborotadores. Y de pronto un foco iluminó el escenario, y apareció en él el señor Hoffman.

El director del hotel parecía furioso; avanzó con paso vivo hacia el centro del escenario y se plantó ante el atril sin ninguna ceremonia.

– ¡Damas y caballeros, por favor! -gritó, pese a que el tumulto se apaciguaba ya-. ¡Por favor! Les ruego piensen en la importancia de esta velada. Citando al señor Von Winterstein, «¡no estamos aquí para asistir a un cabaret!».

La contundencia de tal reconvención no fue bien acogida por parte del auditorio, y un irónico «uuuhhh» se alzó en el grupo de debajo del armario. Pero Hoffman prosiguió:

– Sobre todo, me siento muy afectado al comprobar la persistencia de ese concepto estúpidamente anticuado que muchos de ustedes tienen del señor Brodsky. Dejando a un lado los otros grandes méritos del poema del señor Ziegler, su postulado cardinal, es decir, el hecho de que el señor Brodsky haya derrotado de una vez por todas a los demonios que un día lo asediaron, no admite refutación alguna. Aquellos de ustedes que acaban de mofarse de la elocuente articulación de este punto por parte del señor Ziegler, estoy seguro de que muy pronto…, ¡sí, dentro de escasos minutos!, se sentirán avergonzados. ¡Sí, avergonzados! ¡Tan avergonzados como yo acabo de sentirme, en nombre de toda la ciudad, hace unos segundos!

Dio una fuerte palmada en el atril, y una parte sorprendentemente numerosa del auditorio estalló en sonoros y farisaicos aplausos. Hoffman, visiblemente aliviado, pero sin saber muy bien cómo reaccionar ante tal recibimiento, inclinó desmañadamente la cabeza varias veces. Luego, antes de que los aplausos hubieran cesado por completo, recuperó el dominio de sí mismo y declaró con voz sonora ante el micrófono:

– ¡El señor Brodsky merece ser una figura destacada de nuestra comunidad! Un manantial cultural para nuestra juventud. Un guía para aquellos más maduros en edad, quizá, pero que sin embargo se sienten perdidos y desolados ante estos negros capítulos de la historia de nuestra ciudad. ¡El señor Brodsky no merece menos! ¡Miren, mírenme! ¡Apuesto mi reputación, mi credibilidad por esto que ahora les estoy diciendo! Pero ¿qué necesidad tengo de decir esto? Dentro de un momento todos ustedes lo comprobarán con sus propios ojos y oídos. Esto no se parece en nada a la presentación que tenía pensado hacer, y lamento haberme visto obligado a decir lo que he dicho. Pero dejémonos de dilaciones. Permítanme que les presente a nuestros muy estimados invitados de la orquesta de la Stuttgart Nagel Foundation, esta noche dirigida por nuestro…, por… ¡el señor Leo Brodsky!

Sonó una salva de aplausos y el señor Hoffman se retiró del escenario. Durante los minutos que siguieron no sucedió nada, y al cabo se iluminó el foso de la orquesta y aparecieron los músicos. Hubo otra salva de aplausos, seguida de un tenso silencio mientras los miembros de la orquesta se movían en sus asientos, afinaban los instrumentos y disponían a su gusto los atriles. Hasta el grupo de alborotadores de debajo de mi armario pareció aceptar la seriedad de lo que estaba a punto de tener lugar; habían guardado las cartas y permanecían sentados y atentos, con la mirada fija en el escenario.

La orquesta, finalmente, pareció estar preparada, y un foco iluminó un extremo del escenario. Transcurrió otro minuto sin que sucediera nada, y al cabo se oyó un ruido sordo entre bastidores. El ruido se hizo más intenso, y al final Brodsky irrumpió en el círculo de luz. Y entonces se detuvo, tal vez para que el público tuviera tiempo de reaccionar ante su presencia.

A muchos de los presentes, ciertamente, les habría sido harto difícil reconocerle. Con el frac, la resplandeciente camisa blanca y el pelo bien peinado, su porte era verdaderamente impresionante. No había duda, sin embargo, de que la vieja tabla de planchar que utilizaba como muleta desmerecía un tanto su apariencia de conjunto. Al avanzar hacia el estrado del director de orquesta -la tabla de planchar producía un ruido sordo sobre el tablado a cada paso-, reparé en el arreglo que había llevado a cabo en la pernera vacía. Su deseo de que ésta no le bailara al desplazarse era perfectamente comprensible. Pero en lugar de atarla a la altura del muñón, Brodsky la había cortado y había dejado un sinuoso bajo un par de centímetros por debajo de la rodilla. Me hacía cargo de que una solución enteramente elegante no habría sido factible, pero aquel bajo sinuoso se me antojó demasiado llamativo, algo que no haría sino atraer la atención hacia su minusvalía.

Y sin embargo, mientras él seguía atravesando el escenario, caí en la cuenta de que muy probablemente me había equivocado a ese respecto. Porque por mucho que esperé a que el auditorio se quedara boquiabierto ante la invalidez de Brodsky, tal momento nunca llegó. Hasta donde pude ver, en efecto, nadie pareció darse cuenta de que le faltaba una pierna, y la gente siguió esperando callada y expectante a que Brodsky llegara al estrado del director de orquesta.

Tal vez fuera debido a la fatiga, o tal vez a la tensión, pero Brodsky no parecía ya capaz del airoso caminar con la tabla que yo le había visto un rato antes en el pasillo. Caminaba a trompicones, y pensé que, dado que el público aún no había descubierto que le faltaba una pierna, tales andares pronto despertarían serias sospechas de embriaguez. Le faltaban aún unos metros para llegar al estrado cuando se detuvo y miró con enfado la tabla de planchar, que -según pude ver- había empezado a abrírsele de nuevo. La sacudió un poco, y siguió andando. Pero al cabo de unos pasos algo cedió en el mecanismo de la tabla, porque ésta empezó a desplegarse en el preciso instante en que él cargaba todo su peso en ella, y Brodsky y tabla se desplomaron en el suelo hechos un ovillo.

La reacción del público fue muy extraña. En lugar de lanzar los gritos de alarma que habrían sido lógicos, el público, en el curso de los primeros segundos, mantuvo un reprobador silencio. Luego se alzó un murmullo en la sala, una suerte de «mmmmm» colectivo, como si la gente evitara aún sacar conclusiones pese a los desalentadores indicios. De modo similar, los tres tramoyistas que se acercaron a Brodsky para brindarle ayuda, lo hicieron con notoria parsimonia, e incluso con cierto rictus de disgusto. En cualquier caso, antes de que llegaran a él, Brodsky, que había estado pugnando con la tabla en el suelo, les gritó airadamente que se fueran. Los tres hombres se detuvieron en seco sobre el escenario, y luego siguieron mirando a Brodsky con algo no muy distinto a la fascinación morbosa.

Brodsky siguió debatiéndose en el suelo unos instantes. Había momentos en que parecía tratar de ponerse en pie, pero en otros parecía empeñado en liberar alguna parte de su ropa que había quedado atrapada en el mecanismo de la tabla. Y en un momento dado se puso a proferir una sarta de juramentos


(presumiblemente dirigidos a la tabla de planchar) que el sistema de amplificación captó con toda claridad. Miré de nuevo a la señorita Collins y vi que se había echado hacia adelante en su asiento. Pero luego, cuando vio que la batalla de Brodsky proseguía, empezó a recuperar lentamente su postura normal y volvió a ponerse el dedo en la barbilla.

Por fin, Brodsky logró cierto progreso. Consiguió enderezar la tabla sin que se le desplegara, y se aupó sobre ella hasta ponerse en pie. Se mantuvo allí orgullosamente, sobre su única pierna, aferrado a la tabla con ambas manos, con los codos proyectados hacia afuera, como a punto de montarse encima de ella. Miró con furia a los tres tramoyistas, y al ver que se replegaban hacia los bastidores dirigió la mirada hacia el auditorio.

– Lo sé, lo sé -dijo, y aunque no estaba hablando en voz alta, los micrófonos situados en el proscenio hacían que sus palabras resultaran perfectamente audibles-. Sé lo que estáis pensando. Pero estáis equivocados.

Miró hacia abajo y volvió a quedarse absorto en su problema. Luego se irguió un poco más, y empezó a pasar la mano por la superficie acolchada de la tabla como si acabara de caer en la cuenta de la finalidad original del artilugio. Finalmente volvió a mirar al auditorio, y dijo:

– Aparten de su mente tales pensamientos. Eso… -hizo un gesto con la cabeza en dirección al suelo- no ha sido más que un desdichado accidente. Nada más.

Otro murmullo recorrió la sala de conciertos. Y luego volvió el silencio.

En los segundos siguientes, Brodsky siguió allí de pie, agachado sobre la tabla de planchar, sin moverse, con la mirada fija en el estrado del director de orquesta. Me di cuenta de que estaba midiendo la distancia que le separaba del estrado, y un momento después, en efecto, reanudó la marcha. Avanzaba levantando la tabla entera y dejándola caer de golpe contra el suelo, y a continuación arrastraba su única pierna. Al principio el público pareció quedarse estupefacto, pero luego, a medida que Brodsky avanzaba ininterrumpidamente hacia el estrado, hubo quienes pensaron que se trataba de alguna especie de número circense, y se pusieron a aplaudir. Tal reacción fue rápidamente tomada como pie por el resto de la sala, y el trayecto que le quedaba a Brodsky hasta el estrado fue subrayado por una salva de fuertes aplausos.

Al llegar a su destino, Brodsky dejó la tabla a un lado y, asiéndose a la barandilla semicircular del estrado, buscó la postura adecuada. Apoyó el cuerpo sobre la barandilla y, una vez hubo logrado el equilibrio, cogió la batuta.

El aplauso que había premiado el número de la tabla de planchar cesó por fin, y volvió a instalarse en la sala una atmósfera de callada expectación. También los músicos miraban a Brodsky con cierto nerviosismo. Pero Brodsky parecía saborear la sensación de volverse a ver frente a una orquesta después de tantos años, y por espacio de unos segundos sonrió y miró a su alrededor. Y por fin alzó la batuta. Los músicos se aprestaron a tocar, pero Brodsky cambió de opinión en el último momento, bajó la batuta y se volvió hacia el auditorio. Sonrió con afabilidad, y dijo:

– Todos pensáis que soy un borracho inmundo. Veamos si es eso lo que soy.

El micrófono más cercano se hallaba a cierta distancia, y sólo parte del auditorio pareció oír su comentario. En cualquier caso, instantes después había vuelto a levantar la batuta al aire y la orquesta había acometido las primeras y ásperas semibreves de Verticality, de Mullery.

A mí no me pareció una forma particularmente extraña de abrir la pieza, pero vi claramente que no era lo que el público esperaba. Muchos de los presentes dieron un respingo en sus asientos, y, cuando las disonancias se prolongaron hasta el sexto y séptimo compás, pude ver en algunas caras expresiones cercanas al pánico. Incluso algunos miembros de la orquesta miraban con ansiedad ora a Brodsky, ora a la partitura. Pero Brodsky seguía haciendo que las notas fueran ganando en intensidad, manteniendo siempre un tempo exageradamente lento. Luego llegó el duodécimo compás, y las notas estallaban y caían como revoloteando. Algo como un suspiro recorrió el auditorio, e instantes después la melodía volvió a remontar el vuelo…

Brodsky, de cuando en cuando, se afianzaba en la barandilla con la mano libre, pero para entonces se había adentrado ya en alguna honda dimensión de sí mismo, y parecía mantener el equilibrio sin necesidad de apoyo material alguno. Hizo oscilar el torso. Meció ambos brazos al aire en ademán de abandono. Durante los primeros pasajes del primer movimiento, advertí que algunos miembros de la orquesta miraban al auditorio con un mohín de culpabilidad, como diciendo: «¡Sí,


de verdad, es lo que nos dijo que hiciéramos!» Pero luego, progresivamente, los músicos fueron embebiéndose en la visión de la pieza de Brodsky. Fueron los violinistas quienes primero sucumbieron al embrujo de la versión brodskiana, y luego -según pude comprobar- fueron cada vez más los miembros de la orquesta que fueron adentrándose en sus interpretaciones. Cuando Brodsky los adentró en la melancolía del segundo movimiento, la orquesta parecía haber aceptado por completo su dominio. El auditorio, para entonces, también había superado su primer desasosiego, y permanecía absolutamente inmóvil.

Brodsky aprovechó la mayor laxitud formal del segundo movimiento para adentrarse en territorios aún más extraños, y hasta yo -habituado como estaba a todo tipo de aproximación a Mullery- acabé por sentirme fascinado. Brodsky tenía muy poco en cuenta la estructura externa de la música -las concesiones del compositor a la tonalidad y la melodía que ornaban la superficie de la obra-, y se centraba en las peculiares formas vivas ocultas tras la «cascara». Había cierta calidad levemente sórdida en todo ello, algo cercano al exhibicionismo, que sugería que el propio Brodsky se sentía profundamente turbado ante la naturaleza de lo que estaba desvelando, pero no podía resistirse a la compulsión de seguir hacia adelante. El efecto resultaba turbador, pero irresistible.

Volví a estudiar al auditorio que se sentaba bajo mis pies. No había duda de que aquel auditorio provinciano había quedado emocionalmente «enganchado» por Brodsky, y ahora me parecía muy posible que el turno de preguntas y respuestas no me resultara tan difícil como había imaginado. Era obvio que si Brodsky había logrado convencer a aquel auditorio con su trabajo, lo que yo pudiera responder a las preguntas resultaba algo mucho menos agobiante. Mi tarea consistiría esencialmente en endosar a aquella gente algo de lo que ya estuviera previamente convencida (en cuyo caso, aun con mi precario nivel de investigación, no había razón para que no pudiera salir airoso con unos cuantos diplomáticos y ocasionalmente humorísticos comentarios). Si, por el contrario, Brodsky dejaba al auditorio confuso e indeciso, yo, con independencia de mi estatus y experiencia, vería considerablemente entorpecida mi tarea. La atmósfera de la sala de conciertos seguía siendo inquieta, y al recordar la atormentada cólera del tercer movimiento, me pregunté qué sucedería cuando Brodsky llegara a él.

Entonces, en ese preciso instante, se me ocurrió buscar a mis padres entre el auditorio. Y casi simultáneamente, me vino a la cabeza el pensamiento de que, si no los había visto ya en las numerosas ocasiones en que había estudiado el auditorio, las probabilidades de dar con ellos ahora eran muy escasas. Sin embargo, me asomé casi temerariamente al borde del armario, y volví a barrer el auditorio con la mirada. Había ciertas partes de la sala que no alcanzaba a ver por mucho que estirara el cuello, y caí en la cuenta de que tarde o temprano tendría que bajar a la sala de conciertos. Y entonces, si seguía sin encontrarles, podría al menos interrogar a Hoffman o a la señorita Stratmann sobre el paradero de mis padres. En cualquiera de los casos, comprendí que no podía permitirme pasar más tiempo mirando desde aquel lugar de privilegio y, volviéndome con sumo cuidado, me dispuse a salir de aquel armario.

Una vez fuera, en lo alto de la pequeña escalera, vi que la cola había aumentado considerablemente. Ahora había unas veinte personas como mínimo, y experimenté un gran sentimiento de culpa por haberme demorado tanto en el armario. La gente de la cola hablaba con agitación y nerviosismo, pero al verme calló y guardó silencio. Mientras bajaba los escalones mascullé unas vagas palabras de disculpa, y al alejarme apresuradamente por el pasillo vi que quien iba detrás de mí en la cola empezaba a subir ansiosamente la escalera hacia la puerta del armario.

El pasillo estaba mucho más tranquilo que antes, debido en gran medida al momento de respiro que tenía ahora lugar en las actividades del servicio de cocina. De cuando en cuando me encontraba con algún carrito parado, cargado de alimentos y bebidas, y quizá a varios hombres con mono apoyados sobre él, fumando y bebiendo en vasitos de plástico. Al final, cuando me detuve y pregunté a uno de esos hombres el camino más corto para acceder a la sala de conciertos, éste se limitó a señalarme una puerta a mi espalda. Le di las gracias, empujé la puerta que me había indicado y me encontré frente a una mal iluminada escalera.

Bajé unos cinco tramos de peldaños, y al llegar abajo empujé un par de pesadas puertas de batiente y me vi vagando por una zona umbría que debía de estar situada en la trasera del escenario. A la macilenta luz del lugar pude divisar varios


telones de foro rectangulares y pintados -un castillo, un cielo con luna, un bosque-, apoyados contra el muro. Por encima de mi cabeza vi una maraña de cables de acero. La orquesta era perfectamente audible, y avancé hacia la música poniendo sumo cuidado en no tropezar contra los numerosos objetos en forma de caja que jalonaban mi camino. Al final, después de subir un tramo de escalones de madera, llegué a lo que sin duda era la zona que rodea el escenario. Iba a volverme -había esperado ir a parar discretamente a la parte frontal del patio de butacas-, pero algo en la música que ahora llenaba mis oídos, algo que no cuadraba, algo que antes no había en ella, me hizo quedarme quieto.

Seguí allí escuchando unos instantes, y al cabo avancé unos pasos y atisbé a través de las pesadas cortinas recogidas que tenía delante. Lo hice, como es lógico, con la mayor de las cautelas -quería evitar a toda costa que el auditorio entreviera mi cara y estallara en aplausos-, y descubrí que veía a Brodsky y a la orquesta desde un ángulo muy cerrado y que era muy poco probable que el público pudiera verme.

Comprobé que las cosas habían cambiado mucho durante mi recién concluido vagabundeo por el edificio. Brodsky -inferí- había llevado las cosas demasiado lejos, porque en el sonido de la orquesta se había instalado esa vacilación técnica que tan a menudo delata la existencia de una disarmonía entre el director y sus músicos. Vi en éstos -ahora podía verlos de cerca- expresiones de incredulidad, de congoja, incluso de asco… Luego, cuando mis ojos fueron acostumbrándose al deslumbrante fulgor de las luces del proscenio, miré más allá del foso, hacia el patio de butacas. Sólo alcanzaba a ver las primeras filas de espectadores, pero era evidente que éstos se miraban con preocupación, lanzaban tosecillas incómodas, sacudían la cabeza. Vi incluso que una mujer se levantaba para marcharse. Brodsky, sin embargo, seguía dirigiendo de forma apasionada, y si algo se percibía en él era su deseo de llevar las cosas aún más lejos. Vi cómo dos violoncelistas se miraban y sacudían la cabeza. Era una clara señal de rebelión, y a Brodsky sin duda no le pasó inadvertida. Su dirección había adoptado ahora cierto tinte maníaco, y la música viró peligrosamente hacia los reinos de la perversidad.

Hasta entonces no había podido distinguir con claridad la expresión de Brodsky -veía sobre todo su espalda-, pero a medida que sus giros y fluctuaciones fueron haciéndose más acusados, empecé a captar mayores vislumbres de su cara. Sólo entonces caí en la cuenta de la existencia de otro factor que estaba influyendo en la conducta de Brodsky. Volví a observarlo con detenimiento -el modo en que su cuerpo se tensaba y retorcía según un ritmo enteramente suyo-, y comprendí que en aquel momento, y probablemente desde hacía rato, Brodsky estaba soportando un lacerante dolor físico. Una vez hube llegado a esta conclusión, la vi corroborada de inmediato por numerosos síntomas. Brodsky se limitaba a aguantar a duras penas, y en su cara distorsionada podía verse algo más que pasión.

Sentí la necesidad imperiosa de hacer algo, y evalué con rapidez la situación. Brodsky debía aún dirigir un movimiento y medio harto difíciles, amén del intrincado epílogo. La impresión favorable que había causado al principio se estaba rápidamente disipando. El auditorio podía volver a desmandarse en cualquier momento. Cuanto más pensaba en ello, más clara veía la necesidad de detener aquel concierto, y empecé a preguntarme si no debía salir al escenario y hacerlo yo personalmente. Porque, en efecto, yo era probablemente la única persona en toda la sala que podía hacerlo sin despertar en los presentes una sensación de catástrofe.

Durante los minutos que siguieron, sin embargo, no me moví de donde estaba, y reflexioné sobre el modo concreto de llevar a la práctica tal intervención. ¿Debía irrumpir en el escenario agitando las manos para hacer que la orquesta dejara de tocar? Ello no sólo resultaba presuntuoso sino que podía sugerir una cierta desaprobación por mi parte, lo cual se me antojaba desastroso. O tal vez fuera mejor esperar a que iniciaran el andante, y entrar en el escenario muy humildemente, sonriendo a Brodsky y a la orquesta, y haciendo casar mi recorrido con la música como si todo hubiera sido planeado de antemano. Sin duda el público se pondría a aplaudir, y entonces yo, a mi vez, y sin dejar de sonreír, me pondría a aplaudir primero a Brodsky y luego a los músicos de la orquesta. Y Brodsky, entonces -era de esperar-, tendría la presencia de ánimo necesaria para ir haciendo cesar la música gradualmente, sin brusquedad, y finalmente saludaría al auditorio. Conmigo en el escenario, las posibilidades de que el público se volviera contra Brodsky eran muy remotas. De hecho, en cuanto yo tomara las riendas de la situación -seguiría aplaudiendo, sonriendo, como si no cupiera la menor duda de que Brodsky acababa de ejecutar algo de indiscutible belleza-, el recuerdo de


los momentos primeros del concierto podría hacerse lo bastante intenso en el auditorio como para que Brodsky volviera a ganarse su favor. Brodsky saludaría varias veces, y luego, cuando se volviera para retirarse, yo le ayudaría afablemente a bajar del estrado, y quizá plegaría su tabla de planchar y se la tendería para que pudiera volver a utilizarla como muleta. Luego podría conducirle hacia las cortinas laterales, mirando repetidamente hacia el auditorio para que los aplausos no cesaran… Casi podía ver toda la escena y su desenlace feliz…, pero tendría que hacerlo todo con sumo tacto.

Y en aquel preciso instante sucedió algo que quizá era previsible, o sencillamente inevitable. Brodsky describió un gran arco con la batuta, y casi simultáneamente lanzó un puñetazo al aire con la otra mano. Y al hacerlo pareció despegar del suelo. Ascendió en el aire unos centímetros, y fue a caer de bruces sobre las tablas, llevándose por delante barandilla, tabla de planchar, partitura, atril…

Pensé que la gente iba a correr en su ayuda inmediatamente, pero el grito de asombro que acogió su caída se convirtió enseguida en un silencio embarazoso. Luego, mientras Brodsky yacía en el suelo boca abajo, inmóvil, volvió a alzarse entre los presentes un leve alboroto. Por fin, uno de los violinistas dejó a un lado su instrumento y se dirigió hacia Brodsky. Le siguieron enseguida varios tramoyistas y músicos, pero en la forma de acercarse a aquella figura prona pude ver cierta indecisión, como un temor a encontrarse con algo absolutamente reprobable.

Recuperé mi presencia de ánimo -había estado dudando, indeciso acerca del efecto que podría causar mi aparición en aquel momento- y corrí hacia Brodsky a través del escenario. Al acercarme a él, el violinista lanzó un grito y, arrodillándose, se puso a examinar a Brodsky con una urgencia nueva. Luego alzó la mirada hacia nosotros y dijo, en un susurro horrorizado:

– ¡Dios santo, ha perdido una pierna! ¡Es un milagro que haya tardado tanto en desmayarse!

Hubo unas exclamaciones de asombro. Quienes rodeábamos a Brodsky -como una docena de personas- nos miramos. No sabría explicar por qué, pero todos sentimos a un tiempo la necesidad de que la noticia de la pierna seccionada de Brodsky no trascendiera al auditorio, y nos acercamos más unos a otros para formar una barrera humana que detuviera las miradas.

Quienes estaban más cerca de Brodsky parlamentaban en voz baja sobre la conveniencia o no de sacarlo del escenario. Entonces alguien hizo una seña, y empezó a cerrarse el telón. Pronto se hizo evidente que Brodsky estaba tendido justo en la línea de cierre del telón, y varios brazos se apresuraron a retirarle medio a rastras hacia adentro instantes antes de que el telón se cerrara a nuestra espalda.

El movimiento reanimó un poco a Brodsky, y cuando el violinista le dio la vuelta y lo puso boca arriba, Brodsky abrió los ojos y fue mirando inquisitivamente de cara en cara. Y al cabo dijo, con voz más somnolienta que otra cosa:

– ¿Dónde está? ¿Por qué no está aquí abrazándome?

Se miraron unos a otros. Y alguien susurró:

– La señorita Collins. Debe de referirse a la señorita CoUins.

Apenas habían pronunciado estas palabras cuando se oyó una suave tos a nuestra espalda, y al volvernos vimos a la señorita Collins de pie junto al telón, a unos metros. Parecía seguir muy serena, y miraba hacia nosotros con cortés preocupación. Sólo sus manos -enlazadas en el pecho, un poco más arriba de lo que cabría esperar-, delataban quizá una agitación interior.

– ¿Dónde está? -volvió a preguntar Brodsky con voz somnolienta.

Luego, de pronto, se puso a cantar en voz baja.

El violinista nos miró.

– ¿Está borracho? Lo cierto es que huele a alcohol.

Brodsky dejó de cantar, y volvió a decir, mientras cerraba los ojos:

– ¿Dónde está? ¿Por qué no viene?

Esta vez fue la señorita Collins quien respondió. No en voz muy alta, pero con nitidez, desde el telón:

– Estoy aquí, Leo.

Lo dijo con ternura, como si estuviera caminando hacia él. Pero cuando el grupo le abrió al instante un pasillo para que pasara, no se movió. La visión de aquella figura en el suelo, sin embargo, hizo que su semblante reflejara al fin la congoja. Brodsky, con los ojos aún cerrados, se puso a cantar de nuevo.

Luego abrió los ojos y miró a su alrededor con detenimiento. Su mirada se dirigió primero hacia el telón -quizá en busca de su público-, y luego, viéndolo cerrado, volvió a examinar las caras que le miraban. Finalmente miró hacia la señorita Collins.

– Abracémonos -dijo-. Que el mundo nos vea. El telón… -Se


incorporó un poco con esfuerzo, y gritó-: ¡Prepárense para abrir el telón! -Luego le dijo con voz suave a la señorita Collins-: Ven y abrázame. Abrázame. Y luego que abran el telón. Haremos que el mundo vea… -Se dejó caer despacio hasta que su espalda volvió a descansar sobre el suelo-. Ven… -susurró.

La señorita Collins pareció a punto de hablar, pero no lo hizo. Miró hacia el telón, y una expresión de espanto se reflejó en sus ojos.

– Que vean… -dijo Brodsky-. Que vean que hemos estado juntos al final. Que nos hemos amado durante toda la vida. Que lo vean. Cuando se abra el telón, que vean…

La señorita Collins siguió mirando a Brodsky, y finalmente se dirigió hacia él. Los presentes se apartaron discretamente, y algunos miraron hacia otra parte. Antes de llegar hasta él, la señorita Collins se detuvo y dijo, con voz un tanto trémula:

– Podemos darnos la mano, si quieres.

– No, no. Éste es el final. Abracémonos como es debido. Que los demás vean.

La señorita Collins dudó unos instantes, y luego fue hasta él y se arrodilló a su lado. Sus ojos -pude ver- estaban llenos de lágrimas.

– Mi amor -dijo Brodsky en un susurro-. Abrázame otra vez. La herida me duele tanto…

De pronto, la señorita Collins retiró la mano que tendía hacia él y se levantó. Miró a Brodsky con frialdad, y volvió con paso vivo hacia el telón.

Brodsky pareció no darse cuenta de que ya no estaba a su lado. Miraba hacia lo alto con los brazos extendidos, como esperando a que la señorita Collins se inclinara sobre él para abrazarlo.

– ¿Dónde estás? -dijo-. Que vean… Cuando abran el telón. Que vean que hemos estado juntos al final. ¿Dónde estás?

– No voy a ir, Leo. Vayas donde vayas, tendrás que ir solo.

Brodsky debió de percibir su tono nuevo, porque aunque seguía mirando hacia el techo, dejó que sus brazos descendieran hasta descansar a ambos costados.

– Tu herida -dijo en voz baja la señorita Collins-. Siempre tu herida. -Su gesto se torció, y su cara se afeó-. ¡Oh, cómo te odio! ¡Cómo te odio por echar a perder mi vida! ¡Nunca, nunca te lo perdonaré! ¡Tu herida, tu pequeña y estúpida herida! Ése es tu verdadero amor, Leo: esa herida. ¡El verdadero amor de tu vida! Sé cómo sería todo si volviéramos a intentarlo; por mucho que lográramos volver a construir algo juntos… Y la música. Tampoco sería diferente con la música. Por mucho que te hayan aceptado esta noche, por mucho que volvieras a ser apreciado en esta ciudad, lo destruirías todo, echarías por tierra todo lo que te rodea, como hiciste antes… Y todo por esa herida. Yo, la música, no somos para ti más que concubinas en las que buscar consuelo. Porque siempre volverás a tu amor verdadero. ¡A esa herida! Y ¿sabes lo que me pone realmente furiosa? Leo, ¿me escuchas? Que tu herida no tiene nada de especial, nada en absoluto. En esta ciudad, sin ir más lejos, conozco muchas personas con heridas peores. Y sin embargo siguen adelante, todos ellos, con mucho más coraje que el que tú has tenido en toda tu vida. Ellos siguen con sus vidas. Llegan a ser personas de provecho. Pero tú, Leo, mírate. Siempre volviendo a tu herida. ¿Me estás escuchando? ¡Escúchame, quiero que oigas hasta la última palabra de lo que te digo! Esa herida es todo lo que te queda ahora. Traté de dártelo todo un día, pero no tenías interés…, y no vas a tenerme otra vez. ¡Cómo echaste a perder mi vida! ¡Cómo te odio! ¿Me oyes, Leo? ¡Mírate! ¿En qué te has convertido? Bien, escúchame. Ahora te vas a un sitio horrible. A un sitio oscuro y solitario, y no voy a acompañarte. ¡Vete solo! ¡Vete solo con esa pequeña y estúpida herida!

Brodsky había estado moviendo la mano en el aire, despacio. Ahora, al ver que ella callaba, dijo:

– Podría volver a…, podría volver a ser director de orquesta. Esa música, antes de caerme… ¿La has oído? Podría volver a ser director de orquesta…

– Leo, ¿me estás escuchando? Nunca serás un director de orquesta de verdad. Nunca lo fuiste, ni siquiera entonces. Nunca serás capaz de servir a la gente de esta ciudad; aunque ellos quisieran que lo hicieras, no podrías. Porque no te importan sus vidas. Ésa es la verdad. Tu música siempre girará en torno a esa pequeña y estúpida herida. Nunca será más que eso, nunca será nada más profundo, no tendrá valor para nadie más. Yo, al menos, en mi modesta medida, puedo decir que he hecho lo que he podido. Que he hecho todo lo que he podido para ayudar a la gente infeliz de esta ciudad. Pero tú, mírate. Lo único que te ha importado ha sido esa herida. Por eso ni siquiera entonces fuiste un músico de verdad. Y no llegarás a serlo nunca. Leo, ¿me escuchas? Quiero que lo oigas. Nunca serás más que un charlatán. Un impostor, un impostor cobarde e irresponsable…

Un hombre corpulento y de cara rubicunda irrumpió de pronto a través del telón.

– ¡Su tabla de planchar, señor Brodsky! -anunció en tono jovial, alzando ante él el artilugio. Luego, al intuir la situación, retrocedió discretamente.

La señorita Collins se quedó mirando al recién llegado, y luego, mirando por última vez a Brodsky, salió corriendo por la abertura del telón.

La cara de Brodsky seguía vuelta hacia el techo, pero había cerrado los ojos. Abriéndome paso entre los presentes, me arrodillé a su lado y le tomé el pulso.

– Nuestros marineros -dijo entre dientes-. Nuestros marineros. Nuestros marineros borrachos. ¿Dónde están ahora? ¿Dónde estás tú? ¿Dónde estás?

– Soy yo -dije-. Ryder. Señor Brodsky, debemos buscar ayuda rápidamente.

– Ryder. -Abrió los ojos y me miró-. Ryder. Tal vez es cierto. Lo que ella ha dicho.

– No se preocupe, señor Brodsky. Su música ha sido magnífica. Sobre todo los dos primeros movimientos…

– No, no, Ryder. No me refiero a eso. Eso apenas importa ahora. Me refiero a las otras cosas que ha dicho. Que voy a ir solo. A algún sitio oscuro, solitario. Quizá sea cierto. -De pronto levantó la cabeza del suelo y me miró a los ojos-. No quiero ir, Ryder -me dijo en un susurro-. No quiero ir…

– Señor Brodsky, intentaré que vuelva. Como le digo, los dos primeros movimientos, sobre todo, han supuesto una enorme innovación. Estoy seguro de que ella entrará en razón. Discúlpeme, por favor, sólo será un momento…

Liberé mi brazo de la presa de su mano y salí a toda prisa a través de la abertura del telón.

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