2

Cuando me despertó el timbre del teléfono situado junto a la cabecera de la cama, tuve la sensación de que llevaba algún tiempo sonando. Levanté el aparato y oí una voz:

– ¿Oiga? ¿El señor Ryder?

– Sí, yo mismo.

– ¡Ah, señor Ryder…! Le habla el señor Hoffman. El director del hotel.

– Mucho gusto.

– Permítame decirle, señor Ryder, que estamos muy contentos de tenerlo por fin con nosotros. Es usted muy bien recibido aquí.

– Muchas gracias.

– Un huésped sumamente distinguido, señor. Y, por favor, no se preocupe en absoluto por el retraso de su llegada… Todos lo han comprendido perfectamente, como creo que le ha dicho ya la señorita Stratmann. Después de todo, cuando uno ha de realizar viajes tan largos y tiene tantos compromisos en todo el mundo…, bueno…, estas cosas son a veces inevitables.

– Pero…

– Nada, nada, señor… No se hable más de ello. Como le digo, todas las damas y caballeros presentes se han mostrado muy comprensivos. Así que dejemos el tema. Lo importante es que está usted aquí. Y aunque fuera por eso sólo, señor Ryder, le debemos una inmensa gratitud.

– En fin, señor Hoffman…, muchísimas gracias.

– Ahora, señor, si no está usted ocupado en este momento, me encantaría pasar a presentarle personalmente mis respetos. Para darle mi bienvenida a nuestra ciudad y a este hotel.

– Es usted muy amable. Pero es que justamente ahora me disponía a echar una pequeña siesta…

– ¿Una siesta? -Noté un chispazo de irritación en la voz, pero al instante recuperó por completo su cordialidad-. ¡Sí, claro, claro! Debe de estar usted muy fatigado. ¡Ha sido un viaje tan largo! Dejémoslo, pues, para cuando le vaya a usted bien… Ya me avisará.

– Estaré encantado de conocerle, señor Hoffman. No tardaré mucho en bajar, se lo aseguro.

– Cuando le vaya bien, por favor. Yo estaré esperándole aquí…, en el vestíbulo quiero decir…, todo el tiempo que sea necesario. No tenga ninguna prisa, se lo ruego.

Reflexioné un instante sobre estas palabras, y observé:

– Pero, señor Hoffman…, sin duda tendrá usted muchas otras cosas que hacer…

– Sí, es cierto… Ésta es la hora más ajetreada del día. Pero, tratándose de usted, señor Ryder, aguardaré con gusto cuanto sea preciso.

– Por favor, señor Hoffman, no pierda su valioso tiempo por mí. Bajaré dentro de poco e iré a buscarle a su despacho.

– No es ninguna molestia, señor Ryder. Será un honor esperarle aquí. Le repito que se tome su tiempo. Y le aseguro que no me moveré de aquí hasta que usted baje.

Le di las gracias otra vez y colgué el teléfono. Incorporándome en la cama, miré a mi alrededor y, por la luz que entraba por el ventanal, deduje que ya estaba avanzada la tarde. Me sentía más cansado que antes, pero no parecía tener otra opción que bajar al vestíbulo. Así que salté de la cama, fui hasta donde se hallaban mis maletas y saqué de una de ellas una chaqueta menos arrugada que la que llevaba puesta. Mientras me la ponía, sentí un vivo deseo de tomarme un café, y a los pocos momentos abandoné mi habitación con el deseo transformado casi en una necesidad apremiante.

Al salir del ascensor encontré el vestíbulo mucho más animado que antes. Los butacones que veía a mi alrededor estaban ocupados por huéspedes que hojeaban periódicos o charlaban tomando café. Junto al mostrador de recepción había varios japoneses que se saludaban unos a otros con muestras de gran regocijo. Me distraje un poco con aquella transformación y no advertí al director del hotel hasta tenerlo prácticamente pegado a mí.

Era un individuo de unos cincuenta años de edad, más corpulento y pesado de lo que había imaginado yo por su voz al teléfono. Me tendió la mano sonriendo de oreja a oreja. Yo hice otro tanto, y noté al hacerlo que su respiración era jadeante y tenía la frente ligeramente perlada de sudor.

Mientras nos estrechábamos las manos repitió varias veces cuán grande era el honor que mi presencia representaba para la ciudad y para su hotel en particular. Luego se inclinó hacia mí para decirme en tono confidencial:

– Y permítame asegurarle, señor, que los preparativos para el jueves por la noche están muy avanzados. De verdad que no tiene que preocuparse por ello.

Esperé que dijera algo más, pero cuando vi que se limitaba a sonreír, respondí: -Me alegra saberlo.

– Créame, señor… No tenga ninguna preocupación al respecto.

Siguió una pausa un tanto embarazosa. Por un momento pareció que Hoffman iba a añadir un comentario más, pero se cortó, soltó una risita y me dio una palmadita en el hombro…, un gesto de familiaridad que encontré algo fuera de tono. Por último dijo:

– En serio, señor Ryder… Si hay algo que yo pueda hacer para que su estancia aquí sea más agradable, hágamelo saber enseguida.

– Es usted muy amable.

Hubo otra pausa seguida de una nueva risita, tras la cual el hombre sacudió la cabeza y volvió a darme otra palmadita en el hombro.

– ¿Sí, señor Hoffman…? -dije-. ¿Hay alguna cosa en particular que desee usted comentarme?

– ¡Oh, no, nada en particular, señor Ryder! Tan sólo quería saludarle y asegurarme de que todo estaba a su entera satisfacción. -Pero de pronto prorrumpió en una exclamación-: Aunque, sí, ¡por supuesto! Ahora que usted lo dice…, sí, claro que hay algo… Una nadería sin importancia… -Volvió a sacudir la cabeza riendo, y añadió-: Se trata de los álbumes de mi mujer. -¿Los álbumes de su mujer?

– Mi esposa, señor Ryder, es una mujer muy cultivada. Como es lógico, siente una gran admiración por usted. De hecho ha seguido con mucho interés toda su carrera y durante algunos años ha estado coleccionando recortes de prensa relativos a usted.

– ¿De veras? Es muy amable por su parte. -Tiene dos álbumes de recortes enteramente consagrados a usted. Las piezas están ordenadas cronológicamente y se remontan a muchos años atrás. Pero permítame ir al grano. Mi mujer tuvo siempre la gran ilusión de que algún día pudiera usted hojear esos álbumes personalmente. Ni que decir tiene que la noticia de su visita a nuestra ciudad ha dado nuevo impulso a esa esperanza suya. Pero, como sabe lo ocupado que usted estaría, insistió mucho en que no se le molestara por su causa. Yo, claro…, sabedor de ese secreto deseo suyo, le prometí que por lo menos le hablaría a usted del asunto. Si pudiera dedicar aunque sólo fuera un minuto a echarles un vistazo, no se imagina lo feliz que la haría.

– Trasmita usted mi gratitud a su esposa, señor Hoffman. Me encantará repasar sus álbumes.

– Es muy amable de su parte, señor Ryder. ¡Un detalle exquisito! Lo cierto es que, en previsión, me traje los álbumes al hotel… Aunque sé muy bien que está usted ocupadísimo y que…

– Tengo una agenda muy apretada, en efecto. Pero le aseguro que podré encontrar un momento para dedicarlo a los álbumes de su esposa.

– ¡Cuánta amabilidad, señor Ryder! Permítame insistir, sin embargo, en que lo último que desearía hacer es cargarlo con más compromisos. Así que permítame una sugerencia: aguardaré a que me indique usted mismo cuándo puede verlos. Y, mientras no lo haga, no le incomodaré con el tema. Ahora bien, si usted tiene un momento, a cualquier hora del día o de la noche que sea, dígamelo, por favor. Habitualmente es fácil dar conmigo y no me voy del hotel hasta muy tarde. Dejaré en el acto cualquier cosa que esté haciendo e iré a llevarle los álbumes. Me sentiré mucho más tranquilo si lo convenimos así. De verdad que no soportaría la idea de estar complicando más el programa de su visita…

– Es una actitud muy considerada, señor Hoffman… -Una cosa más… Se me ocurre que en los próximos días tal vez pueda darle la impresión de tener un trabajo de locos… Por eso me agradaría dejar bien sentado que jamás mis ocupaciones me impedirán dedicar un rato a ese otro asunto. Así que, aunque le parezca muy ocupado, no deje de avisarme. -De acuerdo. Lo tendré en cuenta. -Quizá deberíamos convenir una señal entre los dos… Porque, claro, puede ser que usted venga en mi busca y me encuentre al otro extremo de una sala atestada de gente… Sería muy molesto para usted, en tal caso, tener que abrirse paso entre el bullicio. Aparte de que, para cuando usted llegara al lugar de la sala en que me hubiera visto, tal vez yo me habría movido de sitio… Por eso digo que nos iría bien una señal. Algo fácilmente visible y que pueda hacerse por encima de las cabezas de los presentes…

– Sí, en efecto… Me parece una idea muy razonable.

– Excelente. Realmente me entusiasma descubrir lo amable que es usted, señor Ryder. ¡Ojalá pudiera decir lo mismo de otras celebridades que han venido a alojarse aquí…! En fin… Sólo nos resta acordar la señal. Quizá podría sugerirle…, bueno…, algo así… -Alzó la mano con la palma hacia fuera y los dedos abiertos, e hizo con ella un movimiento como si estuviera limpiando los cristales de una ventana-. Por ejemplo… -añadió, escondiendo rápidamente la mano detrás de la espalda-. O cualquier otra que a usted le parezca mejor, por supuesto.

– No, no… Me parece muy bien ésa. Se la haré tan pronto como esté listo para echar un vistazo a los álbumes de su esposa. Realmente es muy amable de su parte haberse tomado semejante trabajo.

– Me consta que le ha dado grandes satisfacciones. Ni que decir tiene que si más adelante se le ocurriera a usted otra señal que le parezca mejor, no tiene más que telefonearme desde su habitación o dejar un mensaje para mí a cualquiera de los miembros del personal…

– Es usted muy amable, pero encuentro muy elegante la señal que me ha sugerido. Y ahora, señor Hoffman, me pregunto si podría usted indicarme dónde he de ir para tomar un buen café. Me bebería ahora mismo unas cuantas tazas.

El director exhibió una risa de manifiesta teatralidad:

– Conozco muy bien esa sensación -dijo-. Le acompañaré al atrio. Sígame, por favor.

Me condujo hacia un ángulo de la sala, que abandonamos a través de un par de pesadas puertas batientes, y pasamos a un largo pasillo sombrío cuyas paredes estaban revestidas con paneles de madera oscura. Llegaba hasta allí tan escasa luz natural, que a pesar de la hora del día estaban encendidos los apliques eléctricos. Hoffman caminaba delante de mí con bruscas zancadas, volviéndose continuamente para sonreírme por encima del hombro. A mitad de camino pasamos por delante de una puerta de aspecto soberbio y Hoffman, que debió de sorprenderme mirándola, me explicó:

– ¡Ah, sí!… Normalmente serviríamos el café aquí, en el saloncito. Una estancia espléndida, señor Ryder, y muy confortable. Y más ahora que la hemos amueblado con mesitas de artesanía que adquirí en un reciente viaje a Florencia. Estoy seguro de que serán de su agrado. Sin embargo, en este momento, tenemos cerrado el saloncito y reservado para el señor Brodsky, como usted ya sabe.

– ¡Ah, sí! Estaba ya ahí dentro cuando llegué.

– Y sigue aún, señor. Me gustaría entrar y presentarles, pero… Bien, pienso que tal vez no es el mejor momento. El señor Brodsky podría… No, no creo que sea el momento adecuado. ¡Ja, ja! Pero no se preocupe usted. Habrá muchas oportunidades para que dos caballeros como ustedes se conozcan.

– ¿Está ahora en el saloncito el señor Brodsky?

Volví la vista hacia la puerta y es probable que retardara ligeramente el paso, porque el director me asió del brazo y empezó a tirar con firmeza de mí hacia delante.

– Sí, sí que está, señor. De acuerdo…, en este preciso instante está sentado en silencio, pero le aseguro que no tardará en reanudar su tarea. Y esta misma mañana, ya sabe, ha estado ensayando con la orquesta cuatro horas largas. A juzgar por lo que dicen, todo marcha como una seda. Así que, por favor, no se preocupe usted en absoluto.

Finalmente el pasillo formó un recodo tras el cual se llenó de luz. La nueva sección tenía ventanas a lo largo de uno de sus lados, que creaban luminosos estanques de sol en el suelo. Sólo al llegar allí me soltó el amigo Hoffman. Y mientras recuperábamos un paso más lento y agradable, el director del hotel dejó escapar la risa para encubrir su embarazo.

– El atrio está aquí mismo, señor. Se trata esencialmente de un bar, pero es muy cómodo y podrán servirle café y cualquier otra cosa que desee. Por aquí, por favor.

Salimos del pasillo y cruzamos por debajo de un arco.

– Este anexo -prosiguió Hoffman guiándome- se construyó hace tres años. Lo llamamos el atrio, y nos sentimos muy orgullosos de él. Lo diseñó para nosotros Antonio Zanotto.

Entramos en una estancia luminosa y muy amplia. El techo de cristal que la cubría por encima de nuestras cabezas creaba la sensación de hallarnos en un patio. El suelo era una gran superficie de baldosas blancas, en cuyo centro, dominándolo todo, había una fuente: un confuso grupo escultórico de figuras de mármol semejantes a ninfas, del que brotaba con cierta fuerza un surtidor de agua. De hecho me sorprendió la excesiva presión del agua, porque difícilmente podía uno mirar a cualquier parte de aquel vasto espacio sin tener que atravesar con la vista una fina neblina de gotitas suspendidas en el aire. A pesar de ello me hice cargo enseguida de que cada una de las esquinas del atrio tenía su propio bar, con su particular mobiliario de taburetes altos, silloncitos y mesas. Camareros uniformados de blanco trazaban sus idas y venidas y se cruzaban por el embaldosado y había numerosos huéspedes instalados allí…, aunque la generosidad del espacio los hacía pasar inadvertidos.

Pude ver que el director me observaba con aire satisfecho, aguardando sin duda que manifestara mi aprobación por aquel ambiente. Pero en aquel momento mi necesidad de café era tan fuerte, que me limité a encaminarme sin demora hacia el más cercano de los bares.

Me había sentado ya en un taburete, con los codos apoyados en la barra, cuando el director se acercó a mí. Chasqueó los dedos para llamar la atención del barman, que ya se disponía a atenderme, y le dijo:

– Al señor Ryder le apetecería tomar una buena taza de café, Kenyan. -Y a renglón seguido, volviéndose de nuevo hacia mí, añadió-: Nada me complacería tanto como acompañarle en su café, señor Ryder, y conversar tranquilamente sobre música y arte… Por desgracia hay algunas cosas de las que debo ocuparme sin demora. ¿Tendrá usted la bondad de excusarme, señor? Aunque insistí en decirle que su amabilidad conmigo había excedido cualquier expectativa, aún empleó varios minutos más en despedirse. Hasta que al final echó una ojeada a su reloj, profirió una exclamación y se marchó apresuradamente.

Una vez a solas debí de sumirme enseguida en mis propios pensamientos, porque no me di cuenta del regreso del camarero. Pero sin duda volvió con mi encargo, pues a los pocos instantes estaba yo sorbiendo café y mirando el espejo que había detrás de la barra, en el cual no sólo podía ver mi reflejo, sino también gran parte de la estancia que se extendía a mis espaldas. Al cabo de un rato, por alguna razón que ignoro, me encontré rememorando los lances clave de un partido de fútbol que había presenciado muchos años atrás, concretamente un encuentro entre las selecciones de Alemania y Holanda. E instalándome bien en el taburete -pues me di cuenta de que estaba demasiado encorvado-, traté de recordar los nombres de los jugadores del equipo holandés de aquel entonces: Rep, Krol, Haan, Neeskens… A los pocos minutos había conseguido recordarlos a todos menos a dos, cuyos nombres se empeñaban en no salir aunque los tenía en la punta de mi memoria. Y mientras me esforzaba en atraparlos, el rumor de la fuente a mis espaldas, que al principio me había parecido muy tranquilizante, empezó a resultarme fastidioso. Tenía la sensación de que bastaría que cesara para que mi memoria se desbloquease al instante y me diera por fin aquellos dos nombres.

Aún seguía tratando de evocarlos cuando oí una voz detrás de mí:

– Perdone… Es usted el señor Ryder, ¿verdad? Me volví para encontrarme con el rostro ingenuo de un muchacho de unos veintipocos años. Cuando asentí con un gesto, se apresuró a instalarse junto a mí en la barra.

– Espero no molestarle -me dijo-. Pero en cuanto le vi hace un instante, decidí que tenía que acercarme para expresarle la alegría que siento de tenerlo aquí. Verá…, soy pianista también. Un simple aficionado nada más, por supuesto. Y…, bueno…, siempre le he admirado muchísimo. Cuando papá nos confirmó que iba usted a venir, me emocioné tanto… -¿Papá?

– ¡Ay, sí, cuánto lo siento! Soy Stephan Hoffman. El hijo del director.

– Ah, ya veo… Mucho gusto en conocerle. -No le importará que me siente aquí un minuto, ¿verdad? -El joven se encaramó en el taburete contiguo al mío-. ¿Sabe usted, señor?, papá está tan emocionado como yo, si no más. Conociendo a papá, tal vez no se haya atrevido a manifestarle cuán emocionado se siente… Pero créame si le digo que esta visita suya es un gran acontecimiento para él.

– ¿De verdad?

– Sí, sí… No piense que exagero. Recuerdo las fechas en que papá estaba aguardando su respuesta… Cada vez que se mencionaba su nombre, se sumía en un silencio peculiar. Y luego, cuando la tensión subió de punto, no paraba de murmurar por lo bajo: «¿Cuánto tardará? ¿Cuánto tardará en responder? Esta espera va a acabar con nosotros…, lo presiento.» Tuve que esforzarme muchísimo para ayudarle a mantener alta su moral. Imagine usted, pues, lo que sentirá ahora al tenerlo ya aquí…

¡Es tan perfeccionista! Cuando organiza un acontecimiento como el del jueves por la noche, todo, absolutamente todo, tiene que salir a la perfección. Repasa mentalmente todos y cada uno de los detalles, una y otra vez. A veces se pasa un poco en esta monomanía suya… Pero supongo que, si no la tuviera, no sería papá y no conseguiría ni la mitad de lo que logra.

– Es verdad. Parece una persona admirable.

– En realidad, señor Ryder -continuó el joven-, deseaba preguntarle algo. Hacerle una petición más bien… Si la juzga imposible, no dude en decírmelo, por favor. No me lo tomaré a mal. -Stephan Hoffman hizo una pausa como para hacer acopio de valor mientras yo bebía unos sorbos más de café y contemplaba el reflejo de los dos sentados codo a codo frente a la barra-. Verá usted…, está relacionado también con lo del jueves por la noche. Papá me pidió que tocara el piano en el acto. He estado ensayando y estoy preparado; no es eso lo que me preocupa… -Nada más afirmarlo, flaqueó un segundo su confianza en sí mismo y vislumbré en él la imagen de un adolescente nervioso. Pero se recobró inmediatamente con un despreocupado encogimiento de hombros-. Es sólo que no quisiera defraudarlo porque sé lo importante que es para él lo del jueves. Sin rodeos: me preguntaba si podría dedicarme usted unos minutos para oírme tocar mi pieza. He decidido interpretar Dahlia, de Jean-Louis La Roche. Soy sólo un aficionado, así que tendría que mostrarse muy tolerante conmigo… Pero pensé que podría escucharme y darme unos cuantos consejos que me ayuden a perfeccionar mi interpretación.

Reflexioné un instante.

– ¿O sea que está prevista su actuación para el jueves por la noche? -pregunté.

– Se trata sólo de una mínima contribución a la velada… Bueno -añadió riendo-, al resto de cosas. Pero aun así querría que mi modesta aportación resultara lo mejor posible.

– Sí, lo comprendo. Y con gusto haré lo que pueda por usted.

La cara del joven se iluminó.

– ¡No tengo palabras para expresarle mi agradecimiento, señor Ryder! Es justamente lo que necesitaba…

– Pero hay un problema… Como usted ya sabrá, ando muy escaso de tiempo. Tendremos que esperar a que tenga algunos minutos libres…

– ¡Naturalmente! Cuando le vaya bien, señor Ryder. ¡Dios del cielo…, me siento tan halagado…! Para serle franco, pensaba que me enviaría a paseo.

Un avisador empezó a emitir sus pitidos desde algún lugar en el interior de las ropas del joven. Stephan dio un respingo y metió la mano en el bolsillo de su chaqueta.

– ¡Lo siento muchísimo! -se lamentó-. Se trata de una urgencia. Debería haberme ido hace rato. Pero cuando le vi sentado aquí, señor Ryder, no pude resistir la tentación de acercarme. Espero que podremos proseguir esta conversación dentro de poco. Pero ahora excúseme, se lo ruego.

Saltó del taburete y durante un segundo pareció sucumbir de nuevo a la tentación de reiniciar la charla. Pero el avisador comenzó otra tanda de pitidos y el joven se apresuró a alejarse con una sonrisa cohibida.

Volví a mi reflejo tras la barra del bar y a tomar más sorbos de café. Pero no conseguí recuperar el espíritu de relajada contemplación que había disfrutado antes de la llegada del chico. En su lugar me turbaba cada vez más la sensación de que se esperaba demasiado de mí en aquella ciudad y de que, sin embargo, las cosas no discurrían de momento por caminos satisfactorios. De hecho, no parecía tener más recurso que ir a buscar a la señorita Stratmann para aclarar ciertos puntos de una vez por todas. Resolví hacerlo en cuanto hubiera tomado la nueva taza de café que me habían servido. No había ninguna razón para que la entrevista fuera embarazosa; sería bastante sencillo explicarle lo que había ocurrido en nuestra conversación anterior. Podría decirle, por ejemplo: «Verá usted, señorita Stratmann… Antes estaba muy cansado y, cuando usted se interesó por mi programa, no la interpreté bien. Creí que me preguntaba si tenía tiempo para repasarla con usted en ese momento si me mostraba una copia.» O bien podía incluso pasar a la ofensiva y hasta adoptar un tono de reproche: «Mire, señorita Stratmann… Debo decirle que estoy un poco preocupado y…, sí, decepcionado hasta cierto punto. Dada la gran responsabilidad que usted y sus conciudadanos parecen descargar sobre mí, me parece que tengo derecho a esperar un nivel mayor de respaldo administrativo.»

Oí moverse a alguien a mi espalda y, al volverme, me encontré a Gustav, el viejo mozo de hotel, de pie junto a mi taburete. Al cruzarse nuestras miradas, sonrió y me dijo:

– ¿Qué tal, señor? Pasaba por aquí y le he visto. Espero que esté disfrutando de su estancia.

– ¡Oh, sí, mucho! Aunque, por desgracia, aún no he tenido la oportunidad de visitar la ciudad antigua, como usted me aconsejó.

– Es una lástima, señor. Realmente es una zona muy bella de nuestra ciudad…, ¡y la tiene tan cerca! El tiempo es perfecto también, si me permite decirlo. Con un aire fresquito, pero soleado. Ideal para sentarse al aire libre, aunque, eso sí, con americana o un abrigo fino. Hace un día de lo más a propósito para recorrer la ciudad antigua.

– ¿Sabe qué le digo? Un poco de aire fresco es justo lo que necesito ahora.

– Se lo recomiendo de veras, señor. Sería una gran lástima que tuviera usted que dejarnos sin haber podido gozar de un breve paseo por la ciudad antigua.

– Me parece que voy a hacerle caso… Iré ahora mismo.

– Y si tuviera tiempo para sentarse en el Café de Hungría, en la Plaza Vieja, estoy seguro de que no lo lamentará. Permítame sugerirle que pida un café y una porción del pastel de manzana de la casa… Me pregunto si, de paso… -El mozo titubeó unos momentos, y luego siguió-: Me pregunto si podría pedirle un pequeño favor… Normalmente no les pido favores a los huéspedes, pero tratándose de usted…, siento como si nos conociéramos desde hace mucho tiempo, señor.

– Me encantará hacer algo por usted si está en mi mano -respondí.

Durante unos instantes el hombre permaneció allí inmóvil y en silencio.

– Es una insignificancia -explicó al cabo-. Verá… Sé que mi hija estará ahora en el Café de Hungría. Con el pequeño Boris… Es una joven muy agradable, señor…, seguro que simpatizará con ella. Como la mayoría de la gente. No se puede decir que sea una belleza, pero sí que tiene un singular atractivo. Y un gran corazón en el fondo… Aunque supongo que jamás ha logrado superar esa pequeña debilidad suya… Tal vez por causa de la educación recibida, ¡quién sabe! Siempre ha sido así. Me refiero a esa tendencia suya a permitir que las cosas la abrumen a veces, aun cuando esté al alcance de su mano superarlas. Se le presenta un pequeño problema y, en vez de adoptar las sencillas medidas necesarias, deja que la obsesione. Es el camino para que los problemas pequeños se hagan grandes…, ya sabe usted, señor… En poco tiempo las cosas se le meten muy dentro y cae en un estado de desesperación. ¡Tan innecesario…! No sé exactamente qué es lo que la preocupa ahora, pero estoy seguro de que no se trata de algo insuperable. Ya se ha dado otras veces una situación así. Pero ahora, comprenda…, Boris ha empezado a notarlo. De hecho, señor, si Sophie no lo remedia pronto, temo que el niño sufrirá seriamente las consecuencias. ¡Y es tan encantador ahora! Tan abierto, tan confiado… Sé que es imposible que se conserve así toda la vida…, que incluso no es de desear que así sea… Sin embargo, a su edad, aún se merece varios años más de creer que el mundo es un lugar lleno de sol y risas. -Guardó silencio y pareció abismarse unos momentos en sus reflexiones. Luego, alzando la mirada, prosiguió-: ¡Si al menos Sophie se diera cuenta de lo que está pasando! Eso la ayudaría a enfrentarse a lo que fuera. Es una madre muy consciente y sabe cómo procurar lo mejor para las personas que quiere… Pero lo malo de ella es que, cuando cae en semejante estado, necesita que alguien la ayude a recobrar su perspectiva de las cosas. Un buen consejo…, eso es todo lo que le hace falta. Que alguien se siente a su lado unos minutos y le haga ver las cosas con claridad. Que la ayude a determinar cuáles son los problemas reales y qué medidas debería tomar para vencerlos. No necesita más, señor: una buena charla, algo que le devuelva su visión de la realidad. El resto ya lo hará ella sola. Puede ser muy sensata cuando se lo propone. Lo que me lleva a lo que quería decirle, señor… Dado que piensa acercarse a la ciudad antigua ahora, me pregunto si le importaría cambiar unas palabras con Sophie… Ya me doy cuenta de que tal vez le resulte una molestia… Pero, puesto que de todas formas va usted para allí, pensé que debía decírselo… No tendría que perder mucho tiempo con ella. Sólo unas palabras; lo justo para averiguar qué es lo que le preocupa y devolverle su sentido de las proporciones.

El mozo puso fin a su parlamento y me miró con ojos de súplica. A los pocos instantes le respondí con un suspiro:

– Me gustaría serle de alguna ayuda, créame… Pero de sus palabras deduzco que muy probablemente las preocupaciones de Sophie, cualesquiera que sean, atañen a asuntos de familia. Y, como usted ya sabe, ese tipo de problemas tienden a ser tremendamente enmarañados. Un extraño como yo tal vez pudiera llegar al fondo de alguno de ellos tras una conversación franca…, pero se encontraría seguramente con que aquel problema está relacionado con otro. Y así sucesivamente. Si me permite hablarle con sinceridad, pienso que es usted la persona más indicada para conversar con ella y hacer luz en esa maraña de asuntos familiares. Además, como padre de Sophie y abuelo de Boris, goza usted de una autoridad natural de que yo carezco por completo.

Tuve la impresión de que el hombre acusaba inmediatamente el peso de la responsabilidad que se desprendía de mis palabras y casi lamenté haberlas dicho. Estaba claro que había puesto el dedo en la llaga. Rehuyó mirarme de frente y durante unos segundos sus ojos vagaron por el atrio en dirección a la fuente. Finalmente dijo:

– Reconozco que tiene usted toda la razón, señor… Sí, en efecto… Ya sé que soy yo quien debería hablar con ella. Pero, la verdad… No sé cómo expresarlo, pero permítame ser completamente sincero… El quid de la cuestión está en que Sophie y yo no nos hablamos desde hace muchos años. En realidad desde que era niña, para ser más precisos… Comprenderá usted que, en estas circunstancias, me resulta bastante difícil hacer lo que se esperaría de mí.

El mozo tenía la vista fija en las puntas de los pies y parecía aguardar mi siguiente réplica como si fuera la sentencia de un juicio.

– Lo siento -dije yo-, pero no acabo de comprender sus palabras. ¿Me está dando a entender que no ha visto a su hija en todos estos años?

– No, no… Como ya sabe usted, la veo con regularidad, cada vez que saco de paseo a Boris. Lo que quiero decir es que no hablamos. Quizá me entendería mejor si le pusiera un ejemplo… Como esas veces que Boris y yo estamos esperándola después de uno de nuestros pequeños paseos por la ciudad antigua…, sentados en el café del señor Krankl, por ejemplo… Boris puede estar animadísimo, charlando y riendo por cualquier cosa. Pero, en cuanto ve a su madre asomar por la puerta, calla de repente. No es que se disguste…, nada de eso… Se retrae, simplemente. Respeta el ritual, ¿comprende? Luego, cuando Sophie llega hasta donde estamos, se dirige a él. Si hemos pasado un rato agradable, adonde hemos ido…, si el abuelo no ha pasado frío… ¡Oh, sí…, siempre le pregunta por mí! Le preocupa que me ponga enfermo de tanto pasear al aire libre. Pero, como le digo, Sophie y yo jamás nos hablamos directamente. «Dile adiós al abuelo», le encarecerá siempre a Boris a manera de despedida, y se irán los dos. Así han sido las cosas entre nosotros desde hace muchos años, y no parece haber ningún deseo real de cambiarlas ahora. Por eso, cuando se plantea una situación como la presente…, compréndame…, me encuentro perdido. Sé que todo lo que le hace falta es una buena charla. Y, a mi juicio, usted podría ser la persona ideal. Hable usted con ella, señor…, sólo unas palabras. Lo justo para ayudarla a identificar sus problemas de ahora. Si lo hace, ella pondrá el resto…, tenga usted la completa seguridad.

– Muy bien -accedí tras volver a pensarlo-. De acuerdo. Veré qué puedo hacer. Pero debo insistir en lo que ya le he dicho: estas cosas son a menudo demasiado complicadas para un extraño. Aun así, veré qué puedo hacer.

– Le quedaré muy agradecido, señor. Sophie estará ahora en el Café de Hungría. Le será muy fácil reconocerla. Es morena, con el pelo largo, y tiene bastantes rasgos míos. Además, en caso de duda, siempre podría preguntar por ella al propietario o a alguno de los empleados del café.

– Está bien. Ahora mismo voy hacia allí.

– Me sentiré en deuda con usted, señor. Y si por alguna razón no pudiera conversar con ella, sé que encontrará sumamente agradable el paseo por la ciudad antigua.

Bajé del taburete.

– Quedamos de acuerdo -le dije-. Y ya le contaré cómo me ha ido.

– Muchísimas gracias, señor.

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