Había recorrido un trecho del pasillo cuando, un poco más adelante, vi un gran revuelo. Como una docena de personas se estaban gritando y empujando en medio de grandes gesticulaciones, y mi primer pensamiento fue que, a causa de la tensión creciente, había estallado una reyerta entre los empleados del servicio de cocinas. Pero luego advertí que el ruidoso tropel se iba acercando hacia mí despacio y que el grupo lo integraba una curiosa mezcla de personas. Unas vestían traje de etiqueta, y otras -con anoraks, gabardinas y pantalones vaqueros- parecían recién llegadas de la calle. Pude ver entre ellos, asimismo, a algunos miembros de la orquesta.
Uno de quienes más gritaban era un hombre cuya cara me resultaba familiar, y estaba tratando de identificar dónde lo había conocido cuando le oí protestar a voz en cuello:
– ¡Señor Brodsky, insisto!
Y entonces reconocí al cirujano de pelo gris que había conocido poco antes en el bosque, y caí en la cuenta de que, en efecto, en el centro del grupo, avanzando por el pasillo despacio pero con expresión de terca determinación, estaba el señor Brodsky. Tenía un aire cadavérico. E increíblemente pálida y arrugada la piel de cara y cuello.
– ¡Pero dice que está bien! ¿Por qué no le deja decidir por sí mismo? -le replicó a gritos un hombre de mediana edad con esmoquin. Un coro de voces respaldó de inmediato esta proposición, que fue rebatida a su vez por un coro adverso.
Entretanto, Brodsky seguía avanzando lentamente por el pasillo, haciendo caso omiso de la conmoción creada en torno a su persona. Al principio daba la impresión de que era llevado en volandas por el grupo, pero cuando estuvo más cerca vi que caminaba él solo con la ayuda de una muleta. Algo había en aquella muleta que me hizo mirarla con más detenimiento, y entonces vi que en realidad se trataba de una tabla de planchar plegada que el señor Brodsky llevaba verticalmente bajo la axila.
Mientras yo contemplaba la escena, la gente fue reparando poco a poco en mi presencia, y callándose en señal de respeto, de modo que, a medida que se acercaba, el grupo se iba haciendo más silencioso. El cirujano, sin embargo, seguía lanzando grandes gritos:
– ¡Señor Brodsky! Su cuerpo acaba de sufrir un gran shock. ¡Debo insistir en que se siente y descanse!
Brodsky miraba hacia abajo, tratando de concentrarse en cada paso, y al principio no pareció reparar en mi presencia. Luego, advirtiendo cierto cambio de talante a su alrededor, alzó la mirada.
– Ah, Ryder -dijo-. Aquí me tiene.
– Señor Brodsky. ¿Cómo se siente?
– Estoy bien -dijo, muy tranquilo.
El grupo se había apartado un poco, y Brodsky pudo recorrer con mayor facilidad el trecho que nos separaba. Cuando alabé cómo había llegado a dominar el arte de caminar con muleta en tan poco tiempo, miró la tabla de planchar como si acabara de recordar que la llevaba.
– Ha dado la casualidad de que el hombre que me ha traído -dijo-, llevaba esto, esta cosa, en la trasera de su furgoneta. No está tan mal. Es resistente, y me permite andar perfectamente. Pero ya ve, tiene un problema, Ryder. Tiende a abrirse. Mire.
La sacudió un poco con el brazo y, efectivamente, la tabla empezó a abrirse. Un tope impedía que siguiera abriéndose, pero comprendí que el continuo desplegarse hasta aquel punto tenía que resultarle harto enojoso.
– Necesito un cordel para sujetarla -dijo Brodsky, un tanto triste-. Un trozo de cuerda o algo. Pero no hay tiempo para ocuparse de eso.
Al mirar hacia donde me indicaba, no pude evitar fijar la vista con espanto en su pernera izquierda: estaba atada con un nudo justo por debajo del muslo.
– Señor Brodsky -dije, forzándome a mirar de nuevo hacia arriba-. No puede sentirse tan bien como dice. ¿Va a tener la energía necesaria para dirigir la orquesta esta noche?
– Sí, sí. Me siento perfectamente. La dirigiré y será…, será fantástico. Todo saldrá como siempre he sabido que saldría. Y
ella verá…, lo comprobará con sus propios ojos y oídos. Verá que todos estos años…, que no he sido el necio que parecía. Que durante todos estos años todo ha estado en mi interior, esperando. Esta noche va a ver quién soy, Ryder. Será fantástico.
– ¿Se refiere a la señorita Collins? ¿Va a venir?
– Va a venir. Va a venir. Oh, sí, sí. Él ha hecho todo lo que ha podido para impedirlo, la ha asustado, pero ella va a venir, oh, sí… He visto su juego, el de ese tipo. Sí, Ryder, he ido al apartamento de ella, he tenido que caminar mucho, ha sido muy duro, pero al final ha aparecido ese hombre, ese buen hombre de ahí… -miró a su alrededor e hizo un gesto vago en dirección a alguien-, con una furgoneta. Hemos ido a su apartamento, he llamado a la puerta, una y otra vez… Y alguien, un vecino, ha creído que era como antes. Ya sabe, solía hacerlo, llamar y llamar a su puerta de noche, y los vecinos avisaban a la policía. Pero le he dicho, no, no sea imbécil, ya no estoy borracho. He tenido un accidente, y estoy sobrio. Tengo la cabeza perfectamente. Se lo he dicho a gritos, a ese vecino, a ese viejo gordo. Ahora estoy perfectamente lúcido y veo lo que ese tipo ha estado haciendo todo este tiempo. Eso es lo que le he gritado al viejo gordo. Y entonces ella se ha acercado a la puerta, sí, ella, ha ido hasta la puerta, y me ha oído hablar con el vecino, y la he visto a través del cristal, sin saber qué hacer, y he dejado de hablar con el vecino y me he puesto a hablarle a ella. Me ha escuchado, y al principio no quería abrirme la puerta, pero le he dicho, escucha, he tenido un accidente, y entonces me ha abierto la puerta. ¿Dónde diablos está ese sastre? ¿Adonde se ha ido? Tenía que tenerme el traje listo.
Brodsky miró a su alrededor, y una voz de la última fila del grupo dijo:
– No tardará, señor Brodsky. Bueno, ya está aquí.
Apareció un hombre menudo con una cinta métrica, y empezó a tomarle las medidas.
– Vamos, vamos… -masculló Brodsky con impaciencia. Luego, dirigiéndose a mí, dijo-: No tengo traje de etiqueta. Me tenían uno preparado; me lo llevaron a casa, dicen. Quién sabe… He tenido ese accidente, y no tengo ni idea de dónde puede estar. Tienen que proporcionarme otro. Un traje de etiqueta y una camisa de frac; esta noche quiero lo mejor. Va a ver lo que he guardado en mi interior todos estos años…
– Señor Brodsky -dije-. Me estaba contando lo de la señorita Collins. ¿Cree haberla convencido para que venga al auditórium esta noche?
– Oh, sí, va a venir. Lo ha prometido. No va a romper su promesa por segunda vez. No ha venido al cementerio. He esperado y esperado, pero no ha venido. Pero no ha sido culpa suya. Ha sido él, el director del hotel: la ha asustado. Pero yo le he dicho que ya es tarde para andar con miedos. Hemos tenido miedo toda la vida y ya es hora de que empecemos a ser valientes. Al principio no me escuchaba. No paraba de decirme: «¿Qué has hecho?» No estaba como normalmente suele estar, estaba casi llorando, con las manos en la cara, casi llorando, sin importarle que los vecinos pudieran estar escuchando… A esas horas de la noche y diciéndome, Leo, Leo…, sí, me llama así ahora, Leo, ¿qué te has hecho en la pierna? Esa sangre… No es nada, le he dicho, no importa. Un accidente, pero pasaba por allí un médico, ya no importa, le he dicho, lo que de verdad importa es que vengas esta noche a la sala de conciertos. No hagas caso de lo que te diga ese miserable del hotel, ese…, ese botones. Queda muy poco tiempo… Esta noche va a ver de lo que soy capaz. Todos estos años…, no soy el necio que ella pensaba que era. Y ella decía que no podía venir, que no estaba preparada, y que además, me ha dicho, volverían a abrírsele todas esas heridas. Y yo le he dicho que no hiciera caso a ese botones, a ese portero de hotel, que ya es demasiado tarde para eso. Y ella me señalaba la pierna y decía, pero ¿qué te ha pasado?, estás sangrando, y yo le he dicho que no importaba, y entonces le he gritado. No importa, le he gritado. ¿Es que no te das cuenta? ¡Tengo que conseguir que vengas! ¡Tienes que venir! ¡Tienes que verlo por ti misma, tienes que venir! Entonces he visto que se ha dado cuenta de lo en serio que hablaba. He visto sus ojos; he visto cómo cambiaban las cosas en el fondo de sus ojos, cómo el miedo se esfumaba, cómo algo cobraba vida, y he sabido que al fin había vencido, que ese limpiarretretes de hotel había perdido la partida. Y le he dicho, ya con mucha suavidad, le he dicho: «¿Así que vienes?» Y ella ha asentido con la cabeza, con calma, y he sabido que podía confiar en ella. Ni una sombra de duda, Ryder. Ha asentido y he sabido que podía confiar en ella, y me he dado media vuelta y me he marchado. Y he venido aquí…, este buen hombre, ¿dónde está?, me ha traído en su furgoneta. Pero habría venido andando, no estoy tan mal como podría pensarse.
– Pero, señor Brodsky -dije-. ¿Está seguro de encontrarse lo bastante bien como para subir al escenario? Acaba de sufrir un terrible accidente…
No lo pretendía, claro está, pero mi mención de su estado desencadenó un nuevo griterío. El cirujano se abrió paso hasta donde estábamos Brodsky y yo y, alzando la voz por encima de los otros, se golpeó la palma de la mano con el puño para dar más fuerza a sus palabras.
– ¡Señor Brodsky, insisto! ¡Debe descansar, aunque sólo sea unos minutos!
– Estoy bien, estoy bien. ¡Déjeme en paz! -gritó Brodsky, y echó a andar por el pasillo. Luego, volviéndose hacia mí, que me había quedado donde estaba, dijo-: Si ve a ese botones, Ryder, dígale que estoy aquí. Dígaselo. Se pensaba que no iba a llegar, se pensaba que soy una caca de perro… Dígale que estoy aquí. Y verá cómo le sienta.
Dicho lo cual, Brodsky prosiguió su marcha por el pasillo seguido por el tropel vociferante.
Eché a andar en la dirección contraria, atento al menor rastro de Hoffinan. Ahora había menos miembros de la orquesta en el pasillo, y la mayoría de las puertas estaban cerradas. En un momento dado, pensaba en volver sobre mis pasos y mirar más detenidamente a través de las puertas que permanecían aún abiertas cuando, un poco más adelante, divisé al fin la figura de Hoffman.
Estaba de espaldas, y avanzaba por el pasillo despacio, con la cabeza baja. Aunque me hallaba demasiado lejos para poder oírle, no había duda de que seguía ensayando su pequeña alocución. Apreté el paso para alcanzarle, y de pronto vi que su cuerpo se proyectaba hacia adelante como un resorte. Pensé que iba a caer de bruces, pero enseguida me di cuenta de que estaba practicando una vez más la extraña operación que le había visto ejecutar ante el espejo del camerino de Brodsky. Inclinado hacia adelante, levantó el brazo en ángulo, con el codo en punta, y empezó a darse puñetazos en la frente. Seguía haciéndolo cuando llegué hasta él por la espalda y solté una tosecilla. Hoffman se irguió de un respingo, y se volvió.
– Ah, señor Ryder. Por favor, no se preocupe. Estoy seguro de que el señor Brodsky llegará en cualquier momento.
– En efecto, señor Hoffman. Y, de hecho, si estaba usted ensayando su discurso de petición de disculpas por la incomparecencia del señor Brodsky, me complace informarle de que ya no será necesario. El señor Brodsky está ya aquí. -Hice un gesto en la dirección opuesta del pasillo-. Acaba de llegar.
Hoffman se quedó perplejo, y durante unos segundos permaneció paralizado. Luego recuperó el dominio de sí mismo, y dijo:
– Ah. Estupendo. Qué alivio. Pero, por supuesto, yo siempre he…, siempre he estado seguro de que así sucedería. -Rió, mirando a un lado y a otro del pasillo, como si esperara ver en alguna parte a Brodsky. Luego rió otra vez, y dijo-: Bien, será mejor que vaya a buscarle.
– Señor Hoffman, antes de hacer lo que dice le agradecería que me diera las últimas noticias relativas a mis padres. Supongo que estarán ya en el edificio, ¿me equivoco? Y en cuanto a su idea del carruaje y los caballos…, me ha parecido oírlos hace un rato, cuando he pasado en coche a cierta distancia de la fachada de la sala de conciertos. Confío en que haya causado el impacto que usted quería que causara…
– ¿Sus padres? -Hoffman pareció otra vez desconcertado. Luego me puso una mano en el hombro y dijo-: Ah, sí. Sus padres. Déjeme pensar…
– Señor Hoffman, he dejado en sus manos y en la de sus colegas el oportuno cuidado de mis padres. Ninguno de ellos está bien de salud…
– Claro, claro. No tiene por qué preocuparse. Sólo que, con tantas cosas que hacer, y con el pequeño retraso del señor Brodsky…, aunque ahora me dice usted que ya ha llegado… Ya… -Dejó la frase en suspenso, y volvió a mirar a un lado y a otro del pasillo.
Le pregunté, en tono seco:
– Señor Hoffman, ¿dónde están mis padres en este momento? ¿Tiene usted alguna idea?
– Ah. En este preciso instante, si he de serle sincero, no sé… Pero puedo asegurarle que están en manos de la mayor solvencia. Por supuesto, desearía supervisar personalmente todos los aspectos de la velada, pero comprenderá que… Ya… La señorita Stratmann. Ella sabrá exactamente dónde están sus padres. Ha recibido instrucciones precisas de seguir de cerca en todo momento los pasos de sus padres. No es que haya ningún peligro de que vaya a faltarles atención alguna mientras estén entre nosotros. Muy al contrario, he tenido que pedir a la señorita Stratmann que tenga mucho cuidado de que no resulten agobiados por la hospitalidad que sin duda va a deparárseles en todas partes…
– Señor Hoffman, veo que no tiene usted la menor idea de dónde están mis padres. ¿Dónde está la señorita Stratmann?
– Oh, seguro que está por ahí… Señor Ryder, vayamos a ver cómo va el señor Brodsky. Tengo la seguridad de que nos toparemos con la señorita Stratmann en cualquier momento. Puede incluso que esté en la oficina. En cualquier caso, señor… -de pronto adoptó unos modos más dominantes-, si seguimos aquí quietos no vamos a conseguir gran cosa.
Nos pusimos en marcha. A medida que avanzábamos por el pasillo, Hoffman pareció ir recuperando la compostura, y al poco dijo con una sonrisa:
– Ahora podemos tener la certeza de que todo va a ir bien. Usted, señor, tiene todo el aspecto de ser una persona que sabe exactamente lo que hace en todo momento. Y, estando ya aquí el señor Brodsky, todo está en regla. Todo saldrá según lo planeado. Tenemos ante nosotros una espléndida velada…
Entonces reparé en que Hoffman alteraba el paso, y que se quedaba mirando hacia algo que teníamos enfrente, a cierta distancia. Seguí su mirada y vi a Stephan en medio del pasillo, con expresión preocupada. El joven nos vio y vino hacia nosotros apresuradamente.
– Buenas noches, señor Ryder -dijo. Luego, bajando la voz, le dijo a Hoffman-: Papá, ¿podríamos hablar un momento?
– Estamos muy ocupados, Stephan. El señor Brodsky acaba de llegar.
– Sí, ya lo he oído. Pero verás, papá, es referente a mamá.
– Ah. Mamá.
– Sigue ahí en el vestíbulo, y voy a actuar dentro de un cuarto de hora. Acabo de verla, y estaba deambulando por el vestíbulo, y le he dicho que iba a salir enseguida, y ella me ha dicho: «Bien, querido, aún tengo que hacer unas cosas. Intentaré al menos llegar al final de tu actuación, pero antes tengo que ocuparme de unas cosas…» Eso es lo que me ha dicho, pero no parecía en absoluto ocupada. Lo cierto es que mamá y tú deberíais estar ya entrando en la sala. Voy a actuar en menos de un cuarto de hora.
– Sí, sí. Iré enseguida. Y tu madre…, estoy seguro de que no tardará en terminar lo que está haciendo e irá a ocupar su asiento. ¿Por qué te preocupas tanto? Vuelve a tu camerino y prepárate como es debido.
– Pero ¿qué es lo que tiene que hacer mamá en el vestíbulo? Está allí de pie, charlando con la gente que pasa. Pronto se quedará sola. La gente está ya sentándose en la sala.
– Supongo que estará estirando un poco las piernas antes de sentarse para la velada. Vamos, Stephan, cálmate. Tienes que abrir la noche con brillantez. Todos contamos contigo.
El joven pensó en ello unos instantes, y de pronto pareció acordarse de mi presencia.
– Ha sido usted tan amable, señor Ryder -dijo con una sonrisa-. Su aliento ha sido para mí inestimable.
– ¿Su aliento? -Hoffman me miró con expresión de asombro.
– Oh, sí -dijo Stephan-. El señor Ryder ha sido extremadamente generoso conmigo, tanto en tiempo como en elogios. Ha escuchado uno de mis ensayos y me ha infundido el mayor ánimo que he recibido en años.
Hoffman nos miraba, primero a uno y luego a otro, con una sonrisa de incredulidad asomándole a los labios. Y me dijo:
– ¿Ha dedicado tiempo a escuchar a Stephan? ¿A él?
– Sí, en efecto. Intenté decírselo en una ocasión, señor Hoffman. Su hijo tiene mucho talento, y, ocurra lo que ocurra con las demás actuaciones de esta noche, tengo la certeza de que la suya será un éxito rotundo.
– Vaya… ¿De veras lo cree? Pero eso no cambia, señor, que Stephan, que él…, que él… -Hoffman parecía confuso; soltó una rápida risa y dio una palmada a su hijo en la espalda-. Bien, pues. Stephan, al parecer nos tienes reservado algo bueno esta noche.
– Eso espero, papá. Pero mamá sigue en el vestíbulo. Tal vez te esté esperando. Me refiero a que, ya sabes, siempre resulta algo violento para una dama sentarse sola en una velada como ésta. Puede que sólo sea eso. En cuanto vea que has ocupado tu asiento, puede que entre a reunirse contigo. Yo tengo que salir al escenario enseguida.
– Muy bien, Stephan. Veré lo que puedo hacer. No te preocupes. Ahora vuelve a tu camerino y prepárate. El señor Ryder y yo tenemos que ocuparnos antes de unas cosas.
Pese a la expresión contrariada de Stephan, nos alejamos por el pasillo.
– Creo que debo advertirle, señor Hoffman -dije cuando llevábamos recorrido un trecho-. Puede que se encuentre con que el señor Brodsky ha adoptado una actitud un tanto hostil hacia…, bueno, hacia usted.
– ¿Hacia mí? -Hoffman parecía sorprendido.
– Lo que quiero decir es que, cuando le he visto hace un momento, ha manifestado cierto enojo con usted. Se quejaba de cierto agravio… Y he pensado que debía advertirle.
Hoffman masculló algo que no pude oír. Luego, mientras recorríamos la suave curva que describía el pasillo, apareció ante nosotros -no había duda: la gente se apelotonaba ante la puerta- el camerino de Brodsky. El director del hotel aminoró el paso, y luego se detuvo por completo.
– Señor Ryder, le he estado dando vueltas a lo que acaba de decir Stephan. Pensándolo bien, creo que voy a buscar a mi esposa. Para cerciorarme de que está bien. Después de todo, los nervios en una noche como ésta son…, ya me entiende…
– Por supuesto.
– Entonces, le ruego me disculpe. Me pregunto, señor, si podría pedirle que comprobara si todo marcha bien ahí dentro, en el camerino del señor Brodsky. Yo, en fin, creo que… -Miró el reloj-. Creo que es hora de que vaya a ocupar mi asiento. Stephan tiene razón.
Hoffman soltó una risita, se volvió y se alejó deprisa en la dirección contraria.
Esperé hasta que se perdió de vista, y me encaminé hacia el grupo que se agolpaba ante la puerta del camerino de Brodsky. Algunos de los presentes parecían estar allí por mera curiosidad, mientras otros mantenían, en tono ahogado, encendidas discusiones. El cirujano del pelo gris estaba junto a la puerta, y exponía con vehemencia algo ante un miembro de la orquesta, mientras agitaba exasperadamente una mano en dirección al interior del camerino. Para mi sorpresa, la puerta estaba abierta de par en par, y cuando me acerqué a ella vi que el sastre menudo que había visto antes asomaba la cabeza por el vano y gritaba:
– El señor Brodsky quiere unas tijeras. ¡Unas tijeras grandes!
Uno de los presentes salió corriendo en busca de las tijeras, y la cabeza del sastre desapareció de nuevo de la puerta. Me abrí paso entre la gente y miré en el interior del camerino.
Brodsky estaba sentado, de espaldas a la puerta, mirándose con detenimiento en el espejo. Llevaba puesta la chaqueta del frac; el sastre le estaba cogiendo con alfileres ambos hombros. Llevaba puesta la camisa, pero no la pajarita.
– Ah, Ryder -dijo al verme reflejado en el espejo-. Entre, entre. ¿Sabe?, hace mucho tiempo que no me pongo ropa de este tipo.
Parecía mucho más calmado que cuando lo había visto antes en el pasillo, y de pronto recordé el talante imperativo que había mostrado en el cementerio, al plantarse delante de los deudos.
– Veamos, señor Brodsky -dijo el sastre, irguiéndose. Ambos se pusieron a estudiar en el espejo cómo le quedaba la chaqueta después de los ajustes. Al cabo, Brodsky sacudió la cabeza.
– No, no. La quiero un poco más ajustada -dijo-. Por aquí y por aquí. Le sobra tela.
– No tardaré ni un segundo, señor Brodsky.
El sastre le quitó rápidamente la chaqueta y, dirigiéndome una pequeña inclinación de cabeza al pasar, salió del camerino.
Brodsky seguía mirándose en el espejo, tocándose con expresión pensativa las alas del cuello de la camisa. Luego cogió un peine y se arregló un poco el pelo (me di cuenta de que se había dado algún tipo de brillantina).
– ¿Cómo se siente ahora? -le pregunté, acercándome.
– Muy bien -dijo él pausadamente, sin dejar de alisarse el pelo-. Ahora me siento muy bien.
– ¿Y la pierna? ¿Está seguro de que podrá dirigir con tan grave herida?
– ¿La pierna? No es nada. -Dejó el peine y se estudió el pelo-. No ha sido tan terrible como parecía. Estoy bien.
Mientras lo decía, vi por el espejo cómo el cirujano -que en ningún momento se había alejado de la puerta- daba unos pasos hacia el interior del camerino con expresión de estar a punto de estallar. Pero antes de que pudiera decir algo, Brodsky gritó con ferocidad hacia la imagen reflejada en el espejo:
– ¡Estoy bien! ¡Es una herida sin importancia!
El cirujano retrocedió hasta el umbral, y se quedó quieto sin dejar de mirar airadamente la espalda de Brodsky.
– Pero señor Brodsky -dije con voz suave-. Ha perdido un miembro. Eso nunca puede ser algo sin importancia.
– He perdido un miembro, es cierto. -Brodsky volvía a ocuparse de su pelo-. Pero lo perdí hace años, Ryder. Muchos años. Cuando era niño, creo. Fue hace tantos años que casi no me acuerdo. El imbécil del cirujano ni siquiera se ha dado cuenta. Me he quedado enredado en esa bicicleta, es cierto, pero ha sido la pierna postiza la que se me ha quedado atrancada. El muy necio ni siquiera se ha dado cuenta. ¡Y se llama a sí mismo cirujano! Me he pasado la vida sin esa pierna, Ryder.
¿Hace cuánto fue? Uno, a mi edad, empieza a olvidarse. Y acaba no importándole. Acaba siendo como un viejo amigo, como una vieja herida. Claro que de cuando en cuando me molesta, pero llevo viviendo con ello tanto tiempo… Creo que me sucedió de niño. Puede que fuera un accidente de tren. En alguna parte de Ucrania. Puede que en la nieve. Quién sabe. Ya no importa. Tengo la sensación de haber estado así toda la vida. Con una sola pierna. No está tan mal. Te acostumbras. Ese médico imbécil. Me ha serrado la pierna de madera. Sí, ha sangrado, aún me sangra un poco, necesito unas tijeras, Ryder. He mandado a por unas. No, no para la herida. Para la pernera, para esta pernera. ¿Cómo voy a dirigir con la pernera bailándome ahí abajo, vacía? Pero ese imbécil de médico, ese interno de hospital, me ha cortado la de madera, así que ¿qué voy a hacer ahora? Tengo que… -Fingió cortar con los dedos la pernera, por encima de la rodilla-. Tengo que hacer algo. Ponerme todo lo elegante que pueda. Ese imbécil, no sólo echa a perder mi pierna ortopédica sino que encima me hurga en el muñón hasta hacerme sangre. Hace muchísimos años que la herida no me ha sangrado de este modo. El muy imbécil, con esa cara de serio que tiene… Se cree un hombre muy importante, y va y me sierra la pierna de madera. Y de paso me corta un poco el muñón. No es extraño que siga sangrando. Sangre por todas partes. Pero la pierna la perdí hace años. Hace mucho, mucho tiempo. Ésa es la sensación que siento. He tenido toda una vida para acostumbrarme. Pero ahora va ese imbécil con esa sierra y…, a sangrar de nuevo… -Miró hacia abajo, y restregó algo contra el suelo con el zapato-. He mandado a por unas tijeras. Tengo que estar todo lo elegante que pueda, Ryder. No soy vanidoso. No lo hago por vanidad. Pero un hombre ha de tener buena presencia en un momento como éste. Esta noche va a verme; recordará esta noche durante todos los años que nos queden. Y la orquesta es una buena orquesta. Mire, voy a enseñarle algo. -Alargó la mano, cogió una batuta y la levantó hacia la luz-. Es una buena batuta. Tiene un tacto especial, se lo aseguro. Y eso, como usted sabe, tiene su importancia. Para mí, la punta es siempre importante. Debe ser eso: una punta. -Se quedó mirando la batuta-. Ha pasado mucho tiempo, pero no tengo miedo. Van a ver todos esta noche… Y no voy a ser blando. Iré hasta el final. Como usted dice, Ryder. Max Sattler… ¡Pero el imbécil del médico ése! ¡El muy memo! ¡Ese portero de hospital!
Las últimas palabras las pronunció a gritos, con cierta Fruición, contra el espejo, y vi cómo el cirujano -que nos había estado mirando desde el umbral con expresión de perplejidad- se replegaba dócilmente y desaparecía del hueco de la puerta.
Cuando se hubo ido el cirujano, Brodsky empezó a dar por vez primera muestras de agotamiento. Cerró los ojos y se inclinó hacia un lado en su silla, respirando pesadamente. Pero instantes después irrumpió en el camerino un hombre con unas tijeras en la mano.
– Oh, por fin -dijo Brodsky. El hombre le tendió las tijeras y él las cogió. Luego, cuando el hombre se fue, Brodsky dejó las tijeras en el anaquel del espejo y se dispuso a levantarse. Utilizó el respaldo de la silla como soporte para alzarse, y luego alargó una mano hacia la tabla de planchar que estaba apoyada sobre la pared contigua. Me adelanté unos pasos para ayudarle, pero él, con asombrosa agilidad, cogió la tabla por sí mismo y se la colocó bajo la axila.
– ¿Lo ve? -dijo, mirándose con tristeza la pernera vacía-. Tengo que hacer algo.
– ¿Quiere que llame de nuevo al sastre?
– No, no. Ese hombre no sabría qué hacer. Lo haré yo mismo.
Brodsky siguió contemplando su pernera vacía. Y, mientras le estaba mirando, recordé de pronto los apremiantes asuntos que aún requerían mi atención. En primer lugar, tenía que volver a donde Sophie y Boris, y enterarme de cómo seguía Gustav. Cabía la posibilidad incluso de que se hubiera diferido alguna decisión crucial -relativa a Gustav- hasta mi vuelta. Dejé escapar una tosecilla, y dije:
– Si no le importa, señor Brodsky… Tengo que marcharme.
Brodsky seguía mirándose la pernera.
– Va a ser fantástico, Ryder -dijo con voz suave-. Va a ver… Ella, por fin, va a ver…