6

Mis ojos, entonces, advirtieron un movimiento y, al mirar de nuevo hacia el bloque de apartamentos, vi que se abría el portal. La señorita Collins acompañaba a su visitante a la puerta de la calle. Y aunque los dos se despedían amistosamente, algo en su actitud sugería que la entrevista había finalizado con una nota discordante. La puerta se cerró enseguida y Stephan regresó apresuradamente al coche.

– Lamento haberme entretenido tanto -dijo, acomodándose en su asiento-. Espero que Boris se encuentre bien. -Apoyó las manos en el volante y dejó escapar un suspiro de preocupación. Luego esbozó una sonrisa forzada y exclamó-: ¡En marcha, pues!

– El caso es que Boris y yo hemos tenido un cambio de impresiones en su ausencia -observé-. Creemos que, después de todo, será mejor volver al hotel.

– Si me permite decirlo, señor Ryder, creo que es una decisión muy acertada. Así que al hotel. Estupendo. -Consultó su reloj-. Estaremos allí en un abrir y cerrar de ojos. Los periodistas no tendrán motivo de queja. Ninguno en absoluto.

Stephan accionó la llave de contacto y el coche arrancó. Mientras recorríamos las calles solitarias, empezó a llover de nuevo y Stephan tuvo que poner en marcha los limpiaparabrisas. Al cabo de un rato, comentó:

– Me pregunto, señor Ryder, si no sería demasiado impertinente por mi parte recordarle la conversación que mantuvimos hace unas horas. Ya sabe…, cuando le saludé esta tarde en el atrio.

– ¡Ah, sí, sí! Hablamos de su recital de la noche del jueves.

– Se mostró usted muy amable conmigo, y me dijo que tal vez podría dedicarme unos minutos de su tiempo. Para escuchar mi interpretación de La Roche. Probablemente será del todo imposible, lo comprendo, pero…, en fin…, pensé que no se molestaría si se lo decía… El caso es que esta noche tenía previsto practicar un poco más en cuanto regresara al hotel. Y me preguntaba si, una vez que hubiera acabado usted con esos periodistas… Sin duda será una molestia para usted, pero si pudiera venir a escucharme unos minutos y darme su opinión… -Dejó la frase inacabada, y la prolongó con una risita.

Era evidente que el joven concedía a aquello una gran importancia, y me sentí inclinado a satisfacer su petición. Pero, tras pensarlo un instante, objeté:

– Lo siento muchísimo, pero esta noche estoy muy cansado. Es ineludible que me vaya a dormir cuanto antes. Pero no se preocupe; seguramente surgirá otra oportunidad muy pronto. Mire…, ¿por qué no dejamos el asunto así? No sé muy bien cuándo volveré a tener unos minutos libres; pero, en cuanto los tenga, telefonearé a recepción y pediré que le localicen. Si no está usted en el hotel en ese momento, volveré a intentarlo la próxima vez que esté libre…, y las que sean necesarias. Así acabaremos encontrando un momento que nos venga bien a los dos. Pero esta noche, la verdad… Dispénseme, se lo ruego… Necesito una buena noche de sueño.

– Por supuesto, señor Ryder… Me hago cargo. Hagamos lo que usted propone, por supuesto. Es muy amable de su parte. Aguardaré a recibir su aviso.

Las palabras de Stephan eran corteses, pero, al interpretar quizá mi respuesta como una negativa sutil, parecía excesivamente decepcionado. Era evidente que se hallaba en tal tensión nerviosa por su próxima actuación, que cualquier revés, por pequeño que fuera, tenía la virtud de desencadenar en él una oleada de pánico. Sentí cierta simpatía por él, y volví a decir para tranquilizarlo:

– No se preocupe. Seguro que pronto se nos presentará la ocasión.

La lluvia arreciaba mientras recorríamos las calles nocturnas. El joven llevaba un buen rato sin decir palabra, y temí que se hubiera enojado conmigo. Pero en un momento dado vislumbré su perfil a la luz cambiante y me di cuenta de que estaba rumiando un incidente que le había ocurrido años atrás. Era un episodio que había evocado muchas veces antes -a menudo en momentos de insomnio por la noche, o cuando conducía solo-, y que ahora volvía a su mente ante el temor de que yo fuera incapaz de ayudarle.

Ocurrió con ocasión del cumpleaños de su madre. Tras estacionar aquella noche su automóvil en el camino de entrada de la casa -el hecho se remontaba a sus primeros años de universidad, cuando estudiaba en Alemania-, se había armado de valor para pasar un par de horas ingratas. Pero su padre le había abierto la puerta y le había susurrado con entusiasmo:

– ¡Hoy está de buen humor! ¡De muy buen humor! -Luego había girado sobre sus talones para gritar al interior de la casa-: ¡Stephan ha llegado, cariño! Un poco tarde, pero ya está aquí. -Y de nuevo en voz baja-: De excelente humor. Del mejor en muchísimo tiempo.

El muchacho había pasado a la salita donde estaba su madre reclinada en un sofá, con un vaso de cóctel en la mano. Llevaba un vestido nuevo, y Stephan volvió a sentirse gratamente sorprendido por la femenina elegancia de su madre. No se levantó a saludarlo, lo que obligó a Stephan a agacharse para besarla en la mejilla, pero su cálido recibimiento y la forma de invitarle a tomar asiento en el sillón de enfrente le dejaron estupefacto. Detrás de él, su padre, complacido por aquel comienzo de la velada, había ahogado una risita, y luego, señalando el delantal que llevaba puesto, había salido apresuradamente hacia la cocina.

A solas con su madre, el primer sentimiento de Stephan había sido de absoluto terror: miedo a hacer o decir algo que arruinara aquella buena disposición, y que diera al traste con horas, o incluso días, de arduo esfuerzo por parte de su padre. Había comenzado, pues, a responder de manera concisa y tensa a las preguntas de su madre sobre su vida en la universidad; pero, al ver que la actitud de ella denotaba un interés genuino, sus explicaciones fueron haciéndose más y más extensas. En un momento dado se había referido a uno de sus profesores como «una versión mentalmente equilibrada de nuestro ministro de Asuntos Exteriores», frase de la que se sentía particularmente orgulloso y que ya había utilizado muchas veces con gran éxito ante sus condiscípulos, pero que jamás se hubiera arriesgado a pronunciar delante de su madre si la conversación no hubiera ido tan bien hasta entonces. Se había atrevido, pues, y el corazón le había dado un brinco al ver que el semblante de su madre se iluminaba con una chispeante mirada. Aun así tuvo una sensación de alivio cuando su padre entró anunciando que la cena estaba lista.

Habían pasado al comedor, donde el director del hotel había servido ya el primer plato. Comieron en silencio al principio, pero luego su padre -tal vez de forma un tanto brusca, en opinión de Stephan- se había puesto a contar una divertida anécdota de un grupo de huéspedes italianos alojados en el hotel. Cuando hubo terminado, animó a Stephan a contar alguna anécdota suya, y como Stephan comenzara a hacerlo con cierta inseguridad, su padre le apoyó riendo exageradamente. Y así había discurrido la cena: Stephan y su padre turnándose para narrar historias divertidas y apoyándose el uno al otro con cordiales plácemes. La táctica parecía funcionar de maravilla, porque -Stephan casi no podía dar crédito a sus ojos- su madre había empezado a tener largos accesos de risa. La cena, además, había sido preparada con el fanático cuidado del detalle tan característico del director del hotel, y constituía una extraordinaria muestra del arte culinario. También el vino era muy especial, y para cuando los comensales daban cuenta del plato fuerte -una exquisita combinación de ganso y bayas silvestres- la atmósfera de la velada era genuinamente festiva. Llegado un punto, el director del hotel, con el rostro congestionado por el vino y la risa, había inclinado el cuerpo sobre la mesa para decir:

– Habíanos otra vez de aquel albergue de juventud en que te alojaste, Stephan. Ya sabes…, el de los bosques de Borgoña.

Durante un segundo Stephan se había sentido horrorizado. ¿Cómo podía incurrir su padre en un desliz tan obvio, habiéndolo dirigido hasta entonces todo de manera tan impecable? La anécdota en cuestión incluía amplias referencias a la disposición de los cuartos de baño del hostal, y era claramente inadecuada para ser contada delante de su madre. Y, como él se mostrara renuente, su padre le hizo un guiño como diciéndole: «Sí, sí, confía en mí… Funcionará. Le encantará esa historia, será un éxito.» A pesar de sus serias dudas, la fe de Stephan en su padre era tal que se decidió a embarcarse en el relato. No llegó muy lejos, empero, sin que le asaltara el pensamiento de que la que hasta entonces había sido una velada milagrosamente perfecta, estaba a punto de venirse abajo hecha añicos. Sin embargo, incitado por las carcajadas de su padre, había proseguido y escuchado luego con asombro la franca risa materna. Al mirarla a través de la mesa pudo ver que no podía reprimirla, y que sus accesos iban acompañados de gestos de divertido asentimiento. Después, hacia el final de su relato, Stephan captó una mirada de ternura de ella dirigida a su padre. Fue breve, pero inconfundible. Y al director del hotel, a pesar de las lágrimas que la risa hacía saltar de sus ojos, no le había pasado inadvertida: volviéndose a su hijo, le dirigió otro guiño, esta vez con aire triunfal. En aquel instante el joven había sentido en su pecho una oleada de algo muy poderoso. Aún no había tenido tiempo de identificarlo con claridad cuando oyó que su padre le decía:

– Ahora, Stephan, tomémonos un pequeño descanso antes del postre. ¿Por qué no tocas algo dedicado a tu madre para celebrar su cumpleaños? -Acompañó sus palabras de un ademán en dirección a la pared donde se hallaba el piano vertical.

Aquel gesto…, aquel simple ademán señalando el piano del comedor…, quedaría grabado para siempre en la memoria de Stephan, que lo recordaría una y otra vez en el curso de los años. Cada vez que lo evocara volvería a experimentar el mortal escalofrío de entonces. Al principio había mirado a su padre con expresión de incredulidad, pero éste se había limitado a sonreírle, satisfecho, y a mantener inmóvil la mano que apuntaba hacia el piano.

– Vamos, Stephan… Algo que le guste a tu madre. Tal vez alguna pieza de Bach. O de un autor contemporáneo. De Kazan, quizá. O de Mullery…

Estirando el cuello para incluirla en su campo de visión, el joven había visto la cara de su madre suavizada por la sonrisa que le dirigía y por unos rasgos de jovialidad absolutamente nuevos para él. Luego ella, dirigiéndose más al director del hotel que al propio Stephan, había dicho:

– Sí, querido… Creo que Mullery vendría como anillo al dedo. Sería estupendo.

– Adelante, Stephan -había insistido jovialmente el director del hotel-. Es el cumpleaños de tu madre, después de todo… No la decepciones.

Por la mente de Stephan cruzó como un relámpago la idea de que sus padres conspiraban en su contra, pero la rechazó al instante. Y, ciertamente, por la forma en que le miraban -tan llena de ilusionado orgullo-, era como si se les hubiera borrado por completo de la mente la angustiosa historia en torno a sus escarceos con el piano. En cualquier caso, la protesta que Stephan había empezado a formular quedó ahogada en sus labios, y el muchacho se había levantado de la mesa sin acabar de ser consciente de lo que estaba haciendo.

La situación del piano, adosado a la pared, era tal que cuando Stephan tomó asiento delante de él pudo ver por el rabillo del ojo a sus padres, que aguardaban con los codos apoyados encima de la mesa, ligeramente inclinados el uno hacia el otro. De hecho no pudo evitar volverse para mirarlos, para colmar su deseo de verlos así una última vez: juntos los dos y compartiendo unidos una felicidad sencilla. Luego se había encarado con el piano, abrumado por la certidumbre de que la velada estaba a punto de convertirse en un desastre. Curiosamente, al hacerlo, había comprobado también, que no le sorprendía lo más mínimo aquel último giro de los acontecimientos; que en realidad llevaba mucho rato esperándolo, y que le producía una inconfundible sensación de alivio.

Durante unos segundos, Stephan permaneció sentado ante el piano sin tocar, tratando desesperadamente de sacudirse de encima los efectos del vino y repasar mentalmente la pieza que se disponía a interpretar. Y en un instante de obnubilación hasta contempló la posibilidad de mostrar un nivel interpretativo jamás antes alcanzado -después de todo, la velada había sido tan pródiga en hechos excepcionales…-, y de que al finalizar la pieza vería a sus padres sonrientes, aplaudiendo y dirigiéndose miradas de profundo afecto. Pero le bastó acometer el compás inicial de Epicycloid, de Mullery, para comprender la extrema improbabilidad de tal cosa.

Sin embargo, había seguido tocando. Durante un buen rato -a lo largo de gran parte del primer movimiento- las figuras que entreveía a un extremo de su campo visual habían permanecido totalmente inmóviles. Luego había visto a su madre reclinarse ligeramente en su asiento y llevarse una mano a la barbilla. Algunos compases después, su padre había desviado la mirada y, con las manos cruzadas sobre el regazo, había bajado la cabeza como si estuviera estudiando algún punto concreto de la mesa.

Entretanto, la interpretación avanzaba, y aunque el joven sintió varias veces el deseo casi insuperable de abandonar la pieza a medias, intuía asimismo que esa era, de algún modo, la opción más terrible de todas. Y había continuado. Y, cuando hubo terminado, se quedó unos instantes contemplando el teclado antes de hacer acopio de valor para volverse y ver la escena que le aguardaba.

Ni su padre ni su madre le miraban. Él tenía ahora la cabeza tan hundida, que su frente tocaba casi el tablero de la mesa. Su madre miraba hacia el extremo más distante de la estancia, con aquella expresión de frialdad que le resultaba tan familiar a Stephan y que, asombrosamente, no había sorprendido en ella hasta aquel punto de la velada.

A Stephan le bastó un segundo para hacerse cargo de la situación. Luego, poniéndose en pie, se había apresurado a volver a la mesa, como si con ello pudiera borrar los minutos transcurridos desde que la dejara. Y durante un rato los tres permanecieron sentados en silencio, hasta que su madre se levantó y dijo:

– Ha sido una velada muy agradable. Gracias, gracias a los dos. Pero me siento algo cansada ahora y pienso que debería subir a acostarme.

Al principio pareció que el director del hotel no había oído sus palabras. Pero, cuando la madre de Stephan se dirigió a la puerta, el hombre alzó la cabeza y dijo en voz muy queda:

– El pastel, cariño… Falta el pastel. Y es algo… muy especial.

– Eres muy amable, querido, pero he comido demasiado… Ahora necesito dormir.

– Claro, claro… -asintió el director del hotel hundiendo de nuevo la mirada en la mesa con aire de resignación. Pero al momento siguiente, cuando ya la madre de Stephan salía del comedor, el hombre había erguido el cuerpo para decir en voz alta-: Por lo menos, querida, deja que te lo enseñe. Míralo, nada más… Como te digo, es algo muy especial.

Su madre había titubeado, pero accedido al fin:

– Está bien. Enséñamelo. Pero date prisa. De verdad que necesito dormir. Tal vez sea el vino, pero me encuentro muy cansada.

Al oír esto, el director del hotel se levantó como impulsado por un resorte, e instantes después acompañaba a su mujer fuera del comedor.

El joven oyó los pasos de sus padres camino de la cocina y, apenas un minuto después, volvió a oírlos regresar al pasillo y subir por la escalera. Stephan había permanecido algún tiempo sentado a la mesa. Le llegaron de arriba algunos ruidos, pero no oyó ninguna voz. Hasta que finalmente se le ocurrió que lo mejor que podía hacer era subir al coche y volver a Heidelberg aquella misma noche. Porque no había duda de que su presencia allí a la hora del desayuno difícilmente serviría de ayuda a su padre en la lenta e ingente tarea de recomponer el buen humor de su esposa.

Había salido ya del comedor en un intento de abandonar la casa sin que lo advirtieran cuando en el vestíbulo se encontró con su padre que bajaba la escalera. El director del hotel se había llevado un dedo a los labios, diciendo:

– Tenemos que hablar bajo. Tu madre acaba de acostarse.

Stephan informó a su padre de su intención de partir de inmediato, a lo que el director del hotel respondió:

– ¡Qué lástima! Mamá y yo pensábamos que ibas a quedarte más tiempo. Pero si, como dices, tienes clases por la mañana… Ya se lo explicaré a tu madre. Seguro que lo comprenderá.

– Espero que mamá haya disfrutado con la velada -había dicho Stephan.

Y su padre había sonreído, aunque durante un brevísimo instante antes de hacerlo Stephan sorprendió en su rostro una profunda desolación.

– ¡Oh, sí, claro que sí! Sé que lo ha pasado muy bien. ¡Estaba tan contenta de que hubieras podido tomarte un respiro en tus estudios para viajar hasta aquí…! Me consta que esperaba que te quedaras unos cuantos días, pero no te preocupes. Se lo explicaré.

Aquella noche, mientras conducía por las desiertas autopistas, Stephan había reconsiderado una y otra vez todos los aspectos de lo ocurrido en aquella velada… y seguirá haciéndolo luego, reiteradamente, en el curso de los siguientes años. Con el tiempo había ido menguando poco a poco la angustia que sentía al evocar aquella ocasión tan penosa, pero ahora la inexorable proximidad de la noche del jueves le había traído muchos de sus viejos terrores, y lo había hecho regresar, mientras viajábamos en la noche lluviosa, a aquella penosa velada vivida algunos años antes.

Sentí lástima por él, y rompí el silencio para decirle:

– Ya sé que no es asunto de mi incumbencia, y confío en que no tomará a mal mis palabras, pero pienso que sus padres han sido injustos con usted en lo relativo a su modo de tocar el piano. Mi consejo es que trate de disfrutar cuanto pueda tocándolo, que obtenga de ello satisfacción y sentido, con independencia de lo que ellos piensen.

El joven reflexionó unos momentos sobre mis palabras, y luego dijo:

– Le agradezco mucho, señor Ryder, que se interese por mi situación y demás… Pero, en realidad…, bien, para decirlo sin ambages…, me temo que no pueda usted entenderlo. Comprendo que, para un extraño, la actitud de mi madre aquella noche pueda parecer un poco…, ¿cómo diría?…, un poco desconsiderada. Pero sería injusto con ella, y lamentaría que se llevara usted una impresión equivocada. Ha de verlo todo en su contexto… Todo empezó cuando yo tenía cuatro años y la señora Tilkowski fue mi profesora de piano. Supongo que eso no tiene por qué decirle gran cosa, señor Ryder…, pero, comprenda…, la señora Tilkowski no es una profesora de piano cualquiera, sino un personaje muy estimado en esta ciudad. Sus servicios no se hallan a disposición de quien pueda pagarlos…, aunque, naturalmente, cobra por prestarlos. Quiero decir, que es muy seria en su trabajo y que sólo acepta como alumnos a los hijos de la élite artística e intelectual de nuestra ciudad. Por ejemplo, dio clases de piano a las dos hijas de Paulo Rozario, el pintor surrealista, que vivió aquí algún tiempo. Y a los hijos del profesor Diegelmann. Y también a las sobrinas de la condesa. Escoge muy cuidadosamente a sus alumnos, por lo que fui muy afortunado cuando me aceptó, en particular teniendo en cuenta que mi padre, en aquel entonces, no había alcanzado el estatus social de que hoy goza en nuestra comunidad. Pero supongo que mis padres ya estaban consagrados a las artes como lo están hoy. En los recuerdos de mi infancia los veo hablando siempre de artistas y de músicos, y de lo importante que era prestarles apoyo. Mamá casi no sale de casa ahora, pero entonces llevaba una vida social mucho más intensa. Si, por ejemplo, visitaba la ciudad algún músico o una orquesta, siempre se sentía obligada a hacer algo para agasajarles. No le bastaba con acudir al concierto, sino que procuraba verlos después en el camerino para expresarles de viva voz sus elogios. Y lo hacía incluso en las ocasiones en que el artista no se había lucido especialmente, a fin de brindarle unas palabras de ánimo y de ofrecerle algunas sugerencias amables. De hecho invitaba a menudo a los músicos a venir de visita a casa, o se ofrecía a acompañarlos para enseñarles la ciudad. Cierto que habitualmente las agendas de los visitantes eran muy apretadas y no disponían de tiempo para aceptar su ofrecimiento pero, como su propia experiencia podrá corroborar, esas invitaciones son de lo más oportunas para elevar la moral de un intérprete. En cuanto a mi padre, estaba siempre sumamente ocupado, pero también lo recuerdo poniendo su granito de arena. Si se ofrecía una recepción en honor de algún visitante célebre, papá se consideraba obligado a acompañar a mamá al acto, por absorbentes que fueran sus ocupaciones, para desempeñar su propio papel en la bienvenida. Así que compréndame, señor Ryder… Hasta donde alcanzan mis recuerdos, mis padres siempre han sido personas muy cultas, conscientes de la importancia que tienen las artes en nuestra sociedad… Y ésa debió de ser, con toda seguridad, la razón por la que la señora Tilkowski decidió finalmente aceptarme como discípulo. Ahora veo que aquello tuvo que representar entonces para mis padres un auténtico triunfo, y en especial para mamá, que fue probablemente quien se encargó de realizar las gestiones. ¡Y allí estaba yo, recibiendo lecciones de la señora Tilkowski en compañía de los hijos del señor Rozario y del profesor Diegelmann! Sin duda fue para los dos un motivo de orgullo. Y durante los primeros años lo hice realmente bien, hasta el punto de que la señora Tilkowski dijo de mí en cierta ocasión que era el más prometedor de todos los alumnos que había tenido en su vida… Las cosas fueron como una seda hasta…, bueno, hasta que cumplí los diez años.

El joven calló de pronto, tal vez lamentando el haberse expresado con tanta libertad. Pero yo me daba cuenta de que otra parte de él estaba deseando seguir con las confidencias, y le animé a ello con una pregunta:

– ¿Qué le ocurrió al cumplir los diez años? -Verá…, me avergüenza reconocerlo, y muy en particular confesárselo a usted, señor Ryder… El caso es que, al cumplir los diez años…, dejé de practicar. Me presentaba en casa de la señora Tilkowski sin haber ensayado mis ejercicios. Y cuando ella me preguntaba la razón, yo no respondía nada. Me resulta muy embarazoso confesarlo… Es como si estuviera hablando de otra persona…, y ojalá que así fuera… Pero si he de serle sincero…, ése fue mi comportamiento, tal como se lo cuento. Y al cabo de unas pocas semanas no le dejé otra opción a la señora Tilkowski que informar a mis padres de que, si las cosas no cambiaban, ya no podría seguir dándome clases. Supe después que mamá perdió los estribos y le gritó a la señora Tilkowski… Lo cierto es que la cosa acabó bastante mal.

– ¿Y después de eso tuvo usted otra profesora?

– Sí, una tal señorita Henze, que no era mala en absoluto, pero que no tenía la talla de la señorita Tilkowski. Yo seguí sin practicar en casa, pero la señorita Henze no era tan estricta. Luego, al cumplir los doce años, todo cambió. Es difícil explicarlo, y comprendo que puede sonar un poco raro. Fue una tarde, una tarde muy soleada, mientras me hallaba sentado en la salita de nuestra casa. Recuerdo que estaba leyendo una revista de deportes cuando entró mi padre. Llevaba puesto…, es como si lo estuviera viendo…, su chaleco gris y se había arremangado las mangas de la camisa. Se paró en mitad de la sala y se puso a contemplar el jardín a través de la ventana. Yo sabía que mamá estaba allí fuera, sentada en un banco que en aquel entonces solíamos colocar bajo los frutales, por lo que supuse que papá saldría también e iría a sentarse a su lado. Pero permaneció allí quieto. Me daba la espalda, así que no podía verle la cara. Pero cada vez que levantaba yo la cabeza, me lo encontraba con la vista fija en el jardín, en el punto donde estaba mamá. Bueno…, a la tercera o cuarta vez de dejar yo mi lectura para mirar a papá, que seguía sin salir, se me hizo de repente la luz. Quiero decir que me di cuenta de que mis padres llevaban meses prácticamente sin hablarse. Fue muy extraño caer en la cuenta de pronto de que hacía meses que no se hablaban. No sé cómo me había pasado por alto hasta entonces, pero era así, y ahora lo veía con una claridad meridiana. Me asaltaron en tropel los recuerdos… Las numerosas ocasiones recientes en las que papá y mamá se habrían dicho algo normalmente, y en las que sin embargo habían callado. No quiero decir que mantuvieran un silencio absoluto… Pero, ya me entiende…, entre los dos se había levantado un muro de frialdad que yo no había advertido hasta aquel instante. Le aseguro, señor Ryder, que aquel descubrimiento me produjo una sensación sumamente extraña. Máxime cuando, casi al mismo tiempo, me vino a la cabeza una sospecha horrible: que el cambio que advertía se remontaba muy probablemente a la fecha en que perdí a la señora Tilkowski. No podía estar seguro a causa del mucho tiempo que había pasado desde entonces; pero cuanto más pensaba en ello mayor era mi certeza de que fue entonces cuando empezó todo aquello. No recuerdo si papá salió o no al jardín ese día. En todo caso, yo no dije nada y fingí seguir leyendo mi revista. Pero al cabo de un rato subí a mi habitación, me tumbé en la cama y reflexioné detenidamente sobre el asunto. Fue a raíz de entonces cuando volví a aplicarme a mis ejercicios de piano. Empecé a practicarlos con suma diligencia y debí de hacer muchos progresos porque, a los pocos meses, mamá fue a ver a la señora Tilkowski para rogarle que considerara la posibilidad de readmitirme como discípulo. Ahora veo que debió de suponer una gran humillación para mamá, después de haberle gritado en aquella entrevista anterior, y que sin duda tuvo que costarle mucho trabajo convencer a la señora Tilkowski… Pero el resultado fue que la señora Tilkowski aceptó darme clases de nuevo, y que a partir de entonces me esforcé mucho, y que practicaba y practicaba sin cesar. Aunque, como comprenderá…, había perdido dos años cruciales. Usted, mejor que nadie, sabe cuán importante es esa etapa entre los diez y los doce años… Créame si le digo que hice todo lo posible por compensar de algún modo el tiempo perdido…, todo cuanto pude… Pero ya era demasiado tarde. Todavía hoy me pregunto a menudo: «¿Dónde diablos tenía yo la cabeza?» ¡Lo que daría hoy por poder recuperar aquel tiempo! Creo que ni siquiera mis padres se daban cuenta del tremendo daño que iba a significar la pérdida de aquellos dos años. Seguramente pensaban que, una vez recuperada la señora Tilkowski, el paréntesis no tendría importancia siempre que yo me esforzara de veras. Me consta que la señora Tilkowski trató de sacarlos de su error en más de una ocasión, pero creo que me querían tanto y que se sentían tan orgullosos de mí, que no quisieron ver la realidad. Porque durante algunos años más siguieron dando por sentado que yo hacía constantes progresos y que tenía excelentes dotes. Hasta que, cuando cumplí los diecisiete años, se toparon con la dura realidad. Se celebraba un concurso de piano, el Jürgen Flemming Prize, organizado por el Instituto Municipal de Bellas Artes para las jóvenes promesas de la ciudad. Tenía bastante fama, aunque ahora ha dejado de convocarse por falta de financiación. Cuando cumplí diecisiete años, como digo, a mis padres se les ocurrió que debía participar en ese concurso, y mamá, de hecho, inició los trámites preliminares para inscribirme. Y entonces, por primera vez, se dieron cuenta de lo lejos que estaba de un nivel aceptable. Escucharon con atención cómo tocaba -fue, quizá, la primera vez que lo hacían realmente- y se dieron cuenta de que mi participación en el certamen sólo serviría para avergonzarme y avergonzar a la familia. Yo deseaba, a pesar de todo, tener la oportunidad de competir, pero mis padres pensaron que podría ser un golpe demasiado duro para mí. Ya le digo que acababan de percatarse de cuán deficiente era mi forma de interpretar… Hasta entonces, las grandes esperanzas que tenían depositadas en mí, y supongo que también su cariño, les habían impedido escucharme con entera objetividad. Fue también la primera vez que apreciaron los estragos de aquellos dos años perdidos… En fin…, todo ello, como es lógico, supuso para mis padres una gran decepción. Mamá, en particular, pareció resignarse a la idea de que todo había sido en vano: sus desvelos, los anos de aprendizaje con la señora Tilkowski, su heroica decisión de ir a verla para que me readmitiera… Todo aquello le parecía ahora tremendamente inútil. Y se abandonó al desaliento: dejó de salir, de acudir a conciertos y funciones… Cierto que papá siguió acariciando aún alguna esperanza sobre mi persona. Es típico de él, en realidad: no perder la esperanza hasta el último instante. Todavía ahora, de cuando en cuando, quizá una vez al año, me pide que toque; y, cuando lo hace, puedo ver que aún confía en mí, que se dice a sí mismo: «Esta vez…, ¡esta vez será diferente!» Pero, en cuanto acabo de tocar y le miro, vuelvo a verlo alicaído. Cierto que se esfuerza por que yo no lo advierta, pero lo intuyo claramente. Y, sin embargo, el que él no haya renunciado a creer que podré lograrlo significa mucho para mí.

Avanzábamos ahora a buena velocidad por una amplia avenida flanqueada por grandes edificios de oficinas. Y aunque había filas y filas de coches aparcados, el nuestro parecía ser el único vehículo en varios kilómetros a la redonda.

– ¿Fue idea de su padre que tocara usted el jueves por la noche? -pregunté.

– En efecto. ¡Ésa sí que es verdadera fe! Lo sugirió por primera vez hace seis meses. Hace casi dos años que no me ha oído tocar, pero muestra una auténtica confianza en mí. Por supuesto que me dejó libertad para negarme, pero me sentí tan conmovido ante tal muestra de fe en mí a pesar de tantas decepciones…, que accedí a hacerlo.

– Fue una decisión valiente. Espero que, además, resulte acertada.

– En realidad, señor Ryder, dije que sí también porque…, bueno, porque pienso que últimamente se ha producido en mí una especie de cambio radical. Quizá usted sepa a qué me refiero. Es como si algo en mi cabeza, algo que bloqueaba mis progresos…, algo parecido a un dique…, hubiera reventado de pronto permitiendo la irrupción de un espíritu completamente nuevo. No puedo explicarlo, pero el hecho es que ahora me considero a mí mismo un pianista notablemente mejor que cuando mi padre me oyó la ocasión anterior. Y por eso, cuando me preguntó si quería tocar el jueves por la noche, a pesar de mis nervios, accedí. Si me hubiera negado, no habría sido justo con él, después de la fe que ha depositado en mí. Esto no quiere decir que no me inquiete lo del jueves por la noche. Llevo tiempo trabajando duro en mi pieza y, lo confieso, estoy preocupado. Pero sé también que se me ofrece una oportunidad espléndida para sorprender a mis padres. Porque, ¿sabe?, siempre he tenido esa fantasía. Incluso cuando mi nivel era un auténtico desastre. La fantasía de haberme pasado meses encerrado en cualquier parte, ensayando día tras día, lejos de mis padres durante unos meses…, y volver un día a casa, inesperadamente…, quizá un domingo por la tarde…, cuando papá estuviera allí. Entraría por la puerta y, sin apenas decir una palabra de saludo, me acercaría al piano, levantaría la tapa y me pondría a tocar… Ni siquiera me habría quitado el abrigo… Y tocaría, tocaría sin parar. Bach, Chopin, Beethoven… Algo moderno, luego: Grebel, Kazan, Mullery… Una pieza, otra… Mis padres me habrían seguido al comedor y se quedarían mirándome, asombrados: aquello colmaría sus sueños más ambiciosos. Pero es que, además, para mayor estupefacción, se darían cuenta de que, a medida que tocaba, alcanzaba cotas más altas de perfección. Sublimes adagios rebosantes de sensibilidad. Asombrosos pasajes de apasionada bravura… Siempre mejor, mejor… Y allí estarían ellos, de pie en medio de la habitación, inmóviles; papá absorto, asiendo aún sin darse cuenta el periódico que acababa de estar leyendo, los dos atónitos. Concluiría con algún final espectacular y después me volvería a mirarlos y… bueno, jamás he podido imaginar con claridad lo que ocurriría después. Pero es un sueño que siempre he tenido desde mis trece o catorce años. Puede que el jueves por la noche no salga exactamente así, pero quizá sea algo cercano a mi sueño. Como le digo, noto que algo ha cambiado en mí, y estoy seguro de que estoy a punto de realizarlo. ¡Ah, señor Ryder! ¡Ya hemos llegado! Supongo que muy oportunamente para los periodistas que le aguardan.

El centro de la ciudad estaba tan silencioso y desprovisto de tráfico que no me había dado cuenta de que habíamos llegado. Pero, en efecto, nos acercábamos a la entrada del hotel.

– Si no le importa -dijo Stephan-, les dejaré aquí a usted y a Boris. Tengo que aparcar el coche en la parte de atrás.

En el asiento posterior, Boris parecía muy cansado, pero estaba despierto. Salimos del coche y me aseguré de que el pequeño le diera las gracias a Stephan antes de conducirlo hacia la puerta del hotel.

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