14

Habíamos aminorado la marcha y nos acercábamos a un pequeño café -un bungalow blanco- que se alzaba aislado a un lado de la autopista. Era el tipo de lugar que uno imagina frecuentado por camioneros que se detienen un rato para tomarse un bocadillo; cuando Christoff entró en el patio delantero de suelo de grava, sin embargo, no había ningún vehículo aparcado.

– ¿Es aquí el almuerzo? -pregunté.

– Sí. Nuestro pequeño círculo lleva reuniéndose aquí años. Verá que todo es muy informal…

Nos bajamos del coche y caminamos hacia el café. Al acercarme pude ver, colgados de la marquesina, unos brillantes carteles de cartón que anunciaban varias ofertas especiales.

– Todo es muy informal -repitió Christoff, abriendo la puerta del local e invitándome a pasar-. Por favor, considérese en su casa.

La decoración interior era bastante básica. Grandes ventanales rodeaban el local; aquí y allá, había pósters con anuncios de refrescos y cacahuetes pegados en la pared con celo. Algunos estaban descoloridos por el sol, y uno no era ya sino un rectángulo de un desvaído azul. Incluso ahora, con el cielo nublado, había cierta crudeza en la luz que inundaba el recinto.

Había ocho o nueve hombres sentados a las mesas del fondo. Tenían delante sendos boles humeantes de algo que parecía puré de patatas. Al entrar los había visto comer ávidamente con largas cucharas de madera, pero habían dejado de hacerlo y me miraban con fijeza. Uno o dos hicieron ademán de levantarse, pero Christoff les saludó jovialmente y les hizo una seña con la mano para que siguieran sentados. Luego, volviéndose a mí, dijo:

– Como ve, el almuerzo ha empezado sin nosotros. Pero dada nuestra tardanza, estoy seguro de que no tendrá inconveniente en disculparles. En cuanto a los que faltan, bueno, seguro que no tardarán mucho. En cualquier caso, no deberíamos perder más tiempo. Si hace el favor de acercarse, señor Ryder: voy a presentarle a estos buenos amigos.

Iba a acercarme hacia ellos cuando advertí que un hombre corpulento, con barba y delantal a rayas nos dirigía furtivas señas desde detrás de la barra.

– Muy bien, Gerhard -dijo Christoff, volviéndose al hombre barbudo con un encogimiento de hombros-. Empezaré por ti. Éste es el señor Ryder.

El hombre barbudo me estrechó la mano y dijo:

– Su comida estará lista en un momento, señor. Debe de estar hambriento.

Le susurró a Christoff unas palabras rápidas, mirando mientras lo hacía hacia el fondo del café.

Christoff y yo seguimos la mirada del hombre barbudo. Como si hubiera estado esperando que nuestra atención se fijara en él, un hombre que estaba sentado a solas en el último rincón del local se levantó de su asiento. Era robusto y de pelo gris, de unos cincuenta y tantos años, con camisa y una brillante chaqueta blanca. Empezó a acercarse hacia nosotros y, de pronto, se detuvo en mitad del salón y sonrió a Christoff.

– Henri -dijo, y alzó los brazos en ademán de saludo.

Christoff miró fríamente al hombre, y luego desvió la mirada.

– Aquí no se te ha perdido nada -dijo.

El hombre de la chaqueta blanca pareció no oír lo que Christoff le había dicho.

– He estado observándote, Henri -continuó afablemente, señalando con un gesto el exterior del café-. Te he visto por la ventana cuando venías desde el coche. Sigues andando encorvado. En un tiempo era una especie de pose, pero ahora parece que va en serio. Y no hay por qué, Henri. Las cosas pueden no irte bien, pero no tienes por qué encorvarte.

Christoff continuó dándole la espalda.

– Vamos, Henri. No seas infantil.

– Ya te lo he dicho -dijo Christoff-. No tenemos nada que decirnos.

El hombre de la chaqueta blanca se encogió de hombros y avanzó unos pasos hacia nosotros.

– Señor Ryder -dijo-, en vista de que Henri no tiene ninguna intención de presentarnos, me presentaré yo mismo. Soy el doctor Lubanski. Como ya sabe, Henri y yo fuimos íntimos en un tiempo. Pero ahora, como puede ver, ni siquiera se digna a hablarme.

– No eres bienvenido aquí. -Christoff seguía sin mirarle-. Nadie quiere verte aquí.

– ¿Ve, señor Ryder? Henri siempre ha tenido ese lado infantil. Ese lado tan tonto. Yo hace ya tiempo que asumí el hecho de que nuestros caminos se habían bifurcado. Hubo un tiempo en que solíamos sentarnos a charlar durante horas. ¿No es cierto, Henri? Analizábamos esta obra o aquella, discutíamos cada aspecto de una u otra sentados en la Schoppenhaus, con una jarra de cerveza. Aún recuerdo con cariño aquellos días de la Schoppenhaus. A veces desearía incluso no haber tenido el buen juicio de disentir de ti entonces. Poder volver a sentarme contigo esta noche, pasarnos horas hablando y discutiendo de música, de cómo preparas esta o esa pieza. Vivo solo, señor Ryder… Y ya puede imaginarse -rió tímidamente-, la vida puede volverse demasiado solitaria en ocasiones… Y entonces pienso para mí: qué estupendo sería poder sentarse otra vez con Henri para charlar de alguna partitura que estuviera preparando. Hubo un tiempo en que Henri no hacía nada sin consultarme antes. ¿No es cierto, Henri? Vamos, no seas niño… Seamos civilizados, al menos.

– ¿Por qué tiene que pasar esto hoy precisamente? -gritó de pronto Christoff-. ¡Nadie te quiere aquí! ¡Todo el mundo está aún furioso contigo! ¡Mira! ¡Compruébalo por ti mismo!

El doctor Lubanski, haciendo caso omiso de este estallido, abordó otra parcela de la memoria relativa a ambos. El meollo de la historia pronto escapó a mi comprensión, y me sorprendí mirando más allá del doctor Lubanski, hacia las personas que contemplaban con nerviosismo la escena desde las mesas del fondo. Ninguna de ellas parecía tener más de cuarenta años. Tres eran mujeres, y una de ellas, concretamente, me miraba con especial intensidad. Tendría poco más de treinta años, vestía largas ropas negras y llevaba gafas de pequeños y gruesos cristales. Habría seguido estudiando más detenidamente a las demás, pero en ese preciso instante volví a recordar el atareado día que me esperaba, y lo imperioso de mantenerme firme con mis anfitriones si no quería ser retenido en aquel lugar más tiempo del estrictamente necesario.

Cuando el doctor Lubanski hizo una pausa, toqué el brazo de Christoff y le dije con voz suave:

– Me pregunto si los demás tardarán mucho en llegar.

– Bueno… -Christoff paseó la mirada en torno. Y luego dijo-: Parece que por hoy vamos a ser sólo los que estamos…

Me dio la impresión de que esperaba que lo contradijeran. Pero cuando vio que nadie decía nada se volvió a mí con una breve carcajada.

– Una reunión muy reducida… -dijo-. Pero qué más da, tenemos aquí a las mejores mentes de la ciudad, se lo aseguro. Por favor, señor Ryder…

Empezó a presentarme a sus amigos. Uno tras otro, a medida que Christoff fue mencionando los nombres, me sonrieron con nerviosismo y me dedicaron un saludo. Mientras se hacían las presentaciones vi que el doctor Lubanski se dirigía despacio hacia el fondo del café, sin apartar la mirada del grupo en ningún momento. Entonces, cuando Christoff ultimaba ya las presentaciones, soltó una sonora carcajada que hizo que Christoff interrumpiera lo que estaba haciendo y le lanzara una mirada de fría cólera. El doctor Lubanski, que ya se había sentado a su mesa del rincón, soltó otra carcajada y dijo:

– Bien, Henri, veo que sea lo que fuere lo que has perdido en el curso de los años, no has perdido el temple. ¿Vas a repetirle toda la saga Offenbach al señor Ryder? ¿Al señor Ryder? Sacudió la cabeza.

Christoff siguió mirando con fijeza a su antiguo amigo. Parecía a punto de asomarle a los labios alguna demoledora réplica, pero en el último momento apartó la mirada sin decir nada.

– Échame de aquí si quieres -dijo el doctor Lubanski, volviendo a su puré de patatas-. Pero empiezo a tener la impresión… -movió en abanico la cuchara de madera-, tengo la impresión de que no a todo el mundo le molesta tanto mi presencia. Podríamos votar. Me marcharé gustosamente si de verdad no quieren que me quede. ¿Qué tal si lo hacemos a mano alzada?

– Si quieres quedarte, me tiene sin cuidado -dijo Christoff-. No me importa en absoluto. Tengo mis hechos. Los tengo aquí. -Levantó una carpeta azul que había sacado de alguna parte y le dio unos golpecitos con la palma-. Yo estoy muy seguro de mis razones. Tú puedes hacer lo que te venga en gana.

El doctor Lubanski volvió los ojos hacia los demás con un encogimiento de hombros que parecía decir: «¿Qué se puede hacer con un hombre como éste?» La mujer de las gafas de cristales gruesos apartó de inmediato la mirada, pero sus compañeros parecían sobremanera confusos, y hubo incluso algunos que le devolvieron una tímida sonrisa.

– Señor Ryder -dijo Christoff-, por favor, tenga a bien sentarse y ponerse cómodo. Gerhard volverá enseguida con su almuerzo. Y ahora… -Dio una palmada, y su voz adoptó el tono de quien se dirige a un gran auditorio-: Señoras y señores, en primer lugar, y en nombre de todos los aquí presentes, debo agradecer al señor Ryder el haber aceptado venir a mantener un debate con nosotros interrumpiendo el normal curso de su estancia en nuestra ciudad, sin duda breve y llena de compromisos…

– No, no has perdido el temple -exclamó el doctor Lubanski desde su rincón-. No te intimida mi presencia; ni siquiera te intimida el señor Ryder. Qué valor el tuyo, Henri…

– No estoy intimidado -replicó Christoff-, ¡porque tengo aquí los hechos! ¡Y los hechos son los hechos! ¡Son la prueba! Sí, hasta el señor Ryder… Sí, señor -se volvió hacia mí-, hasta un hombre de su reputación… ¡Hasta un hombre como usted está obligado a remitirse a los hechos]

– Bien, esto va a ser digno de verse -dijo el doctor Lubanski dirigiéndose a los otros-. Un violoncelista provinciano dando lecciones al señor Ryder. Estupendo. Oigámosle, oigámosle.

Durante uno o dos segundos, Christoff vaciló. Luego, ya con cierto aplomo, abrió la carpeta y dijo:

– Si se me permite, empezaré por un caso concreto que a mi juicio nos conduce al quid de la controversia relativa a las armonías en anillo.

Durante los minutos que siguieron Christoff expuso los antecedentes del caso de cierta familia de negociantes locales. Hojeaba los papeles de la carpeta y de cuando en cuando leía una cita o aportaba un dato estadístico. Parecía presentar el caso de forma bastante competente, pero había algo en su tono -su exposición innecesariamente despaciosa, su modo de explicar las cosas dos o tres veces…- que me crispó los nervios de inmediato. Y pensé que, ciertamente, el doctor Lubanski tenía un punto de razón. Había algo de ridículo en el hecho de que aquel músico fracasado de provincias pretendiera aleccionarme.

– ¿Y a eso lo llamas un hecho? -le interrumpió el doctor Lubanski. Christoff estaba leyendo un pasaje de las actas de una reunión de cierto comité cívico-. ¡Ja! Los «hechos» de Henri son siempre harto interesantes, ¿no les parece?

– ¡Dejadle acabar su exposición! ¡Dejad que Henri le exponga el caso al señor Ryder!

Quien había hablado era un joven mofletudo que llevaba una chaqueta corta de cuero. Christoff le sonrió con ademán aprobador. El doctor Lubanski alzó la mano y dijo:

– De acuerdo, de acuerdo.

– ¡Que termine su exposición! -volvió a decir el joven mofletudo-. Luego veremos. Veremos lo que el señor Ryder saca en limpio de todo esto. Y entonces lo sabremos de una vez por todas.

Al parecer Christoff tardó unos cuantos segundos en asimilar las implicaciones de estas últimas palabras. Al principio se quedó paralizado, con la carpeta levantada entre las manos. Luego fue paseando la mirada por las caras de quienes le escuchaban como si las viera por primera vez en la vida. Los ojos de los presentes seguían clavados en él, expectantes. Por espacio de un instante Christoff pareció seriamente «tocado». Al cabo miró hacia otra parte y murmuró, casi para sí mismo:

– Son, en efecto, hechos. He recopilado pruebas. Cualquiera de vosotros puede verlas, examinarlas detenidamente. -Miró en la carpeta que tenía delante-. Estoy resumiendo las pruebas para no extenderme. Eso es todo. -Luego, tras un esfuerzo, pareció recuperar su aplomo-. Señor Ryder -dijo-, si es tan amable de tener un poco de paciencia conmigo…, creo que no tardaré mucho en aclarar cumplidamente las cosas.

Christoff siguió desgranando su argumentación con un punto de tensión en la voz, aunque con un tenor muy parecido al precedente. Mientras seguía hablando, recordé cómo la noche anterior había yo renunciado a unas preciosas horas de sueño a fin de avanzar en mi investigación de las condiciones locales; cómo, pese a mi gran cansancio, había entrado en el cine y había hablado con los líderes ciudadanos sobre los problemas de la ciudad. Las repetidas alusiones de Christoff a mi presunta ignorancia -en aquel preciso instante se embarcaba en una larga digresión encaminada a explicar un punto para mí absolutamente obvio- estaban consiguiendo llevarme poco a poco a la exasperación.

Pero al parecer yo no era el único impaciente. Varios de los presentes se movían incómodos en sus asientos. Advertí que la mujer joven de las gafas de cristales gruesos desplazaba su mirada airada de la cara de Christoff a la mía, y que -a juzgar por su semblante- varias veces estuvo a punto de interrumpir la perorata. Pero al final fue el hombre de pelo muy corto que estaba sentado a mi espalda quien intervino diciendo:

– Un momento, un momento. Antes de seguir, dejemos algo bien claro. De una vez por todas.

La risa del doctor Lubanski nos llegó de nuevo desde el fondo del café.

– Claude -dijo Christoff-, éste no es momento…

– ¡No! Ahora que está aquí el señor Ryder, quiero que la cuestión quede zanjada.

– Claude, no es momento de volver a sacar eso a colación… Estoy exponiendo mis razones para demostrar…

– Quizá sea trivial. Pero dejémoslo zanjado. Señor Ryder, ¿es cierto que las tríadas pigmentadas poseen valores emocionales intrínsecos con independencia del contexto? ¿Es usted de esa opinión?

Sentí que me convertía de súbito en el centro del recinto. Christoff me dirigió una rápida mirada, algo parecido a una súplica mezclada con miedo. Pero a la vista de la sinceridad de la pregunta -y, por descontado, del presuntuoso proceder de Christoff hasta el momento-, no vi razón alguna para no responder con la mayor de las franquezas. Así pues, dije:

– Una tríada pigmentada no posee propiedades emocionales intrínsecas. De hecho, su color emocional puede cambiar significativamente no sólo según el contexto, sino también según el volumen. Es mi opinión personal.

Nadie dijo nada, pero el impacto de mi afirmación era claramente perceptible. Una tras otra, las miradas se volvieron a Christoff, que ahora fingía ensimismarse en su carpeta. Al cabo el hombre llamado Claude dijo con voz apacible:

– Lo sabía. Siempre lo he sabido.

– Pero te convenció de que estabas equivocado -dijo el doctor Lubanski-. Te forzó a creer que estabas equivocado.

– ¿Qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando? -clamó Christoff-. Claude, nos has llevado a una cuestión completamente tangencial. Y al señor Ryder no le sobra el tiempo. Hemos de volver al caso Offenbach.

Pero Claude parecía enfrascado en sus pensamientos. Al final se volvió y miró hacia el doctor Lubanski, que asintió con la cabeza y le dirigió una sonrisa grave.

– El señor Ryder dispone de muy poco tiempo -volvió a decir Christoff-. Así que si no os importa, trataré de resumir mis argumentos.

Christoff empezó a exponer los -a su juicio- puntos clave de la tragedia de la familia Offenbach. Había adoptado un aire como de indiferencia, aunque para entonces resultaba ya evidente que se hallaba profundamente trastornado. En cualquier caso, a estas alturas yo ya había dejado de escucharle; su comentario sobre mi escasez de tiempo disponible, sin embargo, me había hecho recordar de pronto que Boris seguía sentado en aquel pequeño café, esperándome.

Caí en la cuenta de que, desde que lo había dejado allí solo, había transcurrido un lapso de tiempo considerable. Visualicé al pequeño al poco de mi partida, sentado en un rincón del local con su bebida y su pastel, aún lleno de expectación ante la excursión que le esperaba. Podía verlo mirando alegremente hacia los clientes sentados en la soleada terraza, y de cuando en cuando más allá, hacia el tráfico de la calle, al que pronto se incorporaría él camino del antiguo apartamento. Volvería a recordar una vez más el antiguo apartamento, el armario de la esquina de la sala donde -cada día estaba más seguro- había dejado la caja que contenía al Número Nueve. Luego, con el paso de los minutos, las dudas que siempre se habían mantenido al acecho en alguna parte, las dudas que hasta entonces había conseguido mantener bien soterradas, empezarían a reptar hacia la superficie. Pero Boris aún conseguiría seguir un tiempo más sin dejarse vencer por el desánimo. Me habían demorado inesperadamente, eso era todo. O me había ido a alguna parte a comprar algo de comer para la excursión. En cualquier caso, al día aún le quedaban muchas horas por delante. Luego, la camarera escandinava le preguntaría si quería tomar algo más, y al hacerlo delataría cierto tono de preocupación que a Boris no le pasaría inadvertido. Y él intentaría un renovado despliegue de despreocupación, quizá pidiendo bravuconamente otro batido. Pero los minutos seguirían pasando, inexorables. Boris vería que, fuera en la terraza, clientes que habían llegado mucho más tarde que él doblaban el periódico, se levantaban y se marchaban. Vería cómo el cielo se iba nublando, cómo el día avanzaba hacia la tarde. Volvería a pensar en el antiguo apartamento que tanto había amado, en el armario de la sala, en el Número Nueve, y poco a poco, a medida que iba apurando lo que quedaba del pastel de queso, empezaría de nuevo a hacerse a la idea de que una vez más iba a fallarle, de que no íbamos a llevar a cabo la excursión proyectada.

Varias voces gritaban a mi alrededor. Un joven de traje verde se había levantado y trataba de llamar la atención de Christoff sobre determinado punto, mientras al menos otros tres agitaban los dedos en el aire tratando de hacer hincapié sobre algo.

– Pero eso no viene a cuento -les decía Christoff a voz en cuello-. Y, en todo caso, es sólo la opinión personal del señor Ryder…

Ello concitó una lluvia de virulentas críticas en su contra; casi todos los presentes querían responder al mismo tiempo. Pero al final Christoff volvió a acallar a gritos la protesta.

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Me doy perfecta cuenta de quién es el señor Ryder! ¡Pero las condiciones locales, las condiciones locales! ¡Ésa es otra cuestión! ¡Él aún desconoce nuestras particulares condiciones! Pero yo… Yo tengo aquí…

El resto de su alegato fue ahogado por las protestas de los presentes, pero Christoff alzó la carpeta por encima de la cabeza y la blandió en el aire.

– ¡Qué temple! ¡Qué temple! -gritó el doctor Lubanski desde el fondo del café, y soltó una risotada.

– Con el debido respeto, señor -decía ahora Christoff dirigiéndose a mí directamente-. Con el debido respeto, me sorprende que no muestre más interés por informarse de nuestras condiciones locales. De hecho, estoy sorprendido… Estoy sorprendido de que, pese a su saber y competencia, se limite simplemente a sacar conclusiones…

Volvió a oírse, más furioso incluso que antes, el coro de protestas.

– Por ejemplo -gritó Christoff por encima del clamor-. Por ejemplo, me sorprendió mucho que permitiera que la prensa…, ¡le fotografiara ante el monumento a Sattler!

Para mi consternación, esto hizo que el clamor cesara de pronto por completo.

– ¡Sí! -Era evidente: Christoff estaba encantado con el efecto que había logrado crear en los presentes-. ¡Sí! ¡Yo mismo le he visto! Cuando fui a recogerle hace un rato. Estaba de pie frente al monumento a Sattler. ¡Sonriendo, señalándolo con gestos!

El conmocionado silencio continuaba. Algunos de los presentes parecían sentirse violentos, mientras otros -incluida la joven de las gafas de cristales gruesos- me miraban con mirada inquisitiva. Sonreí, y a punto estaba de hacer un comentario al respecto cuando la voz del doctor Lubanski, ahora preñada de autoridad y autodominio, nos llegó desde el fondo del local:

– Si el señor Ryder ha decidido hacer algo así, su gesto sólo puede significar una cosa. Que la magnitud de nuestra desorientación es aún mayor de lo que sospechábamos.

Los ojos de los presentes se volvieron hacia él: el doctor Lubanski avanzó unos pasos hacia el grupo, se detuvo e inclinó la cabeza hacia un lado como si escuchara los sonidos ahogados de la autopista. Y luego prosiguió:

– El mensaje que nos dirige es algo que todos deberíamos tener muy en cuenta. ¡El monumento a Sattler! ¡Claro, tiene razón! ¡No se trata de ningún exceso, no señor! ¡Miraos a vosotros mismos, tratando aún de aferraras a las ideas necias de Henri! Hasta los que hemos comprendido al fin lo que valen, hasta nosotros, digo, hemos seguido mostrándonos complacientes con ellas. ¡El monumento a Sattler! ¡Sí, exacto! Nuestra ciudad se halla en un momento crítico. ¡Crítico!

Resultaba gratificante que el doctor Lubanski hubiera puesto de relieve de inmediato lo absurdo de la denuncia de Christoff, al tiempo que subrayaba el enérgico mensaje que yo había querido transmitir a la ciudad. Mi indignación contra Christoff, con todo, era ahora tan viva que decidí que había llegado el momento de bajarle los humos. Pero los presentes se habían puesto de nuevo a gritar todos a un tiempo. El hombre llamado Claude golpeaba una y otra vez la mesa con el puño para recalcar determinado punto ante un hombre de pelo entrecano con tirantes y botas embarradas. Al menos cuatro personas, desde diferentes partes del local, gritaban a Christoff. La situación parecía abocada al caos, y se me ocurrió que aquel era un momento tan bueno como el que más para largarme. Pero en el preciso instante en que me estaba levantando, la joven de gafas de cristales gruesos se «materializó» ante mí y dijo:

– Señor Ryder, por favor, vayamos hasta el fondo del asunto. Díganos: ¿tiene razón Henri al sostener que, en la obra de Kazan, no podemos abandonar la dinámica circular a cualquier costa?

No había hablado muy alto, pero su voz poseía la propiedad de resultar penetrante con independencia del volumen. Todos oyeron la pregunta, y el café se sumió al punto en el silencio. Varios de sus compañeros le dirigieron miradas incisivas, pero ella les miró a su vez con ojos duros y desafiantes.

– Sí, quiero preguntárselo -dijo-. Es una oportunidad única. No podemos desperdiciarla. Quiero preguntárselo. Señor Ryder, por favor, respóndanos.

– Pero aquí tengo los hechos… -musitó Christoff en tono mísero-. Aquí mismo. Lo tengo todo…

Nadie le hizo el menor caso. Las miradas volvían a estar fijas en mí. Consciente de que tendría que escoger cuidadosamente mis próximas palabras, me tomé el tiempo necesario. Y al final dije:

– Mi opinión personal es que Kazan nunca se sirve de las limitaciones formalizadas. Ni de la dinámica circular, ni siquiera de la estructura de barras. Lo que sucede es que hay demasiados estratos superpuestos, demasiadas emociones, sobre todo en sus obras últimas.

Sentí, físicamente casi, cómo la marea de respeto se deslizaba hacia mi persona. El hombre de cara mofletuda me miraba con algo cercano al temor reverencial. Una mujer con anorak de color escarlata decía en un susurro: «Eso es, eso es», como si yo acabara de articular algo que ella llevara años intentando formular. El hombre llamado Claude se había levantado y se acercaba a mí asintiendo enérgicamente con la cabeza. El doctor Lubanski asentía también, pero pausadamente, con los ojos cerrados, como diciendo: «Sí, sí, he aquí por fin un hombre que sabe realmente.» La joven de las gafas de cristales gruesos había permanecido, absolutamente inmóvil, pero seguía mirándome con atención extrema.

– Entiendo -continué- la tentación de recurrir a tales artificios. Hay un miedo natural a la música que impregna todos los recursos del músico. Pero la respuesta reside sin duda en alzarse hasta el nivel del reto, no en recurrir a limitaciones. Claro que el reto podría ser muy grande, en ese caso la respuesta estaría en dejar en paz a Kazan. Uno jamás debería tratar de hacer de una limitación una virtud.

Al oír esta última observación, muchos de los presentes parecieron no poder reprimir más sus sentimientos. El hombre del pelo entrecano estalló en vigorosos aplausos, y mientras lo hacía dirigía a Christoff furibundas miradas. Otros le dedicaron a Christoff nuevos gritos, y la mujer del anorak escarlata repetía de nuevo, esta vez en voz más alta: «Eso es, eso es, eso es.» Me sentí extrañamente estimulado y, alzando la voz sobre la excitación reinante, continué:

– Esas faltas de valor, según mi experiencia, suelen ir asociadas a otros rasgos muy poco atractivos. Una hostilidad hacia el tono introspectivo, la mayoría de las veces caracterizada por un uso excesivo de la cadencia interrumpida. Una marcada tendencia a casar inútilmente pasajes fragmentados. Y, a un nivel más personal, una megalomanía enmascarada tras unos modos modestos y agradables…

Me vi obligado a interrumpirme, pues ahora todos los presentes lanzaban gritos contra Christoff. Él, por su parte, levantaba la carpeta azul y pasaba las páginas en el aire, gritando:

– ¡Los hechos están aquí! ¡Aquí!

– Ni que decir tiene -grité por encima del bullicio- que ese es otro defecto muy común: ¡creer que el guardar algo en una carpeta lo convierte automáticamente en un hecho!

Mi comentario fue recibido por un estallido de risotadas que en el fondo no escondían sino una furia desatada. Entonces la joven de las gafas de cristales gruesos se puso en pie y se acercó a Christoff. Lo hizo con mucha calma, traspasando la barrera espacial en torno al violoncelista que hasta entonces nadie había rebasado.

– Viejo necio -dijo, y de nuevo su voz penetró con claridad meridiana en el centro del clamor-. Nos has arrastrado contigo en tu caída.

Luego, con deliberación, golpeó la mejilla de Christoff con el dorso de la mano.

Se hizo un silencio perplejo. Luego, de pronto, la gente empezó a levantarse de las sillas, a empujarse unos a otros en un claro intento de acercarse a Christoff con el vivo apremio de imitar a la joven de las gafas. Noté que una mano me sacudía el hombro, pero no hice ningún caso porque me tenía sobremanera preocupado lo que estaba sucediendo ante mis ojos.

– ¡No, no, ya basta! -El doctor Lubanski se las había arreglado para llegar hasta Christoff antes que nadie, y levantaba las manos para tratar de detener el ominoso avance-. ¡No, dejad en paz a Henri! ¿Qué diablos estáis haciendo? ¡Ya basta!

Probablemente fue la intervención del doctor Lubanski lo que salvó a Christoff de un ataque multitudinario en toda regla. Vi fugazmente el semblante perplejo y aterrado de Christoff, que apenas un instante después desapareció tras el airado grupo que lo cercaba. La mano me sacudía el hombro de nuevo, y me volví y vi al hombre barbudo -recordé que se llamaba Gerhard- ataviado con un delantal y con un humeante bol de puré de patatas en las manos.

– ¿Le apetece comer algo, señor Ryder? -preguntó-. Lamento haber tardado tanto. Pero ya ve, hemos tenido que hacer otro perol.

– Muy amable de su parte -dije-, pero lo cierto es que tengo que irme. He dejado a mi chico solo, y me está esperando. -Luego, llevándole hacia un lado, fuera del alboroto, añadí-: Me pregunto si podrá usted mostrarme cómo llegar a la fachada principal. -Porque, en efecto, acababa de acordarme de que aquel café y el pequeño local donde había dejado a Boris formaban parte del mismo edificio; se trataba de uno de esos establecimientos con varios locales que daban a distintas calles y se hallaban destinados a diferentes tipos de clientes.

El hombre barbudo pareció muy decepcionado por mi negativa a aceptar su comida, pero superó su disgusto y dijo:

– Sí, claro, señor Ryder. Es por aquí, sígame.

Le seguí hasta la parte delantera del local, donde, tras orillar la barra, llegamos a una puerta. El hombre barbudo la abrió y me invitó a pasar. Antes de trasponer el umbral, eché una última mirada hacia atrás y vi al hombre de cara mofletuda subido a una mesa, agitando en el aire la carpeta azul de Christoff. Entre los gritos airados se oía alguna risotada aislada, y la voz del doctor Lubanski seguía implorando en tono un tanto emocionado:

– ¡No, Henri ya ha tenido bastante! ¡Por favor, por favor! ¡Ya basta!

Pasé a una espaciosa cocina enteramente alicatada con azulejos blancos. Percibí un fuerte olor a vinagre y vi a una mujer corpulenta inclinada sobre una cocina chisporroteante, pero el hombre barbudo ya había cruzado la cocina y estaba abriendo otra puerta en la pared del fondo.

– Es por aquí, señor -dijo, invitándome a pasar.

La puerta era particularmente alta y estrecha. De hecho era tan estrecha que sólo permitía el paso de un cuerpo ladeado. Además, cuando escruté el otro lado, no vi más que negrura. Tenía que ser por fuerza el armario de las escobas. Pero el hombre barbudo volvió a indicarme con una seña:

– Por favor, tenga cuidado con los escalones, señor Ryder.

Me percaté entonces de que había tres escalones ascendentes -quizá cajas de madera ensambladas unas sobre otras-. Deslicé el cuerpo a través del hueco de la puerta y subí con cuidado un escalón tras otro. Al llegar arriba vi un pequeño rectángulo de luz. Avancé dos pasos, me situé ante él, miré por el rectángulo de cristal y vi una sala llena de sol. Había mesas y sillas, y reconocí el local donde había dejado a Boris horas atrás. Vi a la camarera jovencita y regordeta -me hallaba contemplando la escena desde detrás de la barra-, y al otro lado, en un rincón, a Boris con la mirada perdida y una expresión disgustada. Había terminado el pastel y, ensimismado, pasaba el tenedor por el mantel. Con excepción de una joven pareja sentada junto a la ventana, el interior del café estaba vacío.

Sentí que algo se apretaba contra mi costado: el hombre barbudo se había deslizado hasta situarse a mi espalda, y estaba en cuclillas en la oscuridad con un manojo de llaves en las manos. Instantes después, el tabique entero se abrió y traspasé el umbral y me vi de lleno en el café.

La camarera se volvió a mí y me sonrió. Luego llamó a Boris.

– Mira quién está aquí.

Boris me miró desde su mesa. Tenía la cara larga.

– ¿Dónde has estado? -dijo en tono cansino-. Has tardado siglos.

– Lo siento muchísimo, Boris -dije yo. Luego le pregunté a la camarera-: ¿Se ha portado bien?

– Oh, es un cielo. Me ha estado contando lo de la casa donde vivían antes. La urbanización y el lago artificial y todo eso…

– Ah, sí -dije-. El lago artificial. Sí, estábamos a punto de ir de visita…

– ¡Pero es que has tardado siglos! -dijo Boris-. ¡Ahora llegaremos tarde!

– Lo siento muchísimo, Boris. Pero no te preocupes, nos queda mucho tiempo. Y el antiguo apartamento no se va a ir de donde está, ¿no te parece? Pero tienes razón, ya tendríamos que estar saliendo. Espérame un momento. -Me volví a la camarera, que había empezado a decirle algo al hombre barbudo-. Perdone, pero me preguntaba si podría decirnos el modo más sencillo de llegar al lago artificial.

– ¿Al lago artificial? -La camarera señaló la ventana-. Ese autobús que espera ahí fuera. Les llevará directamente.

Miré hacia donde apuntaba la camarera y vi que enfrente de nosotros, más allá de las sombrillas de la terraza, había un autobús parado junto a la bulliciosa acera.

– Lleva ya esperando bastante tiempo -prosiguió la camarera-. Será mejor que suban. Creo que está a punto de salir.

Le di las gracias y, haciéndole una seña a Boris para que me siguiera, salí al sol de la calle.

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