31

La carretera siguió atravesando el bosque durante un rato. Al cabo los árboles fueron haciéndose más dispersos y pude vislumbrar a lo lejos la primera luminosidad del alba. Luego ya no hubo más árboles, y llegué a unas calles vacías.

La luz roja del semáforo me obligó a detenerme en un cruce, y mientras esperaba, en medio del silencio -no había ningún otro coche a la vista-, a que la luz cambiara, miré a mi alrededor y vi que poco a poco iba reconociendo el barrio donde me encontraba. Estaba ya, caí en la cuenta, muy cerca del apartamento de Sophie; en efecto, la calle que tenía enfrente me llevaría directamente hasta él. Recordé también que el apartamento se hallaba encima de una barbería, y cuando las luces cambiaron atravesé el cruce, entré en la silenciosa calle y me puse a estudiar atentamente los edificios ante los que pasaba. Al final vi a lo lejos dos figuras que parecían esperar junto al bordillo, y pisé el acelerador.

Sophie y Boris sólo llevaban encima unas chaquetas ligeras, y al parecer se habían enfriado con el aire de la mañana temprana. Vinieron corriendo hacia el coche, y Sophie, inclinándose hacia mi ventanilla, me gritó con enfado:

– ¡Has tardado siglos! ¿Por qué has tardado tanto?

Antes de que pudiera responder, Boris puso una mano sobre el brazo de su madre, y dijo:

– No pasa nada. Llegaremos a tiempo. No pasa nada.

Miré a Boris. Llevaba una gran cartera que parecía el maletín de un médico y que le daba un aire de gravedad un tanto cómico. Pero sus modos eran extrañamente tranquilizadores, y parecieron calmar a su madre.

Pensaba que Sophie iba a sentarse a mi lado, pero los dos ocuparon los asientos traseros.

– Perdonad -dije, mientras daba media vuelta en el centro de la calle-, pero aún no conozco bien la zona.

– ¿Quién está con él ahora? -preguntó Sophie, de nuevo con voz tensa-. ¿Está cuidándole alguien?

– Está con sus colegas. Están todos con él. Todos y cada uno de ellos.

– ¿Lo ves? -dijo Boris con voz suave a mi espalda-. Te lo dije. Así que no te preocupes. Todo saldrá bien.

Sophie dejó escapar un hondo suspiro, pero parecía que Boris había vuelto a lograr que se calmara. Un momento después, oí que Boris decía:

– Le están cuidando como es debido. Así que no te preocupes. Le están cuidando perfectamente. ¿No es cierto?

Era obvio que la pregunta iba dirigida a mí. Yo me sentía un poco molesto por el papel que Boris se había asignado a sí mismo -tampoco me agradaba que se hubieran sentado atrás los dos juntos, como si yo fuera un taxista-, y decidí no responder.

Durante los minutos que siguieron avanzamos en silencio. Llegamos al cruce, y a partir de allí me esforcé cuanto pude por recordar el camino de vuelta hacia la carretera del bosque. Estábamos aún en las calles desiertas de la ciudad cuando Sophie dijo con voz muy suave, apenas audible por encima del ruido del motor:

– Es un aviso.

No sabía si se dirigía a mí, y me disponía a mirar por encima del hombro para cerciorarme cuando oí que añadía con la misma voz casi inaudible:

– Boris, ¿me estás escuchando? Tendremos que hacer frente a la situación. Es un aviso. Tu abuelo se está haciendo viejo. Necesita bajar el listón. De nada vale tratar de negarlo. Necesita bajar el listón.

Boris respondió algo, pero no pude oírle. -Llevo algún tiempo pensando en ello -continuó Sophie-. Nunca te he dicho nada porque sé lo mucho que le…, lo mucho que piensas en tu abuelo. Pero llevo ya algún tiempo pensándolo. Hubo otras señales antes de ésta, hace ya tiempo. Pero ahora que ha sucedido esto, ya no podemos cerrar los ojos a la realidad. Se está haciendo viejo, y tiene que bajar su ritmo de trabajo. He hecho algunos planes; nunca te he dicho nada, pero llevo ya algún tiempo haciendo planes al respecto. Voy a tener que hablar con el señor Hoffman; voy a tener una seria charla con él acerca del futuro de tu abuelo. Ya tengo toda la información preparada. He hablado con el señor Sedelmayer, del Hotel Imperial, y con el señor Weissberg, del Ambassadors. Nunca te he dicho nada, pero yo ya veía que el abuelo no estaba tan fuerte como antes. Así que me he estado informando. No suele ser nada raro que, cuando alguien lleva tanto tiempo como tu abuelo trabajando en un hotel, no suele ser nada raro que llegado cierto punto le den otro tipo de trabajo un poco diferente. Y que no tenga que trabajar tanto como antes. En el Hotel Imperial hay un hombre, mucho mayor que tu abuelo, un hombre al que ves nada más entrar en el vestíbulo. En su tiempo fue chef, pero cuando se hizo demasiado viejo para seguir haciendo ese trabajo, decidieron darle otra ocupación. Lleva un espléndido uniforme, y está en una esquina del vestíbulo, detrás de un gran mostrador de caoba, y desempeña tareas de papeleo. El señor Sedelmayer dice que trabaja muy bien, que se gana cada céntimo del sueldo. Los clientes, en especial los habituales, se sentirían ofendidos si al entrar no vieran a ese viejo empleado detrás del mostrador de caoba. Es algo que da mucha distinción al establecimiento. Bien, y he pensado hablar de ello con el señor Hoffman. El abuelo podría hacer algo parecido. Le pagarían menos, por supuesto, pero podría seguir teniendo su pequeño cuarto, con el que está tan encariñado, y las comidas. Puede que pudieran ponerle detrás de un mostrador, como al ex chef del Imperial, pero el abuelo quizá prefiera estar de pie en alguna parte. Con un uniforme especial, en alguna parte del vestíbulo. No me refiero a que tenga que ser de inmediato. Pero sí pronto. Ya no es tan joven, y esto ha sido un aviso. No podemos negarnos a la evidencia. De nada vale que finjamos que no ha pasado nada.

Sophie guardó silencio unos instantes. Para entonces ya habíamos llegado a la linde del bosque. El cielo del amanecer se hallaba ahora teñido de una tonalidad purpúrea.

– No te preocupes -dijo Boris-. El abuelo se pondrá bien.

Oí que Sophie dejaba escapar un hondo suspiro. Y que luego decía:

– Así tendría más tiempo libre. No tendría tanto trabajo, y podrías pasar más tardes con él en la ciudad antigua. O podríais pasarlas donde os apeteciera. Pero necesitará un buen abrigo. Por eso le llevo éste ahora. Ya es hora de que se lo dé. Lo tengo desde hace demasiado tiempo.

Oí un crujido de papel a mi espalda, y al mirar por el retrovisor vi que Sophie tenía a su lado el blando paquete de color castaño que contenía el abrigo de su padre. Entonces tuve que atraer su atención para preguntarle algo relacionado con el camino a seguir, y ella pareció reparar en mi presencia por primera vez desde que los había recogido junto a su apartamento. Se inclinó hacia mí y me dijo muy cerca del oído:

– Llevo ya tiempo preparada para esto. Tengo que hablar muy pronto con el señor Hoffman.

Murmuré algo en señal de asentimiento, y al adentrarnos en el bosque puse las luces largas.

– Hay gente -dijo Sophie- que actúa como si fuera a estar en el mundo eternamente. Yo nunca he podido hacer eso.

Durante los minutos siguientes guardó silencio, pero yo podía sentir su presencia muy cerca, y -no sabría decir por qué- al poco me sorprendí esperando sentir el contacto de sus dedos en mi cara. Luego dijo con voz queda:

– Me acuerdo. De cuando mamá murió. Qué solos nos quedamos.

Volví a mirarla por el retrovisor. Seguía inclinada hacia adelante, hacia mí, pero tenía la mirada fija en el bosque que discurría a nuestro paso.

– No te preocupes -dijo suavemente; hizo un gesto y el paquete del abrigo crujió otra vez-. Me ocuparé de que estemos bien. Los tres. Me ocuparé de ello, ya veréis.

Estacioné el coche en un pequeño aparcamiento de la parte trasera de la sala de conciertos. Enfrente había una puerta con la lámpara del dintel aún encendida, y aunque no era la puerta que había utilizado antes me apeé del coche y me dirigí deprisa hacia ella. Cuando miré hacia atrás vi que Boris ayudaba a Sophie a bajar del coche. Mientras se acercaban con paso vivo hacia el edificio, siguió manteniendo una mano protectora en la espalda de su madre, y la cartera-maletín de médico que llevaba asida con fuerza con la otra mano se bamboleaba y le golpeaba las piernas.

La puerta nos condujo al largo pasillo circular, y casi de inmediato nos vimos obligados a echarnos hacia un lado para dar paso a un carrito empujado por dos hombres. La temperatura era ahora unos cuantos grados más elevada que antes -el ambiente era sofocante-, y enseguida vi a dos músicos con traje de etiqueta que charlaban afablemente en una puerta, y caí en la cuenta con alivio de que no estábamos muy lejos del camerino de Gustav.

Al avanzar por el pasillo vi que cada vez había en él más miembros de la orquesta. La mayoría se había ya cambiado para el concierto, pero el talante entre ellos parecía seguir siendo desenfadado y frivolo. Gritaban y reían más que nunca, y en un momento dado por poco tropezamos con un hombre que salía de un camerino con un violoncelo sostenido entre los brazos a modo de guitarra. Y entonces oí que alguien decía:

– Oh, el señor Ryder, ¿no es cierto? Nos conocemos ya, ¿se acuerda?

Un grupo de cuatro o cinco hombres que pasaban por el pasillo se habían parado y miraban en dirección a nosotros. Llevaban todos ellos traje de etiqueta, y advertí al instante que estaban borrachos. El hombre que había hablado llevaba un ramo de rosas en la mano y, al acercarse hacia nosotros, lo agitó en el aire sin ningún cuidado.

– En el cine, la otra noche, -dijo-. Nos presentó el señor Pedersen. ¿Cómo está usted, señor? Mis amigos me dicen que me comporté muy mal la otra noche y que debo pedirle disculpas.

– Oh, sí -dije, reconociéndole-. ¿Cómo está usted? Me alegro de volver a verle. Por desgracia, tengo algo muy urgente que…

– Confío en no haber sido grosero la otra noche -dijo el hombre borracho, viniendo hasta mí y plantándome la cara a un palmo de la mía-. Nunca quiero ser grosero.

Al oírle, sus amigos emitieron ruidos de reprimido regocijo.

– No, no lo fue. En absoluto -dije-. Pero ahora debe disculparme…

– Estábamos buscando -dijo el hombre borracho- al maestro. No, no a usted, señor. A nuestro propio maestro. Le hemos traído flores, ¿ve? Como muestra de nuestro gran respeto. ¿Tiene alguna idea de dónde podríamos encontrarle, señor?

– No, lo lamento. No tengo la menor idea. Yo… No creo que puedan encontrar al señor Brodsky en el edificio en este momento.

– ¿No? ¿No ha llegado todavía? -El hombre borracho se volvió hacia sus compañeros-. Nuestro maestro no ha llegado todavía. ¿Qué os parece? -Y, dirigiéndose de nuevo a mí, dijo-: Le traemos flores. -Volvió a agitar el ramo, y cayeron al suelo unos cuantos pétalos-. Una muestra de cariño y respeto de la corporación municipal. Y de disculpa. Naturalmente. Por no


haberle comprendido en todo este tiempo. -Nos llegaron de nuevo las risas sofocadas de sus amigos-. Aún no ha llegado. Nuestro amado maestro. Bueno, en tal caso, seguiremos un rato más con los músicos. O quizá volvamos al bar. ¿Qué vamos a hacer, compañeros?

Vi que Sophie y Boris contemplaban la escena con creciente impaciencia.

– Disculpe -susurré, y eché a andar hacia adelante. A nuestra espalda, el grupo volvió a reír ahogadamente, pero decidí no mirar atrás.

Por fin amainó el bullicio, y poco después vimos a los mozos de hotel congregados al fondo del pasillo, junto a la puerta del último camerino. Sophie apretó el paso, pero cuando ya nos había adelantado cierto trecho se detuvo. Los maleteros, por su parte, al percatarse de nuestra llegada, se apartaron hacia los lados para dejarnos paso, y uno de ellos -un hombre nervudo con bigote al que recordaba del Café de Hungría- se acercó a nosotros. Parecía indeciso, y al principio se dirigió sólo a mí:

– Está aguantando bien, señor. Está aguantando bien. -Luego se volvió a Sophie, y bajando la mirada, dijo en voz baja-: Está aguantando bien, señorita Sophie.

Sophie, al principio, no respondió; se limitó a pasar junto a los mozos en dirección a la puerta entreabierta del camerino. Pero luego dijo de pronto, como para justificar su presencia allí:

– Le he traído algo. Aquí lo tengo. -Levantó el paquete-. Le he traído esto.

Alguien llamó a la puerta del camerino, y al punto aparecieron en el umbral dos maleteros. Sophie no dijo nada, y por espacio de unos segundos nadie pareció estar muy seguro de lo que decir o hacer a continuación. Entonces Boris se abrió paso hasta la puerta y alzó al aire el maletín negro.

– Por favor, caballeros -dijo-. Háganse a un lado, por favor. A un lado, por favor.

Les indicaba que se apartaran de la puerta. Los dos hombres que acababan de salir permanecieron en el umbral con expresión perpleja, mientras Boris les hacía señas con impaciencia.

– ¡Caballeros! ¡Háganse a un lado, por favor!

Cuando hubo logrado despejar un razonable espacio frente al camerino, Boris se volvió y miró a su madre. Sophie avanzó unos pasos hacia la puerta, pero se detuvo de nuevo. Fijó la mirada en ella -los dos mozos la habían dejado medio abierta- con expresión de cierto recelo. De nuevo nadie parecía saber qué hacer, y de nuevo fue Boris quien rompió el silencio.

– Mamá, espera aquí -dijo.

Y acto seguido se volvió y desapareció en el interior del camerino.

Vi que Sophie se tranquilizaba. Avanzó unos pasos hacia la puerta y -casi como al desgaire- se inclinó un poco hacia adelante para comprobar si podía vislumbrar algo del interior del camerino. Al ver que Boris había dejado la puerta casi cerrada por completo, se enderezó y se quedó allí de pie, esperando, como en la cola de un autobús, con el paquete entre los brazos.

Boris salió al cabo de unos minutos. Con su gran cartera-maletín de médico aún en la mano, cerró con cuidado la puerta a su espalda.

– El abuelo dice que está muy contento de que hayamos venido -dijo en tono suave, mirando a su madre-. Está muy contento.

Siguió mirando con fijeza la cara de su madre, y al principio me extrañó sobremanera la forma en que lo hacía. Pero luego caí en la cuenta de que aguardaba a que Sophie le diera un mensaje, que él transmitiría al instante volviendo a entrar en el camerino. Y, en efecto, Sophie se quedó unos segundos pensativa y al cabo dijo:

– Dile que le he traído una cosa. Un regalo. Que se lo voy a llevar yo misma enseguida. Que… Que me estoy preparando.

Cuando Boris desapareció de nuevo en el interior del camerino, Sophie se colocó el paquete encima de un brazo y con el otro comenzó a alisar las arrugas del suave papel castaño. Tal vez tuviera que ver con la palmaria inutilidad de aquel gesto, pero el caso es que me acordé de pronto de los asuntos que me quedaban por atender. Me acordé, por ejemplo, de que aún tenía que inspeccionar las instalaciones del auditórium, y de que mis posibilidades de poder hacerlo con algún viso de provecho disminuían por momentos.

– Volveré enseguida -le dije a Sophie-. Hay algo de lo que debo ocuparme.

Ella siguió alisando las arrugas del paquete y no me respondió. Me disponía a repetírselo con más fuerza cuando, pensándolo mejor, decidí no atraer la atención sobre mi persona de forma innecesaria, y salí apresurada y discretamente en busca de Hoffman.

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