La amplia y moderna oficina en la que me encontraba no se parecía en nada a ningún otro lugar que yo conociera del edificio. Era una especie de anexo, todo de cristal. No había iluminación alguna, y vi que finalmente había despuntado el alba. Suaves retazos de sol temprano fluctuaban sobre los inseguros montones de papeles, los archivadores, las carpetas y directorios esparcidos por las mesas. Había tres mesas, pero la señorita Stratmann estaba sola en la oficina.
Parecía estar muy ocupada, y me extrañó que hubiera apagado las luces, pues el pálido fulgor reinante era claramente insuficiente para leer o escribir. Sólo se me ocurrió conjeturar que la señorita Stratmann había apagado las luces momentáneamente para disfrutar de la vista del sol alzándose en la lejanía, tras los árboles. Y, en efecto, cuando entré la vi sentada en su mesa, con el auricular del teléfono en la mano y la mirada perdida en el paisaje que se divisaba a través de los gigantescos ventanales.
– Buenos días, señor Ryder -dijo, volviéndose hacia mí-. Estaré con usted en un segundo. -Siguió hablando por teléfono-: Sí, dentro de unos cinco minutos. Las salchichas también. Tendréis que empezar a freirlas dentro de unos minutos. Y la fruta. La fruta debería estar ya preparada.
– Señorita Stratmann -dije, acercándome a su mesa-. Hay asuntos más urgentes que dilucidar el momento idóneo para freír unas salchichas.
Me dirigió una rápida mirada, y volvió a decir:
– Le atenderé en un momento, señor Ryder.
Siguió hablando por teléfono, y escribió algo en un papel.
– Señorita Stratmann -dije, endureciendo el tono-. Tengo que pedirle que deje el teléfono y escuche lo que tengo que decirle.
– No cuelgues -dijo la señorita Stratmann a su interlocutor telefónico-. Tengo aquí una persona a la que será mejor que atienda. No tardaré nada. -Dejó a un lado el auricular y me dirigió una mirada airada-. ¿De qué se trata, señor Ryder?
– Señorita Stratmann -dije-. La primera vez que nos vimos, me aseguró usted que me tendría perfectamente informado de todos los aspectos de mi visita a la ciudad. Que me asesoraría en todo lo relacionado con mi programa y con la naturaleza de mis compromisos. Creí, pues, que era usted alguien con quien se podía contar para todo. Lamento tener que decir que mis expectativas se han visto bastante defraudadas.
– Señor Ryder, no sé a qué viene esa diatriba. ¿Hay algo en particular de lo que esté descontento?
– Estoy descontento con todo, señorita Stratmann. No he recibido informaciones importantes cuando las he necesitado. No he sido avisado de cambios de última hora en mi programa. No se me ha prestado apoyo o asistencia en momentos cruciales. Como resultado, no he podido prepararme para hacer frente a mis obligaciones como yo habría deseado. Sin embargo, y pese a todo lo que le menciono, me dispongo a salir en breve al escenario, donde trataré de salvar algo del desastre en que parece haberse convertido esta velada. Pero, antes de todo, tengo una cosa muy sencilla que preguntarle. ¿Dónde están mis padres? Han llegado hace ya rato en un carruaje con caballos, pero cuando he mirado en el auditórium no he podido verlos. No están en ninguno de los palcos ni en ninguno de los asientos preferentes del patio de butacas. Así que se lo pregunto otra vez, señorita Stratmann: ¿dónde están mis padres? ¿Por qué no han sido atendidos con el cuidado que prometieron dedicarles?
– Señor Ryder, llevo ya tiempo queriendo hablar con usted sobre este asunto. Nos complació mucho que hace meses nos informara usted de la intención de sus padres de visitar nuestra ciudad. A todo el mundo le encantó la idea. Pero debo recordarle, señor Ryder, que fue usted, y sólo usted, quien nos habló de los planes de sus padres al respecto. Bien, pues llevo tres días, y en especial el día de hoy, haciendo lo indecible para averiguar dónde se encuentran. He telefoneado repetidamente al aeropuerto, a la estación de ferrocarril, a las compañías de autobuses, a todos los hoteles de la ciudad…, y no he logrado hallar ni rastro de ellos. Nadie ha recibido ninguna comunicación al respecto, nadie los ha visto. Por tanto, señor Ryder, soy yo quien debo preguntarle a usted: ¿está usted seguro de que sus padres van a venir a esta ciudad?
A medida que le oía hablar me iban asaltando numerosas dudas, y de pronto sentí que algo empezaba a derrumbarse en mi interior. Para ocultar mi desazón, me volví y miré el amanecer a través de los cristales.
– Bueno -dije al cabo-. Esta vez estaba absolutamente seguro de que vendrían.
– Estaba absolutamente seguro… -La señorita Stratmann, cuyo orgullo profesional había yo sin duda maltratado, me miraba ahora con expresión acusadora-. ¿Se da usted cuenta, señor Ryder, de la cantidad de molestias que todo el mundo se ha tomado en previsión de la llegada de sus padres? Un grupo de damas locales se ha pasado semanas y semanas elaborando un programa para agasajar a sus padres durante su estancia en la ciudad. ¿Así que estaba totalmente seguro de que vendrían, dice usted…?
– Como es lógico -dije, riendo-, jamás habría dejado que la gente se tomara tantas molestias si no hubiera estado tan seguro. Pero lo cierto es que… -reí de nuevo de forma involuntaria-, lo cierto es que esta vez…, esta vez, por fin, estaba seguro de que vendrían. Así que no veo que estuviera tan fuera de lugar el darlo por sentado. Después de todo, ahora estoy en plenitud de facultades, pero ¿cuánto tiempo más voy a seguir viajando de este modo? Lamentaría mucho, claro está, haber causado todas estas molestias para nada, pero no creo que sea el caso. Tienen que estar en alguna parte. Además, les he oído. Cuando paré el coche en el bosque, oí cómo llegaban: el carruaje, los caballos… Les oí. Tienen que estar por ahí. Seguro. No creo que…
Me dejé caer en una silla cercana, y me di cuenta de que estaba llorando. De pronto recordé cuán remota había sido la posibilidad de que mis padres vinieran a la ciudad. No podía entender cómo había llegado a convencerme de ello hasta el punto de exigir explicaciones a Hoffman y a la señorita Stratmann de la forma en que acababa de hacerlo. Seguí llorando allí sentado, y al poco me percaté de que la señorita Stratmann estaba de pie a mi lado.
– Señor Ryder, señor Ryder… -repetía con delicadeza. Luego, cuando conseguí contener un poco las lágrimas, oí que me decía en tono afectuoso-: Señor Ryder. Quizá nadie se lo haya mencionado hasta ahora. Pero una vez, hace ya bastantes años, sus padres estuvieron en esta ciudad.
Dejé de llorar y la miré. Y ella me sonrió. Y luego fue despacio hasta el vasto cristal y se puso a mirar el amanecer.
– Debían de estar de vacaciones -dijo, con los ojos fijos en la lejanía-. Vinieron en tren y se pasaron dos o tres días visitando la ciudad. Como he dicho, fue hace bastante tiempo, y usted aún no era la celebridad que es hoy. Pero ya era conocido, en cualquier caso, y alguien, quizá algún empleado del hotel donde se hospedaban, le preguntó si tenían algún parentesco con usted. Ya sabe, por el apellido y la nacionalidad inglesa. Así es como se supo que aquella simpática pareja de ingleses de la tercera edad eran sus padres. Puede que no se les mimara tanto como se les habría mimado hoy, pero recibieron todo tipo de atenciones. Y luego, a lo largo de los años, mientras su fama crecía, la gente se acordaba de ello, de la vez en que sus padres visitaron la ciudad. Yo, personalmente, no puedo tener muchos recuerdos de esa visita porque era muy pequeña. Pero sí recuerdo haber oído hablar de ello.
Miré detenidamente su espalda.
– Señorita Stratmann, no me estará contando eso sólo para consolarme, ¿verdad?
– No, no. Es la verdad. Cualquiera puede confirmar lo que le he contado, y, como le digo, yo era muy niña entonces, pero hay montones de gente que podrá darle todo tipo de detalles. Además, se trata de una visita perfectamente documentada.
– Pero ¿parecían felices? ¿Se reían juntos, disfrutaron de sus vacaciones?
– Seguro que sí. Al decir de todos, se divirtieron mucho en la ciudad. De hecho todo el mundo los recuerda como una pareja muy simpática. Y se llevaban muy bien: eran muy amables y considerados entre ellos.
– Pero…, pero lo que le estoy preguntando, señorita Stratmann, es si se les trató bien, si fueron bien atendidos. Eso es lo que quiero saber…
– Pues claro que fueron bien atendidos. Y se divirtieron mucho. Fueron muy felices el tiempo que estuvieron aquí.
– ¿Cómo puede acordarse de eso? Ha dicho que no era más que una niña entonces.
– Lo que le estoy transmitiendo es cómo lo recuerda la gente.
– Si lo que me cuenta es cierto, ¿cómo es que nadie ha sacado a colación el asunto en todo el tiempo que llevo aquí?
La señorita Stratmann dudó unos instantes, y luego siguió mirando los árboles, el alba.
– No lo sé -dijo con voz suave, sacudiendo la cabeza-. No sé a qué puede ser debido. Pero tiene usted razón. La gente no habla mucho de ello. Pero no existe equivocación posible, se lo aseguro. Lo recuerdo muy bien de cuando era niña.
Del exterior llegaron los primeros cantos de los pájaros. La señorita Stratmann siguió mirando hacia los árboles lejanos, y quizá otros recuerdos de la niñez cruzaron por su mente en aquel momento. La observé unos instantes más, y dije:
– Dice que les trataron bien.
– Oh, sí. -La señorita Stratmann lo dijo casi en un susurro, mientras seguía con los ojos fijos en la lejanía-. Estoy segura de que les trataron bien. Debió de ser en primavera, y la primavera es tan maravillosa aquí… La gente les señalaría las cosas de interés; gente normal y corriente que pasaría por allí en aquel momento. Los edificios de especial interés, el museo de artesanía, los puentes… Y si entraban en alguna parte para tomarse un café y un tentempié y no sabían cómo pedirlos, quizá a causa del problema del idioma, los camareros o camareras les ayudarían con suma amabilidad. Oh, sí, seguro que se lo pasaron en grande en esta ciudad…
– Pero me ha dicho que vinieron en tren. ¿Les ayudó alguien con el equipaje?
– Oh, los mozos de la estación seguro que acudieron a ayudarles inmediatamente. Cargarían con las maletas hasta el taxi, y el taxista se ocuparía de todo a partir de ese momento. Les llevaría hasta el hotel, y todo solucionado… Estoy segura de que ni siquiera tuvieron que pensar en su equipaje.
– ¿El hotel? ¿Qué hotel era?
– Un hotel muy confortable, señor Ryder. Uno de los mejores hoteles de aquellos días. Seguro que les encantó. Seguro que disfrutaron cada minuto de su estancia.
– No estaría cerca de las principales carreteras, espero… Mi madre siempre ha odiado los ruidos del tráfico.
– En aquellos días, como es lógico, el tráfico no era ni por asomo lo que es hoy. Recuerdo que, cuando era niña, solía jugar a la comba o a la pelota con mis amigas en las calles del barrio donde vivíamos… ¡Hoy sería algo impensable! Oh, sí, solíamos jugar y jugar, a veces durante horas. Pero para volver a su pregunta, señor Ryder… -la señorita Stratmann se volvió hacia mí con una sonrisa melancólica-, el hotel donde se alojaron sus padres estaba muy alejado de cualquier tráfico. Era un hotel idílico. Hoy ya no existe, pero si quiere puedo enseñarle una foto. ¿Le apetecería verla? ¿Una foto del hotel donde estuvieron sus padres?
– Me encantaría, señorita Stratmann.
Volvió a sonreír, y recorrió el trecho que le separaba de su mesa. Pensé que iba a abrir uno de los cajones, pero en el último momento cambió de gesto y se dirigió hacia la pared opuesta de la oficina. Alargó la mano, tiró de un cordel y empezó a desenrollar una especie de gráfico mural. Pero vi que no era un gráfico sino una gigantesca fotografía en color. Siguió desenrollándola casi hasta el suelo, donde el mecanismo del rodillo emitió un clic y quedó fijado. Luego volvió hasta su mesa, encendió una lámpara portátil y dirigió la luz hacia la fotografía.
La estudiamos en silencio. El hotel evocaba -a menor escala- uno de esos castillos de cuento de hadas construidos por algún rey loco en el pasado siglo. Se alzaba en el borde de un hondo valle lleno de heléchos y flores de primavera. La instantánea había sido tomada en un día soleado, desde la ladera opuesta, y ofrecía un encuadre amable propio de una postal o un calendario.
– Creo que sus padres estuvieron en esta habitación de aquí -oí que me decía la señorita Stratmann. Había sacado un puntero y señalaba una ventana situada en uno de los torreones-. Seguro que disfrutaron de una bonita vista.
– Sí, ciertamente.
La señorita Stratmann bajó el puntero, pero siguió mirando la ventana, tratando de imaginar la hermosa vista que se disfrutaría desde ella. Mi madre debió de apreciar especialmente tal vista. Aun en el caso de que hubiera estado atravesando una de sus malas rachas, y hubiera tenido que pasarse los días acostada, debió de hallar un gran consuelo en aquella vista. Contemplaría cómo la brisa barría el fondo del valle, agitando los heléchos y el follaje de los retorcidos árboles que salpicaban la ladera del lado opuesto. Disfrutaría también de la vasta extensión de cielo visible desde la ventana. Miré más detenidamente la fotografía y vi, en primer plano, surcando la parte inferior derecha, una parte de la carretera de la colina en la que probablemente el fotógrafo se había situado para tomarla. Mi madre, casi con certeza, había podido ver esa carreera desde el cuarto. Y sin duda había podido contemplar ciertos retazos de la vida local. Vería, a lo lejos, un coche o una furgoneta de la tienda de comestibles, o incluso algún carro tirado
por caballos; y, de cuando en cuando, un tractor o un grupo de niños de excursión… Estampas que con toda seguridad le alegraron el ánimo.
Al cabo, mientras seguía mirando aquella ventana, volví a echarme a llorar. No tan incontroladamente como antes, sino con suavidad: las lágrimas me anegaron los ojos y me resbalaron por las mejillas. La señorita Stratmann vio las lágrimas, pero esta vez no pareció sentir la necesidad de acercarse para consolarme. Me sonrió con delicadeza y volvió a mirar la fotografía.
De pronto oí que llamaban a la puerta y di un respingo. Vi que la señorita Stratmann también se sobresaltaba.
– Disculpe, señor Ryder -dijo, y se dirigió hacia la puerta.
Me volví en la silla y vi que un hombre con uniforme blanco entraba en la oficina empujando un carrito de servicio. Dejó el carrito atravesado en el umbral, para que la puerta no se cerrara, y miró el amanecer a través de los cristales.
– Va a hacer un día estupendo -dijo, sonriéndonos-. Aquí tiene su desayuno, señorita. ¿Quiere que se lo lleve a la mesa?
– ¿El desayuno? -La señorita Stratmann pareció desconcertada-. Pero si todavía falta media hora…
– El señor Von Winterstein ha ordenado que se empiece a servir ahora, señorita. Y, en mi opinión, tiene razón. La gente, a estas alturas, está hambrienta.
– Oh. -La señorita Stratmann seguía con expresión de desconcierto, y me miró como pidiéndome consejo. Y luego le preguntó al camarero-: ¿Está todo bien… ahí fuera?
– Todo está perfectamente, señorita. Después del desmayo del señor Brodsky, como es lógico, la gente se asustó bastante, pero ahora todo el mundo está contento y lo pasa en grande… El señor Von Winsterstein acaba de pronunciar un bonito discurso en el vestíbulo, sobre el magnífico patrimonio de esta ciudad, sobre la cantidad de cosas de las que tenemos que sentirnos orgullosos… Ha mencionado nuestros logros a lo largo de los años, ha señalado los horribles problemas que están hundiendo a otras ciudades y que a nosotros ni nos han rozado. Exactamente lo que necesitábamos, señorita. Siento que se lo hayan perdido ustedes. Ha hecho que nos sintamos orgullosos de nosotros mismos y de nuestra ciudad, y ahora todo el mundo lo está pasando en grande. Mire, allí puede ver a algunos… -Señaló hacia un punto del exterior del edificio, y, en efecto, a la tenue luz del amanecer, vi varias figuras que se paseaban despacio por el césped con platos en la mano, buscando con la mirada algún lugar para sentarse.
– Disculpen -dije, levantándome-. Debo ir a dar mi recital. Voy a llegar tarde. Señorita Stratmann, le estoy muy agradecido. Por su amabilidad, por todo… Pero ahora, por favor, discúlpeme…
Sin esperar a su respuesta, pasé junto al carrito del desayuno y salí al pasillo.