15

Montamos en el autobús en el preciso instante en que el conductor ponía el motor en marcha. Al comprar el billete, vi que el autobús iba lleno, y le comenté con preocupación al conductor:

– Espero que mi chico y yo podamos sentarnos juntos.

– Oh, no se preocupe -dijo el conductor-. Son buena gente. Deje que yo lo arregle.

Se volvió hacia los pasajeros y les gritó algo por encima del hombro. El bullicio, inusitadamente festivo, cesó de inmediato. Y acto seguido los viajeros empezaron a levantarse de sus asientos, haciendo señas con las manos y concertando entre ellos el modo mejor de acomodarnos. Una mujer corpulenta se inclinó sobre el pasillo y gritó: «¡Aquí! ¡Pueden sentarse aquí!», pero otra voz gritó en otro lugar: «Si va con un chiquillo, mejor que se siente aquí. Aquí no se mareará. Yo me correré un poco hacia el señor Hartmann.» Ello pareció dar pábulo a otra negociación sobre las opciones existentes.

– ¿Lo ve? Son muy buena gente -dijo el conductor en tono alegre-. Aquí los visitantes siempre reciben una calurosa bienvenida. Bien, en cuanto decidan dónde se acomodan nos pondremos en camino.

Boris y yo nos apresuramos hacia donde dos pasajeros, de pie en el pasillo, nos señalaban dos asientos. Le ofrecí a Boris el de la ventana, y me senté en el mío en el momento mismo en que el autobús se ponía en marcha.

Casi inmediatamente después sentí un golpecito en el hombro, y al mirar hacia un lado vi que alguien sentado a mi espalda me tendía una bolsa de caramelos.

– Seguro que al chico le apetece alguno -dijo una voz de hombre.

– Muchas gracias -dije. Luego, dirigiéndome a todo el autobús, añadí-: Muchas gracias. Muchas gracias a todos. Han sido muy amables con nosotros.

– ¡Mira! -exclamó Boris, apretándome con fuerza el brazo-. Vamos hacia la autopista del norte…

Antes de que pudiera responder, una mujer de mediana edad apareció a mi lado en el pasillo. Asida al cabezal de mi asiento para no perder el equilibrio, me ofrecía un trozo de pastel en una servilleta de papel.

– A un señor de ahí detrás le ha sobrado esto -dijo-. Y se pregunta si al caballerete podría apetecerle.

Acepté el presente con gratitud, y de nuevo di las gracias a todo el autobús. Entonces, cuando hubo desaparecido la mujer, oí que alguien, unos asientos más allá, decía en voz alta:

– Es grato ver cuán bien se llevan padre e hijo… Helos ahí, de excursión, juntos. No es algo que hoy día podamos ver muy a menudo…

Al oír estas palabras sentí una intensa oleada de orgullo, y miré hacia Boris. Tal vez las había oído él también, porque me dirigió una sonrisa de complicidad algo más explícita que un mero guiño.

– Boris -dije, tendiéndole el trozo de pastel-, qué maravilla de autobús, ¿eh? Ha merecido la pena esperar, ¿no te parece?

Boris volvió a sonreír, pero examinaba detenidamente el pastel y no dijo nada.

– Boris -seguí diciendo-, quería decirte algo. Porque quizá a veces te preguntes… ¿Sabes, Boris?, nunca habría imaginado nada mejor que esto… Quiero decir que me siento muy feliz. Por ti. Porque estamos juntos. -Solté una repentina carcajada-. ¿Te está gustando el paseo en autobús?

Boris, con la boca llena de pastel, asintió con un gesto.

– Me gusta -dijo.

– Yo lo estoy pasando divinamente. Qué gente más encantadora.

Unos cuantos viajeros se pusieron a cantar en los asientos traseros. Me sentía muy relajado, y me hundí más en el asiento. Fuera, el día había vuelto a nublarse. Aún no habíamos salido al extrarradio, pero miré hacia el exterior y pude ver dos letreros sucesivos con la leyenda «Autopista del norte».

– Disculpe -dijo una voz masculina desde un asiento a nuestra espalda-, pero le he oído decir al chófer que iban al lago artificial. Espero que no haga demasiado frío para ustedes. Si lo que buscan es un lugar bonito donde pasar la tarde, les recomendaría que se bajaran unas paradas antes, en los Jardines de María Christina. Hay un estanque con barcas que al chico seguro que le encanta.

Quien había hablado estaba sentado justo detrás de nosotros. Los respaldos eran altos, y por mucho que estiré el cuello con la cabeza vuelta no pude ver bien la cara del hombre. Le agradecí de todas formas la sugerencia -sin duda bienintencionada-, y me puse a explicarle la naturaleza concreta de nuestra visita al lago artificial. No quería entrar en detalles, pero una vez que hube empezado advertí que en la festiva atmósfera reinante había algo que me impelía a seguir hablando. De hecho me complacía bastante el tono que había logrado conferir a mis explicaciones, perfectamente equilibrado entre la seriedad y la chanza. Además, por los delicados murmullos que me llegaban al oído, pude deducir que el hombre me escuchaba atenta y comprensivamente. En cualquier caso, no había transcurrido mucho tiempo cuando me sorprendí hablándole del Número Nueve y de por qué era tan especial para Boris. Y le estaba contando cómo Boris se lo había dejado olvidado en la caja cuando el hombre me interrumpió con una cortés tosecilla.

– Discúlpeme -dijo-, pero una excursión de ese tipo casi seguro que le causa algún pequeño problema. Es completamente natural que así sea. Pero en realidad, si me permite decirlo, tiene sobradas razones para sentirse optimista. -Debía de estar inclinado hacia adelante en el asiento, porque su voz, suave y tranquilizadora, nos llegaba desde detrás del punto donde el hombro de Boris se unía con el mío-. Estoy seguro de que encontrarán al Número Nueve. Ahora, como es lógico, les preocupa la posibilidad de que no esté. Pueden haber pasado tantas cosas, pensarán. Es natural que lo piensen. Pero por lo que me acaba de contar, seguro que todo sale bien, Claro que cuando llamen a la puerta del apartamento, los nuevos ocupantes puede que no sepan quién es usted, y se mostrarán un tanto recelosos. Pero luego, cuando les haya explicado el asunto, les recibirán de buen grado. Si es la mujer la que abre la puerta, dirá: «¡Oh, por fin! Nos preguntábamos cuándo vendrían.» Sí, seguro que dirá eso exactamente. Y se volverá y le gritará a su marido: «¡Es el chico que vivía aquí!» Y entonces el marido saldrá a la puerta, y será un hombre amable, y quizá esté decorando de nuevo el apartamento, y dirá: «Bueno, por fin. Pasen y tomen un té con nosotros.» Y les hará pasar a la sala, mientras su mujer desaparece en la cocina a preparar el refrigerio. Y ustedes repararán enseguida en lo mucho que ha cambiado el apartamento desde que vivían en él, y el marido se dará cuenta y al principio se sentirá un poco culpable. Pero luego, cuando usted le haya dejado claro que no se siente en absoluto molesto por los cambios, seguro que empieza a mostrarle todo el apartamento, haciendo hincapié en este cambio, en este otro, y la mayoría de las cosas las ha hecho con sus propias manos y ello le produce un sano orgullo. Y entonces la mujer entrará en la sala con el té y unas pastas que ella misma ha hecho, y todos se sentarán y se lo pasarán en grande, comiendo y bebiendo, y la pareja no parará de hablar de lo mucho que les gusta el apartamento y la urbanización… Mientras tanto, por supuesto, ustedes dos estarán preocupados por el Número Nueve y esperarán el momento adecuado para sacar a colación el propósito de su visita. Pero espero que sean ellos quienes lo saquen antes. Espero que la mujer, por ejemplo, después de charlar y tomar té durante un buen rato, diga: «¿Y hay algo que hayan venido a buscar? ¿Algo que se dejaron al marchar?» Y es entonces cuando podrán mencionar la caja y al Número Nueve. Y entonces ella sin duda dirá: «Oh, sí, guardamos esa caja en un sitio especial. Nos dimos cuenta de que era importante.» Y, antes incluso de que haya terminado de decirlo, le habrá hecho una pequeña seña a su marido. Puede que no sea ni una seña: los maridos y las esposas, cuando llevan tantos años de convivencia feliz, como es el caso de este matrimonio, llegan a ser casi telepáticos. Claro que esto no quiere decir que no discutan. Oh, no, puede que discutan a menudo, e incluso que a lo largo de los años hayan pasado períodos de serias disputas. Pero cuando los conozcan verán…, bueno, que en las parejas como ésta las cosas acaban arreglándose y que lo importante es que se sientan felices juntos. Bien, el marido irá a buscar la caja a ese lugar del apartamento donde guardan las cosas importantes, y la traerá, quizá envuelta en papel de seda, y ustedes la abrirán inmediatamente y allí estará el Número Nueve, idéntico a como lo dejó el chico, a la espera de volver a ser pegado a la base. Así que podrán ya cerrar la caja, y la pareja les ofrecerá más té. Luego, al cabo de un rato, ustedes dirán que tienen que irse, que no quieren seguir abusando de su hospitalidad. Pero la mujer insistirá en que tomen un poco más de pastel. Y el marido querrá enseñarles otra vez el apartamento, para que admiren lo bonito que ha quedado con la nueva decoración. Y al final les dirán adiós desde la puerta, reiterándoles que no se olviden de pasar a verlos cuando vuelvan por la urbanización. Claro que puede que no suceda exactamente así, pero por lo que me ha contado estoy seguro de que, grosso modo, las cosas serán así. De modo que no hay por qué preocuparse, no tienen por qué preocuparse en absoluto…

La voz del hombre, casi pegada a mi oído, unida al suave vaivén del autobús al avanzar por la autopista, me producía un efecto enormemente relajante. Había cerrado los ojos poco después de que el hombre hubiera empezado a hablarnos, y ahora, aproximadamente en este punto de su parlamento, me había hundido más en mi asiento y dormitaba placenteramente.

Boris me sacudía por el hombro.

– Tenemos que bajarnos -me estaba diciendo.

Me desperté del todo y caí en la cuenta de que el autobús se había parado y de que no quedaban en él más viajeros que nosotros. El conductor, de pie en la parte delantera, esperaba pacientemente a que nos apeáramos. Nos acercábamos ya hacia él por el pasillo cuando nos dijo:

– Tengan cuidado. Ahí fuera hace mucho frío. Ese lago, en mi opinión, debería vaciarse y rellenarse de tierra. No es más que un fastidio, y cada año se ahogan en él varias personas. Cierto que algunas muertes son suicidios, y que si el lago no estuviera ahí los suicidas elegirían quizá otros métodos más desagradables. Pero en mi opinión el lago debería vaciarse y rellenarse.

– Sí -dije-. Está claro que el lago suscita controversias. Pero yo soy forastero y procuro no entrar en el debate.

– Muy sensato, señor. Bien, que pasen un buen día. -Luego, dirigiéndose a Boris, añadió-: Diviértase, jovencito.

Boris y yo bajamos del autobús y, mientras éste se alejaba, miramos a nuestro alrededor. Estábamos en el borde exterior de una vasta depresión de hormigón. Más allá, en el centro de la depresión, se hallaba el lago artificial, cuya forma arriñonada -a escala gigantesca- evocaba la de esas piscinas que en un tiempo se decía poseían las estrellas de Hollywood. No pude sino admirar el modo en que el lago -el enclave entero, de hecho- proclamaba con orgullo su condición de artificial. No se veía ni un ápice de hierba. Hasta los delgados árboles que salpicaban las pendientes de hormigón se hallaban alojados en macetas de acero y encastrados con precisión en el pavimento. Dominando tal paisaje, rodeándonos por completo, podían verse las incontables e idénticas ventanas de los altos bloques de viviendas… Advertí que las fachadas de los bloques describían una tenue curva que hacía posible el efecto visual de circularidad sin fisuras propia de los estadios deportivos. Pero, pese a la cantidad de apartamentos -unos cuatrocientos como mínimo, calculé-, apenas se veía gente. Pude divisar unas cuantas figuras que caminaban apresuradamente al otro lado del lago (un hombre con un perro, una mujer con un cochecito de niño), pero se percibía claramente que había algo en el ambiente que hacía que la gente se quedara en casa. Como el conductor del autobús nos había advertido, las condiciones climatológicas no ayudaban mucho a la sociabilidad. Mientras Boris y yo permanecíamos allí de pie, inmóviles, un desapacible viento nos llegó a través del agua del lago.

– Bien, Boris -dije-, será mejor que nos movamos.

El chico parecía haber perdido todo su entusiasmo. Miraba con ojos fijos y vacíos el lago, y no se movía. Me volví y eché a andar hacia el bloque que se alzaba a nuestra espalda, e hice un esfuerzo por imprimir cierta viveza a mi paso, pero entonces recordé que ignoraba la situación exacta de nuestro antiguo apartamento.

– Boris, ¿por qué no me guías tú? -dije-. Vamos, ¿qué te pasa?

Boris suspiró, y se puso a andar. Subí tras él varios tramos de la escalera de hormigón. En un momento dado, cuando torcíamos una esquina para subir el tramo siguiente, dejó escapar un grito, puso el cuerpo rígido y adoptó una postura de artes marciales. Yo me sobresalté, pero enseguida vi que no había otro asaltante que el que Boris quizá estaba imaginando. Y me limité a decir:

– Muy bien, Boris.

A partir de ahí, repitió el grito y la postura de artes marciales ante cada nuevo tramo de escalera. Luego, para alivio mío -empezaba a faltarme el resuello-, llegamos arriba y Boris me precedió por un pasillo. Desde nuestra posición elevada, la forma arriñonada del lago era aún más evidente. El cielo tenía una tonalidad apagada y blanquecina, y aunque el pasillo era cubierto -debía de haber otros dos o tres, simétricos, en las plantas superiores-, se hallaba abierto a ambos costados y las ráfagas de viento nos azotaban con violencia. A nuestra izquierda estaban los apartamentos; una serie de pequeñas escaleras de hormigón unían el pasillo al edificio a modo de pequeños puentes sobre el foso de un castillo. Algunas escaleras ascendían hasta las puertas de los apartamentos, y otras descendían, y a medida que caminábamos por el pasillo yo estudiaba cada puerta, pero cuando al cabo de varios minutos vi que ninguna de ellas suscitaba en mí el más mínimo recuerdo, desistí y me puse a contemplar el lago.

Boris, entretanto, seguía caminando con decisión unos pasos más adelante, y parecía haber recuperado el entusiasmo aventurero. Susurraba cosas para sus adentros, y cuanto más avanzábamos, más intensos se volvían sus susurros. Entonces empezó a brincar mientras caminaba, y a lanzar golpes de karate a diestra y siniestra, y el ruido de sus pies cada vez que tocaban suelo tras un brinco producía un eco en torno. Pero no gritaba como lo había hecho antes en las escaleras, y dado que hasta entonces no nos habíamos cruzado con nadie en el pasillo, no vi razón alguna para reprimirle.

Al poco se me ocurrió mirar de nuevo hacia el lago, y me sorprendió comprobar que ahora lo estaba mirando desde un ángulo completamente diferente. Sólo entonces conjeturé que el pasillo describía poco a poco un círculo en torno a la urbanización, y que, de seguir así, era perfectamente posible que nuestra andadura se convirtiera en un eterno caminar en círculo. Miré a Boris, que avanzaba deprisa sin dejar de jugar a las artes marciales, y me pregunté si recordaría mejor que yo el camino al apartamento. Y entonces me asaltó el pensamiento de que no había planeado las cosas en absoluto. Debería, cuando menos, haberme tomado la molestia de ponerme en contacto de antemano con los nuevos ocupantes del apartamento. Bien pensado, no veía razón alguna para que esas personas tuvieran especiales deseos de recibirnos y atendernos. El pesimismo en relación con la excursión empezó a minarme el ánimo.

– Boris -llamé al chico-. Espero que estés atento. No quiero que nos pasemos.

Boris me miró sin dejar de susurrar con pasión sus cosas, y luego echó a correr hacia adelante y volvió a ejecutar sus fintas de karate.

De pronto me dio la sensación de que llevábamos andando un tiempo excesivo, y cuando miré hacia el lago vi que como mínimo habíamos dado ya una vuelta completa a su alrededor. Boris, más adelante, seguía con sus ensimismados susurros.

– Oye, espera un momento -le grité-. Boris, espérame.

Boris dejó de caminar, y al acercarme hacia él me dirigió una mirada hosca.

– Boris -dije con voz suave-, ¿estás seguro de que te acuerdas de cómo se va al antiguo apartamento?

El chico se encogió de hombros y miró para otra parte. Luego dijo, sin mucha convicción:

– Pues claro que me acuerdo.

– Pero me parece que ya hemos dado una vuelta entera…

Boris volvió a encogerse de hombros. Ahora se hallaba absorto en la contemplación de su zapato, que movía ora hacia un lado ora hacia otro. Por fin dijo:

– ¿Crees que habrán guardado como es debido al Número Nueve?

– Supongo que sí, Boris. Estaba en una caja, una caja que parecía muy importante. Las cosas así se guardan aparte. En lo alto de una estantería, por ejemplo.

Boris siguió unos segundos mirándose el zapato. Luego dijo:

– Nos hemos pasado. Hemos pasado por delante dos veces.

– ¿Qué? ¿Quieres decir que hemos estado dando vueltas y vueltas con este viento helador para nada? ¿Por qué no me lo has dicho, Boris? No te entiendo.

El chico se quedó callado, moviendo el pie de un lado para otro.

– Bien, ¿piensas que debemos retroceder? -le pregunté-. ¿O piensas que debemos dar otra vuelta al lago?

Boris suspiró, y se quedó pensativo unos instantes. Luego volvió a mirarme, y dijo:

– De acuerdo. Está allí atrás. Justo allí atrás.

Volvimos sobre nuestros pasos, y tras un corto recorrido Boris se detuvo ante una de las escaleras y dirigió una rápida mirada a la puerta del apartamento. Entonces, casi de inmediato, giró en redondo y se puso de nuevo a mirarse el zapato.

– Ah, sí -dije, estudiando detenidamente la puerta. La puerta, a decir verdad (era una puerta pintada de azul, sin nada que la distinguiera de las otras), no despertó en mí el más mínimo recuerdo.

Boris miró por encima del hombro hacia el apartamento, y volvió a apartar la mirada, restregando el suelo con la punta del zapato. Permanecí unos segundos al pie de la escalera, sin saber muy bien qué hacer a continuación. Finalmente dije:

– Boris, ¿por qué no me esperas aquí un momento? Subiré a ver si hay alguien.

El chico seguía restregando el suelo con el pie. Subí la escalera y llamé a la puerta. No hubo respuesta. Llamé por segunda vez, y al ver que nadie respondía pegué la cara al pequeño cuarterón acristalado de la puerta, pero el cristal era esmerilado y no pude ver nada.

– La ventana -dijo Boris a mi espalda-. Mira por la ventana. Miré hacia mi izquierda y vi una especie de balcón. No era mucho más que un antepecho que corría de un lado a otro de la fachada del edificio, un espacio demasiado estrecho incluso para una silla de respaldo recto. Alargué la mano y me agarré a la barandilla de hierro que lo protegía, me aupé y fui asomando el cuerpo por encima del murete de la escalera hasta que alcancé a atisbar un poco a través de la ventana más próxima. Vi una amplia sala diáfana -de esas que uno dispone según su gusto personal-, con una mesa de comedor pegada a la pared de uno de los lados y un mobiliario bastante moderno.

– ¿Ves algo? -preguntó Boris-. ¿Ves la caja?

– Un momento.

Traté de encaramarme más sobre el murete de la escalera, consciente del abismo que se abría bajo mi torso.

– ¿La ves?

– Espera un segundo, Boris.

Cuanto más la contemplaba, más familiar me resultaba la sala. El reloj de pared triangular, el sofá de gomaespuma color crema, el mueble con el equipo de alta fidelidad de tres pisos. Los objetos, a medida que ponía la mirada en cada uno de ellos, iban hiriéndome con aceradas punzadas de reconocimiento. Sin embargo, cuando llevaba unos segundos observando la sala, tuve la viva sensación de que la parte del fondo -que con la parte principal formaba una L- no había estado allí en el pasado, que era un anexo muy reciente. Pero a medida que seguía mirando me iba percatando de que tal anexo también despertaba en mí vivas reminiscencias, y al cabo de unos instantes caí en la cuenta del porqué: se parecía extraordinariamente a la parte posterior del salón de la casa en que habíamos vivido mis padres y yo unos meses cuando nos mudamos a Manchester. La casa, una estrecha vivienda urbana adosada, era húmeda y necesitaba una nueva decoración con urgencia, pero la soportábamos porque sólo íbamos a vivir en ella hasta que el trabajo de mi padre nos permitiera mudarnos a un lugar mejor. Para mí, un chiquillo de nueve años, la casa pronto pasó a representar no sólo un cambio estimulante sino también la expectativa esperanzada de que un capítulo nuevo y más feliz de nuestras vidas se estaba abriendo ante nosotros.

– No van a encontrar a nadie en casa -dijo una voz de hombre a mi espalda.

Me enderecé y vi que el hombre había salido de un apartamento cercano. Estaba de pie en el umbral de la puerta, en lo alto de una escalera paralela a la nuestra. Tenía unos cincuenta años, y facciones duras, como de bulldog. Estaba despeinado, y llevaba una camiseta con una mancha de humedad en la pechera.

– Ah -dije-. El apartamento está vacío, ¿no?

El hombre se encogió de hombros.

– Puede que vuelvan. A mi mujer y a mí no nos gusta tener al lado un apartamento vacío, pero después de todos esos líos, nos sentimos aliviados, puede creerme. No es que seamos gente poco sociable. Pero después de todo lo que ha pasado, preferimos que esté como está: vacío.

– Ah… Lleva ya tiempo vacío… ¿Semanas? ¿Meses?

– Un mes como mínimo. Puede que vuelvan, pero no nos importaría nada que no lo hicieran. La verdad es que a veces me dan pena. No somos gente poco sociable. Pero cuando pasan ciertas cosas, bueno, lo que uno quiere es que se vayan. Preferimos que esté vacío.

– Ya veo. Muchos problemas…

– Oh, sí. A decir verdad, no hubo violencia física. Pero aun así… Cuando les oyes gritar a altas horas de la madrugada y no puedes hacer nada… Era muy desagradable…

– Perdone, pero verá… -Me acerqué un poco hacia él y le indiqué con los ojos que Boris nos estaba escuchando.

– No, a mi mujer no le gustaba ni pizca… -siguió el hombre sin hacerme ningún caso-. Cada vez que empezaban las trifulcas, mi mujer se tapaba la cabeza con la almohada. Una vez hasta en la cocina. Entré y me la encontré cocinando con una almohada alrededor de la cabeza. No, no era agradable. Siempre que nos encontrábamos con el marido, lo veíamos sobrio, con porte respetable. Pero mi mujer estaba convencida de que detrás de todo estaba eso. Ya sabe, la bebida…

– Oiga -le susurré en tono airado, inclinándome sobre el múrete de hormigón que nos separaba-, ¿es que no ve que viene un niño conmigo? ¿Es esa la clase de tema que se puede sacar cuando hay un niño delante?

El hombre miró hacia Boris con expresión de sorpresa. Luego dijo:

– Pues no es tan niño, ¿no cree? No se puede protegerles de todo. De todos modos, si no quiere que hable de eso, de acuerdo, hablemos de otra cosa. Elija un tema, si es que se le ocurre. Yo sólo estaba contándole lo que pasaba. Pero si no quiere hablar de ello…

– ¡No, por supuesto que no! Por supuesto que no quiero oír…

– Bueno, no era tan importante. Sólo que, bueno, como es comprensible, yo estaba más de su parte que de la de su mujer. Si hubiera llegado a la violencia física…, bueno, entonces habría sido diferente, pero no hubo nunca evidencia de ello. Así que yo tendía más a culparla a ella. De acuerdo, él pasaba mucho tiempo fuera de casa, pero por lo que sabíamos no le quedaba más remedio, era parte de su trabajo. Y ésa no era razón para… Eso es lo que digo, que no era razón para que ella se comportara de ese modo…

– Oiga, ¿quiere callarse? ¿Es que no tiene usted juicio? ¡El chico! Puede estar escuchando…

– Muy bien, puede que nos esté escuchando. ¿Y qué? Los niños siempre acaban oyendo estas cosas tarde o temprano. Sólo le estaba explicando por qué tendía a ponerme de su lado, y por qué entonces mi mujer sacó lo de la bebida. Pasar mucho tiempo fuera de casa es una cosa, solía decirme, pero beber es otra muy diferente…

– Mire, si sigue por ahí me veré obligado a dar por terminada esta conversación de inmediato. Se lo advierto. Y lo haré.

– No va a poder proteger al chico toda la vida, ¿sabe? ¿Cuántos años tiene? No parece tan niño. Protegerles en exceso no es bueno. Tiene que adaptarse al mundo, aceptarlo con sus virtudes y sus defectos…

– ¡Aún no tiene por qué hacerlo! ¡Todavía no! Además, me tiene sin cuidado lo que usted piense. ¿A usted qué le importa? Es mi chico, está a mi cargo, y no voy a tolerar este tipo de charla…

– No entiendo por qué se pone tan furioso. No hago más que conversar. Me limitaba a contarle lo que pensábamos del asunto. No eran mala gente, y no es que nos desagradasen, pero a veces la cosa se pasaba de castaño oscuro. Bueno, supongo que todo suena peor cuando te llega a través de las paredes. Mire, es inútil tratar de ocultar las cosas a un chico de su edad. Tiene usted la batalla perdida. ¿Y de qué sirve…?

– ¡Me importa un bledo lo que usted piense! ¡El chico aún puede mantenerse al margen unos cuantos años! Ahora me niego a que oiga ese tipo de cosas…

– No sea usted necio. Las cosas de las que hablo son las que pasan en la vida. Hasta mi mujer y yo hemos tenido nuestros altibajos. Por eso me solidarizaba con él. Sé lo que se siente, sé lo que es ese primer momento en que de pronto te das cuenta…

– ¡Se lo advierto! ¡Voy a dar por terminada esta conversación! ¡Se lo estoy advirtiendo!

– Pero yo nunca he bebido. Y eso cambia las cosas. Pasar mucho tiempo fuera de casa es una cosa, pero beber de esa manera…

– ¡Es la última vez que se lo advierto! ¡Una palabra más y me voy!

– Cuando estaba borracho era cruel. No físicamente, de acuerdo, pero muchas veces lo oíamos… Era cruel de verdad. No lográbamos oír todas las palabras, pero solíamos quedarnos quietos en la oscuridad, escuchando…

– ¡Se acabó! ¡Se acabó! ¡Se lo advertí! ¡Ahora me voy! ¡Me voy!

Le di la espalda y corrí escalones abajo hacia donde estaba Boris. Le cogí por el brazo y empecé a alejarme apresuradamente, pero el hombre se puso a gritar a nuestra espalda:

– ¡Está librando una batalla perdida! ¡El chico tiene que enterarse de cómo son las cosas! ¡Es la vida! ¡No hay nada malo en ello! ¡Es la vida real!

Boris miraba hacia atrás con cierta curiosidad, y me vi obligado a tirar de su brazo con más fuerza. Seguimos a paso ligero durante un rato. En más de una ocasión noté que Boris trataba de ir más despacio, pero yo no cejé: estaba ansioso por alejar toda posibilidad de que aquel hombre pudiera ir tras nosotros. Cuando aminoramos el paso y nos paramos, sentí que me faltaba el aire y que apenas podía respirar. Me acerqué, tambaleante, a la pared -una pared pasmosamente baja, poco más alta que mi cintura- y apoyé los codos en ella. Miré el lago, los altos bloques, el pálido y ancho cielo…, y aguardé a que mi pecho dejara de palpitar con violencia.

Al poco caí en la cuenta de que Boris se hallaba a mi lado. Me estaba dando la espalda, y hurgaba con un trozo de ladrillo en la parte de arriba de la pared. Empecé a sentir cierto embarazo por lo que acababa de ocurrir, y comprendí que debía darle a Boris alguna explicación. Estaba todavía pensando en algo que decir cuando Boris, aún de espaldas, dijo en un murmullo:

– Ese hombre está loco, ¿no?

– Sí, Boris. Completamente loco. Perturbado.

Boris siguió hurgando en la pared. Luego dijo:

– Ya no importa. Ya no tenemos que recuperar al Número

Nueve.

– Si no fuera por ese hombre, Boris…

– No importa. Ya no importa. -Entonces Boris se volvió hacia mí y me sonrió-. Ha sido un día estupendo -dijo en tono animado.

– ¿Te estás divirtiendo?

– Ha sido estupendo. El viaje en autobús, todo… Ha sido estupendo.

Sentí el impulso de estrecharlo entre mis brazos, pero temí que mi gesto pudiera causarle desconcierto, o incluso alarma. Al final le despeiné un poco el pelo con la mano y me volví para seguir mirando el lago y la urbanización.

El viento no soplaba ya con violencia, y permanecimos allí quietos, uno junto a otro, mirando el lago y la urbanización. Al cabo dije:

– Boris, sé que te estarás preguntando… Te preguntarás por qué no nos instalamos en alguna parte y vivimos tranquilamente los tres. Te preguntarás, seguro que te preguntas por qué tengo que estar viajando continuamente, a pesar de que a tu madre le disgusta tanto que lo haga. Bien, tienes que entenderlo: si me paso la vida viajando no es porque no os quiera y no esté deseando estar con vosotros. En parte nada me gustaría más que quedarme en casa contigo y con mamá, y vivir en un apartamento como aquel de allí, o en cualquier otro. Pero las cosas no son tan sencillas. Tengo que seguir haciendo esos viajes porque uno nunca sabe cuándo va a surgirle. Me refiero a ese viaje especial, a ese viaje importante, extraordinariamente importante no sólo para mí sino para todos nosotros, para el mundo entero. Cómo podría explicártelo, Boris…, eres tan joven… ¿Sabes?, sería tan fácil dejarlo pasar y perderlo… Decir un día: no, no voy. Voy a descansar. Para más tarde descubrir que ése era el viaje especial, el extraordinariamente importante. Y, ¿sabes?, una vez que lo has perdido ya no hay vuelta atrás, ya es demasiado tarde. Ya no importa lo mucho que puedas viajar luego, ya no puedes remediarlo, es demasiado tarde, y todos esos años de continuos viajes ya no valen para nada. He visto cómo le ha sucedido esto a otra gente, Boris. Se pasaban años y años viajando y un buen día empezaban a sentir cansancio, o quizá un poco de pereza. Pero es entonces cuando suele surgir la gran oportunidad. Y la pierden. Y, ¿sabes?, lo llegan a lamentar para el resto de sus vidas. Se vuelven resentidos y tristes. Y cuando les llega el momento de la muerte, son una ruina humana. Así que ya sabes, Boris, ésa es la razón. Por eso tengo que seguir con ello de momento, por eso tengo que seguir viajando todo el tiempo. Esto hace las cosas muy difíciles para los tres, me doy perfecta cuenta. Pero tenemos que ser, los tres, fuertes y pacientes. Esta situación no durará mucho más tiempo, estoy seguro. El viaje extraordinario llegará muy pronto, y entonces lo habré conseguido, y podré relajarme y descansar. Podré quedarme en casa todo el tiempo que quiera, ya no importará que lo haga, y podremos divertirnos, los tres juntos. Podremos hacer las cosas que antes no podíamos hacer. No tardará mucho en suceder, estoy seguro, pero tenemos que tener paciencia. Boris, espero que seas capaz de entender lo que te estoy diciendo.

Boris siguió en silencio durante largo rato. Al cabo, se enderezó de pronto y dijo en tono resuelto:

– Marchaos sin armar bulla. Todos vosotros.

Echó a correr unos cuantos metros y volvió a amagar sus golpes de karate.

Seguí unos cuantos minutos apoyado en la pared, mirando el paisaje, escuchando los furiosos susurros que Boris se dirigía a sí mismo. Luego volví a mirarle, y vi que estaba representando imaginariamente la última versión de una fantasía que venía repitiendo incansablemente durante las últimas semanas. Sin duda el hecho de encontrarse tan cerca de su auténtico escenario había hecho irresistible la perspectiva de volver a representarla en su integridad. Porque en la trama Boris y su abuelo se enfrentaban a una gran banda de maleantes callejeros, y el escenario de la historia era aquel pasillo, justo enfrente del antiguo apartamento.

Seguí mirando cómo se movía tenazmente, ahora a varios metros de distancia, e inferí que llegaba a aquella parte de la trama en que su abuelo y él, hombro con hombro, se aprestaban a repeler una nueva y feroz embestida. Para entonces había ya en el suelo una miríada de cuerpos inconscientes, pero un puñado de los bandidos más pertinaces se estaba reagrupando para lanzar el nuevo ataque. Boris y su abuelo esperaban con calma, codo con codo, mientras los maleantes se susurraban estrategias en la oscuridad del pasillo. En la trama -como en todas las historias de este tipo- Boris era, de un modo impreciso, algo mayor. No un adulto exactamente -lo que haría las cosas un tanto remotas, al tiempo que plantearía complicaciones en relación con la edad del abuelo-, sino alguien con la edad suficiente para hacer creíbles las proezas físicas que la historia requería.

Boris y Gustav dejarían que los maleantes se tomaran todo el tiempo que quisieran para rehacer su formación. Y una vez que les llegara la tromba humana, abuelo y nieto, un equipo perfectamente coordinado, se las verían con eficiencia, casi con tristeza, con los atacantes que les caerían encima por todos lados. Momentos después el ataque habría terminado, pero no…, un último bandido surgiría sigiloso de las sombras blandiendo un ominoso cuchillo. Gustav, que estaría más cerca, le lanzaría un rápido golpe al cuello y la batalla habría terminado definitivamente.

Boris y su abuelo emplearían unos callados minutos en examinar con gravedad los cuerpos esparcidos a su alrededor. Luego Gustav, paseando su experimentada mirada por última vez por el campo de batalla, dirigiría un gesto de asentimiento a su nieto y ambos se alejarían con expresión de quienes han cumplido con su deber pero que no han disfrutado haciéndolo. Subirían la breve escalera hacia la puerta del viejo apartamento, echarían un último vistazo a los derrotados malhechores callejeros -algunos de ellos empezarían a gemir o se arrastrarían por el suelo maltrechos- y Gustav anunciaría:

– Todo ha pasado ya. Se han marchado.

Sophie y yo saldríamos nerviosos al recibidor, y Boris entraría detrás de su abuelo y diría:

– La cosa no ha terminado todavía. Atacarán de nuevo. Quizá antes del amanecer.

Tal evaluación de la situación -tan obvia para abuelo y nieto que ni se habían molestado en comentarla entre ellos-, sería acogida por Sophie y por mí con irreprimible angustia.

– ¡No, no puedo soportarlo! -se lamentaría Sophie, y estallaría en sollozos.

Yo la estrecharía entre mis brazos tratando de consolarla, pero mis facciones delatarían palmariamente mi propia angustia. Testigos de tan patético espectáculo, Boris y Gustav no mostrarían ni un ápice de desdén. Gustav me pondría una tranquilizadora mano en el hombro, y diría:

– No te preocupes. Boris y yo estaremos aquí. Y después de este ataque, todo habrá acabado.

– Es cierto -corroboraría Boris-. No aguantarán otra batalla. -Y, volviéndose a su abuelo, añadiría-: Abuelo, antes de que vuelvan a atacar quizá debería tratar de hacerles entrar en razón. Quizá debería darles una última oportunidad.

– No te harán caso -diría Gustav, sacudiendo la cabeza con aire grave-. Pero tienes razón. Deberíamos darles una última oportunidad.

Sophie y yo, muertos de miedo, nos refugiaríamos en el fondo del apartamento, abrazados y llorando. Boris y Gustav se mirarían, dejarían escapar un suspiro de cansancio, descorrerían el cerrojo de la puerta y saldrían al exterior. El pasillo estaría oscuro, en silencio, vacío. -Tal vez convendría dormir un poco -diría Gustav-. Duerme tú primero, Boris. Te despertaré si les oigo llegar.

Boris asentiría y se sentaría en el escalón de arriba y, con la espalda apoyada contra la puerta, se dormiría enseguida.

Al rato sentiría un golpecito en el hombro y se despertaría inmediatamente y se pondría en pie. El abuelo estaría ya frente a los maleantes callejeros, que se estarían agrupando en el pasillo, a unos metros de ellos. Serían más numerosos que nunca: la última escaramuza les habría llevado a reclutar en los más ocultos rincones de la ciudad hasta al último sicario disponible. Y ahora estarían todos allí, ataviados con sus desgarrados ropajes de cuero, sus guerreras del ejército, sus cinturones bárbaros…, armados con barras metálicas y cadenas de bicicleta… Su particular sentido del honor les habría impedido llevar armas de fuego. Boris y Gustav bajarían despacio la escalera en dirección a ellos, tal vez haciendo una pausa tras descender dos o tres escalones. Boris, entonces, a una señal de su abuelo, empezaría a hablar, y su potente voz resonaría entre los pilares de hormigón:

– Hemos combatido contra vosotros muchas veces. Ahora habéis venido muchos más, ya veo. Pero todos sabéis, en el fondo de vuestro corazón, que no podéis vencernos. Y mi abuelo y yo, en esta ocasión, os advertimos que algunos saldréis seriamente maltrechos. Esta pelea no tiene sentido. Seguro que hubo un día en que tuvisteis un hogar. Madre y padre. Quizá hermanos y hermanas. Quiero que entendáis lo que está pasando. Estos ataques vuestros, vuestro continuo asedio a nuestro apartamento, han hecho que mi madre no pare de llorar ni un momento; está siempre tensa e irritable, y muchas veces me riñe sin motivo. Y han hecho también que mi padre tenga que salir de viaje durante largas temporadas, a veces al extranjero, y eso a mi madre no le gusta. Ése es el resultado de vuestro hostigamiento. Quizá lo hagáis simplemente porque tenéis el ánimo exaltado, o porque venís de hogares rotos y no sabéis hacer otra cosa. Por eso intento haceros comprender lo que realmente está pasando, las consecuencias reales de vuestra conducta impropia. Lo que puede suceder es que un día mi padre ya no vuelva a casa nunca más. E incluso que tengamos que marcharnos definitivamente del apartamento. Por eso he traído aquí a mi abuelo, apartándole de su importante trabajo de encargado en un gran hotel. No podemos consentir que sigáis haciendo lo que estabais haciendo. Por eso os hemos combatido. Ahora que os he explicado las cosas, tenéis la oportunidad de reflexionar y de retiraros. Si no lo hacéis, a mi abuelo y a mí no nos quedará más remedio que volver a pelear. Haremos lo posible por dejaros inconscientes sin causaros daños duraderos, pero en las grandes peleas ni siquiera nosotros, con toda nuestra pericia, podemos garantizar que nuestros adversarios no acaben con serias magulladuras, e incluso con huesos rotos. Así que aprovechad la oportunidad y retiraros.

Gustav esbozaría una leve sonrisa de aprobación ante el parlamento de su nieto, y luego ambos estudiarían de nuevo las bestiales caras de los pandilleros. Muchos de ellos se estarían mirando unos a otros con semblante indeciso, y reconsiderarían la situación más por miedo que por buen juicio. Pero los líderes -personajes horrendos y ceñudos- lanzarían una especie de rugido de guerra que poco a poco iría prendiendo entre sus filas. Y luego se lanzarían al ataque. Boris y su abuelo se aprestarían rápidamente a repeler la agresión: pegarían espalda contra espalda, avanzarían en perfecta formación, emplearían su personal método de lucha, híbrido de karate y otras técnicas marciales. Los maleantes callejeros les caerían encima desde todas direcciones, y saldrían despedidos por el aire, caerían rodando, recularían dando tumbos y lanzando gruñidos de perplejo horror…, hasta que el suelo, una vez más, acabaría cubierto de cuerpos inconscientes. Boris y su abuelo se quedarían quietos, atentos, expectantes por espacio de unos instantes, y al cabo los malhechores empezarían a moverse, y unos gemirían y otros sacudirían la cabeza tratando de averiguar dónde se encontraban. Gustav, entonces, daría un paso hacia adelante y diría:

– Marchaos. Que éste sea el final. Dejad en paz este apartamento. Este hogar fue muy feliz hasta que empezasteis a sembrar el terror en él. Si volvéis, mi nieto y yo no tendremos más remedio que empezar a romper huesos.

Pero este discurso apenas sería necesario. Los pandilleros sabrían que esta vez habían sido derrotados por completo, y que podían considerarse afortunados por no haber salido tan mal parados. Lentamente, empezarían a ponerse en pie con gran trabajo y se alejarían cojeando, apoyándose unos en otros en grupos de dos o de tres, gimiendo de dolor…

Una vez que los maleantes se hubieran alejado, Boris y Gustav se mirarían con satisfacción callada, se volverían y subirían la escalera hacia el apartamento. Al entrar, Sophie y yo -habríamos contemplado toda la escena desde la ventana- los acogeríamos con júbilo.

– Gracias a Dios que todo ha acabado -diría yo, lleno de excitación-. Gracias a Dios.

– Estoy preparando un banquete para celebrarlo -anunciaría Sophie, radiante de felicidad, con el semblante liberado ya de la tensión de las horas pasadas-. Te estamos tan agradecidos, Boris. A ti y al abuelo. ¿Qué tal si esta noche jugamos a algún juego de mesa?

– Tengo que irme -diría Gustav-. Tengo montones de cosas que hacer en el hotel. Si se presenta otro problema, hacédmelo saber. Pero estoy seguro de que la cosa acaba aquí.

Nos despediríamos de Gustav en la escalera; luego, después de cerrar la puerta, Boris, Sophie y yo nos dispondríamos a pasar juntos la velada. Sophie entraría y saldría de la cocina mientras preparaba la cena, y cantaría en voz baja, para sí misma, y Boris y yo estaríamos tumbados en el suelo de la sala, ensimismados sobre un tablero. Luego, al cabo de quizá una hora de juego, aprovechando un momento en que Sophie estuviera fuera de la sala, miraría de pronto a Boris con expresión grave y le diría en voz baja:

– Gracias por lo que has hecho, Boris. Ahora todo podrá ser como antes. Las cosas podrán volver a ser como antes.

– ¡Mira! -me gritó Boris, y entonces vi que de nuevo estaba a mi lado y que señalaba con el dedo hacia más allá de la pared-. ¡Mira! ¡Es tía Kim!

En efecto, en el terreno circular que se extendía abajo una mujer nos hacía señas y trataba frenéticamente de atraer nuestra atención. Llevaba una rebeca verde, que mantenía apretada al cuerpo con las manos, y el pelo le ondeaba a derecha e izquierda, muy desordenado. Al darse cuenta de que por fin la habíamos visto, gritó algo que se perdió en el viento.

– ¡Tía Kim! -gritó Boris.

La mujer seguía gesticulando, y volvió a gritar algo.

– Bajemos -dijo Boris, y echó a andar otra vez lleno de entusiasmo.

Seguí a Boris, que bajó corriendo varios tramos de escaleras de hormigón. Cuando llegamos abajo, el viento nos azotó de inmediato con violencia, pero Boris se las arregló incluso para dedicar a la mujer el simulacro de la bamboleante toma de tierra de un paracaidista.

Tía Kim era una mujer robusta, de unos cuarenta años, cuyo rostro un tanto severo se me antojaba decididamente familiar.

– Debéis de estar sordos, los dos -dijo cuando nos acercamos a ella-. Os vimos bajar del autobús y os estuvimos llamando y llamando, y nada… Luego bajé a buscaros y ya no estabais.

– Oh, querida… -dije-. No oímos nada, ¿verdad, Boris? Debe de ser este viento. ¿Así que… -dije echando una mirada a mi alrededor- estabais viéndonos desde tu apartamento?

La mujer robusta apuntó vagamente hacia una de las innumerables ventanas que daban al terreno circular.

– Os estuvimos llamando y llamando… -dijo. Luego, volviéndose a Boris, añadió-: Tu madre está arriba, jovencito. Está ansiosa por verte.

– ¿Mamá?

– Será mejor que subas inmediatamente. Se muere de ganas de verte. ¿Y sabes qué? Se ha pasado toda la tarde cocinando, preparando el más fantástico de los festines para cuando llegues a casa esta noche. No te lo vas ni a creer: dice que te ha hecho de todo, las cosas que más te gustan, todo lo que puedas imaginarte… Me lo estaba contando y entonces miramos por la ventana y allí estabais… bajando del autobús. Escuchad, me he pasado media hora buscándoos, chicos, estoy helada. ¿Tenemos que quedarnos aquí como pasmarotes?

Había estado tendiendo una mano hacia nosotros. Boris se agarró a ella y los tres nos pusimos a andar en dirección al bloque que había señalado. Cuando estuvimos cerca, Boris se adelantó corriendo, abrió una puerta cortafuegos y desapareció en el interior del edificio. La puerta se estaba cerrando cuando la mujer y yo llegamos; la mujer la mantuvo abierta y me invitó a pasar, y al hacerlo dijo:

– Ryder, ¿no debería estar usted en otra parte? Sophie me ha contado que el teléfono ha estado sonando toda la tarde. Llamadas de gente que quería localizarle.

– ¿De veras? Bien, como puede ver, estoy aquí. -Solté una pequeña carcajada-. He traído a Boris. La mujer se encogió de hombros. -Supongo que sabe lo que hace.

Estábamos en un espacio pobremente iluminado, al pie de una escalera. En la pared que tenía al lado había una hilera de buzones y unos cuantos utensilios contra incendios. Cuando empezamos a subir el primer tramo de escalera -había, como mínimo, otros cinco-, nos llegó el ruido de los pasos de Boris, que corría arriba, en alguno de los pisos, y luego le oí gritar: -¡Mamá!

Se oyeron exclamaciones de contento, más ruido de pisadas y la voz de Sophie diciendo: -¡Oh, mi amor, mi amor…!

Su voz, amortiguada, me hizo pensar que se estaban abrazando, y cuando la mujer robusta y yo llegamos al rellano ellos ya habían desaparecido en el interior del apartamento.

– Disculpe el desorden -dijo la mujer, invitándome a pasar. Crucé el recibidor minúsculo y entré en una de esas salas diáfanas que uno dispone a su gusto, amueblada con elementos sencillos y modernos. Un gran ventanal iluminaba la sala, y al entrar vi a Sophie y a Boris juntos, de pie frente a él, recortados a contraluz sobre el cielo gris. Sophie me dirigió una breve sonrisa y siguió hablando con Boris. Parecían entusiasmados con algo, y Sophie no paraba de abrazar a su hijo por los hombros. Por el modo en que señalaban a través del ventanal, pensé que Sophie quizá le estaba contando cómo nos habían visto antes. Pero cuando me acerqué oí que Sophie decía: -Sí, de veras. Todo está prácticamente preparado. Sólo tendremos que calentar unas cuantas cosas, los pasteles de carne, por ejemplo…

Boris dijo algo que no pude oír, y Sophie le respondió:

– Pues claro que podemos. Podremos jugar a lo que quieras. Cuando terminemos de cenar podrás elegir el juego que quieras.

Boris miró a su madre como dirigiéndole una pregunta muda, y advertí que se había instalado en él cierta cautela que le impedía mostrarse tan entusiasmado como quizá a Sophie le habría gustado verle. Luego Boris se desplazó a otra parte de la sala, y Sophie se acercó a mí y sacudió la cabeza con tristeza.

– Lo siento -dijo en voz baja-. No estaba nada bien. Si me apuras, era peor que la del mes pasado. Las vistas son soberbias; está justo en el borde de un acantilado, pero no es lo bastante sólida. El señor Mayer al final estuvo de acuerdo: el tejado podría venirse abajo en un fuerte vendaval, puede que incluso dentro de unos cuantos años. Volví en cuanto acabé con él, y a las once estaba en casa. Lo siento. Estás desilusionado, lo veo. -Miró hacia Boris, que examinaba detenidamente un radiocasete portátil que había en un estante.

– No hay que desanimarse -dije con un suspiro-. Estoy seguro de que pronto encontraremos algo.

– Pero he estado pensando -dijo Sophie-. Cuando volvía en el autocar. He estado pensando que no hay razón para que no empecemos a hacer las cosas juntos, con casa o sin casa. Así que en cuanto he llegado me he puesto a cocinar. He pensado que esta noche podíamos celebrar un gran banquete, sólo los tres. Recuerdo cómo mamá solía hacerlo cuando yo era pequeña, antes de su enfermedad. Solía cocinar montones de cosas, pequeños platos diferentes, y los ponía delante de nosotros para que picáramos a nuestro antojo. Eran unas veladas tan maravillosas… Así que he pensado que, bueno, que no veía por qué no podíamos hacer esta noche algo parecido, sólo nosotros, los tres. Antes nunca se me había ocurrido, estando como está la cocina y demás…, pero le he echado un vistazo y me he dado cuenta de que era una idiota. Muy bien, no es la cocina ideal, pero la mayoría de las cosas funcionan. Así que me he puesto a cocinar y me he pasado la tarde preparando cosas. Y me las he arreglado para hacer de todo un poco. Todas las cosas que más le gustan a Boris. Lo tengo todo allí, esperándonos; sólo hay que calentarlo. Va a ser un gran banquete. -Estupendo. Me apetece muchísimo.

– No sé por qué no vamos a poder hacerlo, incluso en ese apartamento. Y además tú has sido tan comprensivo con…, con todo. He estado pensando en ello. En el autocar, mientras volvía. Tenemos que dejar el pasado atrás. Tenemos que empezar de nuevo a hacer cosas juntos. Cosas buenas.

– Sí. Tienes toda la razón.

Sophie se quedó mirando por el ventanal unos segundos. Luego dijo:

– Oh, por poco se me olvida. Esa mujer no ha parado de llamar por teléfono. Toda la tarde, mientras yo estaba cocinando. La señorita Stratmann. Para preguntar si sabía dónde estabas. ¿Ha logrado contactar contigo?

– ¿La señorita Stratmann? No. ¿Qué quería?

– Al parecer cree que ha habido alguna confusión con alguna de tus citas de hoy. Es muy educada, no hacía más que disculparse por las molestias. Me ha dicho que estaba segura de que no descuidarías ninguno de tus compromisos, que llamaba sólo para cerciorarse, que eso era todo, que no estaba en absoluto preocupada. Pero al cuarto de hora ya estaba otra vez llamando…

– Bien, no es nada que me preocupe… En fin…, ¿dices que le parecía… que yo tendría que haber estado en otra parte?

– No estoy segura de lo que ha dicho. Era muy amable, pero no hacía más que llamar y llamar por teléfono. La bandeja de pastelillos de pollo se me ha pasado por su culpa. Luego, en la última llamada, me ha preguntado si estaba deseando que llegara el momento. Se refería a la recepción de esta noche en la galería Karwinsky. No me habías hablado de ella, pero lo ha dicho como si contaran también con mi asistencia. Así que he dicho que sí, que estaba deseando ir. Luego me ha preguntado si Boris también quería ir, y le he dicho que sí, que él también, y que también tú, que tú también estabas deseando asistir a esa recepción. Eso, al parecer, la ha tranquilizado. Ha dicho que no estaba preocupada, que se limitaba a mencionarlo, que eso era todo. He colgado y al principio me he sentido un poco decepcionada, pensando que la recepción podía interferir en nuestra fiesta. Pero luego he comprendido que tenía tiempo de dejarlo todo preparado, que podíamos ir y volver pronto a casa, que si no nos entretenían demasiado nada nos impediría celebrar nuestra velada. Y entonces pensé que, bueno, que en realidad era estupendo. Que a Boris y a mí nos vendría de perlas una recepción como ésa. -De pronto se volvió hacia Boris, que cruzaba la sala con parsimonia en dirección a nosotros, y lo abrazó sin miramientos-. Boris, vas a causar sensación. No te preocupes por la gente. Sé tú mismo y te lo pasarás en grande. Vas a causar sensación. Y antes de que te hayas dado cuenta llegará la hora de volver a casa, y celebraremos nuestra gran velada los tres solos. Lo tengo todo preparado, todos tus platos preferidos…

Boris, con expresión cansina, se zafó del abrazo de su madre y volvió a alejarse. Sophie lo vio marchar con una sonrisa en los labios, y se volvió a mí y me dijo:

– ¿No tendríamos que irnos ya? La galería Karwinsky está bastante lejos.

– Sí -dije yo, y miré mi reloj de pulsera-. Sí, tienes razón. -Me volví a la mujer robusta, que había vuelto a la sala, y dije-: Quizá pueda usted aconsejarnos. No sé muy bien qué autobús coger para ir a esa galería. ¿Cree que pasará alguno pronto?

– ¿A la galería Karwinsky? -La mujer robusta me dirigió una mirada de desdén, y sólo la presencia de Boris pareció impedir que añadiera algo sarcástico. Luego dijo-: Por aquí no pasa ningún autobús que lleve a la galería Karwinsky. Primero hay que coger un autobús hasta el centro; luego, esperar a un tranvía enfrente de la biblioteca. No hay forma humana de llegar a tiempo.

– Qué lástima. Confiaba en que hubiera un autobús que nos llevara directamente.

La mujer robusta me lanzó otra mirada despectiva, y dijo:

– Coja mi coche. Esta noche no lo necesito.

– Es tremendamente amable de su parte -dije yo-. Pero ¿está segura de que no…?

– Oh, corte el rollo, Ryder. Necesitan el coche. No hay otra forma de llegar a tiempo a la galería Karwinsky. Y aun en coche… tendrán que salir ahora mismo.

– Sí -dije-. Es lo que estaba pensando. Pero escuche, no queremos causarle ninguna molestia…

– Lo que puede hacer es llevarse unas cuantas cajas de libros. Si mañana tengo que ir en autobús, no podré llevarlas yo.

– Sí, claro. Todo lo que podamos ayudar…

– Llévelas a la librería de Hermann Roth por la mañana, antes de las diez.

– No te preocupes, Kim -dijo Sophie antes de que yo pudiera decir nada-. Déjalo a mi cargo. Eres tan buena…

– Bien, muchachos, será mejor que os vayáis. Eh, jovencito -dijo dirigiéndose a Boris-, ¿por qué no me ayudas a llenar las cajas de libros?

Durante los minutos que siguieron permanecí solo ante el ventanal, mirando el lago. Los otros habían entrado en un dormitorio, y les oía charlar y reír a mi espalda. Pensé en ir a ayudarles, pero comprendí que debía aprovechar la ocasión para poner en orden mis pensamientos sobre la velada que me esperaba, y seguí contemplando el lago artificial. Unos niños habían empezado a chutar un balón contra la valla del extremo más lejano del agua, pero salvo ellos no había nadie en todo el perímetro del lago.

Al final oí que la mujer robusta me llamaba, y caí en la cuenta de que me estaban esperando para marcharnos. Pasé al recibidor y vi que Sophie y Boris, cargados con sendas cajas de cartón, salían ya al pasillo. Cuando empezaron a bajar las escaleras se pusieron a discutir acerca de algo.

La mujer robusta me cedía el paso en la puerta. -Sophie está decidida a que todo salga bien esta noche -me dijo en voz baja al pasar por su lado-. No le falle otra vez, Ryder. -No se preocupe -dije yo-. Haré que todo salga bien. Me dirigió una mirada dura, se volvió y empezó a bajar las escaleras haciendo sonar el manojo de llaves.

La seguí. Habíamos bajado ya dos tramos de escaleras cuando vi que una mujer subía hacia nosotros con paso fatigado. La desconocida pasó junto a la mujer robusta y murmuró un «disculpe», y nos habíamos cruzado ya cuando me di cuenta de que se trataba de Fiona Roberts. Seguía con su uniforme de revisora, y ella tampoco pareció reconocerme hasta el último momento -la iluminación era muy pobre-, pero al hacerlo se dio la vuelta cansinamente, con una mano en la barandilla de metal, y dijo:

– Oh, estás ya aquí… Qué bien que hayas sido tan puntual. Siento llegar un poco tarde. Ha habido un cambio de itinerario, un tranvía en la ruta este, y mi turno se ha demorado. Espero que no hayas tenido que aguardar mucho.

– No, no. -Retrocedí uno o dos escalones-. En absoluto. Pero por desgracia mis compromisos son muchos y…

– No te preocupes, esto no nos llevará más de lo estrictamente necesario. De hecho he telefoneado ya a las chicas, como quedamos; les he telefoneado desde la cantina de la estación, durante el descanso. Les he dicho que me esperen, que voy a ir con un amigo, pero no les he dicho que eras tú. Iba a hacerlo, como quedamos, pero a la primera que he llamado ha sido a Trude, y en cuanto le he oído la voz, cómo me ha dicho: «Oh, sí, eres tú, querida…», bueno, he percibido tantas cosas en esa voz, tanta bilis paternalista… He sabido inmediatamente que se ha pasado el día hablando de mí, llamada tras llamada, con Inge y con todas las demás, charlando de la otra noche, todas ellas fingiendo compadecerme, diciéndose que tienen que tratarme con delicadeza y comprensión, porque al fin y al cabo soy como una enferma y su deber es ser amables conmigo. Pero, claro, no podrán seguir aceptándome en el círculo, porque ¿cómo alguien como yo va a poder ser miembro de la Fundación? Dios, se habrán divertido de lo lindo durante todo el día, he podido oír todo lo que habrán hablado…, lo he captado en el tono en que ella me ha dicho, nada más coger el teléfono: «Oh, sí, eres tú, querida…» Y he pensado, muy bien, no voy a decirte de quién se trata. Veremos a qué te conduce no creerme. Eso es lo que me he dicho. Me he dicho: espero que te quedes de piedra cuando abras la puerta y veas a quién tienes ahí de pie, a mi lado. Espero que lleves puesta la peor ropa que tienes, el chándal, por ejemplo, y que no lleves nada de maquillaje y que se te note perfectamente ese bultito junto a la nariz, y que el pelo lo tengas echado hacia atrás con ese peinado que a veces llevas que te hace quince años más vieja… Y ojalá tu apartamento esté hecho una ruina, con los sofás y los sillones llenos de esas estúpidas revistas, esa prensa del corazón, esas novelas rosas que tanto te gustan y que tienes tiradas por los sofás y encima de los muebles, y estarás tan anonadada que no sabrás qué decir, tan avergonzada por todo que lo empeorarás aún más diciendo una memez tras otra. Y nos ofrecerás algo para tomar y luego te darás cuenta de que no tienes de nada, y te sentirás tan estúpida por no haberme creído… Eso será lo que haré, he pensado. Así que no se lo he dicho, no se lo he dicho a ninguna de ellas. Sólo les he dicho que iba a ir con un amigo. -Hizo una pausa y se calmó un poco. Luego dijo-: Lo siento. Espero no haberte sonado a vengativa. Pero llevo esperando esto todo el día. Me ha permitido seguir, controlar todos esos billetes…, me ha mantenido en pie. Los viajeros deben de haberse preguntado por qué me estaba moviendo por el pasillo así, ya sabes, con ese brillo en los ojos… Bueno, si tienes el día tan apretado será mejor que empecemos enseguida. Podemos empezar por Trude. Inge estará con ella, suele estar en su casa a estas horas, así que podemos empezar con ellas y matar dos pájaros de un tiro. Las otras casi no me importan. Me basta con ver la cara que pondrán esas dos… Bueno, vamos allá.

Reanudó la ascensión sin dar la mínima muestra del cansancio de antes. Las escaleras parecían no acabar nunca, los rellanos se sucedían uno tras otro, incesantemente, y al poco me encontré casi sin resuello. Fiona, sin embargo, no parecía' esforzarse en absoluto. Mientras subíamos seguía hablando, y había adoptado el tono susurrante de quien teme que los vecinos puedan estar escuchándole.

– No tienes por qué decirles gran cosa -oí que me decía en un momento dado-. Déjales que te adulen unos minutos. Pero, claro, si quieres puedes charlar con ellas del tema de tus padres.

Cuando por fin dejamos la escalera, yo estaba ya tan sin aliento -mi pecho, jadeante, buscaba desesperadamente el aire- que no podía prestar demasiada atención a lo que me rodeaba. Era consciente de que avanzaba por un pasillo en penumbra bordeado de puertas, y de que Fiona, ajena a mis dificultades, me precedía a buena marcha. Luego, sin previo aviso, se detuvo y llamó a una de las puertas. Cuando llegué hasta ella me vi obligado a apoyar una mano sobre el marco de la puerta, y agaché la cabeza en un esfuerzo por recuperar el aliento. La puerta se abrió, y supongo que debí de presentar un aspecto harto encogido y lamentable al lado de la triunfante Fiona.

– Trude -dijo Fiona-, he venido con un amigo.

Me erguí con gran esfuerzo y compuse una cortés sonrisa.

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