Permanecimos varios minutos de pie bajo la luz de la farola, envueltos en el silencio. Al cabo pasé mi brazo por los hombros de Boris y le dije:
– Debes de estar quedándote frío.
Él se arrebujó contra mi cuerpo, pero no dijo nada. Cuando bajé la vista para mirarle, vi que observaba pensativamente la negrura de la calle. En algún lugar, a lo lejos, un perro comenzó a ladrar, pero calló enseguida. Tras otro rato de silencio, dije:
– Lo siento, Boris. Debería haberlo pensado mejor. Lo siento mucho.
El pequeño guardó silencio unos instantes. Y al cabo dijo:
– No se preocupe. Pronto llegará el autobús.
Al otro lado de la plazuela, la niebla se agolpaba frente a la breve hilera de tiendas.
– No estoy muy seguro de que vaya a llegar ningún autobús, Boris -dije por fin.
– No se preocupe. Tiene que tener un poco de paciencia.
Seguimos aguardando unos minutos más. Luego repetí:
– Mira, Boris…, no estoy nada seguro de que vaya a venir ningún autobús.
El pequeño se volvió para mirarme, y suspiró cansinamente.
– Deje de preocuparse. ¿No ha oído lo que ha dicho ese hombre? Tenemos que esperar.
– Verás, Boris… A veces las cosas no salen como uno desea. Ni siquiera cuando alguien te dice que saldrán bien.
Boris dejó escapar otro suspiro.
– Pero el hombre lo ha dicho, ¿no? Además, mamá estará esperándonos.
Trataba de pensar lo que iba a decir luego cuando a los dos nos sobresaltó el sonido de una tosecilla. Y al volverme, bajo el círculo de luz de la farola, vi que alguien asomaba la cabeza por la ventanilla de un coche parado.
– Buenas noches, señor Ryder. Dispénseme, pero pasaba por aquí y le he visto por casualidad… ¿Va todo bien?
Di unos pasos en dirección al coche y reconocí a Stephan, el hijo del director del hotel.
– ¡Oh, sí, perfectamente! Gracias por su interés. Estamos…, bueno, estamos esperando al autobús.
– Tal vez podría llevarles… Voy a hacer una gestión, una misión delicada que me ha encomendado mi padre. La verdad es que hace bastante frío aquí… ¿Por qué no suben?
El joven salió del vehículo y abrió la puerta del acompañante y la trasera del mismo lado. Dándole las gracias, ayudé a Boris a subir al asiento trasero y me acomodé en el de delante. Al momento siguiente, el coche arrancó.
– Así que éste es su chico… -dijo Stephan mientras aceleraba por las calles desiertas-. Es un placer conocerle, aunque me da la impresión de que ahora está un poco cansado. Será mejor que descanse… Ya le daré la mano en otra ocasión.
Al mirar hacia atrás, vi que Boris se estaba quedando dormido, con la cabeza apoyada en el mullido reposabrazos.
– Por cierto, señor Ryder -prosiguió Stephan-. Supongo que desean volver al hotel…
– En realidad, Boris y yo nos dirigíamos al apartamento de una amiga. En el centro, cerca de la iglesia medieval.
– ¿La iglesia medieval? Hummm…
– ¿Le supone algún problema?
– ¡Oh, no! Ningún problema en absoluto. -Stephan giró el volante para doblar hacia otra calle oscura y estrecha-. Es sólo que…, bueno, que…, como le decía, iba a hacer una gestión. Una cita. Pero permítame que piense… -¿Se trata de algo urgente?
– Sí. En realidad, señor Ryder, es bastante urgente. Tiene que ver con el señor Brodsky, comprenda. De hecho es de vital importancia. Hummm… Me pregunto si a usted y a Boris no les importaría aguardar unos segundos mientras realizo mi encargo… Luego podré llevarles a donde quieran.
– Debe atender primero a sus asuntos, por supuesto. Pero le agradecería que no se retrasara mucho. Compréndame… Boris no ha cenado todavía.
– Acabaré lo antes que pueda, señor Ryder. Ojalá pudiera llevarles de inmediato…, pero es que no me atrevo a llegar tarde. Como le digo, se trata de un pequeño encargo un tanto delicado…
– Resuélvalo, pues. ¡Faltaría más! Esperaremos con mucho gusto.
– Trataré de hacerlo en un santiamén. Aunque, para serle sincero, no creo que pueda darme mucha prisa. En realidad se trata de una de esas cosas que normalmente resolvería papá personalmente, o alguien de más edad que yo… Pero se da la circunstancia de que la señorita Collins siempre ha tenido cierta debilidad por mí… -El joven se calló, algo cohibido. Y luego añadió-: No tardaré mucho.
Pasábamos por un barrio mucho más adecentado, más próximo -supuse- al centro de la ciudad. Las calles estaban mucho mejor iluminadas, y vi unos raíles de tranvía que discurrían a nuestro lado. De cuando en cuando se veía algún café o restaurante, cerrados ya, pero la zona, en su mayoría estaba llena de soberbios edificios de apartamentos. Todas las ventanas estaban a oscuras, y nuestro automóvil era tal vez lo único que turbaba el silencio en varios kilómetros. Stephan Hofftnan condujo sin despegar los labios durante varios minutos. Luego, de pronto, como si llevara algún tiempo tratando de decidirse, dijo:
– Perdóneme… Ya sé que es una impertinencia por mi parte, pero… ¿Está usted seguro de que no desea regresar al hotel? Lo digo, más que nada, por todos esos periodistas que le están esperando y demás…
– ¿Periodistas? -Miré hacia el exterior, hacia la noche-. ¡Ah, sí…! Los periodistas…
– ¡Dios santo! Confío en que no crea que soy un descarado. Es sólo que los he visto al salir del hotel. Estaban todos sentados en el vestíbulo, con sus carpetas y portafolios en las rodillas, muy animados ante la perspectiva de entrevistarle… Pero, como le digo, comprendo que no es asunto mío y que usted, naturalmente, lo tiene todo previsto.
– En efecto, en efecto -respondí en voz baja, y seguí mirando por la ventanilla.
Stephan guardó silencio, sin duda concluyendo que no debía insistir sobre el asunto. Pero yo pensaba en los periodistas, y al poco me vi tratando de recordar el hecho de haber concertado una cita con ellos. Y, la verdad, la imagen que el joven había evocado, un grupo de gente con carpetas y portafolios en ristre aguardando mi comparecencia, no me resultaba del todo ajena. Después de darle vueltas, sin embargo, no logré recordar con claridad que algo de ese tipo estuviera previsto en mi agenda, así que decidí olvidarme del asunto.
– Aquí es -dijo Stephan a mi lado-. Ahora, si tienen la bondad de disculparme unos minutos… Pónganse cómodos. Volveré tan pronto como pueda.
Nos habíamos detenido frente a un gran edificio blanco de apartamentos. Era de varias plantas, y sus balcones con rejas negras de hierro forjado le daban cierto aire español.
Stephan salió del coche, y le seguí con la mirada hasta el portal del edificio. Se paró frente al cuadro de timbres de los apartamentos, pulsó uno de ellos y se quedó esperando en una actitud que delataba cierto nerviosismo. Instantes después se encendieron las luces de la entrada.
Una mujer madura, de cabellos plateados, le abrió la puerta. Parecía delgada y frágil, pero en sus movimientos percibí una nota de distinción mientras sonreía a Stephan y le hacía pasar. La puerta se cerró al entrar Stephan, pero me di cuenta de que, echándome hacia atrás en el asiento, podía verles dentro del vestíbulo, a la luz interior, a través de un estrecho panel acristalado que había en un lateral de la puerta. Stephan estaba limpiándose los pies en el felpudo, y decía:
– Lamento presentarme sin haber avisado con más antelación…
– Ya le he dicho muchas veces, Stephan, que me encontrará aquí siempre que necesite tratar algún asunto conmigo -respondió la mujer.
– Es que, en realidad, señorita Collins, esta vez no era… Bueno, que no se trata de lo habitual. Deseaba hablar con usted de otra cosa, de algo muy importante. Papá habría venido personalmente, pero…, ¡estaba tan ocupado!
– ¡Ah! -le interrumpió la mujer con una sonrisa-, un encargo de su padre… Le está encomendando todos los trabajos sucios…
En su voz había una nota de divertida sorna que Stephan pasó aparentemente por alto.
– ¡No, no, en absoluto! -protestó, muy serio-. Todo lo contrario: se trata de una misión especialmente delicada y difícil. Papá me la ha confiado y me ha encantado aceptarla…
– ¿Así que ahora me he convertido en una misión? ¿Y, además, especialmente delicada y difícil?
– Bueno, no… Es decir… -Stephan, turbado, tuvo que hacer una pausa.
La mujer decidió, al parecer, que ya se había burlado bastante de Stephan.
– Muy bien -dijo-. Será mejor que entre y que discutamos el asunto como Dios manda mientras tomamos un jerez.
– Es usted muy amable, señorita Collins… Pero no debo quedarme mucho rato, en realidad… Hay unas personas esperándome en el coche. -Señaló en nuestra dirección, pero la mujer estaba abriendo ya la puerta de su apartamento.
La vi conducir a Stephan a través de un pequeño y pulcro recibidor, cruzar otra puerta y recorrer un pasillo en penumbra cuyas paredes estaban decoradas, a uno y otro lado, con pequeñas acuarelas enmarcadas. El pasillo desembocaba en la sala de la señorita Collins: una habitación grande en forma de L que daba a la fachada trasera del edificio. La luz era tenue e íntima, y a primera vista la estancia daba la impresión de una elegancia lujosa aunque pasada de moda. Una inspección más detenida, con todo, me hizo reparar en que gran parte de los muebles estaban en pésimo estado, y que las que al principio me habían parecido antigüedades no eran mucho más que viejos trastos. Los antaño lujosos sofás y butacones que componían el mobiliario mostraban diversos grados de deterioro, y las largas cortinas de terciopelo estaban apolilladas y raídas. Stephan tomó asiento con una seguridad que revelaba su familiaridad con el lugar, pero se le veía tenso mientras la señorita Collins revolvía en el mueble bar. Cuando finalmente le tendió una copa y fue a tomar asiento a su lado, el joven anunció con brusquedad:
– Se trata del señor Brodsky.
– ¡Ah! -dijo la señorita Collins-. Ya barruntaba yo algo…
– El caso, señorita Collins, es que nos preguntábamos si usted querría ayudarnos. O ayudarle a él, mejor dicho… -Stephan concluyó la frase con una risita, y luego miró a otro lado.
La señorita Collins ladeó la cabeza pensativamente antes de preguntar:
– ¿Me están pidiendo que ayude a Leo?
– ¡Oh, no…! No le pedimos que haga nada que pueda resultarle desagradable o…, en fin…, penoso. Papá comprende perfectamente cuáles deben de ser sus sentimientos… -Soltó otra risita-. Lo que sucede es que su ayuda podría ser decisiva para el señor Brodsky en esta etapa de su… recuperación.
– ¡Ya! -La señorita Collins asintió, y pareció pensar en el asunto. Luego dijo-: Dígame, Stephan: ¿puedo deducir de todo esto que su padre está teniendo escaso éxito con Leo?
El tono burlón de su voz me pareció más acusado que antes, pero de nuevo le pasó inadvertido a Stephan.
– ¡De ninguna manera! -replicó él, irritado-. ¡Papá ha hecho maravillas, ha dado pasos gigantescos! No ha sido nada fácil, pero la perseverancia de papá ha sido en verdad notable, incluso para los que estamos habituados a ver cómo maneja las situaciones difíciles.
– Tal vez no ha perseverado lo bastante…
– ¡No tiene usted ni idea, señorita Collins! ¡Ni idea! A veces llega a casa exhausto después de un día agotador en el hotel, y tiene que irse directamente a la cama. He visto a mamá bajar del dormitorio, quejándose, y al subir a su habitación, me he encontrado a papá roncando, tumbado de espaldas y atravesado en la cama. Como usted sabe, durante años se ha respetado entre mis padres el vital acuerdo de que él ha de ponerse a dormir de costado, nunca de espaldas, porque, si no, ronca de mala manera; así que puede imaginarse el disgusto de mamá al encontrarlo así… Normalmente me cuesta Dios y ayuda despertarlo, pero me veo obligado a hacerlo porque, como le digo, mamá se niega a volver al dormitorio mientras siga roncando. Se planta en el pasillo con la cara enfurruñada, y no se mueve hasta que lo despierto, lo desnudo, le pongo el albornoz y lo llevo al cuarto de baño. Pero lo que estoy queriendo decirle es que…, bueno, que incluso en estas circunstancias, cuando está tan cansado, suena el teléfono de pronto (alguien del personal del hotel para avisarle de que el señor Brodsky está en la cuerda floja y ha pedido que le sirvan una copa) y… ¿me creerá usted?…, papá saca fuerzas de flaqueza. Se despeja no sé cómo, recobra su mirada de siempre, se viste y sale en plena noche para no regresar hasta después de varias horas. Dijo que se ocuparía del señor Brodsky y está poniendo en ello sus cinco sentidos, dedicando hasta el último ápice de sus fuerzas para cumplir el cometido que se impuso.
– Es muy de elogiar. Pero…, ¿qué es lo que ha conseguido, exactamente?
– Le aseguro, señorita Collins, que el progreso ha sido asombroso. A todos los que han visto recientemente al señor Brodsky les ha llamado la atención. Hay mucha más vida en sus ojos. Los comentarios que hace tienen mucho más sentido día a día. Y, sobre todo, su aptitud, la gran aptitud del señor Brodsky, que está recuperando sin ningún género de duda. Al decir de todos, sus ensayos discurren de forma sumamente prometedora. Y la orquesta…, bueno, se los ha ganado a todos. Cuando no está ensayando en la sala de conciertos, está ocupado en supervisarlo todo personalmente. Ahora, cuando estás por el hotel, te llegan a menudo retazos de sus interpretaciones al piano. Y cuando papá oye ese piano, se anima tanto que te das cuenta de que está dispuesto a sacrificar por ello cualquier rato de sueño.
El joven hizo una pausa para mirar a la señorita Collins. Ésta, por espacio de un instante, pareció hallarse muy lejos, con la cabeza ladeada, como si tratara de captar ella también las lejanas notas de un piano. Pero su semblante recuperó enseguida la sonrisa, y se volvió a Stephan.
– Pues a mí me han dicho que su padre lo lleva al saloncito del hotel y lo sienta delante del piano como si fuera un maniquí…, y que Leo permanece allí durante horas meciéndose suavemente en el taburete sin tocar ni una nota…
– ¡Eso es muy injusto, señorita Collins! Tal vez ha habido ocasiones de ésas en los primeros días, pero ahora todo es muy distinto. En cualquier caso, aunque a veces se quede sentado sin tocar, convendrá usted conmigo en que de eso difícilmente puede deducirse que no esté ocurriendo nada en su interior. El silencio puede ser revelador de que se están fraguando ideas muy profundas, de que se está haciendo acopio de las más hondas energías. De hecho, el otro día, después de un silencio particularmente largo, papá entró en el salón y allí estaba el señor Brodsky contemplando las teclas del piano. Al cabo de un rato alzó la vista y, mirando a mi padre, dijo: «Los violines tienen que destacar. Tienen que destacar más.» ¡Eso es lo que le dijo! Tal vez había habido un largo silencio, sí…, ¡pero dentro de su cabeza bullía todo el universo de la música! ¡Emociona pensar lo que podrá mostrarnos el jueves por la noche! A condición de que no flaquee ahora, claro está.
– Pero decía usted, Stephan, que querían que les ayudara de algún modo…
El joven, que se había ido entusiasmando por momentos, recobró su aplomo.
– Bueno, sí… -asintió-. De eso he venido a hablarle esta noche. Como le digo, el señor Brodsky ha ido recuperando rápidamente sus antiguas dotes. Pero, claro…, junto con su gran talento, le afloran también otras cosas. Para quienes no le conocíamos muy bien antes, ha supuesto una especie de revelación inesperada. ¡Se ha mostrado estos días tan ponderado, tan correcto! El problema está en que, amén de todo lo demás, ha empezado a recordar. En fin, para decirlo sin ambages: que habla de usted. Que no para de pensar en usted, de hablar de usted. La pasada noche, por ponerle un ejemplo…, es algo embarazoso, pero se lo contaré…, la pasada noche se echó a llorar y no había forma de que se calmara. No paraba de llorar, y de sacar a la superficie todos sus sentimientos hacia usted. Era la tercera o cuarta vez que ocurría, aunque la de anoche fue la más crítica. Iban a dar ya las doce y el señor Brodsky aún no había salido del salón, así que papá se acercó a escuchar a través de la puerta y le oyó sollozar. Entró y vio que el salón estaba completamente a oscuras, y que el señor Brodsky estaba echado sobre el piano, llorando. Bueno… Teníamos una suite libre. Papá lo instaló en ella y encargó a la cocina que le subieran al señor Brodsky sus sopas favoritas, se alimenta casi exclusivamente de sopas, y mientras tanto lo atiborró de zumo de naranja y de refrescos. Pero, francamente, lo de anoche fue para asustarse. Por lo visto arremetió como un loco contra los envases de zumo… De no haber estado allí papá, es muy posible que hubiera perdido el juicio a pesar de haber llegado tan lejos. Y en todo ese tiempo no dejaba de hablar de usted. En fin, lo que quiero decirle es que…, ¡vaya!, no debería entretenerme tanto; tengo gente esperando en el coche…, lo que quiero decirle es que, con el futuro de nuestra ciudad dependiendo de él en tan gran medida, tenemos que hacer lo que sea para conseguir que logre superar este último trecho. El doctor Kaufmann está de acuerdo con papá en que nos hallamos muy cerca de vencer el último obstáculo. Así que hágase cargo de lo mucho que está en juego.
La señorita Collins seguía observando a Stephan con su media sonrisa distante, pero no dijo nada. Tras un momento de silencio, el joven prosiguió:
– Verá usted, señorita Collins… Soy consciente de que mis palabras pueden abrir viejas heridas… Y sé que usted y el señor Brodsky no se hablan desde hace muchos años…
– No, eso no es del todo exacto. Hace sólo unos meses, a principios de año, me gritó una sarta de obscenidades cuando me vio paseando por el Volksgarten.
Stephan rió con cierta torpeza, no sabiendo muy bien cómo interpretar el tono de la señorita Collins. Luego continuó, insistente:
– Nadie le está pidiendo que mantenga con él una relación prolongada, señorita Collins… ¡Por Dios…, ni muchísimo menos! Usted desea olvidar el pasado… Y papá…, todos, lo comprenden perfectamente. Lo único que le pedimos es un pequeño detalle que pudiera cambiar las cosas… Lo animaría mucho, y significaría tanto para él… Teníamos la esperanza de que no se molestaría si se lo proponíamos…
– Ya he aceptado asistir al banquete.
– Sí, sí, claro… Papá me lo ha dicho, y le estamos muy agradecidos…
– Dejando bien claro que no deberá haber ningún contacto directo…
– Y así lo entendimos, naturalmente. Ningún contacto. El banquete, sí… Aunque, en realidad, señorita Collins, queríamos pedirle algo más…, rogarle que por lo menos se aviniera a pensar en ello. Verá usted… Un grupo de caballeros, entre los que se cuenta el señor Von Winterstein, piensan llevar mañana al zoo al señor Brodsky. Por lo visto no ha estado nunca allí en todos estos años. Su perro no podrá entrar, claro…, pero el señor Brodsky ha consentido finalmente en dejarlo en buenas manos durante un par de horas. Todos han coincidido en que una salida de este género ayudaría a sosegarlo. Las jirafas en particular… Pensamos que le resultarán muy relajantes. Bien…, a lo que iba. Los caballeros en cuestión se preguntan si cabría la posibilidad de que usted se uniera al grupo en el zoo. E incluso si aceptaría usted decirle unas palabras. No tendría que formar parte del grupo… Podría encontrarse allí con ellos, durante unos minutos, hacerle alguna observación agradable…, tal vez decirle algo que lo animara. ¡Cambiaría tanto las cosas! Unos minutos, y después seguiría usted su camino. Por favor, señorita Collins…, ¡piénselo! ¡Es tanto lo que podría depender de ese gesto suyo!
Mientras hablaba Stephan, la señorita Collins se había puesto en pie, y luego había ido despacio hacia la chimenea. Ahora permanecía inmóvil y en silencio, con la mano apoyada en la repisa, como para evitar un desfallecimiento. Cuando por fin se volvió para mirar a Stephan, advertí que sus ojos estaban levemente humedecidos.
– Compréndame, Stephan… -dijo-. Es cierto que estuve casada con él. Pero de eso hace ya mucho tiempo, y las pocas veces que lo he visto en todos estos años se ha dirigido a mí para dirigirme insultos a voz en cuello. En estas circunstancias, me resulta difícil saber qué tipo de conversación puede agradarle más.
– De verdad, señorita Collins…, le juro que ahora es otro hombre. Últimamente se muestra tan educado, tan amable… Seguro que no le costará dar con las palabras adecuadas. ¡Si se aviniera a pensarlo, al menos! ¡Hay tantísimas cosas en juego…!
La señorita Collins bebió pensativa unos sorbitos de jerez. Parecía que iba a responder, pero en aquel preciso instante oí que Boris rebullía a mi espalda, en el asiento trasero del coche. Al volverme, me di cuenta de que el pequeño debía de llevar despierto algún tiempo. Observaba a través de su ventanilla la calle silenciosa y desierta, y comprendí que estaba triste. Fui a decirle algo, pero probablemente advirtió que le estaba observando, porque me preguntó sin apenas moverse: -¿Usted sabe reformar cuartos de baño? -¿Que si sé reformar cuartos de baño? Boris suspiró profundamente y siguió con la mirada perdida en la oscuridad. Luego dijo:
– Yo nunca he puesto azulejos… Por eso cometo todos esos errores. Si alguien me hubiera enseñado, sabría ponerlos.
– Sí, seguro que sí. ¿Te refieres al cuarto de baño de tu nuevo apartamento?
– Si me hubiera enseñado alguien, los habría puesto la mar de bien. Y mamá estaría contenta con su cuarto de baño. Le gustaría su cuarto de baño.
– ¡Ah! ¿Quieres decir que ahora no está satisfecha con él? Boris me miró como si hubiera oído una estupidez mayúscula. Luego, con gruesa ironía, observó:
– ¿Por qué iba a llorar por el cuarto de baño si le gustara? -¡Cómo! ¿Dices que llora por el cuarto de baño?, ¿y por qué crees que lo hará?
El pequeño volvió a pegar la cara a la ventanilla y, a la confusa luz que entraba desde el exterior, advertí que trataba de dominarse para que no se le saltaran las lágrimas. En el último momento se las arregló para disfrazar su abatimiento de bostezo, y se restregó la cara con los puños.
– Lo solucionaremos todo -le dije-. Ya lo verás. -¡Podría haberlo hecho perfectamente si alguien me hubiera enseñado! Y mamá no habría tenido que llorar.
– Sí, estoy seguro de que habrías hecho un buen trabajo. Pero pronto se arreglarán las cosas.
Me enderecé en el asiento y miré a través del parabrisas. En la calle apenas se veían ventanas iluminadas. Al cabo de un rato le dije a Boris:
– Oye… Tenemos que pensárnoslo bien… ¿Me escuchas?
No me llegó ninguna respuesta de la parte trasera del coche.
– Mira, Boris -proseguí-. Hemos de tomar una decisión. Ya sé que antes íbamos a reunimos con tu madre. Pero se nos ha hecho muy tarde. ¿Oyes lo que te digo?
Miré por encima del hombro y vi que seguía inmóvil, con la mirada perdida en la oscuridad. Permanecimos en silencio unos segundos más, y luego dije:
– La verdad es que ya es muy tarde. Si volvemos al hotel, podremos ver a tu abuelo. Estará encantado de verte. Podrás tener una habitación para ti solo o, si lo prefieres, podríamos hacer que pusieran otra cama en la mía. Podremos encargar que nos suban una cena apetitosa y, después, te irás a dormir. Mañana por la mañana, desayunaremos juntos y decidiremos lo que más convenga.
Siguió el silencio a mi espalda.
– Debería haberlo organizado todo mejor -dije-. Lo siento… Yo…, bueno, no tenía las ideas muy claras esta noche. ¡Ha sido un día de tanto ajetreo…! Pero, escucha…, te prometo que mañana lo arreglaremos todo. Haremos lo que nos venga en gana. Y, si quieres, podríamos ir a tu antiguo apartamento a buscar al Número Nueve. ¿Qué me dices?
Pero Boris siguió sin despegar los labios.
– Los dos estamos muy cansados. Boris, ¿qué te parece?
– Más vale que vayamos al hotel.
– Creo que es lo mejor. De acuerdo, pues. En cuanto vuelva ese joven, le comunicaremos nuestro nuevo plan.