La iluminación era tenue en el vestíbulo, y el hotel, en general, parecía haberse sumido en un callado reposo. El joven recepcionista que me había recibido a mi llegada volvía a estar de servicio, aunque dormitaba en su silla detrás del mostrador. Al acercarnos alzó la vista y, al reconocerme, hizo un visible esfuerzo para despejarse.
– Buenas noches, señor -dijo animadamente, aunque al momento siguiente pareció vencerlo de nuevo el cansancio.
– Buenas noches. Necesitaré otra habitación. Para Boris -dije, poniendo una mano en el hombro del chico-. Lo más cerca de la mía que pueda, por favor.
– Déjeme ver qué puedo hacer, señor Ryder.
– Y, a propósito… Resulta que el mozo de ustedes, Gustav, es el abuelo de Boris… Me pregunto si, por casualidad, estará todavía en el hotel.
– ¡Oh, sí! Gustav vive aquí. En un cuartito arriba, en la buhardilla. Pero supongo que ahora estará durmiendo.
– Quizá no le importe que le despertemos. Sé que querrá ver enseguida a Boris.
El conserje consultó de reojo, con aire de duda, su reloj.
– Muy bien, señor…, como desee -dijo sin convicción, y levantó el auricular. Tras una breve pausa, le oí ponerse al habla con Gustav-. ¿Gustav? Lamento mucho molestarle, Gustav. Soy Walter. Sí, sí, siento haberle despertado. Sí, lo sé y lo siento de veras. Pero escuche, por favor. Acaba de llegar el señor Ryder. Le acompaña el nieto de usted.
Durante los segundos siguientes, el conserje se limitó a escuchar y asentir repetidas veces. Luego colgó el aparato y se volvió a mí, sonriente.
– Baja inmediatamente. Dice que se encargará de todo.
– Estupendo.
– Debe de estar usted muy cansado, señor Ryder…
– Sí, lo estoy. Ha sido un día agotador. Pero creo que aún me queda un compromiso… Creo que hay unos periodistas esperándome…
– ¡Ah! Se han marchado hace como una hora. Dijeron que concertarían otra entrevista con usted. Les sugerí que lo trataran directamente con la señorita Stratmann, para evitar que lo molestaran. La verdad, señor, se le ve muy fatigado. Debería dejar de preocuparse y subir a su cuarto a acostarse.
– Sí, creo que sí. Humm. Así que se han ido… Primero se presentan sin previo aviso, y luego se van así…
– En efecto, señor, muy fastidioso… Pero, si me permite insistir, señor Ryder, debería irse a la cama y dormir. No tiene por qué preocuparse. Estoy seguro de que todo podrá hacerse puntualmente.
Agradecí al joven empleado sus tranquilizadoras palabras, y por primera vez en varias horas me invadió una sensación de calma. Apoyé los codos en el mostrador de recepción, y por unos instantes dormité allí mismo de pie. No llegué a dormirme del todo, sin embargo, y en todo momento fui consciente de que Boris había reclinado la cabeza en mi costado, y de que la voz del conserje seguía hablando en el mismo tono sedante a pocos centímetros de mi cara.
– Gustav no tardará -estaba diciéndome- y se ocupará de que su chico esté cómodo. Créame, no tiene por qué preocuparse de nada más, señor. Y la señorita Stratmann…, bueno, aquí en el hotel la conocemos desde hace mucho tiempo. Una dama de lo más eficiente. Se ha ocupado ya en otras ocasiones de los asuntos de muchos huéspedes importantes, y a todos les ha producido una inmejorable impresión. No comete errores. Así que puede dejar en sus manos lo de esos periodistas; no habrá ningún problema. En cuanto a Boris, le daremos una habitación justo enfrente de la suya, al otro lado del pasillo. Tiene muy buenas vistas por la mañana… Seguro que le gustará. De verdad, señor Ryder…, creo que debería irse a dormir. No creo que haya nada más que pueda usted hacer hoy. De hecho, si me permite sugerírselo, creo que haría bien en confiar a Boris a su abuelo en cuanto suban a sus habitaciones. Gustav bajará enseguida; se estará poniendo el uniforme, por eso está tardando un poco. Pero se presentará aquí enseguida, y de punta en blanco… Así es el bueno de Gustav: uniforme inmaculado, nada fuera de su sitio… En cuanto aparezca, déjelo usted a cargo de todo. Seguro que no tarda… Debe de estar atándose los cordones de los zapatos, sentado al borde de la cama… Me lo imagino ya listo, levantándose de un brinco…, con cuidado, para no darse un coscorrón en la cabeza con las vigas… Una rápida pasada del peine y, sin dilación, al pasillo… Sí, será cosa de segundos… Suba tranquilo a su habitación, señor Ryder…, relájese, y a dormir toda la noche de un tirón. Permítame recomendarle un ponche antes de acostarse: uno de nuestros cócteles especiales que encontrará ya preparados en el minibar de la habitación. Son excelentes. Aunque quizá prefiera encargar que le suban alguna bebida caliente… Y, si le apetece, podría escuchar un ratito el hilo musical, alguna música sedante… A estas horas de la noche hay un canal que emite desde Estocolmo música nocturna de jazz, muy suave… Es francamente relajante. Yo lo sintonizo a menudo para relajarme. Pero si piensa que, en realidad, no necesita relajarse…, ¿me permite sugerirle ir al cine? Muchos de nuestros huéspedes están allí en este preciso instante.
Esta última observación -la alusión al cine- me sacó de mi somnolencia. Enderezando el cuerpo, pregunté:
– Perdone, pero ¿qué es lo que acaba de decir? ¿Que muchos de los huéspedes del hotel se han ido al cine?
– Sí, hay uno aquí mismo, al doblar la esquina. Hay una sesión de madrugada. Son muchos los clientes que piensan que meterse en él y ver una película les ayuda a descansar al final de un día ajetreado. Puede ser una buena alternativa a tomar un cóctel o una bebida caliente.
Sonó el teléfono junto a su mano, y el conserje, excusándose, lo descolgó. Advertí que, mientras escuchaba, me miró varias veces con cierto embarazo. Al cabo dijo:
– Precisamente está aquí mismo, señora -y me tendió el aparato.
– ¿Dígame? -pregunté.
La línea quedó en silencio unos segundos, pero luego oí una voz femenina:
– Soy yo.
Tardé un instante en darme cuenta de que se trataba de Sophie. Pero, nada más percatarme de ello, sentí que me invadía una honda de irritación hacia ella, y sólo la presencia de Boris me impidió gritarle airadamente. Finalmente adopté un tono de extrema frialdad:
– Así que eres tú…
Siguió un nuevo silencio, muy breve, y luego oí que me decía:
– Llamo desde aquí fuera, desde la calle. Os he visto entrar a ti y a Boris. Quizá sea mejor que él no me vea, tendría que estar ya en la cama hace rato. Procura que no se entere de que estás hablando conmigo.
Bajé la vista para mirar a Boris, que seguía de pie, reclinado sobre mí, casi dormido.
– Pero… ¿qué es exactamente lo que te traes entre manos? -pregunté.
Oí que dejaba escapar un hondo suspiro, y luego respondió:
– Tienes toda la razón para estar enfadado conmigo. Yo… Bueno, no sé qué ha sucedido. Ahora veo lo tonta que he sido…
– Mira… -la interrumpí, temiendo no ser capaz de contener mi ira por más tiempo-. ¿Dónde estás ahora?
– Al otro lado de la calle, bajo los arcos. Frente a las tiendas de antigüedades.
– Iré dentro de un minuto. No te muevas de ahí.
Devolví el aparato al conserje, y sentí cierto alivio al advertir que Boris había estado medio dormido durante la conversación telefónica. En aquel preciso instante se abrieron las puertas del ascensor, y apareció Gustav, que se encaminó hacia nosotros por la gruesa moqueta del piso.
El aspecto de su uniforme era ciertamente impecable. Los cabellos canosos los llevaba húmedos y perfectamente peinados. Una leve hinchazón alrededor de los ojos y cierta rigidez al caminar eran los únicos indicios de que había estado durmiendo como un leño hasta pocos minutos antes.
– ¡Ah, señor, buenas noches! -dijo al acercarse.
– Buenas noches.
– Ah, ha traído con usted a Boris… Es muy amable de su parte haberse tomado tantas molestias. -Gustav se aproximó unos pasos más y observó a su nieto con cara sonriente-. ¡Dios mío, señor…, mírele! Se ha quedado dormido.
– Sí. Está muy cansado -dije.
– ¡Parece tan niño cuando duerme! -El mozo siguió mirando a Boris con ternura durante unos instantes más. Luego alzó la vista y se dirigió a mí-: Me pregunto, señor, si ha podido hablar usted con Sophie… Me he estado toda la tarde preguntando cómo le habrá ido con ella.
– Bueno, sí… He hablado con ella.
– ¡Ah! ¿Y se ha podido hacer alguna idea?
– ¿Alguna idea?
– De lo que le preocupa.
– Ah… La verdad es que ha dicho algunas cosas bastante reveladoras… Aunque, si he de serle sincero, y como le dije ya, es muy difícil que un extraño como yo pueda sacar conclusiones de todo ello. Naturalmente, me he formado una o dos ideas vagas de lo que puede preocuparle, pero ahora, más que nunca, opino que sería mucho mejor que hablara usted con ella.
– Pero, señor… Creo que ya le expliqué que…
– Sí, sí…, que usted y Sophie no se hablaban directamente, lo recuerdo -le interrumpí, llevado por un repentino acceso de impaciencia-. Aunque ya imagino que para usted se trata de un asunto de vital importancia…
– De vital importancia, sí, señor. ¡Oh, sí, señor! Para mí tiene una enorme importancia. Es por Boris, comprenda… Si no llegamos a una pronta solución, va a ser un serio problema para él. Sé que va a ser así. Ya se advierten los síntomas. No tiene más que mirarle, señor…, como está ahora mismo… Mírelo…, ¡es tan niño aún! Se lo debemos. Debemos mantener su mundo libre de estas preocupaciones, aunque sólo sea durante algún tiempo más. ¿No le parece, señor? En realidad, afirmar que este asunto es importante para mí es decir poco. Últimamente no hago más que inquietarme por ello día y noche. Pero ya ve… -Hizo una pausa, y se quedó con la mirada fija en el suelo. Luego sacudió levemente la cabeza y añadió, suspirando-: Dice usted que debería hablar con Sophie yo mismo… No es tan sencillo, señor. Tiene que comprender el origen de esta situación. Verá… Llevamos muchos años manteniendo este arreglo… Desde que ella era joven. Cierto que las cosas eran muy distintas de niña, de muy niña. Hasta que tuvo ocho o nueve años… Ah, hasta entonces, Sophie y yo nos pasábamos el día entero charlando. Yo le contaba cuentos, dábamos largos paseos por la ciudad antigua, los dos solos, cogidos de la mano, siempre charlando. No me juzgue mal, señor… Yo quería a Sophie entrañablemente, y aún la quiero de ese modo. ¡Oh, sí, señor! Estábamos muy unidos cuando era pequeña. El arreglo de que le hablo no comenzó hasta que ella cumplió los ocho años. Sí, esa edad tenía entonces. Le diré de paso, señor, que jamás imaginé que la cosa pudiera ir más allá de unos pocos días. Eso era todo lo que yo me proponía. Recuerdo que el primer día estaba yo en casa -era fiesta y no había ido a trabajar-, intentando colocar una estantería en la cocina para mi mujer. Sophie no paraba de dar vueltas a mi alrededor, preguntándome esto y lo otro, ofreciéndose a traerme tal o cual herramienta, tratando de ayudarme. Pero yo me mantuve en silencio, señor. Me mantuve así a rajatabla. Hasta el punto de que pronto se quedó asombrada, desconcertada. Yo me di cuenta de ello, pero era lo que había decidido hacer y tenía que mantenerme firme. No me resultaba fácil, señor. ¡Dios santo…! ¿Cómo iba a resultarme fácil? Quería a mi pequeña hija más que a nada en este mundo, pero tenía que ser fuerte. Tres días, me dije… Tres días bastarían; tres días y pondríamos término a aquello. Sólo tres días, y de nuevo podría volver a abrazarla al regresar del trabajo, a tenerla muy cerca de mí, a contárnoslo todo el uno al otro. A recuperar por así decir el tiempo perdido. En aquel tiempo yo trabajaba en el Hotel Alba, y hacia el final del tercer día, como podrá imaginarse, estaba deseando que acabara mi turno para volver a casa y ver de nuevo a mi pequeña. Comprenderá usted mi decepción cuando, al llegar al apartamento, me encontré con que Sophie no quiso salir a recibirme. Más aún, señor…, cuando fui a buscarla desvió la mirada de mí con toda intención y salió de su cuarto sin dirigirme siquiera la palabra. Aquello me dolió mucho… ¡Imagínese usted! Y supongo que me enfadé un poco, porque, como le digo, había tenido un día de mucho trabajo y se me habían hecho muy largas las horas esperando el momento de volver a verla. El caso es que me dije a mí mismo: «Si esto es lo que quiere, que vea hasta dónde la puede llevar su comportamiento.» Cené con mi mujer, y nos fuimos los dos a la cama sin haberle dicho a Sophie una sola palabra. Supongo que ése fue el origen de todo. Al primer día le siguió otro igual, y antes de que nos diéramos cuenta nuestra actitud recíproca se convirtió en norma. No querría que me malinterpretara, señor… No estábamos enfadados: la animosidad entre los dos desapareció enseguida. Pero todo comenzó a ser como es ahora. Sophie y yo nos seguíamos profesando un gran afecto. Sólo que no nos dirigíamos la palabra. Reconozco que en aquel tiempo ni se me pasó por la cabeza que la cosa pudiera llegar tan lejos. Y supongo que mi intención fue siempre aguardar a algún día señalado…, su cumpleaños, por ejemplo, para olvidarnos de todo aquello y hacer que todo volviera a ser como antes. Pero llegó su cumpleaños, y perdimos la oportunidad. Y llegaron y se fueron las Navidades sin que nada cambiara. Y así hasta que ella tuvo once años. Entonces se sumó a esto un pequeño incidente, un incidente desdichado. Sophie tenía entonces un pequeño hámster blanco. Lo llamaba Ulrich, y estaba muy encariñada con él. Se pasaba horas y horas hablándole, llevándolo por todo el piso en la mano. Pero un día el animalillo desapareció. Sophie lo buscó por todas partes. Su madre y yo revolvimos todo el piso buscándolo, preguntamos por él a los vecinos…, todo en vano. Mi mujer hizo cuanto pudo por convencer a Sophie de que Ulrich andaría por ahí a sus anchas…, que se habría ido de vacaciones y que no tardaría en volver. Pero entonces llegó una noche aciaga. Mi mujer había salido, y Sophie y yo nos quedamos solos en el piso. Yo estaba en el dormitorio, con la radio a todo volumen, (retransmitían un concierto) y de pronto me di cuenta de que Sophie lloraba a lágrima viva en la salita. Pensé al instante que al fin había encontrado a Ulrich…, o lo que quedaba de él, pues habían transcurrido ya unas cuantas semanas desde su desaparición. Bueno…, la puerta entre el dormitorio y la salita estaba cerrada y, como le digo, tenía la radio muy alta, así que lo más normal habría sido que yo no la hubiera oído llorar. Permanecí, pues, en el dormitorio, con la oreja pegada a la puerta y la música sonando a mi espalda. Por supuesto, pensé varias veces en salir e ir a verla, pero cuanto más rato pasaba de pie junto a la puerta, más reparo me daba salir y aparecer ante ella de pronto. Compréndame, señor, habría resultado extraño hacerlo cuando ya no sollozaba tan fuerte como antes… Incluso volví a sentarme un ratito en mi butaca tratando de convencerme a mí mismo de que no había oído nada. Aquellos sollozos suyos me desgarraban el corazón de tal forma, sin embargo, que al poco me vi otra vez junto a la puerta, con la cabeza pegada a ella, tratando de escuchar a Sophie por encima de los acordes de la orquesta. «Si ella me lo pide», me dije, «si me llama o da unos golpecitos en la puerta, saldré.» Eso es lo que decidí. Que si llamaba, que si gritaba simplemente «¡Papá!», saldría y le diría que no la había oído antes por culpa de la música. Aguardé, pero no dijo nada, ni llamó a la puerta. Lo único que hizo, tras un rato de desconsolado llanto (me llegó al alma, señor, se lo aseguro), fue decirse a sí misma…, permítame recalcarlo: a sí misma: «¡Olvidé a Ulrich dentro de la caja! ¡Ha sido culpa mía! ¡Me olvidé de sacarlo! ¡He tenido yo la culpa!» El caso es que, según averigüé después, Sophie había metido a Ulrich dentro de una cajita suya de regalo. Sin duda quería llevarlo a alguna parte fuera de casa: siempre estaba sacándolo de paseo para «enseñarle» cosas. Así que, cuando se disponía a salir, lo metió en aquella cajita de hojalata. Pero entonces debió de ocurrir algo que la distrajo. Lo cierto es que no salió a pasear y que olvidó que había metido a Ulrich dentro de la caja. Aquella noche de la que le hablo, señor, había estado buscando algo por el piso, y de repente lo recordó todo. ¡Imagínese lo terrible que debió de ser aquel momento para mi hijita! El relámpago súbito de un recuerdo, la esperanza desesperada de que tal vez no fuera cierto, el precipitarse en busca de la caja… Sí, desgraciadamente Ulrich seguía allí dentro. En mi situación, escuchando detrás de la puerta, yo no podía saber la razón exacta de su llanto, pero me imaginé más o menos lo ocurrido cuando la oí gritar aquellas palabras: «¡Olvidé a Ulrich dentro de la caja! ¡Ha sido culpa mía!» Pero quisiera que lo comprendiera, señor: habló consigo misma. Si hubiera dicho algo así como: «¡Ven, papá…, ven a ver!» No fue así, sin embargo. A pesar de ello, me hice la siguiente reflexión: «Si vuelve a gritar…, a reprocharse de esa forma lo ocurrido, saldré.» Pero no lo hizo. Se limitó a seguir sollozando. Podía imaginármela sosteniendo a Ulrich entre los dedos, esperando tal vez que aún fuera posible salvarlo… No, no me resultó fácil, señor… La música seguía sonando a mi espalda…, y no me atreví a abandonar el dormitorio… Me comprende, ¿verdad? Oí regresar a mi mujer mucho más tarde; oí que hablaban y que Sophie volvía a llorar. Luego entró mi mujer en el dormitorio y me contó lo que había ocurrido. «¿No has oído nada?», me preguntó; y yo le respondí: «¡No, nada en absoluto! Estaba escuchando el concierto.» A la mañana siguiente, durante el desayuno, Sophie no me dirigió la palabra y yo tampoco le dije nada. No por nada especial, sino por el mero hecho de mantener el silencio habitual entre nosotros. Pero me di perfecta cuenta, sin ningún género de duda, de que Sdphie sabía que yo había estado escuchándola. Y, lo que era aún más, de que no estaba dolida conmigo por ello. Me pasó el jarrito de la leche, como siempre, la mantequilla…, e incluso me retiró después el plato…, más servicial incluso que otras veces. Lo que estoy tratando de explicarle, señor, es que Sophie comprendía nuestro arreglo y lo respetaba. Después de aquello, como ya se imaginará, la situación se consolidó en estos términos. Porque si el asunto de Ulrich no había bastado para Poner fin a nuestro silencio, no habría sido correcto romperlo hasta que ocurriera otro hecho que, como mínimo, fuera tan significativo como aquél. Darlo por concluido de repente, cualquier día, sin más ni más, no sólo hubiera sido realmente extraño, sino que equivaldría a minimizar la tragedia que el episodio de Ulrich representaba para mi hija. Confío en que lo entenderá así, señor. En cualquier caso, como digo, después de aquello nuestro arreglo quedó… consolidado, sí, e incluso en las presentes circunstancias no me parecería bien romper porque sí algo tan duradero ya. Hasta me atrevería a decir que Sophie opina lo mismo. Por eso le rogué a usted que, como un favor especialísimo, y dado que le vendría de camino esta tarde…
– Sí, sí, sí… -le interrumpí, sintiendo una nueva oleada de impaciencia. Y añadí a continuación, más amablemente-: Me doy cuenta de cómo están las cosas entre usted y su hija. Pero me pregunto una cosa… ¿No será tal vez eso…, este mismo asunto…, ese arreglo entre ustedes dos…? ¿No será precisamente ésa la raíz de las preocupaciones de su hija? ¿Y si este arreglo suyo fuera precisamente el motivo de sus reflexiones aquella vez que la descubrió usted sentada en el café con aquel aire de abatimiento?
Aquello pareció dejar a Gustav estupefacto, y durante algún tiempo se quedó callado. Y al cabo dijo:
– Jamás se me había ocurrido pensar en eso que usted sugiere, señor… Tendré que reflexionar sobre ello. De verdad, no lo he pensado nunca. -Volvió a sumirse en el silencio unos instantes, con la turbación dibujada en el semblante. Luego alzó la vista y me miró-: Pero… ¿por qué habría de estar tan preocupada por nuestro arreglo ahora? ¿Después de tanto tiempo? -Movió lentamente la cabeza-. ¿Me permite una pregunta, señor? ¿Se ha formado usted esa idea a raíz de su conversación con ella?
De pronto me sentí harto de todo aquello, y deseé que acabara cuanto antes.
– No sé, no sé… -dije-. Le repito que estos asuntos familiares… Soy un extraño…, ¿cómo puedo juzgar? Lo decía como una simple posibilidad.
– Y tendré que considerarla, de veras. En interés de Boris, estoy dispuesto a estudiar todas las posibilidades. Sí, lo pensaré. -Calló de nuevo, y la turbación pareció nublarle aún más la mirada-. Me pregunto, señor, si podría pedirle otro favor… Cuando vuelva a ver a Sophie…, ¿le importaría investigar esa posibilidad que ha mencionado? Sé que tendría que hacerlo con muchísimo tacto. En otras circunstancias no me atrevería a pedirle una cosa así, pero, compréndame, estoy pensando en el pequeño Boris. ¡Le quedaría tan agradecido…!
Me miraba con tal expresión de súplica que al final dejé escapar un suspiro, y dije:
– Está bien… Haré lo que pueda por Boris. Pero debo decirle otra vez que, para un extraño como yo…
Tal vez nos oyó decir su nombre, pero el caso es que Boris se despertó en aquel preciso instante.
– ¡Abuelo! -exclamó y, soltándome, se dirigió muy excitado hacia Gustav, con evidente intención de abrazarlo. Pero en el último momento el pequeño pareció pensarlo mejor y le tendió simplemente la mano.
– Buenas noches, abuelo -dijo con una dignidad tranquila.
– Buenas noches, Boris -respondió Gustav dándole unas palmaditas en la cabeza-. Me alegro de verte. ¿Qué tal has pasado el día?
Boris se encogió de hombros.
– Algo cansado. Igual que otros días.
– Aguarda un minuto y me ocuparé de todo -dijo Gustav. Y rodeando con el brazo los hombros de su nieto, el anciano mozo se acercó al mostrador de recepción. Durante los momentos que siguieron él y el conserje conversaron en la jerga hotelera y en tono muy bajo. Hasta que, finalmente, llegaron a un acuerdo y el conserje le tendió una llave.
– Si el señor tiene la amabilidad de seguirme -me dijo Gustav-, le mostraré la habitación en que dormirá Boris.
– La verdad es que tengo otra cita.
– ¿A estas horas? Lleva usted una vida muy ajetreada, señor… Bien, en tal caso, ¿me permite proponerle que me encargue yo mismo de acomodar a Boris?
– Excelente idea. Se lo agradezco.
Los acompañé hasta el ascensor y les dije adiós con la mano mientras las puertas del ascensor se cerraban. Y entonces me sentí abrumado por la frustración y la ira que hasta entonces había conseguido dominar. Sin despedirme del conserje, crucé el vestíbulo y volví a salir a la noche.