26

La escalera descendía bruscamente entre altos setos y arbustos. Y al poco me vi junto a la carretera, contemplando la puesta de sol sobre el campo que se extendía al otro lado de la calzada. La escalera me había conducido a un punto donde la carretera describía una cerrada curva, pero después de caminar por ella un trecho vi que la vista se ensanchaba. Un poco más allá se divisaba la colina por cuya ladera había subido antes -la silueta de la pequeña cabana, cerca de la cima, se recortaba contra el cielo-, y vi el coche de Hoffman aparcado en el entrante del arcén donde me había dejado horas antes.

Caminé en dirección al coche pensando en la conversación que acababa de mantener con Pedersen. Recordé cómo lo había conocido en el cine, cuando la alta estima en que me tenía era patente tanto en su actitud como en sus palabras. Ahora, pese a sus buenos modos, también era patente que se sentía profundamente decepcionado en relación conmigo. El pensamiento me resultaba extrañamente turbador, y, mientras avanzaba por el arcén contemplando cómo se ponía el sol, iba sintiéndome más y más irritado por no haber procedido con mayor cautela en el asunto del monumento Sattler. Cierto que, como le había señalado a Pedersen, fue la decisión que me pareció más acertada en aquel momento. Pero no podía hurtarme a la mortificante sensación de que, pese a las limitaciones de tiempo, pese a las enormes presiones que había tenido que soportar, para entonces debería haber estado mucho mejor informado. Incluso ahora, tan tardíamente ya, con la crucial velada prácticamente encima, seguían existiendo ciertos aspectos de la problemática local que distaban mucho de estar claros. Ahora veía lo erróneo de no haberme entrevistado horas antes con el Grupo Ciudadano de Ayuda Mutua…, y todo por un ensayo -según había comprobado- perfectamente prescindible.

Cuando llegué al coche de Hoffman, me sentía cansado y descorazonado. Hoffman se hallaba al volante, escribiendo afanosamente en un cuaderno, y no se percató de mi llegada hasta que abrí la portezuela para subir al coche.

– Ah, señor Ryder -exclamó, apartando rápidamente el cuaderno-. ¿Qué tal le ha ido el ensayo?

– Oh, muy bien.

– ¿Y el sitio? -Puso el motor en marcha-. ¿Qué le ha parecido?

– Excelente, señor Hoffman, muchas gracias. Pero ahora debo llegar a la sala de conciertos tan pronto como sea posible. Nunca se sabe los ajustes que pueden ser necesarios en el último momento.

– Por supuesto. De hecho, también yo tengo que ir inmediatamente a la sala de conciertos. -Miró el reloj-. Debo supervisar el servicio de cocina. Cuando he estado allí hace una hora, me ha complacido comprobar que todo iba muy bien. Pero, claro, el desastre puede surgir en cualquier momento.

Hoffman dejó el arcén y salió a la calzada, y durante un rato condujo en silencio. La carretera, aunque con algo más de tráfico que en el viaje de ida, seguía bastante despejada, y Hoffman alcanzó enseguida una velocidad razonablemente alta. Me puse a contemplar los campos y traté de relajarme, pero mi mente volvía a la velada que tenía por delante. Al rato oí que Hoffman me decía:

– Señor Ryder, espero que no le importe que vuelva a mencionar el asunto. Un pequeño asunto. Seguro que lo ha olvidado…

Soltó una risita y sacudió la cabeza.

– ¿A qué se refiere, señor Hoffman?

– Me refiero a los álbumes de mi esposa. Quizá recuerde usted que le hablé de ellos cuando nos conocimos. Mi esposa lleva tantos años siendo admiradora suya…

– Sí, claro que me acuerdo. Tiene varios álbumes con recortes de mi carrera. Sí, sí, no lo había olvidado. De hecho, por muy atareado que haya estado, siempre he tenido muchas ganas de verlos…

– Se ha dedicado a su confección con verdadera devoción, señor. Durante muchos años. A veces le ha costado Dios y ayuda conseguir ciertos números atrasados de periódicos y revistas donde aparecían importantes artículos sobre usted. De verdad, señor, para mí ha sido una maravilla presenciar tal dedicación. Y para ella supondría tanto…

– Señor Hoffman, tengo intención de examinar esos álbumes sin tardanza. Como le he dicho, tenía muchas ganas de verlos. Sin embargo, en este preciso momento, querría aprovechar la ocasión para discutir ciertos aspectos, bueno, ciertos aspectos relativos al acto de esta noche…

– Como desee, señor. Pero puedo asegurarle que todo está preparado. No tiene que preocuparse en absoluto.

– Sí, sí, no lo dudo. Sin embargo, y dado que el acontecimiento se nos está echando ya encima, no estaría de más si nos ocupáramos un poco de todo ello. Por ejemplo, señor Hoffman, está el asunto de mis padres. Si bien tengo la mayor confianza en que la gente de esta ciudad sabrá brindarles todo el cuidado que precisan, el caso es que ambos tienen la salud precaria, y por tanto apreciaría sobremanera…

– Oh, por supuesto, lo entiendo perfectamente. Y si me permite decirlo, resulta de lo más conmovedor el que se preocupe usted tanto por sus padres. Me complace mucho asegurarle que se han hecho todos los preparativos necesarios para su comodidad y bienestar. Un grupo de encantadoras y competentes damas locales ha sido comisionado para cuidar de ellos durante su estancia entre nosotros. Y en cuanto al acto de esta noche, hemos planeado algo especial para ellos, una pequeña «fioritura» que espero sea de su agrado. Como sin duda sabe, nuestra empresa local Seeler Brothers, fabricantes de carruajes, fue célebre en su día por haber servido a una distinguida clientela tanto de Francia como de Inglaterra. Pues bien, la ciudad aún conserva algunos espléndidos ejemplos de su industria, y se me ocurrió que a sus padres les sería grato llegar a la sala de conciertos en uno de esos refinados carruajes, al cual engancharemos un par de engalanados purasangres. ¿Se imagina la escena, señor Ryder? A esa hora la explanada de la entrada de la sala de conciertos estará toda iluminada, y en ella se hallarán congregados todos los miembros destacados de nuestra comunidad, riendo y saludándose, con sus mejores galas, y se palpará la expectación en el ambiente. Los coches, claro está, no podrán entrar en la explanada, de modo que la gente irá llegando a pie desde los árboles cercanos. Y una vez que los asistentes se hayan agrupado en la explanada, junto a la entrada…, ¿se lo imagina, señor?, de la oscuridad del bosque llegará el sonido de unos caballos que se acercan. Las damas y caballeros dejarán de hablar de inmediato, y volverán la cabeza. El ruido de los cascos se hará más y más fuerte, se acercará gradualmente al retazo de luz de la explanada. Y entonces se harán visibles los espléndidos caballos, el cochero con frac y chistera, ¡el rutilante carruaje de los Seeler Brothers llevando en su interior a sus encantadores padres! ¿Se imagina la expectación, la agitación que embargará a los invitados en ese momento? Por supuesto, sus padres no tendrán que ir en el carruaje mucho tiempo, sólo el estrictamente necesario para recorrer la avenida central que atraviesa el bosque. Y, se lo aseguro, el carruaje al que me refiero es una lujosa obra maestra. Sus padres lo encontrarán tan seguro y cómodo como una limusina. Habrán de soportar, como es lógico, un ligero bamboleo, pero eso, en un carruaje de esa categoría, se convierte incluso en un elemento sedante. ¿Visualiza usted la escena, señor Ryder? He de confesar que, en un principio, pensé organizar este agasajo para usted, para su llegada, pero me di cuenta de que en esa fase temprana preferiría usted permanecer en segundo plano. Y, además, no quería que menguara ni un ápice el impacto de su aparición en el escenario. Luego, cuando supe la feliz nueva de que también sus padres nos honrarían con su visita, pensé inmediatamente: «¡Oh, la solución ideal!» Sí, señor, la llegada de sus padres abrirá la velada maravillosamente. No esperamos, como es lógico, que después de bajarse del carruaje vayan a quedarse de pie en la entrada como los demás invitados. Se les conducirá de inmediato a los asientos preferentes que ocuparán en el auditórium, y ello servirá de señal para que los invitados comiencen a entrar para tomar asiento en sus localidades. Y luego, poco después de esto, dará comienzo la parte formal de la velada. Empezaremos por un breve recital de piano a cargo de mi hijo Stephan. ¡Ja, ja! Admito que me he tomado una libertad quizá excesiva en este punto. Pero Stephan anhelaba tanto presentarse en un escenario, y yo entonces creía, quizá neciamente, que… Bien, no tiene sentido hablar de eso ahora. Stephan ofrecerá un pequeño recital, con el fin de crear una cierta atmósfera. Durante esta parte de la velada la luz permanecerá encendida para facilitar el que la gente encuentre sus asientos, se salude, charle en los pasillos y demás… Luego, una vez que todo el mundo se haya acomodado, las luces se harán más tenues. Se pronunciarán unas palabras formales de bienvenida. A continuación, y conforme al programa, saldrá la orquesta, tomará asiento en sus puestos, afinará sus instrumentos. Y entonces, tras una pequeña pausa, aparecerá en escena el señor Brodsky. Y…, y dirigirá la orquesta. Cuando termine de hacerlo, y cesen los…, esperemos, presumamos que así sea…, los atronadores aplausos, y el señor Brodsky haya hecho multitud de reverencias, seguirá un pequeño descanso. No un intermedio exactamente: no permitiremos que los asistentes abandonen sus asientos. Será más bien un breve período de cinco o seis minutos, en el que las luces volverán a encenderse a plena intensidad para que la gente pueda poner en orden sus pensamientos. Luego, mientras la gente sigue intercambiando puntos de vista, el señor Von Winterstein aparecerá en el escenario, delante del telón. Y procederá a una sencilla presentación. De no más de unos minutos (¿es necesaria acaso alguna presentación?). Y desaparecerá tras los bastidores. La sala de conciertos, entonces, se verá sumida en la oscuridad. Y llegamos al momento, señor. Al momento de su aparición. Éste es un punto, ciertamente, que deseaba tratar con usted, ya que, en cierta medida, su colaboración será esencial. Verá, señor, nuestra sala de conciertos es sumamente bella, pero al ser tan vieja carece de ciertas instalaciones que uno daría por descontadas en un edificio más moderno. Las de cocina, por ejemplo, como creo haber mencionado ya, distan de ser las adecuadas, y nos obligan a depender en gran medida de las del hotel. Pero a lo que voy, señor, es a lo siguiente: he tomado prestado del polideportivo, sumamente moderno y bien equipado, el marcador electrónico situado en lo alto del estadio. (¡En este momento el estadio debe de tener un aire muy desolado sin él! Con todos esos negros y feos cables colgando del lugar que normalmente ocupa…) Bien, volvamos a lo que estaba diciendo. El señor Von Winterstein, después de su presentación, desaparecerá tras los bastidores. El auditórium entero, por espacio de un instante, se sumirá en la oscuridad, y en el curso de ese instante se abrirá el telón y se encenderá un foco que iluminará el punto donde se halla usted, de pie tras el atril, en el centro del escenario. Entonces, obviamente, el auditorio estallará en arrebatados aplausos. Luego, cuando cesen los aplausos, y antes de que haya dicho usted ni una palabra…, siempre que, como es lógico, nos dé usted su conformidad…, una voz atronará la sala y formulará la primera pregunta. La voz será la de Horst Jannings, nuestro actor más veterano. Estará en el control de sonido, hablando a través del sistema de megafonía. Horst posee una bonita y rica voz de barítono, e irá leyendo despacio las preguntas. Y al hacerlo, ¡y ésta ha sido mi pequeña idea, señor!, las palabras irán apareciendo simultáneamente en el marcador electrónico, situado en lo alto del escenario, justo encima de su cabeza. ¿Se da usted cuenta? Hasta el momento, y debido a la oscuridad, nadie ha podido ver el marcador, de forma que será como si las palabras aparecieran en el aire, sobre su cabeza. ¡Ja, ja! Perdóneme, pero pensé que el efecto contribuiría al dramatismo de la ocasión, y al mismo tiempo ayudaría a aclarar un tanto las cosas. Las palabras en el marcador, me atrevo a aventurar, servirán para que algunos de los presentes recuerden la gravedad e importancia de los asuntos que usted estará a punto de tratar. Porque, la verdad, con toda esta excitación, será muy fácil que cierta gente pase por alto concentrarse. Bien, ya ve, señor, con mi pequeña idea no les será posible dejar de hacerlo. Cada pregunta estará allí, delante de sus ojos, en letras gigantescas. Así que, si nos da su aprobación, eso es lo que haremos. Se oirá la primera pregunta, que aparecerá en el marcador, y usted la responderá desde el atril, y, una vez que haya terminado, Horst leerá la siguiente pregunta, y así sucesivamente. Lo único que le pido, señor Ryder, es que al final de cada respuesta deje el atril y se acerque hasta el borde del escenario para saludar con una inclinación de cabeza. La razón de lo que le pido es doble. En primer lugar, y debido al carácter temporal de la instalación del marcador en este emplazamiento, existen ciertas, e inevitables, dificultades técnicas. El técnico electrónico tardará varios segundos en «cargar» cada pregunta en el marcador, y además habrá un desfase de otros quince o veinte segundos hasta que las palabras empiecen a aparecer en la pantalla electrónica. Así que, como ve, el hecho de acercarse al borde del escenario a saludar dará lugar al inevitable aplauso, con lo que podremos evitar la serie de incómodas pausas que de otro modo se producirían en los cambios de preguntas. Entonces, cuando los aplausos vayan cesando, la voz de Horst y el marcador formularán la siguiente pregunta, y usted tendrá tiempo suficiente para volver al atril. Hay además, señor, otra razón que hace recomendable esta estrategia. Al acercarse al borde del escenario para saludar, el técnico electrónico sabrá sin ambigüedades que usted ha finalizado su respuesta. Deseamos evitar a toda costa la eventualidad de que el marcador, por ejemplo, empiece a mostrar la siguiente pregunta mientras usted sigue hablando. Porque, como ya he dicho, debido al problema del desfase, podría darse muy fácilmente tal eventualidad. Usted parece haber terminado, cuando en realidad está haciendo una pausa, quizá a la espera de que se le ocurra una precisión final pertinente, y en el momento en que usted vuelve a hablar el técnico ya ha empezado a poner la siguiente pregunta en el marcador… ¡Ja! ¡Qué desastre! ¡Ni pensemos en ello siquiera! Así que, señor, permítame sugerirle la sencilla pero efectiva argucia de acercarse al proscenio al final de cada pregunta. De hecho, señor, y a fin de dar al técnico unos segundos más para «cargar» la siguiente pregunta, convendría también que pudiera dirigirle alguna casi imperceptible seña indicativa de que está a punto de llegar al final de la respuesta. Un discreto encogimiento de hombros, por ejemplo. Huelga decir, señor Ryder, que tales medidas se hallan supeditadas a su aprobación. Si no le agrada alguna de ellas, por favor, dígalo con franqueza.

Mientras Hoffman hablaba se había ido formando en mi cerebro una imagen enormemente vivida de la velada que me aguardaba. Podía oír los aplausos, el zumbido del marcador electrónico sobre mi cabeza… Me veía a mí mismo ejecutando el pequeño encogimiento de hombros, dirigiéndome hacia la cegadora luz del proscenio… Y al darme cuenta de lo poco preparado que estaba para el evento, me asaltó una curiosa, ensoñadora sensación de irrealidad. Vi que Hoffman esperaba mi respuesta, y dije cansinamente:

– Me parece estupendo, señor Hoffman. Lo tiene todo perfectamente planeado.

– Ah, ¿así que lo aprueba? Todos los detalles, todo… -Sí, sí -dije, moviendo la mano con impaciencia-. El marcador electrónico, el acercarme hasta el proscenio, el encogimiento de hombros, sí, sí… Todo muy bien planeado.

– Ah. -Hoffman siguió con expresión vacilante unos segundos, pero luego pareció convencerse de que le había hablado sinceramente-. Espléndido, espléndido. Todo arreglado, pues. -Asintió para sí mismo, y durante un rato guardó silencio. Luego le oí susurrar, de nuevo para sí mismo, sin apartar la vista de la carretera-: Sí, sí. Todo arreglado.

En el curso de los minutos siguientes Hoffman no me dijo nada, pero siguió mascullando cosas en voz muy baja. La mayor parte del cielo tenía ahora una tonalidad rosada, y a medida que la carretera fluctuaba a derecha e izquierda a través de las tierras de labrantío el sol daba de lleno en el parabrisas, inundando el habitáculo con su fulgor y haciéndonos parpadear. En un momento dado, miraba yo por la ventanilla cuando oí que Hoffman decía de pronto con voz entrecortada:

– ¡Un buey! ¡Un buey, un buey, un buey!

Lo había dicho en un susurro, como para sus adentros, pero sentí un sobresalto y me volví para mirarle. Y vi que Hoffman seguía inmerso en su propio mundo, con la mirada fija en la lejanía y asintiendo para sí mismo. Miré en torno a mí los campos, y aunque vi ovejas en muchos de ellos no alcancé a ver buey alguno. Recordé vagamente que en una ocasión anterior, yendo en coche con él, le había visto hacer algo semejante, pero pronto perdí interés en el asunto.

Poco después nos encontramos de nuevo en las calles de la ciudad, y el tráfico se transformó de pronto en una cansina caravana. Las aceras estaban llenas de gente que volvía del trabajo, y muchas tiendas habían encendido ya las luces de los escaparates. Viéndome de nuevo en la ciudad, sentí que recuperaba en parte la confianza en mí mismo. Pensé que, una vez en la sala de conciertos, una vez que hubiera tenido ocasión de pisar el escenario y supervisar los preparativos en curso, volverían a encajar muchas de las cosas que me preocupaban.

– Créame, señor -dijo de pronto Hoffman-. Todo va a estar en orden. No tiene por qué preocuparse. Esta ciudad va a tratarle a cuerpo de rey. Y en relación con el señor Brodsky, sigo teniendo plena confianza en él.

Decidí que debía dar alguna muestra de optimismo, y dije en tono alegre:

– Sí, estoy seguro de que el señor Brodsky estará espléndido esta noche. Hace un rato parecía en plena forma.

– Oh, ¿sí? -Hoffman me dirigió una mirada perpleja-. ¿Lo ha visto usted hace poco?

– En el cementerio, hace un rato. Y, como le digo, lo vi muy seguro de…

– ¿El señor Brodsky ha estado en el cementerio? Me pregunto qué habrá estado haciendo…

Hoffman me miró inquisitivamente, y por un momento pensé contarle el episodio del entierro y de la soberbia intervención de Brodsky. Pero finalmente no me vi con fuerzas para hacerlo, y me limité a decir:

– Creo que tiene una cita. Con la señorita Collins.

– ¿Con la señorita Collins? Santo Dios. ¿De qué diablos se trata?

Lo miré, un tanto sorprendido por su reacción.

– Al parecer existen ciertas probabilidades de que se reconcilien -dije-. Si se llega a tan feliz desenlace, señor Hoffman, será una cosa más de la que, en parte, podrá usted reclamar legítimamente la autoría.

– Sí, sí… -Hoffman, ceñudo, reflexionaba acerca de algo-. ¿El señor Brodsky está ahora en el cementerio? Es curioso, muy curioso.

A medida que nos adentrábamos en el centro de la ciudad, el tráfico se iba haciendo más denso, y en un momento dado, en una callejuela estrecha, tuvimos que detenernos. Hoffman parecía cada vez más preocupado, y se volvió hacia mí y me dijo:

– Señor Ryder, tengo que ocuparme de un asunto. Le veré luego en la sala de conciertos, pero ahora… -Miró el reloj con patente expresión de pánico-. Debo atender un…, cierto asunto… -Asió con fuerza el volante y se quedó mirándome fijamente-. Señor Ryder, verá: por culpa de este maldito sistema de direcciones únicas y del diabólico tráfico vespertino, tardaremos bastante en llegar a la sala de conciertos en coche. Mientras que a pie… -Señaló con el dedo a través de la ventanilla de mi lado-. Allí es. La tiene ante sus ojos. A no más de unos minutos a pie. Sí, señor, aquel tejado de allí…

Divisé un gran tejado en forma de cúpula que se alzaba sobre los edificios circundantes. Ciertamente no parecía muy lejos, apenas a unas cuantas manzanas.

– Señor Hoffman -dije-, si tiene algo urgente que hacer, iré muy gustoso a pie.

– ¿De veras? ¿Me disculpa la indelicadeza? El tráfico avanzó imperceptiblemente, y segundos después volvió a detenerse.

– Lo cierto es que me vendrá bien un paseo -dije-. La tarde parece agradable. Y, como usted dice, no está lejos.

– ¡Este infernal sistema de direcciones únicas! ¡Podríamos seguir aquí parados otra hora! Señor Ryder, le quedaré enormemente agradecido si no me lo toma en cuenta. Pero ya ve, hay algo que debo…, de lo que debo ocuparme…

– Sí, sí, por supuesto. Iré andando. Usted ya ha sido sumamente amable conmigo, trayéndome a la ciudad a esta hora punta. He de darle las gracias por sus desvelos.

– Llegará a la parte de atrás de la sala de conciertos. No tiene más que dirigirse hacia aquella cúpula. No la pierda de vista: no tiene pérdida.

– No se preocupe, por favor. No me perderé. Corté en seco su nuevo intento de excusarse, le di las gracias y me apeé en la acera.

Era una calle estrecha. Eché a andar y pasé por delante de una hilera de librerías especializadas y de las agradables fachadas de unos cuantos hoteles de turistas. No era difícil orientarse sin perder de vista la cúpula, y agradecí aquella oportunidad de pasear al aire fresco de la tarde.

Cuando llevaba recorridas dos o tres manzanas, sin embargo, me asaltaron unos cuantos pensamientos turbadores que no logré apartar de mi cabeza. Para empezar, había muchas probabilidades de que la tanda de preguntas y respuestas no saliera todo lo bien que uno podría desear. Ciertamente, si tomábamos como patrón la intensidad emocional mostrada por los deudos del cementerio, la posibilidad de escenas desagradables no podía en absoluto descartarse. Además, si la tanda de preguntas y respuestas tomaba derroteros verdaderamente peligrosos, era muy probable que mis padres, al presenciar la escena con creciente horror y embarazo, exigieran ser sacados de inmediato del auditórium. En otras palabras, se marcharían antes de que yo tuviera la oportunidad de tocar el piano, y en tal caso…, quién sabe cuándo volvería a presentárseles la ocasión de oírme… Y, lo que era aún peor, si las cosas se ponían realmente mal cabía la posibilidad de que alguno de ellos tuviera un ataque. Estaba seguro de que, segundos antes de que empezara a tocar, mi padre y mi madre se verían embargados por un absoluto asombro, pero, entretanto, la cuestión de las preguntas y respuestas seguía pareciéndome harto problemática.

De pronto caí en la cuenta de que me hallaba tan metido en estas preocupaciones que había perdido de vista la cúpula del auditórium. No me importó demasiado, porque supuse que pronto volvería a verla detrás de algún edificio. Pero a medida que avanzaba la calle se iba haciendo más estrecha y los edificios, de seis o siete pisos, cada vez más altos, de forma que apenas podía ver el cielo, y menos aún la cúpula del auditórium. Decidí tomar una calle paralela, pero después de doblar una esquina me vi vagando por una serie de pequeñas callejuelas, quizá en círculo, sin divisar en ningún momento la cúpula ni el edificio del auditórium.


Al cabo de unos minutos empezó a invadirme el pánico, y pensé en pararme y preguntar por dónde se iba. Pero después pensé que no era una buena idea. Durante todo el tiempo que me había pasado caminando, la gente se había vuelto -e incluso parado en seco en medio de la acera- para mirarme. Yo había sido vagamente consciente de ello, aunque en mi afán por encontrar el camino no le había concedido demasiada importancia. Pero ahora me daba cuenta de que, dada la inminencia del acto en la sala de conciertos, y dado todo lo que había en juego, no me convenía ser visto vagando por las calles, obviamente extraviado e indeciso. Hice un esfuerzo y erguí el cuerpo, y adopté el porte de quien, con todos sus asuntos bajo control, se está dando un relajante paseo por la ciudad. Me forcé a aminorar el paso y sonreí afablemente a quienes se volvían a mi paso para mirarme.

Al final torcí una esquina y vi, más cercana que nunca, la sala de conciertos. La calle que acababa de tomar era más ancha que las otras, con cafés y tiendas vivamente iluminadas en ambas aceras. La cúpula no se hallaba a más de una o dos manzanas, un poco más allá de donde la calle se perdía de vista tras una curva.

Me sentí no sólo aliviado, sino también mucho más seguro en relación con la velada que me aguardaba. La sensación que había experimentado antes -que todo encajaría cuando llegara a la sala y me viera sobre el escenario- me tranquilizó de nuevo, y empecé a recorrer la calle con ánimo muy cercano al entusiasmo.

Pero entonces, al doblar la esquina, me topé con algo realmente inesperado. Un poco más adelante había un muro de ladrillo que me cortaba el paso, que iba, de hecho, de un lado a otro de la calle. Mi primer pensamiento fue que tras el muro habría una vía férrea, pero enseguida me percaté de que los altos edificios de ambos lados continuaban por encima del muro hasta perderse de vista. Aquel muro despertó mi curiosidad, ciertamente, pero al principio no lo consideré un problema, porque pensé que cuando llegara a él encontraría un arco o pasadizo subterráneo que me permitiría el paso al otro lado. La cúpula, en cualquier caso, se hallaba ahora muy cerca, iluminada por focos y recortada contra el cielo del crepúsculo.

Pero cuando me acerqué y me vi ante el muro caí en la cuenta de que no existía tal paso. Las aceras de ambos lados de la calle se encontraban sin más con el muro de ladrillo. Miré en torno, perplejo, y recorrí de un extremo a otro el muro, negándome a aceptar que no hubiera paso alguno, o siquiera un mero hueco por donde deslizarme hasta el lado opuesto. Nada. Finalmente, después de permanecer un momento allí de pie, impotente, ante el muro, le hice una seña a un viandante -una mujer de mediana edad que salía de una tienda de regalos cercana-, y le dije:

– Perdone, pero deseo llegar a la sala de conciertos. ¿Cómo podría pasar al otro lado?

La mujer pareció sorprenderse ante mi pregunta.

– Oh, no -dijo-. No puede pasar al otro lado del muro. Por supuesto que no puede. Ese muro cierra la calle por completo.

– Pero eso es un verdadero engorro -dije-. Tengo que llegar a la sala de conciertos.

– Sí, supongo que es un engorro -dijo la mujer, como si jamás se hubiera puesto a pensar en el asunto-. Cuando le he visto mirándolo y mirándolo hace un momento, señor, pensé que era un turista. Este muro, como podrá ver, resulta una gran atracción turística.

Señalaba hacia un expositor giratorio de postales que había junto a la tienda de regalos. A la luz de la entrada de la tienda, pude ver multitud de postales que mostraban ostentosamente el muro.

– Pero ¿a qué diablos viene un muro precisamente aquí? -pregunté, alzando la voz pese a mí mismo-. Es monstruoso. ¿Para qué sirve una cosa semejante?

– Le comprendo perfectamente. Para un forastero, y en especial para alguien que necesite llegar rápidamente a algún sitio, debe de ser un auténtico fastidio. Supongo que usted lo llamaría un disparate. Lo construyó cierto personaje excéntrico a finales del siglo pasado. Es algo bastante raro, por supuesto, pero es famoso desde entonces. En el verano, esta zona donde ahora estamos se llena de turistas. Norteamericanos, japoneses… Y no paran de sacarle fotos.

– Es absurdo -dije, furioso-. Por favor, dígame cómo llegar enseguida a la sala de conciertos.

– ¿La sala de conciertos? Bien, la verdad es que si piensa ir a pie le va a resultar francamente lejos… Claro que ahora mismo, estando aquí, la tenemos prácticamente a un paso. -Alzó la mirada hacia la cúpula-. Pero en la práctica, con el muro ahí, eso no quiere decir mucho.

– ¡Esto es absolutamente ridículo! -Había perdido la paciencia-. Encontraré el camino yo solo. Ya veo que usted es incapaz de entender que una persona pueda estar realmente atareada, tenga una apretada agenda y no pueda permitirse andar deambulando de un lado a otro durante horas. De hecho, si me permite decirlo, este muro es algo muy propio de esta ciudad. Llena de obstáculos absolutamente absurdos. ¿Y qué hacen al respecto? ¿Se enfadan por el muro de marras? ¿Exigen que sea derribado inmediatamente para que la gente pueda moverse libremente? No, lo soportan durante casi un siglo. Hacen postales de él y creen que es algo encantador. ¿Encantador este muro de ladrillo? ¡Qué monstruosidad! ¡Creo que voy a utilizarlo como símbolo esta noche en mi discurso! Por suerte para ustedes ya tengo en mente la mayor parte de lo que voy a decir, y soy por naturaleza reacio a cambiar cosas en el último momento. ¡Buenas noches!

Dejé allí a la mujer y me apresuré a desandar rápidamente el camino, resuelto a no permitir que un contratiempo tan absurdo echara por tierra mi recién recuperada confianza en mí mismo. Pero luego, al seguir andando y ver que la sala de conciertos se iba alejando más y más, sentí que volvía a mí el desánimo. La calle me pareció mucho más larga de lo que me había parecido antes, y cuando llegué al final y salí de ella volví a verme perdido en la urdimbre de estrechas callejuelas.

Al rato de inútil deambular sin rumbo, me sentí incapaz de seguir y me detuve. Al verme junto a la terraza de un café me dejé caer en una de las sillas de la mesa más cercana, y nada más hacerlo sentí que huía de mí lo poco que me quedaba de energía. Era vagamente consciente de que empezaba a caer la tarde, de que había una luz eléctrica en alguna parte, a mi espalda, de que, con toda probabilidad, aquella luz me estaba iluminando ante los transeúntes y ante los clientes del café…, pero de alguna forma seguía sin sentir la urgencia de enderezar mi postura o siquiera de disimular mi abatimiento. Al poco apareció un camarero. Pedí un café, y seguí con la mirada fija en la sombra que proyectaba mi cabeza sobre la mesa metálica. Todas las eventualidades aciagas que antes me habían conturbado el ánimo en relación con la velada volvían a agolparse ahora en mi cabeza. Y, sobre todas ellas, la deprimente idea de que mi decisión de dejarme fotografiar ante el monumento Sattler había minado irreversiblemente mi autoridad en la ciudad; de que ahora el terreno a recuperar se había vuelto casi msalvable y de que nada salvo una actuación sobremanera imperiosa en la ronda de preguntas y respuestas podría ahorrarme unas consecuencias absolutamente catastróficas… De hecho, por espacio de un instante, me sentí tan abrumado por tales pensamientos que me vi al borde de las lágrimas. Pero entonces advertí que alguien me había puesto una mano en la espalda, y que me decía con voz suave:

– Señor Ryder, señor Ryder…

Supuse que era el camarero que había vuelto con el café, y le indiqué con un gesto que lo dejara en la mesa. Pero la voz continuó pronunciando mi nombre, y al levantar la mirada vi a Gustav mirándome con expresión preocupada.

– Oh, hola -dije.

– Buenas noches, señor. ¿Cómo está? Me pareció que era usted, pero no estaba seguro y me he acercado a cerciorarme. ¿Se siente bien, señor? Estamos todos allí, todos los chicos… ¿Por qué no viene a sentarse con nosotros? Les haría tanta ilusión…

Miré a mi alrededor y vi que estaba sentado al borde de una plaza. Aunque había una farola en el centro, la plaza se hallaba casi a oscuras, de forma que las figuras de la gente que se movía a través de ella no eran a mis ojos sino poco más que sombras. Gustav me señalaba el lado opuesto de la plaza, donde pude ver otro café, algo más grande que el que yo había elegido y de cuya puerta abierta y ventanales salía una luz cálida. Incluso a aquella distancia pude entrever una gran actividad en su interior, y a través del aire del crepúsculo nos llegaban retazos de música de violín y risas. Sólo entonces caí en la cuenta de que me hallaba frente al Café de Hungría, en la plaza principal de la ciudad antigua. Seguía mirando a mi alrededor cuando oí que Gustav decía:

– Los chicos, señor, han estado haciendo que les cuente una y otra vez lo de… Ya sabe, señor, lo que me dijo…, lo de que estaba usted de acuerdo. Se lo he contado ya cinco, seis veces, pero quieren que vuelva a contárselo una vez más… Apenas dejan de reír y de darse palmadas en la espalda cuando acabo de contárselo, y enseguida vuelven a la carga: «Venga, Gustav, sabemos que no nos lo has contado todo. ¿Qué es lo que ha dicho exactamente el señor Ryder?» «Ya os lo he contado», les repito yo. «Ya os lo he contado. Lo sabéis perfectamente.» Pero ellos quieren oírlo de nuevo, y me atrevo a decir que querrán volver a oírlo varias veces más antes de que termine la velada. Y claro, señor, aunque yo adopte ese tono de cansancio cada vez que me lo preguntan, lo hago tan sólo por pose, porque la verdad es que a mí también me ilusiona volver a contarlo, y podría seguir repitiendo nuestra conversación de esta mañana una y otra vez, hasta el infinito. Es tan maravilloso verles de nuevo con esa expresión en el semblante… Su promesa, señor, ha traído una nueva esperanza, una nueva juventud a sus personas. ¡Hasta Igor sonreía, hasta se reía con algunas de las bromas! No recuerdo haberles visto así desde hace tanto tiempo… Oh, sí, señor, me hará muy feliz seguir contándolo muchas veces más. Cada vez que llego a cuando usted dice: «Muy bien, me encantará decir unas palabras en su favor…», cada vez que llego a esa parte, señor, ¡debería usted verles la cara! Sueltan vítores, y ríen, y se dan palmadas en la espalda… Hace tanto tiempo que no les veo así. Y allí estamos, señor, bebiendo cerveza y hablando de su gran generosidad, hablando de cómo después de todos estos años la profesión de mozo de hotel va a cambiar para siempre a partir de esta noche, sí, y cuando estábamos en la mitad de la conversación se me ha ocurrido mirar hacia aquí y le he visto… Como puede ver, el propietario deja la puerta abierta. Le da al local una atmósfera mucho más cálida; permite ver la plaza mientras la noche va cayendo… Bien, estaba allí mirando la plaza y pensando para mis adentros: «¿Quién será aquel hombre que está allí sentado, tan solo…?» Mis ojos no están muy bien, señor, y no me daba cuenta de que era usted. Y entonces Karl me ha dicho en una especie de susurro, porque ha debido de presentir que no debía decirlo en voz alta…, me ha dicho: «Puede que me equivoque, pero ¿no es aquél el señor Ryder? Sí, aquél de allí.» Y he vuelto a mirar y he pensado, sí, puede ser… ¿Qué diablos puede estar haciendo allí sentado, con el frío que hace y con ese aire tan triste? Iré a ver si es él. Permita que le diga, señor, que Karl ha sido muy discreto. Ninguno de los demás chicos ha oído lo que me ha dicho, así que, aparte de él, nadie sabe a qué he salido, aunque me atrevería a decir que a estas alturas algunos de ellos estarán ya mirando hacia aquí, y preguntándose qué estoy haciendo. Pero, oiga, de veras, ¿se siente usted bien? Parece como si le sucediera algo…

– Oh… -dije. Dejé escapar un suspiro y me sequé las mejillas con la mano-. No es nada. Sólo que con tanto viaje, con tantas responsabilidades… De cuando en cuando se hace demasiado… -Dejé la frase en suspenso y solté una risita.

– Pero ¿a qué viene sentarse aquí fuera, tan solitario…? Es una noche muy fría, y sólo lleva una chaqueta… ¿De verdad que quiere seguir aquí sentado después de explicarle la calurosa bienvenida que le dispensaríamos en el Café de Hungría? ¿Piensa que no le íbamos a recibir con auténtico entusiasmo? ¡Quedarse aquí sentado, a solas consigo mismo! ¡La verdad, señor Ryder! Por favor, venga a sentarse con nosotros. ¡Aleje toda preocupación de su mente! Los chicos no cabrán en sí de gozo. Por favor…

Al otro extremo de la plaza, la viva luz de la entrada, la música, las risas…, todo parecía tan atrayente… Me levanté y volví a secarme la cara con la mano.

– Muy bien, señor. Se sentirá mejor enseguida.

– Gracias. Gracias. De verdad, gracias. -Hice un esfuerzo por controlar mis emociones-. Le estoy muy agradecido. De verdad. Espero no molestar.

Gustav se echó a reír.

– Va a ver si molesta o no, señor…

Mientras cruzábamos la plaza se me ocurrió que debía preparar cómo presentarme a aquellos mozos, que sin duda se sentirían abrumados por la gratitud y la emoción al verme aparecer ante ellos. Ahora, a cada paso, me sentía más y más dueño de mí mismo, y me disponía incluso a hacer algún comentario agradable a Gustav cuando éste, repentinamente, se detuvo en seco. Había mantenido amablemente la mano en mi espalda mientras cruzábamos la plaza, y ahora sentí que sus dedos, durante un instante fugaz, se habían clavado como una garra en la tela de mi chaqueta. Me volví y, a la mortecina luz de la farola de la plaza, vi a Gustav inmóvil, con la mirada fija en el suelo, con la otra mano alzada, pegada a la frente, como si de pronto hubiera recordado algo muy importante. Luego, antes de que yo pudiera decir nada, lo vi sacudiendo la cabeza y sonriendo con timidez.

– Disculpe, señor. Acabo de…, acabo de… -Soltó una pequeña risa y echó de nuevo a andar hacia el Café de Hungría.

– ¿Sucede algo? -dije.

– Oh, no, no. ¿Sabe, señor? Los chicos van a sentirse tan emocionados cuando lo vean entrar por esa puerta…

Me adelantó uno o dos pasos, y me precedió con firme determinación a través del trecho de plaza que quedaba.

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