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En la fría y triste cama de la desangelada habitación de Harcourt Street, Lisa intentaba dormir, aunque ya tenía la sensación de estar soñando. O mejor dicho, de que estaba en medio de una aterradora pesadilla.

Después de la espantosa jornada en aquella oficina de aficionados, se había consolado pensando que la situación no podía empeorar más. Pero eso fue antes de que intentara buscar un piso de alquiler.

Creyó que podría recurrir a una agencia de traslados, pero la tarifa de inscripción era exorbitante. Y no tuvo ningún éxito cuando por teléfono formuló, con mucho tacto, el ofrecimiento de mencionar a la agencia en su revista si no le cobraban la tarifa de inscripción.

– No necesitamos publicidad -le explicó el empleado-. Estamos desbordados de trabajo por culpa del Tigre Celta.

– ¿De qué?

– Del Tigre Celta. -El joven se había dado cuenta de que Lisa no tenía acento irlandés, así que le dio explicaciones-: ¿Recuerda que cuando las economías de países como Japón y Corea vivían un boom lo llamaban el Tigre Asiático?

¿Cómo iba ella a acordarse de una cosa así? Palabras como «economía» no figuraban en su léxico.

– Y ahora que la economía de Irlanda está despegando, lo llamamos el Tigre Celta -prosiguió el joven-. Lo cual significa -añadió con todo el tacto de que fue capaz, que no era mucho- que no necesitamos publicidad gratis.

– De acuerdo -dijo Lisa sin ánimo, y colgó el auricular-. Gracias por la lección de economía.

Siguiendo los consejos de Ashling, compró el periódico de la tarde, revisó las columnas de alquileres de apartamentos y casas unifamiliares del elegante Dublín 4 y concertó varias citas para visitar unos cuantos alojamientos después del trabajo. Luego pidió un taxi a cuenta de Randolph Media para que la llevara a verlos.

– Lo siento, señora -dijo el empleado-. No me suena su nombre.

– No se preocupe -repuso Lisa suavemente-. Ya le sonará. -Hacía años que no utilizaba el transporte público ni pagaba un taxi de su bolsillo. Y no tenía intención de empezar ahora.

El primer inmueble era un dúplex situado en Ballsbridge. A juzgar por el anuncio, parecía perfecto: el precio adecuado, el código postal adecuado, las instalaciones adecuadas. La zona, desde luego, parecía muy agradable, con muchos restaurantes y cafeterías; la tranquila calle bordeada de árboles era bonita, y las casitas muy monas. Mientras el taxi avanzaba lentamente buscando el número 48, Lisa empezó a animarse por primera vez desde que había visto a Jack. Ya se imaginaba viviendo allí.

Y entonces la vio. Solo había una casa en aquella calle que parecía habitada por okupas: las cortinas de las ventanas estaban raídas, la hierba sin cortar, y en el camino del jardín había un coche oxidado montado sobre cuatro ladrillos. Empezó a contar los números de las casas desde donde estaba ahora, preguntándose cuál sería la número 48. Vio las 42, 44, 46 y… claro, la número 48 era la casa a la que solo le faltaba un letrero con la orden de demolición.

– Mierda -suspiró.

Ya no se acordaba. Hacía tanto tiempo que no tenía que buscar un sitio donde vivir que había olvidado lo ardua que resultaba esa tarea. Se enfrentaba a una serie de decepciones, cada una más aplastante que la anterior.

– Siga, por favor -le dijo al taxista.

– Sí, señora -respondió el taxista-. ¿Adónde vamos ahora?

El segundo inmueble estaba un poco mejor. Hasta que un ratoncito marrón cruzó corriendo el suelo de la cocina y desapareció, sacudiendo su asquerosa cola, debajo de la nevera. A Lisa se le pusieron los pelos de punta por el asco.

El tercer inmueble estaba descrito en el anuncio como «monísimo», cuando la expresión correcta habría sido «increíblemente diminuto». Era un estudio de una sola habitación, con el lavabo en un armario y sin cocina.

– Vamos a ver, ¿para qué quiere la cocina? Las mujeres de hoy en día no tienen tiempo para cocinar -razonó el casero, un tipo con aspecto de foca-. Están demasiado ocupadas dirigiendo el mundo.

– Vas bien, capullo -murmuró Lisa.

Volvió al taxi, desanimada, y por el camino de regreso a Harcourt Street no tuvo más remedio que hablar con el taxista, que a aquellas alturas ya había decidido que eran buenos amigos.

– … y el mayor es un artista con las manos. Es un buenazo, el pobre. No sabe decir que no. Se pasa la vida cambiando bombillas, montando mesas, cortando el césped… Todas las vecinas de la calle lo adoran.

Lisa era consciente de que el taxista la estaba poniendo histérica, pero cuando se bajó del taxi se dio cuenta de que lo echaba de menos. Además, ya no se enteraría de qué había pasado cuando amenazó a aquel grupo de chicas que se metían con su hija de catorce años.

De nuevo en su sombría habitación, su alma gritaba de tristeza. El cansancio y el hecho de no tener nada para comer aún le hacían sentirse peor. Experimentó una especie de déjá vu y se acordó de cuando tenía dieciocho años y trabajaba en una revista miserable y no había forma de alquilar un sitio decente donde vivir. Por lo visto, en el juego de mesa de la vida, había caído en la casilla de la serpiente y esta la había devuelto al principio. Solo que entonces todo parecía mucho más divertido.

Se moría de ganas por huir de los estrechos y humildes confines de su casa. Desde los trece años hacía novillos y se iba a Londres a robar en las tiendas. Cuando volvía a casa con perfiladores de ojos, pendientes, pañuelos y bolsos su madre la miraba con desconfianza, pero no se atrevía a preguntarle nada.

A los dieciséis años, una vez solucionado el asunto de suspender los exámenes, se marchó de casa y se instaló definitivamente en Londres. Ella y su amiga Sandra (que inmediatamente se cambió el nombre por el de Zandra) se juntaron con tres chicos gays, Charlie, Geraint y Kevin, y se instalaron como okupas en un bloque de apartamentos de Hackney. Allí inició una vida de desenfreno y diversión. Tomaba speed, iba al Astoria los lunes por la noche, al Heaven los miércoles por la noche, a The Clink los jueves por la noche. Falsificaba los pases de autobús caducados, volvía a casa en el autobús nocturno, escuchaba a los Cocteau Twins y a Art of Noise, y conocía a gente de todos los rincones del país.

La ropa era uno de los elementos fundamentales de su vida; ante todo había que ir bien vestido. Aconsejada por los chicos, que estaban enteradísimos de la moda, Lisa pronto aprendió a ponerse guapa.

En el mercado de Camden, Geraint le hizo comprarse un vestido rojo elástico y ceñido, con un corte en el muslo, que Lisa llevaba con unas medias rojas y blancas a rayas, como los caramelos. Su bolso era una maletita blanca dura con una cruz roja pintada. Para completar el disfraz, Kevin se empeñó en robarle unas Palladium en Joseph (unas zapatillas de lona con suela de neumático de camión). Se las consiguió justo a tiempo, porque al día siguiente lo despidieron. En la cabeza Lisa llevaba un sombrero de punto estilo pirata cubierto de imperdibles (una imitación casera de un modelo de John Galliano, confeccionado por Kevin, que aspiraba a ser diseñador de moda). Charlie se encargaba de su pelo. Los postizos estaban de moda, así que le tiñó el pelo a Lisa de rubio platino y le añadió una trenza rubia que le llegaba hasta la cintura. Una noche, en el Taboo, la revista I-D le hizo una fotografía. (Aunque compraron religiosamente la revista durante seis meses, la fotografía nunca apareció. Pero se la habían hecho.)

En el apartamento apenas había muebles, de modo que el día que encontraron una butaca en un contenedor hubo un gran alboroto. La llevaron a casa entre los cinco, la mar de contentos, y luego se turnaron para sentarse en ella. Asimismo se turnaban para utilizar las tazas de té, porque solo tenían dos. Pero a nadie se le ocurrió nunca comprar alguna más: eso habría sido un tremendo despilfarro. El poco dinero que tenían lo reservaban para comprar ropa, entrar en los clubes (si no había forma de evitarlo) y pagar copas.

Al final todos consiguieron empleo: Charlie en una peluquería, Zandra en un restaurante, Kevin en el taller de Comme des Garcons, Geraint en la puerta de un club gay, y Lisa en una tienda de ropa, donde robaba más prendas de las que vendía. Organizaron un sistema de trueques fabuloso. Charlie peinaba a Lisa, Lisa robaba una camisa para Geraint, Geraint les dejaba entrar gratis en Taboo, Zandra les servía tequila sunrises gratis en el restaurante donde trabajaba. (En el restaurante funcionaba otro pequeño sistema de trueques: el barman hacía la vista gorda con las invitaciones de Zandra a cambio de pequeños favores sexuales.) El único que no entraba en el juego era Kevin, porque la tienda donde trabajaba era tan cara y tan minimalista que si robaba una sola prenda, todo el stock disminuía en un veinticinco por ciento. Pero él añadía prestigio general al grupo en aquellos desenfrenados años ochenta en que dominaba el culto a la etiqueta.

Nadie gastaba dinero en comida; eso también se consideraba un despilfarro, como comprar tazas de té o muebles. Cuando tenían hambre bajaban al restaurante donde trabajaba Zandra y pedían que les sirvieran. O iban a robar al Safeway del barrio. Paseaban por los pasillos, comiendo lo que les apetecía allí mismo, y luego escondían los envoltorios o las pieles de plátano en el fondo de los estantes. A veces Lisa se empeñaba en llevarse algo, pero solo por el placer de robar.

La vida siguió así durante dieciocho meses, hasta que las peleas y las riñas empezaron a minar aquella maravillosa amistad. Lo de tener que turnarse la taza de té, una vez pasada la novedad, se había convertido en un fastidio. Entonces el novio de Lisa, un ejecutivo de la revista, decidió arriesgarse y ofrecerle un empleo en Sweet Sixteen. Aunque no tenía títulos, pues ni siquiera había terminado los estudios elementales, Lisa era muy inteligente. Sabía lo que estaba de moda, lo que no tardaría en pasar de moda, a quién había que conocer, y siempre iba a la última. Segundos después de que algo novedoso apareciera en Vogue, Lisa ya lucía una versión a precio rebajado, y, lo que era más importante, lo llevaba con convicción. Muchas chicas llevaban faldas abombadas porque sabían que estaban de moda, pero casi ninguna lograba deshacerse del aire de confusión y vergüenza que las acompañaba. Lisa, en cambio, las llevaba con aplomo.

La revista para la que trabajaba entonces, como la de ahora, era una bazofia de bajo presupuesto, y era difícil encontrar un piso de alquiler que pudiera pagar. Pero la diferencia era que, entonces, tener un empleo miserable en una revista se consideraba fantástico (lo importante era tener trabajo en una revista, por muy cutre que fuera). Y buscar un sitio medio decente donde vivir suponía un gran paso adelante, después de haber vivido de okupa. Había que saborear aquellas circunstancias, que constituían una fuente de orgullo, no de bochorno. Aunque todavía estuviera en el fondo del pozo, era la que había tenido más éxito de los cinco okupas de Hackney.

¿Qué había sido de ellos? Charlie trabajaba en un salón de belleza de Bond Street y tenía un montón de dientas, todas ellas espantosamente ricas. Zandra volvía a llamarse Sandra, regresó a su pueblo natal, Hemel Hempstead, se casó y tuvo tres hijos con muy poca diferencia de edad. Kevin también se había casado: con Sandra, por cierto. Resultó que solo decía que era gay porque creía que quedaba bien. Geraint había muerto: en 1992 dio positivo de sida y tres años más tarde le fallaron los pulmones. Y Lisa… ¿cómo había acabado Lisa? Tantos años de duro trabajo para acabar así, donde había empezado. ¿Cómo había podido ocurrir?


Atrapada en la pesadilla del presente, Lisa se metió en la cama del hotel y fumó un cigarrillo tras otro, esperando a que el Rohypnol le proporcionara cuatro horas de misericordiosa inconsciencia. Pero no dejaban de asaltarla los mismos desagradables pensamientos. Estaba horrorizada por la enorme tarea a que se enfrentaba en Colleen, y odiaba estar allí. Pero no había forma de escapar. No podía volver a Londres. Aunque hubiera alguna plaza vacante de directora (y en aquel momento no la había), lo único que importaba de tu currículum era tu último empleo. Si quería que la contrataran en otro sitio, tenía que conseguir que Colleen tuviera el éxito asegurado. Estaba atrapada.

Cogió el envase de Rohypnol y de pronto el suicidio le pareció una idea maravillosamente tentadora. ¿Bastarían dieciséis pastillas para poner fin a su vida? Seguramente sí. Podía cerrar los ojos y olvidarse de todo. Podía desaparecer cubierta de gloria, mientras su nombre todavía era sinónimo de revistas de éxito y gran tirada. Podía conservar su reputación para toda la eternidad.

Ella siempre había sido una superviviente, y hasta entonces nunca se había planteado suicidarse. Y si lo hacía ahora era solo porque morir parecía la forma más apropiada de sobrevivir. Pero cuanto más lo pensaba, más reparos le encontraba a aquella solución: todo el mundo creería que se había derrumbado ante tanta presión y se regodearía con su fracaso.

Se le pusieron los pelos de punta al imaginarse a toda la gente del mundillo de las revistas de Gran Bretaña en su funeral, murmurando su banda sonora de «No lo aguantó. Pobrecilla, no aguantó el ritmo». Mirándose unos a otros con sus elegantes trajes negros (ni siquiera tendrían que cambiarse de ropa para asistir al funeral) y felicitándose por seguir en la brecha. ¡Aquella profesión no estaba hecha para débiles!

No aguantar el ritmo era el delito más grave en el mundo de las revistas. Era peor que aficionarse a las hamburguesas y acabar usando una talla 48, o afirmar que el pelo corto estaba de moda cuando todo el mundo apostaba por las melenas de rizos. La gente de las revistas, consciente del aguante que requería la profesión, recibía con alegría las noticias de que un colega se había «tomado unas largas y merecidas vacaciones» o «había decidido dedicarle más tiempo a su familia».

Lisa decidió que la única forma de salir de allí era un trágico accidente. Un trágico accidente con glamour, añadió. Nada de caer bajo las ruedas de un autobús irlandés; eso sería aún más bochornoso que suicidarse. Tenía que caerse de una lancha motora, como mínimo. O morir en medio de una bola de fuego naranja al estrellarse el helicóptero que la llevaba a visitar algún lugar apartado.

«… Creo que iba a Manoir aux Quatre Saisons.»

«Pues a mí me han dicho que iba al castillo de Balmoral. Por invitación personal de quien tú sabes.»

«Qué muerte tan espectacular. Una muerte fabulosa para una mujer fabulosa.»

«Creo que quedó calcinada, como un bistec demasiado hecho.» La venenosa voz de Lily Headly-Smythe, directora de Panache, interrumpió el ensueño de Lisa.

«… Corre el rumor de que Vivienne Westwood va a basar su próxima colección en el accidente, y que todas las modelos irán maquilladas como víctimas de un incendio.»

Lisa dejó volar de nuevo su fantasía y acabó quedándose dormida, consolada por los comentarios sobre su muerte aparecidos en las páginas de sociedad.

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