50

Avanzaba agosto y la tensión iba en aumento. Todavía había lagunas en el primer número, y todos los intentos de solventarlas encontraban obstáculos. Hubo que cancelar una entrevista con Ben Affleck porque sufrió una intoxicación por algo que comió; hubo que eliminar un artículo sobre una zapatería porque esta cerró de la noche a la mañana; y también un artículo sobre monjas con vida sexual activa, por miedo a que resultara demasiado peligroso en términos legales.

Hubo un día particularmente plagado de impedimientos en que Ashling y Mercedes llegaron a llorar. Hasta Trix tenía un brillo sospechoso en los ojos. (Entonces, furiosa, abandonó la oficina, entró en la primera tienda que encontró, robó unos pendientes y regresó de mucho mejor humor.)

Lo peor era que nadie podía permitirse el lujo de dedicar todo su tiempo y su atención al primer ejemplar, porque también estaban preparando los números de octubre y noviembre. Y entonces, en medio del caos, Lisa convocó una reunión para programar el número de diciembre.

No lo hizo porque fuera una negrera. Los preestrenos de las películas que salían en diciembre se hacían en agosto. Si el protagonista de la película estaba en la ciudad, había que realizar inmediatamente la entrevista, y no un par de semanas más tarde, cuando ya no hubiera tanto volumen de trabajo en Colleen y el actor se hubiera marchado a otro país.

Además estaba la fiesta de presentación, por supuesto, con la que Lisa estaba obsesionada.

– Tiene que ser un acontecimiento, tiene que causar un gran revuelo. Quiero que la gente llore si no la invitaron. Quiero una lista de invitados espectacular, unos regalos preciosos, bebidas geniales y comida deliciosa. Veamos… -Tamborileó con los dedos en la mesa-. ¿Qué podríamos dar de comer?

– ¿Qué tal sushi? -sugirió Trix con sarcasmo.

– Perfecto. -Lisa, con ojos destellantes, exhaló un suspiro-. Pues claro. ¡Sushi!

A Ashling le asignaron la tarea de confeccionar una lista de mil miembros de la plana mayor de Irlanda.

– No sé si la plana mayor de Irlanda tiene mil miembros -comentó Ashling, recelosa-. Y encima quieres que les regalemos algo a todos. ¿De dónde vamos a sacar el dinero?

– Buscaremos un patrocinador, seguramente una empresa de cosméticos -le espetó Lisa.

Lisa estaba más malhumorada que de costumbre. Tres días después del minimorreo, Jack había ido a Nueva Orleans para asistir al congreso mundial de Randolph Communications. ¡E iba a estar fuera diez días! Jack había pedido disculpas a la plantilla por abandonarlos en un momento tan crítico, pero lo que más cabreaba a Lisa era que su ausencia interrumpiría el ritmo de su romance.

– A ver si os gusta la invitación. -Lisa les pasó a Ashling y Mercedes una tarjeta plateada.

– Muy bonita -observó Ashling.

– No estaría mal que dijera algo -opinó Mercedes, sarcástica.

Lisa suspiró de hastío y dijo:

– Ya lo dice.

– Pues no sé dónde.

Ashling y Mercedes inclinaron la tarjeta y la giraron hasta que le dio luz en determinado ángulo, y entonces aparecieron las letras, también plateadas, diminutas y apretadas en un rincón.

– Eso los intrigará -explicó Lisa.

Ashling estaba preocupada. Si ella hubiera encontrado una tarjeta como aquella en su buzón, la habría tirado directamente a la basura.

Lisa viajó a Londres para hablar de bebidas de fiesta con un «mixturólogo».

– ¿Qué es un mixturólogo? -preguntó Ashling sin temor a parecer ignorante.

– Un barman -dijo Mercedes con aspereza-. Una cosa que precisamente no escasea en este país.

A Mercedes le había parecido oír a Lisa concertando una cita para ponerse una inyección de Botox aprovechando su viaje a Londres, y sospechaba que ese era el verdadero motivo del viaje. Y efectivamente, al día siguiente, cuando Lisa regresó, su frente exhibía una rigidez de cristal blindado. Sin embargo, Lisa también presentó una larga lista de bebidas sofisticadas. Los invitados serían recibidos con un cóctel de champán; luego se les servirían martinis, seguidos de cosmopolitans, manhattans, daiquiris y, por último, vodkatinis.

– Ah, sí. También he solucionado lo de los regalos -prosiguió Lisa con tono acusador. ¿Acaso era la única en aquella oficina que trabajaba?-. Antes de marcharse, cada invitado recibirá una botella de Oui de Lancóme.

– ¿Una botella de qué? -preguntó Ashling, desconcertada.

Para un chiste, era sumamente malo.

– De Oui. Una botella de Ou [1]i.

– ¿Piensas regalarles a los mil miembros de la plana mayor de Irlanda una botella de Oui? -No tenía energías para reír-. Es mucho Oui. ¿De dónde piensas sacarlo? ¿Tendremos que hacer todos una contribución?

Lisa se quedó mirando a Ashling con la boca abierta.

– ¿Cómo que de dónde pienso sacarlo? De Lancóme, por descontado.

Inmediatamente Ashling se imaginó a cientos de empleados de Lancóme orinando en botellas para complacer a Lisa.

– Es todo un detalle por su parte. -Pero ¿qué demonios le estaba pasando a Lisa?

– Solo una botellita de cincuenta mililitros. -Lisa proseguía con su discurso paralelo-. Pero es suficiente, ¿no? -añadió mostrando una botella de Oui.

– Ah. -Entonces Ashling se dio cuenta de su error-. ¡Te refieres al perfume!

– Pues sí. ¿Qué pasa? ¿A qué creías que me refería?

«Necesito un respiro», pensó Ashling.

Llamó a Marcus por teléfono, y él la saludó con un:

– Ah, hola. Ya no te conozco la voz.

– Ja, ja, ja. ¿Quedamos para comer?

– ¿Seguro que tienes tiempo? ¡Qué gran honor!

– A las doce y media en Neary's.

– Te voy a contar una cosa que te hará reír. -Ashling estaba decidida a explicarle a Marcus la anécdota del Oui, pero él saltó y dijo:

– Oye, que aquí el gracioso soy yo, ¿vale?

Ella se quedó mirándolo, anonadada.

– Pero ¿qué te pasa?

– Nada -rectificó él-. Perdóname, Ashling.

– Es porque ando muy ocupada, ¿verdad? -Ashling cogió el toro por los cuernos. Últimamente habían tenido frecuentes discusiones, porque él se sentía desatendido-. Marcus, si te sirve de consuelo, te diré que eres la única persona a la que veo. Hace una eternidad que no veo a Clodagh, a Ted, a Joy ni a nadie más, y que no voy a las clases de salsa. Pero dentro de dos semanas saldrá la revista, y todo volverá a su cauce.

– Vale -dijo él sin protestar.

– Ven a casa esta noche -propuso ella-. Por favor. Dentro de unos días te irás a Edimburgo y no te veré durante una semana. Te prometo que no me quedaré dormida.

Marcus compuso una media sonrisa.

– En algún momento tendrás que dormir -replicó.

– Aguantaré despierta hasta que… Bueno, aguantaré despierta hasta que haga falta -prometió Ashling, insinuante.

La verdad era que lo tenía muy abandonado. Ashling ni siquiera recordaba cuándo habían hecho el amor por última vez. Seguramente hacía más de una semana, y era demasiado tiempo. Sin embargo, Ashling no podía evitarlo: estaba estresadísima y físicamente agotada. De hecho, era un alivio que Marcus fuera a ausentarse durante unos días.

– Si estás demasiado cansada, no quiero presionarte -dijo él, preocupado.

– No estoy demasiado cansada. -Podía hacer el esfuerzo por una noche, ¿no?

Pronto llegaría el 31 de agosto, y después de esa fecha todo volvería a la normalidad.


Clodagh, nerviosa y con los ojos enrojecidos, echó un vistazo a la mesa de la cocina. Ya lo había planchado todo: las camisetas de Dylan, sus camisas, sus calzoncillos, hasta sus calcetines.

Era el sentimiento de culpa, aquel espantoso y corrosivo remordimiento. Se despreciaba tanto que se habría arrancado la piel a tiras.

Pero estaba dispuesta a resarcirlos a todos. A partir de ahora sería la esposa y la madre más abnegada que hubiera habido jamás. Craig y Molly tendrían que comerse todo lo que ella les pusiera en el plato. Soltó un débil quejido: ¿en qué clase de madre se había convertido? Les dejaba comer todas las galletas que querían, acostarse a la hora que les daba la gana. Pues bien, todo eso había terminado. A partir de ahora sería una madre estricta y rigurosa. Y pobre Dylan, tan abnegado y trabajador. Él no se merecía aquella traición, aquella crueldad. Desde que iniciara su romance con Marcus, Clodagh no había permitido que Dylan le pusiera un dedo encima.

Un romance. Se le cortó brevemente la respiración: tenía un romance. Se dio cuenta de lo grave que era aquello y sintió vértigo. ¿Y si la descubrían? ¿Y si Dylan se enteraba? Casi le dio un infarto de pensarlo. Tenía que poner fin a aquella situación. Ahora mismo.

Se odiaba a sí misma, odiaba lo que estaba haciendo, y si le ponía fin antes de que alguien se enterara, podría volver a ser la de siempre, como si no hubiera pasado nada. Invadida por una firme resolución, descolgó el auricular y marcó el número de Marcus.

– Soy yo.

– Hola.

– Hemos terminado.

Marcus suspiró.

– ¿Otra vez?

– Hablo en serio. No quiero volver a verte. No me llames, ni vengas a verme. Quiero a mis hijos. Quiero a mi marido.

Hubo una breve pausa, y luego él dijo:

– Entendido.

– ¿Entendido?

– Entendido. Vale. Adiós.

– ¿Cómo que adiós?

– ¿Qué más quieres que te diga?

Colgó y se sintió engañada. ¿Dónde estaba la dulce recompensa por haber hecho lo correcto? En lugar de sentirse satisfecha, se sentía frustrada y vacía. Y dolida. Marcus no se había resistido ni lo más mínimo. Y se suponía que estaba locamente enamorado de ella. Cabrón.

Antes de la llamada se le había ocurrido la disparatada idea de zurcir todos los calcetines de Dylan en otro desesperado intento de demostrar el amor que le profesaba. Pero cuando regresó a la cocina, desanimada, sus buenos propósitos de ama de casa se vinieron abajo. Al cuerno, se dijo, apática: Dylan podía comprarse calcetines nuevos.

Casi contra su voluntad, volvió corriendo al recibidor, cogió el teléfono y pulsó el botón de rellamada.

– Hola -dijo Marcus.

– Ven ahora mismo -le ordenó Clodagh con voz llorosa y enojada-. Los niños no están en casa. Tenemos hasta las cuatro en punto.

– Voy para allá.


Ashling no salió de la oficina hasta las ocho y media. Mareada de cansancio, no se sentía capaz de ir a su casa andando, así que cogió un taxi. Se puso cómoda en el asiento y comprobó si tenía mensajes en el móvil. Solo había uno, de Marcus. No podía ir a su casa aquella noche, porque tenía que ir a no sé qué función. Menos mal, pensó ella. Así podría llamar a Clodagh y meterse en la cama. Y pasadas dos semanas, cuando todo aquello hubiera terminado, ya resarciría a Marcus…

Al bajar del taxi se encontró a Boo, que tenía un ojo morado.

– ¿Qué te ha pasado?

– Cosas de la fiebre del sábado noche -bromeó él-. Fue hace unos días. Un tipo borracho que buscaba bronca. ¡Vivir en la calle tiene sus inconvenientes!

– ¡Qué horror! -exclamó Ashling, y entonces, casi sin darse cuenta, agregó-: Perdona que te lo pregunte, pero ¿por qué vives en la calle?

– Táctica profesional -contestó él con gesto inexpresivo-. Mendigando gano doscientas libras diarias. Es más o menos lo que ganamos todos, ¿no lo has leído en los periódicos?

– ¿En serio?

– No, mujer. El día que consigo reunir doscientos peniques puedo considerarme afortunado. Es lo de siempre. Si no tienes domicilio fijo, nadie te da trabajo; y si no tienes trabajo nadie te da un domicilio fijo.

Ashling conocía aquella teoría, pero nunca había creído que ocurriera realmente.

– Pero ¿no tienes… una familia que te ayude? ¿Acaso no tienes padres?

– Sí y no. -Soltó una risita y explicó-: Mi pobre mamá no está en muy buena forma. Mentalmente hablando. Y mi papá hizo una perfecta imitación del hombre invisible cuando yo tenía cinco años. Me crié con familias de acogida.

– Madre mía. -Ashling lamentó haber sacado aquel tema a colación.

– Sí, soy un prototipo -dijo Boo, compungido-. Es bochornoso. Y no me adapté a ninguna de las familias de acogida porque yo quería estar con mi madre, así que conseguí terminar los estudios obligatorios sin aprobar ni un solo examen. De modo que, aunque tuviera domicilio fijo, tampoco conseguiría un empleo.

– ¿Por qué no te proporciona el ayuntamiento una vivienda?

– Las mujeres y los niños tienen prioridad. Si lograra quedarme embarazado tendría más posibilidades. Pero se supone que los varones sin hijos pueden valerse por ellos mismos, así que estoy al final de la cola.

– ¿Y los albergues? -Ashling había oído hablar de ellos.

– No quedan habitaciones. En esta ciudad hay más mendigos que pelirrojos.

– Ostras. Es terrible, todo lo que me cuentas.

– Lo siento, Ashling. Te he estropeado el día, ¿no?

– No, qué va. Ya estaba bastante estropeado.

– ¡Ah, por cierto! -exclamó Boo cuando ella ya se iba-. He terminado Tiempos siniestros. Esos asesinos en serie sí que saben mutilar. Y ya voy por la mitad de Sorted! Y he contado la palabra «follar» trece veces en una sola página.

– Qué barbaridad. -No estaba de humor para las críticas literarias de Boo.

Ashling subió a su piso, se sirvió una copa de vino y escuchó los mensajes del contestador automático. Tras una larga ausencia, volvía a haber mensajes de Cormac. Por lo visto, aquel fin de semana iban a entregar los bulbos de jacinto, pero los de tulipán tardarían un poco más.

Después, un tanto avergonzada, llamó a Clodagh. Hacía un par de semanas que no hablaba con ella, desde que fue a Cork a pasar el fin de semana.

– Lo siento muchísimo -dijo Ashling, abatida-. Y seguramente no podremos vernos hasta que haya salido esta maldita revista. La mayoría de los días me quedo trabajando hasta las nueve, y estoy tan cansada que ya no sé ni cómo me llamo.

– No te preocupes por mí, de todos modos voy a pasar unos días fuera.

– ¿Te vas de vacaciones?

– Me voy sola unos días, la semana que viene. A un balneario de Wicklow… porque estoy muy estresada y agotada -concluyó Clodagh con un tono defensivo.

De pronto Ashling recordó la preocupación de Dylan por su esposa y la conversación que había mantenido con él a principios del verano. Y la invadió una sensación sumamente desagradable. Un presentimiento de desastre. Clodagh tenía algún problema y estaba a punto de tener una crisis.

El miedo y la culpabilidad se apoderaron de Ashling.

– Clodagh, a ti te pasa algo, ¿verdad? Siento mucho no haberte hecho caso últimamente. Déjame ayudarte, por favor. De estas cosas lo mejor es hablar.

Clodagh rompió a llorar, y entonces Ashling sintió verdadero miedo. Pasaba algo, sin ninguna duda.

– Cuéntamelo -la animó.

Pero Clodagh siguió sollozando y dijo:

– No, no puedo. Soy asquerosa.

– No lo eres. Eres fantástica.

– Tú no sabes nada, no tienes idea de lo mala que soy, y tú eres tan buena… -Lloraba tanto que ya no se entendía lo que decía.

– Voy para allá -dijo Ashling, decidida.

– ¡No! ¡No, por favor, no lo hagas! -Sollozó un poco más; luego se sorbió la nariz y declaró-: Ya se me ha pasado. Ya me encuentro mejor, de verdad.

– Sé perfectamente que no. -Sintió cómo Clodagh se le escapaba.

– De verdad, te digo que estoy mucho mejor -lo dijo casi con firmeza.

En cuanto colgó, Ashling se echó a temblar. Ted. Maldito Ted. Tenía una corazonada… Marcó el número de teléfono de Ted y, sin más preámbulos, le acusó:

– Últimamente no te veo el pelo.

– Y ¿yo tengo la culpa de eso? -Parecía dolido. ¿O acaso era una táctica defensiva?

– Perdona, Ted. Es el estrés del trabajo. ¿Por qué no salimos a divertirnos un poco?

– ¡Estupendo! ¿Esta noche?

– No, mejor la semana que viene.

– Ah, no. La semana que viene no puedo.

– ¿Por qué no?

No lo digas, por favor, no lo digas…

– Me marcho unos días.

Dios mío. Se le cortó la respiración, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago.

– ¿Con quién? -preguntó.

– Con nadie. Voy a actuar en el festival de Edimburgo.

– Ah, ¿sí? No me digas.

– Pues sí. -La hostilidad hacía chisporrotear las líneas telefónicas.

– Muy bien, Ted, te deseo mucha suerte en tu viaje a Edimburgo con nadie -dijo Ashling con sarcasmo, y colgó.

Ya le pediría a Marcus que estuviera atento y que la avisara si veía a Ted y Clodagh, o mejor dicho, si no veía para nada a Ted.

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