22

Lunes por la mañana. Tradicionalmente, la mañana más deprimente de la semana (con la única excepción de la semana con lunes festivo, caso en que pasa a serlo el martes por la mañana). Aun así, Lisa estaba muy animada. La perspectiva de ir a la oficina le hacía sentir que volvía a llevar las riendas de la situación; al menos podría hacer algo para mejorar su estado de ánimo. Pero entonces quiso ducharse y comprobó que el agua salía helada.

Tuvo que aplazar temporalmente su intención de coger por banda a Jack y preguntarle cuándo pensaba arreglar el temporizador de la caldera porque a la señora Morley se le escapó que Jack se había pasado todo el fin de semana trabajando, apaciguando a enfurecidos electricistas y cámaras. Estaba agotado y de muy mal humor.

Ashling, que había llegado tarde y también estaba deprimida, tampoco estaba teniendo un buen día. Para colmo, Jack Devine asomó la cabeza por la puerta de su despacho y, con tono cortante, dijo:

– ¿Doña Remedios?

– ¿Sí, señor Devine?

– ¿Puedo hablar contigo un momento?

Ashling, alarmada, se levantó demasiado deprisa y tuvo que esperar un momento a que su sistema circulatorio se recuperara y le devolviera la visión.

– O tienes un grave problema, o te acuestas con él -susurró Trix con regocijo-. Ya me lo contarás…

Ashling no estaba de humor para las bromitas de Trix. No tenía ni idea de por qué Jack Devine quería hablar con ella en privado. Fue hacia su despacho temiéndose lo peor.

– Cierra la puerta -pidió él.

«Me van a despedir.» Ashling tenía los pelos de punta.

La puerta se cerró detrás de ella e inmediatamente la habitación se encogió y oscureció. Jack, con su oscuro cabello, sus oscuros ojos, su traje azul oscuro y su oscuro humor, solía causar aquel efecto. Por si fuera poco, no estaba detrás de su mesa, sino delante y apoyado en ella, y quedaba muy poco espacio entre Jack y Ashling, que se sentía sumamente incómoda.

– Quería darte esto, sin que lo vieran los demás.

Ella no pudo evitar echarse hacia atrás para apartarse de él, aunque no tenía a dónde ir. Jack le tendió una bolsa de plástico que ella aceptó con desconcierto. Reparó, aturdida, en que era demasiado grande para contener una carta de despido.

Se quedó con la bolsa en las manos; Jack soltó una risita impaciente y dijo:

– Mira dentro.

Ashling abrió la bolsa y, sorprendida, vio que la bolsa contenía un cartón de Marlboro, con un lazo rojo atravesado en el envoltorio de celofán.

– Por los cigarrillos que te he gorreado últimamente -aclaró Jack-. Lo siento -añadió, aunque no sonó muy sincero.

– Es muy bonito -balbució ella, sorprendida por aquel indulto, y por el lazo rojo.

Jack rió como Dios manda por primera vez desde que Ashling lo conocía. Soltó una sonora carcajada, echando la cabeza atrás y luego inclinándose hacia delante.

– ¿Bonito? -exclamó, muerto de risa-. Bonitos son los barcos de vela, las olas de tres metros, pero… ¿los cartones de tabaco? No sé, a lo mejor tienes razón.

– Creía que me ibas a despedir -le espetó Ashling.

Él se quedó sorprendido.

– ¿Despedirte? Pero…, doña Remedios -dijo con picardía, adoptando un tono dulzón-, ¿quién nos proporcionaría tiritas, aspirinas, paraguas, imperdibles, esa cosa para los sustos… ¿cómo se llama? ¿Pócima curativa?

– Bálsamo curalotodo. -Por cierto, a ella no le vendría mal un poco. Tenía que salir de aquel despacho para recobrar el aliento.

– ¿De qué tienes tanto miedo? -le preguntó Jack con un tono aún más dulce. A Ashling le pareció que se acercaba un poco más a ella.

– ¡De nada! -gritó.

Jack se quedó mirándola con los brazos cruzados. El modo en que las comisuras de su boca se curvaban hacia arriba hizo que Ashling se sintiera tonta e infantil; tenía la impresión de que su jefe se estaba mofando de ella. De pronto fue como si él perdiera el interés.

– Ya puedes irte -dijo rodeando la mesa para sentarse en su butaca-. Pero no se lo cuentes a los demás -añadió señalando la bolsa-. Si no, todos vendrán a reclamar su cartón.

Ashling volvió a su mesa con la sensación de que sus piernas pertenecían a otra persona. ¡Paren las prensas! Jack Devine no era tan capullo como parecía. Pero lo más curioso era que en cierto modo Ashling lo prefería de la otra manera. De todos modos, aquella misma tarde las aguas volvieron a su cauce.

Mercedes entró precipitadamente en la oficina, y todos estuvieron a punto de caerse de la silla al ver que exteriorizaba sus sentimientos, cosa rara en ella. Obedeciendo las órdenes de Lisa, había ido a ver si podía entrevistar a la chalada de Frieda Kiely. Y aunque Mercedes se había pasado todo el fin de semana en Donegal haciendo fotografías para un reportaje de doce páginas sobre la ropa de Frieda, esta la hizo esperar una hora y media, y luego manifestó que nunca había oído hablar de Colleen.

«¿Para qué revista dice que trabaja? -le preguntó-. ¿Para Colleen? ¿Qué demonios es eso? ¿Qué demonios es esto?»

– Es una enferma. Una imbécil -masculló Mercedes, y luego tuvo otro ataque de humillación-. ¡Una imbécil de mierda!

– Una zorra psicótica con síndrome premenstrual. -Kelvin estuvo encantado de ponerse a favor de Mercedes.

– Una histérica engreída -aportó Trix.

– Y una anoréxica -terció Bernard el soso, que no tenía ni idea de qué aspecto tenía Frieda, pero al que le gustaba cotillear, como a cualquier hijo de vecino-. Hay más carne en el bastón de un gitano después de una buena pelea.

Trix lo miró con desdén y dijo:

– Eso es un cumplido, idiota. ¡No tienes ni idea!

Siguieron poniendo verde a Frieda Kiely; la única que no participó fue Ashling, que había leído en algún sitio que verdaderamente estaba loca. Por lo visto padecía esquizofrenia leve y no se tomaba la medicación.

– ¿No creéis -les interrumpió, creyendo que alguien tenía que defenderla- que antes de criticarla deberíamos conocerla mejor?

– Exacto -dijo Jack, que acababa de asomarse por la puerta para ver a qué se debía tanto alboroto-. Así podríamos fotografiarla persiguiéndonos con un zapato en la mano. No me parece mala idea. -Le lanzó una sonrisa burlona a Ashling, y luego bramó-: Por el amor de Dios, Ashling, compórtate de acuerdo con la edad que tienes, y no como una anciana que ha sobrepasado el límite de velocidad.

A Lisa le hizo gracia la broma.

– ¿Cuál es el límite de velocidad en este país? -preguntó.

– Setenta -contestó Jack, y volvió a cerrar la puerta.

Ashling volvía a odiar a Jack. Todo volvía a la normalidad.


Aunque Marcus Valentina no tenía su número del trabajo, Ashling tragó saliva cuando, a las cuatro menos diez, Trix le pasó el teléfono y dijo:

– Preguntan por ti. Es un hombre.

Ashling cogió el auricular, esperó un momento para serenarse y luego dijo:

– ¡Hola!

– ¿Ashling? -Era Dylan, y parecía desconcertado-. ¿Qué te pasa? ¿Estás resfriada?

– No. -Ashling, desilusionada, volvió a adoptar su voz normal-. Creía que eras otra persona.

– ¿Cómo lo tienes esta noche? Puedo bajar al centro a la hora que te vaya bien.

– Vale. -Así no tendría que quedarse en casa pendiente del teléfono-. Pásate por la oficina sobre las seis.

A continuación llamó a su casa para ver si había algún mensaje. Solo hacía un cuarto de hora que lo había hecho, pero nunca se sabía.

O quizá sí se sabía, porque no había llamado nadie.

A las seis y cuarto Dylan causó una pequeña conmoción cuando, con el rubio cabello tapándole los ojos, se presentó en la oficina de Ashling con un elegante traje de lino y una inmaculada camisa blanca. Se plantó delante de la mesa de Ashling, y ella le encontró algo raro: tenía un hombro torcido, como si se lo hubiera dislocado.

– ¿Te encuentras bien? -Ashling se levantó, dio una vuelta alrededor de Dylan y descubrió que la razón por la que todo su cuerpo estaba inclinado hacia un lado era que estaba intentando ocultar una bolsa de HMV detrás de la espalda-. Dylan, no voy a decirle a nadie que has estado comprando discos.

– Lo siento. -Se encogió de hombros, avergonzado-. Eso me pasa por trabajar en Sandyford, lejos de la civilización. Cada vez que vengo al centro, pierdo la cabeza en las tiendas de discos. Y luego me siento culpable.

– No temas, tu secreto está a salvo conmigo.

– ¿Chaqueta nueva? -le preguntó Dylan mientras Ashling apagaba el ordenador.

– Pues… sí.

– Déjame ver.

Dylan se empeñó en que se quedara quieta un momento, pasó la mirada por sus hombros, asintió y dijo: «Sí». Ashling intentó en vano meter el estómago mientras él bajaba la mirada por las costuras laterales, volvía a asentir y repetía, con más aprobación aún: «Sí». Cuando hubo terminado, la miró, sonriente, y dijo:

– Te queda bien. Muy bien.

– Eres un granuja. -Ashling se sintió muy halagada por el examen de Dylan. Este nunca escatimaba piropos; sin embargo, pese a saber que lo hacía casi automáticamente, era difícil no creérselo aunque solo fuera un poco, y más difícil aún disimular el placer que sentía-. Eres un auténtico peligro- añadió, radiante.

»Ya podemos irnos.

Ashling se dio la vuelta y vio que Jack Devine estaba cerca, buscando algo en una carpeta que había en la mesa de Bernard, con aire taciturno. Le dijo adiós con una sonrisilla nerviosa, y por un instante temió que Jack fuera a ignorarla. Pero entonces él soltó un profundo suspiro y dijo:

– Adiós, Ashling-. Lisa venía del lavabo, donde había ido a arreglarse el maquillaje porque aquella noche tenía una cita con un famoso chef irlandés al que quería convencer para que les hiciera artículos sobre gastronomía. Iba corriendo hacia su mesa para recoger su chaqueta, y al pasar por la puerta tropezó con un individuo rubio al que nunca había visto. Le golpeó el pecho con el hombro y notó, aunque brevemente, el calor que atravesaba su camisa.

– Perdona. -Dylan le puso las manos sobre los hombros-. ¿Estás bien?

– Creo que sí. -Lisa se enderezó y ambos se miraron con interés. Luego Lisa reparó en que Ashling estaba a su lado. ¿Quién era aquel tipo? ¿Su novio? No, no podía ser.

– ¿Quién era esa? -preguntó Dylan cuando ya se habían cerrado las puertas del ascensor.

– Eres un hombre felizmente casado -le recordó Ashling.

– Solo pregunto.

– Se llama Lisa Edwards, y es mi jefa. -Pero inmediatamente Ashling se acordó de la conversación que había tenido con Clodagh sobre aquellas reuniones a las que iba Dylan. «¿Le pone cuernos?», pensó-. ¿Adónde vamos? -preguntó.

Dylan la llevó al Shelbourne, que estaba abarrotado de gente que salía del trabajo.

– Tendremos que quedarnos en la barra -observó Ashling-. Jamás conseguiremos una mesa.

– No seas tan pesimista -dijo Dylan, risueño-. Espera un momento.

Se acercó a una mesa, charló brevemente con sus ocupantes y luego regresó junto a Ashling.

– Ven, esos ya se marchan.

– ¿Cómo que ya se marchan? ¿Qué demonios les has contado?

– ¡Nada! Es que he visto que casi habían terminado.

– Hummm. -Dylan era tan encantador y tan persuasivo que sería capaz de vender sal a Siberia.

– Siéntate aquí, Ashling. ¡Adiós! ¡Muchas gracias!

Se despidió con una ancha sonrisa de los clientes que le habían cedido la mesa. Luego, con una velocidad sospechosa, se perdió entre la muchedumbre y regresó con dos copas. A Dylan todo le salía bien; mientras él le ponía el gin-tonic delante, Ashling se preguntó cómo sería estar casada con él. Una maravilla, se imaginaba.

– Cuéntamelo todo sobre este fabuloso nuevo empleo -le pidió Dylan-. Quiero saberlo absolutamente todo.

Ashling se dejó llevar por el contagioso entusiasmo de Dylan. Se lo pasó la mar de bien describiendo a sus compañeros de Colleen y las relaciones que había entre ellos (o las que no había).

Dylan, que al parecer lo encontraba todo muy gracioso, rió mucho, y Ashling estuvo a punto de caer en la trampa de pensar que era una gran anectodista. Era el mismo rollo que con la chaqueta: el gran don de Dylan consistía en lograr que los demás se sintieran bien con ellos mismos. Lo hacía sin darse cuenta. Ashling sabía que no se trataba de que fuera falso; se pasaba un poco, sencillamente. Y ella no podía cometer el error de contarle las mismas historias patéticas a otras personas y esperar de ellas carcajadas como las de Dylan.

– Qué graciosa eres, Ashling.

Dylan, elogioso, entrechocó su vaso con el de ella. Aquellos comentarios insinuantes siempre daban a entender algo más de lo que él estaba dispuesto a expresar con palabras. Aunque Ashling no se los tomaba en serio. Al menos ya no se los tomaba en serio a estas alturas.

– ¿Cómo va tu negocio de informática? -le preguntó al fin.

– ¡Uf! ¡Increíblemente bien! La verdad es que no damos abasto.

– ¡Ostras! -Ashling sacudió la cabeza, admirada-. Y eso que cuando te conocí no estabais seguros de que la empresa lograra superar el primer año. ¡Ya ves!

El tono de la conversación experimentó un breve declive, casi imperceptible, cuando Ashling mencionó los viejos tiempos. Pero afortunadamente casi se habían terminado las copas, así que Ashling se levantó de un brinco.

– ¿Lo mismo?

– Siéntate. Iré yo.

– No, ni hablar, yo…

– Siéntate, Ashling. Insisto.

Aquella era otra de las características de Dylan: era sumamente generoso, y cuando te invitaba lo hacía sin ningún esfuerzo.

Cuando Dylan volvió con las bebidas, Ashling le preguntó:

– ¿Tenías algún motivo en concreto para pedirme que nos viéramos?

– Pues… sí -contestó Dylan mientras jugueteaba con un posavasos-. Sí, tenía un motivo. -De pronto parecía muy incómodo, y eso no era nada propio de él-. ¿No has notado… nada…?

Se detuvo y no siguió hablando.

– Nada… ¿de qué?

– En Clodagh.

– ¿Qué quieres decir?

– Estoy… -hizo una pausa- un poco preocupado por ella. Nunca está contenta, está muy irritable con los niños y a veces hasta… un poco irracional. El otro día Molly acusó a Clodagh de haberla pegado, y nosotros nunca hemos pegado a los niños.

Otra incómoda pausa; luego Dylan prosiguió:

– Ya sé que te parecerá una tontería, pero Clodagh se pasa la vida decorando la casa. En cuanto acaba de cambiar una habitación ya empieza a pensar en otra. Y no sirve de nada que intente hablar de este tema con ella. No sé si… He pensado que quizá esté deprimida.

Ashling reflexionó. Ahora que lo pensaba, últimamente Clodagh parecía insatisfecha, y estaba un poco intratable. Y era verdad: se estaba pasando con la decoración. Además, a Ashling le había sorprendido el que le hubiera dicho a Molly que Barney había muerto. Es más, la había impresionado. Aunque la defensa de Clodagh, alegando que ella también tenía sentimientos, parecía razonable. Sin embargo ahora, en el contexto de la inquietud de Dylan, aquel detalle recuperó su calidad de mal augurio.

– No lo sé. Puede que sí -dijo Ashling, pensativa-. Pero los niños dan mucho trabajo. Son muy absorbentes. Y teniendo en cuenta que tú tienes un horario de trabajo muy largo…

Dylan se inclinó, escuchando con atención a Ashling, como si pudiera coger sus palabras con las manos. Pero aprovechando un momento en que ella se quedó callada, sumida en un lamentable silencio, dijo:

– Espero que no te moleste que te diga esto, pero he pensado que quizá tú sepas reconocer los síntomas. Por lo de tu madre… Tu madre… -insistió al ver que Ashling se había quedado muda-. Tenía depresión, ¿no? -La sutileza de Dylan no fue suficiente para hacer hablar a Ashling-. Y he pensado que Clodagh podría tener el mismo problema… -añadió.

De pronto Ashling se vio transportada al pasado, envuelta en el caos, el desconcierto, el terror constante. Los viejos gritos y chillidos resonaban en sus oídos, y tenía los músculos de la boca paralizados por la determinación de no hablar de ello. Con firmeza, casi agresivamente, dijo:

– Lo de Clodagh no tiene nada que ver con lo que le pasaba a mi madre.

– ¿No? -dijo Dylan, esperanzado, y con una pizca de curiosidad.

– Decorar el salón no es un síntoma de depresión. Bueno, al menos no que yo sepa. No le cuesta levantarse de la cama, ¿verdad? Ni te ha dicho que le gustaría estar muerta, ¿no?

– No. -Dylan sacudió la cabeza-. No, qué va. Nada de eso.

Aunque lo de su madre no había empezado de aquel modo. Había sido una cosa gradual. Ashling se trasladó contra su voluntad al pasado y volvió a ser una niña de nueve años, la edad que tenía cuando se dio cuenta de que algo no acababa de funcionar. Estaban de vacaciones en Kerry y su padre, que contemplaba la espléndida puesta de sol, comentó:

– Un hermoso final para un hermoso día, ¿verdad, Monica?

Monica, con la vista al frente, respondió con gravedad:

– Menos mal que se pone el sol. Estoy deseando irme a la cama.

– Pero si ha sido un día perfecto -repuso Mike-. Ha hecho sol, hemos jugado en la playa…

Monica se limitó a repetir:

– Estoy deseando irme a la cama.

Ashling dejó de pelearse con Janet y Owen; se sentía excluida e inquieta. Se suponía que los padres no tenían sentimientos; al menos, no sentimientos de aquel tipo. Podían quejarse cuando no hacías los deberes o no te acababas la cena, pero no se les permitía sentirse desgraciados.

Pasadas las dos semanas de vacaciones volvieron a casa, y su madre, que era joven, guapa y feliz, se transformó de la noche a la mañana en una mujer callada y triste, y dejó de teñirse el pelo. Y lloraba. Lloraba constantemente, en silencio, dejando que las lágrimas resbalaran por sus mejillas.

– ¿Qué te pasa? -le preguntaba Mike una y otra vez-. Pero ¿qué te pasa?

– ¿Qué te pasa, mamá? -le preguntaba Ashling-. ¿Te duele la barriga?

– Me duele el alma -susurraba ella.

– Tómate un par de aspirinas infantiles -decía Ashling, repitiendo lo que su madre le decía a ella cuando le dolía algo.

Las desgracias de los demás hundían a Monica. Pasó tres días llorando por culpa del hambre que asolaba África. Pero cuando Ashling llegó a casa para darle la buena noticia (que a ella le había transmitido la madre de Clodagh) de que ya habían empezado a mandarles comida, Monica rompió a llorar por un recién nacido al que habían encontrado abandonado en una caja de cartón. «Pobre criatura -se lamentaba entre sollozos-. Pobre criatura indefensa.»

Mientras su madre lloraba, su padre sonreía por los dos. Sonreía mucho. Se pasaba la vida sonriendo. Tenía un trabajo importante que lo mantenía muy ocupado. Eso era lo que todo el mundo le decía a Ashling: «Tu padre tiene un trabajo muy importante y está muy ocupado». Era vendedor y tenía que viajar: de Limerick a Cork, de Cavan a Donegal; parecían las aventuras de los fenianos. Tan ocupado estaba y tan importante era su trabajo que muchas veces estaba fuera de casa de lunes a viernes. Ashling estaba orgullosa de su padre. Los padres de todas sus amigas volvían a casa a las cinco y media cada tarde, y ella se sentía superior y pensaba que aquellos padres debían de tener trabajos insulsos.

Entonces llegaba el fin de semana, y su padre se pasaba el día sonriendo, sonriendo y sonriendo.

– ¿Qué podemos hacer hoy? -decía dando una palmada y mirando, radiante, a su familia.

– ¿Qué más me da? -murmuraba Monica-. Me estoy muriendo por dentro.

– Vaya, qué tontería. ¿No se te ocurre nada más divertido? -bromeaba él.

Luego miraba a Ashling, sonreía y decía, como si ambos compartieran un secreto:

– Tu madre tiene temperamento artístico.

Su madre siempre había escrito poesía. Incluso le habían publicado un poema en una antología, cuando Ashling era muy pequeña, y desde que empezaran los llantos y la tristeza, escribía mucho más. Ashling sabía lo que eran los poemas: hermosas palabras rimadas sobre atardeceres y flores, generalmente narcisos. Pero un día, instigada por Clodagh, leyeron a hurtadillas algunos poemas de Monica, y Ashling se quedó horrorizada. Sintió una profunda angustia, y solo daba gracias por una cosa: porque Clodagh apenas sabía leer.

Los poemas no rimaban, el número de sílabas de los versos era irregular; pero lo peor, lo que más confusión le causó, fueron las palabras tomadas individualmente. En los poemas de Monica Kennedy no había flores, sino palabras extrañas, brutales, que Ashling tardó mucho tiempo en descifrar:

Vivo en un silencio suturado.

Mi sangre es negra.

Soy cristales rotos,

soy acero herrumbrado,

soy el castigo y el delito.

Ashling regresó al presente y se encontró frente a Dylan, que la miraba con interés y consternación.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó.

Ella asintió.

– Creí que te había dado algo.

– Estoy bien -insistió Ashling-. Clodagh no habrá empezado a escribir poesía, ¿verdad? -Se esforzó por sonreír.

– ¿Poesía? ¡Qué va! -Dylan chascó la lengua, como si acabara de darse cuenta de lo tonto que había sido-. Así que si se pone a escribir poemas puedo empezar a preocuparme, ¿no?

– Bueno, pero de momento no te preocupes. Seguramente lo único que le pasa es que está cansada y necesita un respiro. ¿No podrías preparar algo agradable? Llevártela de vacaciones para que se anime un poco, o algo así.

«Otra vez», pensó, resentida. No le hacía demasiada gracia que Dylan le pidiera consejo a ella sobre cómo hacerle la vida aún más agradable a Clodagh.

– Ahora no puedo tomarme vacaciones -explicó Dylan.

– Pues… llévala a cenar a un restaurante de lujo.

– Clodagh no se fía de las niñeras.

– ¿Por qué? ¿Qué les pasa a las niñeras?

Dylan rió, un tanto abochornado.

– Le da miedo eso de los abusos deshonestos. O que peguen a los niños. La verdad es que a mí también me preocupa, a veces.

– Ostras, ya no saben qué inventar para que la gente se preocupe. No sé, buscad a alguien de confianza. ¿No podríais dejárselos a tu madre?

– ¿A mi madre? -Dylan hizo un mohín, disimulando su alarma-. Verás, no creo que fuera muy buena idea…

Ashling asintió. Dylan tenía razón. Las únicas ocasiones en que Clodagh y su suegra se miraban a la cara era cuando discutían abiertamente (por lo general sobre la mejor forma de ocuparse de Dylan y de los hijos de Dylan).

– Y la madre de Clodagh está casi inmovilizada por la artritis -añadió Dylan-. No podría con los niños.

– Si quieres, yo puedo haceros de niñera -se ofreció Ashling.

– ¿El fin de semana? ¿Una joven sin compromiso como tú?

Ashling vaciló y dijo:

– Sí… sí -repitió, con más firmeza y tono ligeramente desafiante-. ¿Por qué no?

Si estaba ocupada de verdad, aumentarían las probabilidades de que Marcus Valentina la llamara.

– Eres genial. -Dylan se enderezó, y agregó-: Gracias, Ashling, eres un amor. Reservaré una mesa para el sábado por la noche. A ver si encuentro sitio en L'Oeuf.

Claro, pensó Ashling, ¿dónde si no? L'Oeuf era el no va más de los restaurantes elegantes de Dublín. Tenía ese toque de distinción único de los establecimientos que nunca pasan de moda, aunque no sirvieran cocina asiática ni cocina irlandesa moderna. Los platos eran tan exquisitos que te hacían llorar. Y los precios también.

– Tu madre ya está mejor, ¿verdad? -Dylan quiso reparar la torpeza de haber sacado aquel tema a colación.

«Mejor» era un concepto relativo, y de todos modos no siempre lo estaba, pero para complacer a Dylan, Ashling asintió y dijo:

– Sí, sí. Ya está mejor.

– Eres una chica estupenda, Ashling -dijo Dylan al despedirse.

«Sí -pensó ella con amargura-. ¿Verdad que sí?»

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