Lisa albergaba esperanzas de avanzar algo con Jack invitándolo a la función. Era una ocasión idónea para intimar con él, con el pretexto del trabajo. Pero ni siquiera tuvo la oportunidad de proponérselo porque había surgido una crisis en la televisión (lo cual, al parecer, ocurría constantemente), y Jack se pasó todo el jueves y el viernes fuera de la oficina, resolviendo problemas. Lo cual significó también que Lisa no pudo recibir las alabanzas de Jack por ingeniárselas para que su fotografía saliera en los periódicos y generar un poco más de publicidad para Colleen. Eso la cabreaba.
El sábado consiguió distraerse comprando cosas para su casa «nueva». Se había instalado en ella la noche anterior, y estaba decidida a atenuar el efecto de tanta madera de pino. Además, no había nada como mantenerse ocupada para no deprimirse. Aunque, como todo en aquel horrible país, las tiendas de decoración eran lamentables, sumamente feas.
Nadie había oído hablar de las persianas de papel de arroz japonesas, de las cortinas de ducha con bolsillos ni de los tiradores de armario con forma de flores de vidrio. Consiguió encontrar unas sábanas decentes de color crudo, pero no del tamaño que ella necesitaba, y si las encargaba tardarían muchísimo, porque tenían que importarlas de Inglaterra.
Cuando volvió a «su» casa tuvo que esperar media hora para que se calentara el agua y así poder ducharse. Y eso que Jack le había prometido que arreglaría el temporizador. Todos los hombres eran iguales: unos bocazas.
Estaba resentida y malhumorada después de un día escandalosamente frustraste, pero todavía se sentía motivada para salir tras la pista de Marcus Valentina. Al menos iba a hacer algo constructivo. Desde que recibiera la mala noticia de la escasa cifra de anunciantes, la necesidad de conseguir buenas columnas para Colleen se había convertido en una de sus prioridades.
Llegó al River Club poco después de las nueve. El local, como todo lo irlandés, la decepcionó: era más pequeño y más cutre de lo que había imaginado. No podía compararse con el K-Bar, desde luego.
No estaba segura de si tendría ocasión de acorralar a Marcus Valentina, pero por si acaso se había vestido para causar la impresión de una chica normal, no de peligrosa ejecutiva. Vaqueros gastados, zapatillas sin cordones, camiseta de cuello barco. Aunque llevaba mucho maquillaje, era tan sutil que parecía invisible. El resultado era un aspecto juvenil, asequible y atractivo; daba la impresión de que se había puesto lo primero que había encontrado en el armario, y nada delataba que se hubiera pasado una hora mirándose en el espejo (de pino, por supuesto), calculando meticulosamente el efecto que causaría.
Dio una vuelta por el abarrotado local buscando a Ashling y sus amigos, pero no los vio, así que volvió a la barra y pidió un cosmopolitas. Era la bebida de moda en el K-Bar y el Chinawhite y en todos los otros bares in que Lisa solía frecuentar en Londres.
– ¿Un qué? -preguntó el camarero, un individuo de cara redonda y sonrosada que no cabía en su camisa de nailon.
– Un cosmopolitas.
– Si lo que buscas son revistas, hay un quiosco un poco más abajo -se disculpó-. Aquí solo servimos bebidas.
Lisa se planteó explicarle cómo se preparaba el cóctel, pero se dio cuenta de que no sabía.
– Una copa de vino blanco -le espetó de mal talante.
Cabía la posibilidad de que ni eso tuvieran, y entonces tendría que beber aquella asquerosa Guinness.
– ¿Chablis o Chardonnay?
– Hummm… Chardonnay.
Encendió un cigarrillo y se puso a mirar a la gente. Cuando se acabó el cigarrillo y la copa de vino, Ashling todavía no había aparecido.
Quizá su reloj no funcionara bien. Lisa vio a un grupo de chicos cerca de ella, eligió al más guapo y le preguntó:
– ¿Qué hora tienes?
– Las nueve y veinte.
– ¿Y veinte? -Era más tarde de lo que ella creía.
– ¿Te han dado plantón?
– ¡No, qué va! Pero había quedado a las nueve.
El chico se fijó en el acento de Lisa y le preguntó:
– ¿Eres inglesa?
Ella asintió.
– No tardarán mucho en llegar. Antes de las diez seguro que aparecen. Verás, es que aquí cuando decimos las nueve es una forma de hablar.
Lisa notó que se le revolvían las entrañas. Maldito país. Lo odiaba con toda su alma.
– Pero no te preocupes. Nosotros te daremos conversación hasta que lleguen -se ofreció esbozando una caballerosa sonrisa. Se metió los dedos en la boca, dio un fuerte silbido y llamó a sus amigos, que se habían apartado un poco.
– No hace falta que… -empezó Lisa.
– No pasa nada -le aseguró él-. Chicos -dijo dirigiéndose a sus cinco amigos-, os presento a… -Señaló a Lisa con un ademán galante, invitándola a decir su nombre.
– Lisa -dijo ella de mala gana.
– Es inglesa. Sus amigos se están retrasando y se siente como un pulpo en un garaje.
– Ah, pues quédate con nosotros -la animó un chico bajito y con cara de hurón-. Declan, tráele una copa.
– Hospitalidad irlandesa -murmuró Lisa con desdén.
Los seis chicos asintieron con entusiasmo. Aunque para ser sinceros, su actitud no tenía nada que ver con la legendaria hospitalidad irlandesa, sino más bien con la melena color caramelo de Lisa, sus delgadas caderas y sus largas, lisas y bronceadas pantorrillas, que asomaban por debajo del dobladillo de sus astutamente desgarrados vaqueros. Si Lisa hubiera sido un hombre, habría permanecido contemplando su jarra de cerveza y nadie se habría fijado en él.
– Vale, chicos, ya está. Ya han llegado. -Lisa vio a Ashling entrar por la puerta, y sintió un gran alivio.
En cuanto vio a Lisa, a Ashling dejó de encantarle su ropa nueva y se sintió torpe y desaliñada. Presentó, nerviosa, a Joy y Ted, y entonces, para gran espanto de Ashling, Joy miró a Lisa y dijo, levantando la barbilla con gesto desafiante:
– Jim Davidson, Bernard Manning o Jimmy Tarbuck. ¿Con cuál de ellos te acostarías? Y no vale decir que con ninguno.
– ¡Joy! -Ashling le dio un empujón-. Lisa es mi jefa.
Pero Lisa lo captó rápidamente. Se quedó pensativa y, tras considerarlo detenidamente, respondió:
– Jim Davidson. Y ahora, veamos… Des O'Connor…
Aquello desconcertó mucho a Joy.
– … Frank Carson o… o… Chubby Brown.
Joy hizo una mueca de asco, y Lisa se quedó mirándola con los ojos entrecerrados, con regocijo y malicia.
Tras pensárselo, Joy exhaló un hondo suspiro y dijo:
– Pues Des O'Connor. -Dirigiéndose a Ashling, murmuró mientras buscaban asientos-: Tu jefa no está tan mal.
Ted actuaba en primer lugar, y aunque aquella solo era su tercera aparición en público, ya tenía un montón de admiradores. Pronto quedó demostrado que el drama que había montado en el piso de Ashling era innecesario. Cuando inició su actuación gritándole al público «Mi búho se ha ido a las Antillas», un núcleo de unos seis jóvenes con pinta de estudiantes le preguntó a gritos: «¿Adónde? ¿A Jamaica?».
– No -contestó Ted, y varias personas corearon el resto del chiste-: No, se ha ido de motu proprio.
Ted había añadido un montón de chistes nuevos sobre búhos, y todos ellos tuvieron un éxito espectacular. Aunque la mayor parte del público se estaba desternillando, Lisa caló a Ted desde el primer momento.
– Ya sé que es amigo tuyo, pero esto parece el cuento del nuevo traje Hugo Boss del emperador -dijo en tono cáustico.
– Solo lo hace para ligar -explicó Ashling humildemente.
– Ah, en ese caso… -Lisa era partidaria de que el fin justifica los medios.
Después de Ted actuaron otros dos cómicos, y luego le llegó el turno a Marcus Valentina. Fue como si se alterara la composición química de la atmósfera, que se cargó de una intensa expectación. Cuando finalmente Marcus subió al escenario, el público se puso histérico. Ashling y Lisa se enderezaron y prestaron atención, pero cada una por un motivo diferente.
Para ser un cómico de micrófono, Marcus Valentina era un fenómeno extraño. Su número no contenía referencias a la masturbación, a las resacas ni a Ulrike Johnson. Eso era muy poco habitual. Su técnica consistía en presentarse como «el hombre perplejo ante la vida moderna», un tipo al que se le acaba la mantequilla, baja al supermercado y se queda hecho un lío porque no sabe decidir entre la mantequilla especial para untar, la mantequilla insaturada, la mantequilla polinsaturada, la mantequilla salada, la mantequilla sin sal, la mantequilla sin grasas, la mantequilla baja en grasas y una cosa que no es mantequilla sino que solo lo parece. Resultaba encantador y simpático, a pesar de las pecas. Desconcertado y vulnerable. Y tenía un cuerpo que no estaba nada mal. Ashling catalogó todas esas virtudes con alarma.
A continuación enumeró rápidamente las razones por las que había rechazado a Marcus Valentina. Una: su entusiasmo. Los ojos centelleantes y la falta de cinismo no resultaban sexis. Era triste, pero cierto. Dos: sus pecas. Tres: el hecho de no disimular que ella le gustaba. Cuatro: su estúpido nombre.
Pero cuando levantó la cabeza y lo miró, y vio sus largas piernas y sus anchos hombros, se dio cuenta de que corría el peligro de caer en la trampa del escenario. Por si eso fuera poco, Marcus Valentina había dicho que la llamaría por teléfono y no lo había hecho. Aquella era una combinación fatal. No, no voy a hacerlo, se dijo, no pienso hacerlo… Era como meterse los dedos en las orejas y ponerse a gritar: «¡Lalalala! ¡No te oigo! ¡No te oigo!».
– ¡Copos de nieve! -exclamó Marcus recorriendo la sala con los ojos muy abiertos y con expresión cándida-. Dicen que no hay dos iguales.
Hizo una pausa, y a continuación bramó:
– Pero ¿cómo lo saben?
Mientras la gente se retorcía de risa, Marcus preguntó, desconcertado:
– ¿Los han comparado uno por uno? ¿Lo han comprobado?
Luego pasó al siguiente gag.
– Había una chica con la que quería salir -dijo Marcus a su embelesado público.
«¿Se referirá a mí?», se preguntó Ashling.
– Pero la última vez que le pedí el número de teléfono a una chica, ella me contestó: «Está en la guía». El problema era que yo no sabía cómo se llamaba, y cuando se lo pregunté me contestó… -Hizo una pausa, y calculando el tiempo a la perfección, prosiguió-: «También está en la guía».
El público estalló en risas y aplausos cordiales, del tipo «veo que no soy el único».
– Decidí tomármelo con calma. -Esbozó una sonrisa torpe con la que acabó de ganarse al público-. Se me ocurrió imitar a Austin Powers y pedirle a aquella chica que me llamara ella a mí. Así que escribí mi nombre y mi número de teléfono en un papel y me pregunté qué diría Austin Powers en una situación como aquella. -Cerró los ojos y se puso la yema de los dedos sobre las sienes para expresar que estaba en íntima comunión con Austin Powers-. Y de repente se me reveló. Llamez-moi! Fino, ingenioso, sofisticado. ¿Qué mujer podría resistirse? Llamez-moi!
«Soy famosa», pensó Ashling y sintió un impulso irrefrenable de levantarse y decírselo a todo el mundo.
– Y ¿sabéis qué? -Marcus paseó la mirada por el público, con una adorable expresión de tontorrón. La gente lo miraba atentamente, embelesada, mientras él prolongaba el silencio al máximo, sosteniendo al público en la palma de su pecosa mano-. ¡No me llamó!
No cabía duda que Marcus Valentina tenía madera de estrella.
Lisa se levantó del asiento en cuanto el cómico abandonó el escenario. Marcus Valentina ya había rechazado su invitación para comer cuando Trix llamó a su agente, pero Lisa confiaba en que con halagos desmesurados y con su presencia lograría hacerle cambiar de opinión. Ashling vio cómo Lisa lo abordaba al pie del escenario, y se preguntó si debía seguirla. No quería acercarse demasiado a Marcus, por si él la veía. Por si él pensaba… Pero Ted estaba rodeado de admiradoras, y Joy acababa de ver al Hombre Te… a Micke hablando con otra chica y había ido a investigar. Se quedó un rato más sentada, sola, y finalmente se levantó.
Se quedó mirando, con curiosidad, cómo Marcus miraba a Lisa mientras esta le soltaba su discursito. Tenía la cabeza ladeada y torcía las comisuras de la boca hacia abajo componiendo una mueca encantadora. Entonces Lisa dejó de hablar y empezó a hacerlo él. Marcus estaba en mitad de lo que parecía una negativa rotunda, cuando de pronto vio a Ashling y se detuvo bruscamente.
– Hola -dijo desde lejos, y le dedicó una amplia sonrisa, mirándola a los ojos, proyectando todo su cariño. «Como si fuéramos cómplices de algo», pensó Ashling, alarmada. «Seguro que cree que he venido aquí expresamente para verlo.»
Marcus siguió hablando un rato más, pero no paraba de mirar de soslayo; entonces le tocó el brazo a Lisa a modo de despedida y fue hacia Ashling.
– Hola.
– Hola.
– ¿Qué haces aquí?
Ashling esperó un instante, le hizo una caída de ojos y sonrió.
– Pensaba que actuaba Macy Gray.
«Mierda! ¡Estoy coqueteando con él!»
Después de reírle la gracia, Marcus le preguntó:
– ¿Te ha gustado el espectáculo?
– Sí. -Ashling hizo otra de sus caídas de párpados.
– ¿Podré invitarte a tomar algo un día de estos?
Ashling se lo merecía. Se sentía como un conejo deslumbrado por los faros de un coche y que se ha llenado la boca con más hierba de la que puede masticar. Por así decirlo.
No puede ser que me guste por el simple hecho de ser famoso y admirado. Eso es propio de personas muy superficiales.
– Vale. -Su voz había decidido actuar por propia iniciativa-. Llámame.
– ¿Me das tu número?
– Ya lo tienes.
– Dámelo otra vez, por si acaso.
Marcus inició una complicada pantomima, dándose palmadas por todo el cuerpo, fingiendo que buscaba papel y bolígrafo.
Afortunadamente, Ashling llevaba un pequeño kit de escritura en su bolso. Anotó su nombre y su número de teléfono en un bloc y arrancó la hoja.
– Lo guardaré como si fuera un tesoro -dijo él doblándolo varias veces y metiéndoselo en el bolsillo delantero de los vaqueros-. Junto a mi corazón -prometió en un tono cargado de insinuación-. Ahora tengo que irme, pero te llamaré.
Ashling lo vio marchar, desconcertada. Luego, al darse cuenta de que Lisa la miraba con interés, se escondió en el lavabo. Para acercarse al lavamanos tuvo que esquivar a una chica bajita con ojos de actriz trágica que estaba plantada ante el espejo, aplicándose delineador de ojos para conseguir un efecto todavía más trágico. Cuando Ashling abrió el grifo, la chica se volvió hacia su amiga, otra chica más alta que, distraída, se estaba aplicando capas y capas de brillo de labios rosado y pegajoso, y le dijo:
– No te lo vas a creer, Frances, pero esa era yo.
– ¿Quién?
– La chica a la que Marcus Valentina entregó la nota que rezaba Llamez-moi!
Ashling pegó un respingo y se mojó toda la blusa. Nadie se dio cuenta.
Frances realizó un lento e incrédulo giro con el cuerpo, sin apartar la barra de brillo de sus labios. Su amiga, la actriz trágica, le explicó:
– Fue las Navidades pasadas. Estuvimos dos horas haciendo cola juntos para coger un taxi.
– Y ¿por qué no lo llamaste? -Frances apartó la barra de brillo de su boca y sacudió enérgicamente a su amiga sujetándola por los hombros-. ¡Pero si está como un queso! ¡Como un queso!
– Lo encontré demasiado pecoso y gilipollas.
Frances contempló a su amiga con aire meditabundo, antes de emitir su juicio:
– ¿Sabes qué te digo, Linda O'Neill? Que te mereces tu desgracia. De verdad. Jamás volveré a compadecerme de ti.
Ashling, que seguía lavándose las manos como si se encontrara en la fase terminal de un trastorno obsesivo compulsivo, estaba pasmada. Se había pasado la vida entera buscando Señales, y si aquello no era una Señal, a ver qué era. Tírale los tejos a Marcus Valentina, le estaba aconsejando el oráculo celestial. Aunque Marcus se dedicara a repartir notas como aquella como si fueran folletos, Ashling tenía muy buenos presagios sobre aquel asunto.
Cuando Ashling salió del lavabo, Lisa estaba a punto de marcharse. Ahora que ya había conseguido lo que quería, no tenía por qué quedarse más tiempo en aquel local tan cutre.
– Adiós, nos vemos el lunes en la oficina -se despidió Ashling, incómoda, insegura sobre el grado de familiaridad que debía adoptar con su jefa.
Lisa se escurrió entre la multitud con gesto satisfecho. La velada no había estado mal. Conocer a Marcus Valentina la había convencido de que valía la pena perseguirlo. Aunque no iba a resultar fácil. En la vida real no era tan cándido como en el escenario. De hecho era muy listo, y muy evasivo. Lisa sospechaba que de entrada no tenía reparos para escribir una columna, pero que se estaba reservando para un periódico de calidad. Para combatir eso Lisa podía venderle la posibilidad de publicar su columna en otras publicaciones de Randolph Media, por todo el mundo.
Por otra parte estaba aquel giro inesperado: por lo visto a Marcus le gustaba Ashling. Entre las dos podían hacer un movimiento de tenazas. La columna estaba prácticamente asegurada.
Pero más valía que se diera prisa y cerrara el trato antes de que Marcus se cansara de Ashling. Porque seguro que se cansaba de Ashling y se la quitaba de encima. Lisa conocía muy bien a los de su clase. Cuando lanzas a un tipo vulgar como él al estrellato, lo primero que hace es aprovechar la fama para ligar con todas las chicas que se le ponen a tiro.
La cosa podía ponerse fea, porque Ashling parecía de esas mujeres patéticas que se toman muy a pecho los desengaños amorosos, y con lo ocupada que estaba lo último que le convenía a Lisa era una subdirectora deprimida. Ella no entendía a la gente débil que se venía abajo ante el menor contratiempo. Ella jamás lo haría. Aunque todo eso se basaba en la suposición de que Ashling acabara saliendo con Marcus. Quizá no llegara a hacerlo, y Lisa no podría reprochárselo. En opinión de Lisa, Marcus era asqueroso. ¡Con aquellas pecas! Y el hecho de que fuera capaz de hacer reír a un puñado de borrachos no las borraba de su piel.
– ¡Hasta luego, Lisa! ¡Adiós, Lisa! -Los chicos que habían estado charlando con ella al principio de la velada le decían adiós con la mano-. ¡Hasta otra!
Sorprendiéndose a sí misma, Lisa sonrió.
Al pasar por la puerta se cruzó con Joy, que estaba discutiendo con un individuo que tenía un mechón blanco en su larga y negra melena. Lisa tuvo un capricho y le dijo en voz baja:
– Russ Abbott, Hale o Pace. Y no vale decir que ninguno.
Joy se dio la vuelta, pero Lisa ya había salido a la calle. Mientras caminaba hacia su casa, se dio cuenta de que aquella noche había sentido algo especial. Se sentía… había… De pronto lo comprendió. ¡Se había divertido!