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Clodagh le hincó los talones en las nalgas, apretándolo aún más contra su cuerpo. Cada vez que él embestía contra ella, le arrancaba un ronco susurro:

– ¡Dios!

Otro golpe.

– ¡Más fuerte!

Otro.

El cabecero de la cama golpeaba rítmicamente la pared, y Clodagh tenía el cabello enredado y empapado de sudor. Lo sujetó aún más fuerte a medida que las oleadas de placer se intensificaban. Hasta que tuvo el orgasmo. Con cada contracción, ella pensaba que aquella era la última, hasta que notaba otra, aún más hermosa. La definitiva le hizo temblar, y Clodagh la notó en la yema de los dedos, en los folículos pilosos, en la planta de los pies…

– Dios… -dijo casi sin voz.

Él también debía de haberse corrido, porque se quedó tumbado encima de ella, jadeando y empapado. Permanecieron un rato así, exhaustos, hasta que ella notó que el sudor empezaba a enfriarse; entonces se retorció y lo apartó bruscamente.

– Vístete -le ordenó-. Date prisa, tengo que ir a recoger a Molly a la guardería.

Era el tercer polvo que pegaban, y cuando terminaban ella siempre se mostraba brusca, casi fría.

– ¿Te importa que me dé una ducha?

– No, pero que sea rápida -contestó ella.

Cuando él salió del cuarto de baño, Clodagh ya se había vestido y esquivaba su mirada. Entonces se quedó muy quieta, olfateó el aire e, incrédula, preguntó:

– ¿Es el aftershave de Dylan eso que huelo?

– Supongo -masculló él, lamentando su error.

– ¿No tienes bastante follándote a su mujer en su propia cama? ¿Es que no respetas nada?

– Lo siento.

Contrito y silencioso, se puso la ropa que ella le había arrancado una hora antes.

– ¿Cuándo volveremos a vernos? -Se odió por haberlo preguntado, pero no tenía otro remedio. Estaba perdidamente enamorado.

– Ya te llamaré.

– Puedo salir de la oficina cuando te vaya bien.

– Tengo vecinos -replicó ella-. Nos verían.

– Puedes venir tú a mi casa.

– No, no puedo.

Hubo un silencio.

– Te comportas como si me odiaras -la acusó él.

– Estoy casada. -Elevó el tono de voz y añadió-: Tengo hijos. Lo estás estropeando todo.

En la puerta de la calle, cuando él se inclinó para besarla, ella refunfuñó:

– ¡Por el amor de Dios! Podrían vernos.

– Lo siento -murmuró él.

Pero cuando se dio la vuelta, ella lo agarró por la camisa y tiróde él. Se besaron apasionadamente. Cuando se separaron, él tenía una mano debajo de la blusa de ella, y le acariciaba un pecho. Ella tenía los pezones tiesos como cerezas, y él volvía a tener una erección.

– ¡Rápido! -lo alentó ella; le abrió la bragueta y le apretó el pene erecto. Se tumbó en el suelo del recibidor, se bajó los vaqueros y se colocó debajo de él-. Corre, no tenemos mucho tiempo.

Contrajo las nalgas y levantó las caderas para recibirlo, ansiosa. Él la penetró con breves y fuertes estocadas. Inmediatamente ella empezó a sentir aquellas oleadas, cada vez más intensas, que alcanzaron un placer casi insoportable.

Después de eyacular, él lloró con la cara hundida en el rubio cabello de ella.

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