Marcus llamó por teléfono a Ashling el jueves e inició la conversación diciendo:
– ¿Haces algo el sábado por la noche?
Ella sabía que tenía que fastidiarlo, atormentarlo, tomarle el pelo, hacerse rogar, hacerle sudar.
– No -contestó.
– Estupendo. Te invito a cenar.
A cenar. Un sábado por la noche: qué combinación tan significativa. Significaba que Marcus no estaba enfadado con ella por no haberse acostado con él. También significaba, por supuesto, que más le valía a Ashling acostarse con él esta vez. Brotó en ella la emoción. Y también un poco de ansiedad, pero a esa ya le pegaría un buen mamporro en la cabeza.
Ashling admitió, con cautela, que aquello iba por buen camino. Marcus la trataba muy bien, y pese a que ella sentía la consabida angustia, en realidad no era por nada que hubiera hecho él. Desde la primera vez que vio, a Marcus en el escenario había empezado a producirse una regeneración en el paisaje interno de Ashling. Tras su ruptura con Phelim, había decidido mantenerse alejada de los hombres; le interesaba más recuperarse del disgusto que reemplazar a su novio.
Pero siempre había tenido intención de volver a entrar en el juego en cuanto estuviera en forma. Y la llamada de Marcus le había hecho brotar pequeñas flores de esperanza que le hacían pensar que quizá hubiera llegado ese momento. Por fin salía del estado de hibernación.
Lo más curioso era que hibernando se estaba de maravilla. Una vez despierta, de pronto la asaltaron las preocupaciones respecto a su edad, el tictac de su reloj biológico y la clásica angustia de las treintañeras que seguían solteras. Era el síndrome «¡Mierda! ¡Tengo treinta y uno y aún no me he casado!».
Cuando Joy le preguntó qué iba a hacer el sábado por la noche, Ashling decidió poner a prueba su nueva vida.
– Mi novio me ha invitado a cenar -dijo.
– ¿Tu novio? Ah, te refieres a Marcus Valentina, ¿no? ¿Te ha invitado a cenar?-. Joy estaba celosa-. Conmigo los hombres lo único que quieren hacer es emborracharse. Nunca me llevan a comer. -Hizo una pausa, y Ashling intuyó que su amiga estaba a punto de decir alguna barbaridad-. Lo único que mi novio me mete en la boca -prosiguió Joy con melancolía- es la polla. ¿Te das cuenta de que si Marcus te invita a cenar un sábado por la noche significa que quiere acción? Acción -repitió enfatizando la palabra-. Nada de trucos como el del otro día; ya no podrás utilizar la excusa de que al día siguiente tienes que madrugar para ir al trabajo.
– Ya lo sé. Y ya me ha empezado a crecer el pelo de las piernas.
Ashling sabía exactamente qué iba a ponerse el sábado por la noche. Lo tenía todo pensado, hasta la ropa interior. Todo controlado. Y de pronto le cogió manía al pintalabios. Hacía años que utilizaba el mismo color, y cada vez que se le acababa la barra se compraba otra igual, solo porque le sentaba bien. ¡Qué tontería!
Las mujeres que trabajaban en revistas daban a los pintalabios el mismo trato que a los hombres: cuando uno se terminaba, se compraban otro diferente. Ashling necesitaba un pintalabios nuevo que la redefiniera. Era imprescindible que encontrara el adecuado, y hasta entonces no se sentiría bien.
Pasó toda la mañana del sábado buscándolo con empeño obsesivo, pero ninguno la convenció. Todos eran o demasiado rosas, o demasiado naranjas, o demasiado mates, o demasiado brillantes, o demasiado oscuros, o demasiado claros. Fantaseando con ser otra persona, se probó uno rojo oscuro de vampiresa y se miró en el espejo. No. Era como si llevara catorce horas de juerga y el vino tinto se hubiera solidificado en sus labios. Compuso una sonrisa y vio que parecía el conde Drácula. La dependienta se le acercó y dijo: «Te queda fenomenal».
Ashling consiguió huir y prosiguió la búsqueda. El dorso de su mano, lleno de franjas rojas, parecía una herida abierta. Y entonces, cuando empezaba a perder la esperanza, lo encontró. El pintalabios perfecto. Fue un auténtico flechazo, y Ashling supo que ahora todo iba a salir bien.
Marcus tenía que recoger a Ashling a las ocho y media, así que a las siete en punto ella se sirvió una copa de vino e inició los preparativos. Hacía mucho tiempo que no iba a cenar con un hombre. Cuando salía con Phelim, solían ir a buscar comida preparada y se quedaban en casa; solo iban al restaurante cuando se hartaban de pizzas y curries para llevar. Y cuando salían a cenar fuera, era estrictamente un ejercicio práctico de alimentación en el que no entraba la seducción; para llevarse a la cama empleaban otros métodos. Cuando Phelim tenía ganas, decía: «Me estoy poniendo cachondo. ¿Te interesa el tema?». Y cuando era Ashling la instigadora, decía: «¡Viólame!».
¿Cómo sería Marcus en la cama? Un chisporroteo sacudió sus terminaciones nerviosas, y Ashling buscó su paquete de tabaco. Joy no podía haber elegido mejor momento para presentarse en casa de Ashling.
Como buena amiga, felicitó a Ashling por el atuendo que había elegido, le bajó un poco la cinturilla de los vaqueros y admiró sus sandalias. Luego le preguntó:
– ¿Te has acordado de ponerte suavizante en el vello púbico?
Ashling hizo una mueca y Joy se sintió dolida.
– ¡Es importante! Bueno, ¿te lo has puesto o no?
Ashling asintió.
– Así me gusta. ¿Cuánto tiempo hace que no echas un polvo? ¿Desde que Phelim se fue a Australia?
– Desde que vino para la boda de su hermano.
– ¿Estás segura de que quieres acostarte con mister Valentina?
– Si no estuviera segura, ¿crees que me habría rociado suavizante en el vello púbico? -Los nervios la habían puesto irritable.
– ¡Excelente! Eso significa que te gusta.
Ashling reflexionó.
– Creo que podría acabar gustándome. Nos llevamos bien. Él es guapo, pero no demasiado. Las chicas como yo no se acuestan con modelos, actores ni esos hombres de los que la gente dice «Dios mío, qué guapo es». ¿Me explico?
– Me dejas alucinada. ¿Qué más?
– Nos gustan las mismas películas.
– ¿Qué clase de películas? -preguntó Joy.
– Las películas en inglés.
Phelim tenía la desagradable tendencia a considerarse un gran intelectual, y a menudo proponía a Ashling que fueran a ver películas extranjeras y subtituladas. En realidad nunca iban, pero Phelim ponía muy nerviosa a Ashling leyéndole en voz alta las críticas e insistiendo en que debían ir a verlas.
– Marcus es un chico corriente -explicó Ashling-. No hace puenting ni protesta contra las autopistas. Nada de hobbies extraños. Eso me gusta.
– ¿Qué más?
– Me gusta… -De pronto Ashling se volvió, miró a Joy y dijo con vehemencia-: Si le cuentas esto a alguien, te mato.
– Te lo prometo -mintió Joy.
– Me gusta que sea famoso. Que su nombre aparezca en los periódicos y que la gente lo conozca. Sí, ya sé que eso significa que soy frívola y superficial, pero te estoy hablando con franqueza.
– ¿Qué hay de las pecas?
– Tampoco tiene tantas. -Hizo una pausa y añadió-: Mira, yo también tengo una o dos. No es nada de lo que uno tenga que avergonzarse.
– No, sí yo solo digo…
– Mira, ya ha llegado Ted. ¿Quieres abrirle la puerta, por favor?
Ted entró en el dormitorio, muy emocionado.
– ¡Mirad! -exclamó, y desenrolló un póster.
– ¡Pero si eres tú! -dijo Ashling.
Era una fotografía de la cara de Ted con cuerpo de búho, y con su nombre en la parte superior.
– ¡Es fantástico!
– Voy a imprimir unos cuantos, pero antes quería conocer vuestra opinión. -Desenrolló otro póster y sujetó los dos con el índice y el pulgar de cada mano-. ¿Fondo rojo o fondo azul?
– Rojo -dijo Joy.
– Azul -dijo Ashling.
– No sé -dijo Ted, indeciso-. Clodagh dice…
– ¿Clodagh? -soltó Ashling-. ¿Qué Clodagh? ¿Mi amiga Clodagh?
– Sí. Pasé por su casa el otro día…
– ¿Para qué?
– Para recoger mi chaqueta -se defendió Ted-. ¿Qué pasa? El día que fuimos a hacer de niñera me dejé la chaqueta. No es ningún crimen.
Ashling no podía justificar su resentimiento. No tuvo más remedio que mascullar:
– Tienes razón. Lo siento.
Hubo un tenso silencio, que finalmente ella rompió diciendo:
– Pásame el pintalabios nuevo.
Lo sacó de la caja y lo hizo girar para sacar la barra cerosa, nueva y reluciente. Fantástico. Pero mientras lo contemplaba, sedio cuenta de que pasaba algo.
– No puedo creerlo -dijo. Inspeccionó rápidamente la base del pintalabios, rebuscó en su bolsa de maquillaje, sacó otro pintalabios e inspeccionó también su base-. No puedo creerlo -repitió, horrorizada.
– ¿Qué pasa?
– He comprado el mismo pintalabios. Me he pasado toda la mañana buscando un pintalabios diferente y he acabado comprando uno exactamente igual al que ya tenía.
En un arrebato de frustración Ashling estuvo a punto de lanzarse sobre la cama, pero en ese momento sonó el timbre. El despertador que había en la cómoda marcaba las ocho y media, lo cual significaba que eran las ocho y veinte.
– Más vale que no sea Marcus Valentina -dijo Ashling, desafiante.
Pero lo era.
– ¿Cómo se le ocurre llegar antes de hora? -preguntó Joy.
– Porque es un caballero -dijo Ashling sin mucha convicción.
– Menudo bicho raro -dijo Joy por lo bajo.
– ¡Fuera los dos! -ordenó Ashling.
– No te olvides del condón -susurró Joy al salir del apartamento. Unos segundos más tarde, Marcus apareció en el rellano de la escalera, todo sonrisas.
– Hola -dijo Ashling-. Ya casi estoy lista. ¿Te apetece una cerveza?
– Mejor una taza de té. Ya lo haré yo, no te preocupes. Mientras ella terminaba de arreglarse a toda prisa, oyó cómo Marcus abría armarios y cajones en la cocina.
– Tienes un apartamento muy bonito -observó Marcus.
Ashling habría preferido que permaneciera callado. Hacer comentarios ingeniosos mientras se aplicaba el pintalabios no era su fuerte.
– Pequeño pero muy proporcionado -repuso distraídamente.
– Como su propietaria.
Ashling pensó que no era verdad, pero de todos modos le agradeció el cumplido. Su estado de ánimo mejoró considerablemente. Se olvidó del fracaso del pintalabios, se cepilló el cabello y se reunió con Marcus en la cocina.
Antes de marcharse, Marcus se empeñó en lavar la taza que había utilizado.
– Déjalo -dijo Ashling mientras él la ponía bajo el grifo.
– Ni hablar. -La colocó en el escurridor y miró a Ashling con una sonrisa-. Mi madre me educó muy bien.
Ella volvió a tener aquella extraña sensación. Unos capullitos que asomaban la cabeza.
Marcus la llevó a un restaurante íntimo con iluminación cálida. En una mesa del rincón, rozándose las rodillas de vez en cuando, bebieron vino blanco muy seco y se admiraron mutuamente, impecables a la luz de las velas.
– Oye, me gusta mucho tu… -Señaló el corpiño de Ashling-. Nunca sé la palabra adecuada para las prendas de mujer. ¿Camiseta? Creo que cometería una grave infracción llamándolo camiseta. ¿Cómo se llama? ¿Top? ¿Blusa? ¿Camisa? ¿Boudoir? Se llame como se llame, me gusta mucho.
– Se llama corpiño.
– Entonces ¿qué es una blusa?
Ashling le hizo un resumen de las diversas posibilidades:
– Jamás has de decir «blusa» si se trata de una mujer de menos de sesenta años -dijo con gravedad-. Puedes felicitar a una chica por su camiseta si te refieres a un top sin mangas. Pero si es una camiseta imperio auténtica, no. De hecho, si verdaderamente es una camiseta imperio, te recomiendo que te largues inmediatamente.
Él asintió.
– Entiendo. Madre mía, esto es un campo de minas.
– ¡Oye! -Acababa de ocurrírsele algo-. No me estarás sonsacando información para tus números, ¿verdad?
– ¿Me crees capaz? -dijo él sonriendo.
La comida era discreta, la charla fácil, pero Ashling tenía la sensación de que todo aquello no era más que una especie de preludio. Un tráiler. El largometraje todavía tenía que empezar. Cuando les llevaron la cuenta, Ashling intentó contribuir, pero no insistió demasiado.
– Ni hablar -se impuso Marcus-. Pago yo.
«¿Por qué? ¿Porque ya te lo cobrarás después?»
Ya en la calle, Marcus preguntó:
– ¿Qué hacemos?
Ella se encogió de hombros y no pudo evitar una risita tonta. Era evidente, ¿no?
– ¿En mi casa? -propuso él dulcemente.
Besó a Ashling en el taxi. Y volvió a besarla en el vestíbulo de su piso. A Ashling le gustó, pero cuando se separaron no pudo evitar echar un vistazo alrededor, examinando el piso. Quería saber cómo vivía, averiguar más cosas sobre él.
Era un apartamento de un solo dormitorio en un edificio moderno, y estaba sorprendentemente ordenado.
– ¡Pero si no huele mal!
– Ya te he dicho que mi madre me educó muy bien.
Ashling entró en el salón.
– Cuántos vídeos -dijo, admirada. Había cientos de cintas en las estanterías.
– Si quieres podemos ver alguno -dijo él.
Sí, quería. Se debatía entre el deseo y el nerviosismo, y necesitaba un poco de tiempo.
– Elige uno -propuso Marcus.
Pero cuando empezó a buscar una cinta, Ashling reparó en algo muy extraño. Monty Python, Blackadder, Lenny Bruce, el Gordo y el Flaco, Father Ted, Mr. Bean, los Hermanos Marx, Eddie Murphy… Todas las cintas eran comedias.
Ashling estaba desconcertada. En su primera cita habían hablado mucho de cine. Él había asegurado que le gustaban muchos géneros diferentes, pero a juzgar por aquellas cintas nadie lo diría. Finalmente eligió La vida de Brian.
– Tiene usted un gusto excelente, señora. -Marcus sacó una botella de vino blanco para ella, una lata de cerveza para él y, tímidamente, se acurrucaron delante del televisor.
Cuando llevaban diez minutos mirando la película, Marcus le tocó el hombro desnudo con el dedo índice y empezó a acariciárselo lentamente.
– Asssh-liiing -canturreó con voz suave, con una intensidad que hizo que a ella se le encogiera el estómago. Giró rápidamente la cabeza y lo miró, casi con miedo. Marcus tenía los ojos clavados en la pantalla-. Estate muy atenta -dijo con aquel hilo de voz-. Nos acercamos a una de las mejores escenas cómicas de todos los tiempos.
Ashling, ligeramente desilusionada pero obediente, prestó atención a la película, y cuando Marcus rompió a reír a carcajadas, no pudo evitar reír también. Entonces él se volvió hacia ella y preguntó con voz infantil:
– ¿No te importa, Ashling?
– ¿Qué? «Acostarte conmigo?», pensó.
– Que veamos otra vez esa escena.
– ¡Oh! No, no.
Cuando el ritmo de su corazón recobró la normalidad, Ashling decidió que le emocionaba que Marcus quisiera compartir con ella lo que para él era importante.
– Dime, ¿están contentos de que haya accedido a escribir la columna? -preguntó él al cabo de un rato.
– ¡Ya lo creo! ¡Están encantados!
– Esa Lisa es todo un personaje, ¿verdad?
– Sí, es muy persuasiva: -Ashling no creyó oportuno criticar a su jefa.
– De todos modos, deberías atribuirte el mérito.
– Pero si yo no hice nada.
Marcus le dirigió una mirada elocuente.
– Podrías decirles que me convenciste en la cama.
La manifiesta intencionalidad de su mirada hizo que a Ashling se le hiciera un nudo en la garganta. Tragó saliva como si se le hubiera atragantado una ostra.
– Pero no sería verdad.
Hubo una larga pausa durante la cual Marcus no apartó sus ojos de los de ella.
– Podríamos hacer que fuera verdad.
Los ánimos de Ashling se habían debilitado. De hecho habían desaparecido. Tenía la impresión de que era demasiado pronto para acostarse con él, pero si se resistía parecería anticuada. No podía entender la ridícula timidez que la paralizaba: tenía treinta y un años y se había acostado con muchos hombres.
– Vamos.
Marcus se levantó y la cogió suavemente de la mano. Ashling comprendió que él no aceptaría un no por respuesta.
– ¿Y la película?
– Ya la he visto muchas veces.
Ay, madre. Esto va en serio.
La timidez lidiaba con la curiosidad; la atracción forcejeaba con el miedo a la intimidad. Ashling quería y no quería acostarse con él, pero el apremio de Marcus era cautivador. Sin darse cuenta, se puso en pie. Marcus la besó, acabando de desbaratar sus defensas, y ella se encontró de pronto en el dormitorio. No fue una danza fluida donde las dudas se disiparan por arte de magia y la ropa desapareciera sin una pizca de torpeza. Marcus no consiguió desabrocharle el sujetador, y cuando Ashling vio el tamaño de su pene en erección comparado con la estrechez de sus caderas, tuvo que mirar hacia otro lado. Temblaba como una virgencita.
– ¿Qué te pasa?
– Es que soy tímida.
– Ah, entonces ¿no es por culpa mía?
– No, no. -Ashling, impresionada por la vulnerabilidad de Marcus, se esforzó un poco más. Lo atrajo hacia sí, matando dos pájaros de un tiro: él se mostró satisfecho, y ella ya no veía aquel pene sobresaliendo del nido de su vello púbico.
Las sábanas estaban frescas y limpias, las velas daban un toque sorprendente; Marcus se mostró amable y considerado y no mencionó ni una sola vez la falta de cintura de Ashling. Aun así, ella tuvo que reconocer que no se sintió completamente transportada. Con todo, él se mostró muy admirado, y ella se lo agradeció. No fue la peor experiencia sexual de Ashling, desde luego. Y los mejores polvos siempre le habían parecido un poco irreales; solían ser los que pegaba con Phelim cuando hacían las paces, y en ellos la alegría del reencuentro añadía un poco de interés a una experiencia que ellos ya sabían compatible.
Ashling ya era mayorcita, y no habría sido realista esperar que la tierra temblara bajo sus pies. Además, la primera vez que se acostó con Phelim tampoco había sentido nada del otro mundo.