El domingo por la mañana, cuando despertó, Clodagh estaba a punto de caerse de la cama. Craig la había empujado hasta el borde, pero también habría podido ser Molly, o ambos. Clodagh ya no recordaba cuándo había dormido por última vez con Dylan sin acompañantes, y tenía tanta práctica en hacerlo en quince centímetros de colchón que estaba segura de que a esas alturas dormiría como un tronco en el borde de un acantilado.
Dedujo que era muy temprano. Como las cinco de la mañana. Ya había salido el sol, y por la rendija que dejaban las cortinas de percal entraba una luz brillante, pero Clodagh sabía que era demasiado pronto para estar despierta. Las gaviotas, invisibles, gemían estridentes y lastimeras. Parecían bebés de una película de terror. Dylan dormía profundamente junto a Craig, ocupando toda la cama con sus extremidades; respiraba rítmicamente, y con cada exhalación se le levantaba el flequillo de la frente.
Clodagh era víctima de un profundo abatimiento. Había pasado una mala semana. Tras el estrepitoso fracaso en la agencia de colocación, Ashling la había animado a intentarlo otra vez. Así que Clodagh volvió a ponerse su traje caro. En la segunda agencia de colocación la trataron casi con el mismo desdén que en la primera. Pero sorprendentemente, en la tercera propusieron enviarla a prueba a una empresa suministradora de radiadores, donde su trabajo consistiría en hacer el té y contestar el teléfono. «El sueldo es… modesto -admitió el empleado-, pero es un buen principio para una persona como usted, que lleva tanto tiempo fuera del mundo laboral. Estoy seguro de que quedarán encantados con usted, así que… ¡adelante! ¡Buena suerte!»
En cuanto Clodagh supo que cabía la posibilidad de que le dieran trabajo, dejó de interesarle. ¿Qué gracia tenía preparar té y contestar el teléfono? Eso lo hacía continuamente en su casa. Y ¿una empresa de suministro de radiadores? Sonaba espantoso. En cierto modo, conseguir un empleo y descubrir que no le interesaba era casi peor que le dijeran que no servía para ningún trabajo. Aunque no era propensa a la introspección, Clodagh se dio cuenta vagamente de que en realidad no buscaba trabajo (no necesitaba el dinero, desde luego), sino que lo que faltaba en su vida eran emociones y sofisticación. Y era evidente que eso no iba a encontrarlo en una empresa de suministro de radiadores.
Así que llamó a la agencia de colocación y dijo que no podía empezar porque Craig tenía sarampión. Tener hijos tenía sus ventajas. Cuando no querías hacer algo, siempre podías decir que los niños tenían fiebre y que te preocupaba que pudiera ser meningitis. Clodagh había utilizado esa excusa para no asistir a la fiesta de Navidad de Dylan el año anterior. Y el anterior. Y estaba decidida a utilizarla también este año.
Clodagh se removió, incómoda. Se le estaba clavando algo en la espalda. Buscó a tientas con la mano y encontró un Buzz Lightyear. Las gaviotas seguían chillando, y sus desagradables y desesperados gritos resonaban en la cabeza de Clodagh. Se sentía atrapada, acorralada, bloqueada. Como si estuviera encerrada en una pequeña y oscura caja donde apenas podía respirar, y que cada vez se hacía más pequeña. No lo entendía. Ella siempre había sido feliz. Todo le había salido como ella había planeado; la vida no le había dado muchas sorpresas. Y de pronto, sin previo aviso, aquella dinámica había cambiado. Ahora no tenía objetivos, y estaba estancada. La asaltó una idea terrible: ¿y si aquello se prolongaba eternamente?
De pronto se dio cuenta de que los silbidos de Dylan iban in crescendo. En un arrebato de intolerancia, exclamó:
– ¡Para de respirar! -Le dio un brusco empujón para hacerle cambiar de postura.
– Perdona -murmuró él sin despertarse.
Clodagh envidiaba a su marido por la facilidad con que dormía. Tumbada en el colchón, se quedó escuchando a las gaviotas hasta que Molly trepó también a la cama y le dio un golpe en la cara. Ya era hora de levantarse.
Una apendicectomía de urgencia, pensó con ansia. O un derrame cerebral leve. Nada demasiado grave: solo algo que implicara una larga estancia en un hospital con horas de visita muy restringidas.
Después de ducharse se secó y se puso a hablarle a Dylan, que estaba sentado en el borde de la cama, bostezando.
– No le des Frosties a Craig, lleva toda la semana pidiéndolos, pero luego ni los prueba. Han abierto una guardería nueva al final de la calle, y nos han invitado a ir a verla hoy. No sé si a Molly le irá bien cambiar de guardería, pero la bruja esa le ha cogido tanta manía que quizá sería conveniente…
– Antes hablábamos de otras cosas, aparte de los niños -comentó Dylan.
– ¿De qué cosas? -preguntó Clodagh, poniéndose a la defensiva.
– No lo sé. De cosas. Música, cine, gente conocida…
– ¿Qué esperabas? -repuso ella-. Yo solo me relaciono con niños, no puedo evitarlo. Pero ya que hablamos de intereses personales, me gustaría hacer algunas reformas.
– ¿Reformas? ¿Dónde? -preguntó Dylan con alarma.
– Aquí, en nuestro dormitorio. -Se untó un poco de crema hidratante para el cuerpo y la extendió rápidamente.
– Solo hace un año que cambiamos el dormitorio.
– Qué va. Al menos hace dieciocho meses.
– Pero si…
Clodagh empezó a ponerse la ropa interior.
– Te has dejado un poco de crema aquí. -Dylan estiró el brazo para quitarle un pegote que tenía en la parte trasera del muslo.
– ¡Quita! -le espetó ella apartándole el brazo.
No soportaba el roce de su mano.
– ¿Quieres tranquilizarte? -exclamó Dylan-. ¿Qué demonios te pasa?
Clodagh se sorprendió de su propia reacción. No debería haber hecho aquello. La expresión de Dylan todavía la asustó más: rabia mezclada con dolor.
– Perdona. Es que estoy muy cansada -atinó a decir-. Lo siento. ¿Puedes empezar a vestir a Molly?
Vestir a Molly cuando ella no quería que la vistieran era como intentar meter un pulpo en una bolsa de red.
– ¡No! -gritó la niña, retorciéndose y escurriéndose.
– Échame una mano, Clodagh -gritó Dylan mientras intentaba agarrarle un brazo a la niña y metérselo en la manga de la camiseta.
– ¡Mamiii! ¡Nooo!
Mientras Clodagh sujetaba a Molly, Dylan le hablaba suavemente, con mucha paciencia. Pretendía tranquilizarla diciéndole lo guapa que iba a estar con sus pantalones cortos y su camiseta y lo bonitos que eran aquellos colores.
Cuando logró calzarle los dos zapatos sin que Molly dejara de pegar patadas, Dylan miró a su esposa con expresión triunfante.
– Misión cumplida -dijo-. Gracias.
Cuando Dylan dijo que solo hablaban de los niños, a Clodagh le había entrado pánico. Pero para ser sincera tenía que reconocer que en parte era verdad. Trabajaban juntos, como una pareja de puericultores; eran casi colegas. Y ¿qué mal había en eso?, se preguntó, buscando una justificación. Tenían dos hijos; ¿qué se suponía que tenían que hacer?
En la nueva guardería había mucha gente. La primera persona a la que vio Clodagh fue Deirdre Bullock, cinturón negro de maternidad. Su hija, Solas Bullock, era la niña con más talento del mundo.
– ¡No te lo vas a creer! -exclamó Deirdre-. Solas ya hace frases completas. -Hizo una truculenta pausa y preguntó-: ¿Molly también? -Solas era tres meses más pequeña que Molly.
– No -contestó Clodagh, y añadió-: Molly prefiere comunicarse con nosotros por escrito.
Seguramente la expulsarían del circuito del café de las mañanas, pero valió la pena solo por verle la cara de horror a Deirdre.
El lunes Clodagh tuvo una idea estupenda para mejorar su estado de ánimo: quedar con Ashling para salir por la noche. Irían de juerga como en los viejos tiempos; quizá hasta a una discoteca, y así ella podría estrenar alguna de aquellas fabulosas prendas que se había comprado. Quizá los pantalones orientales y la túnica; pero ¿qué zapatos podía ponerse con aquel conjunto? No tenía ni idea. Se imaginaba que lo adecuado eran unos zapatos con plataforma, pero ¿sería capaz de ponérselos sin sentirse completamente estúpida? Era difícil saberlo, porque hacía mucho tiempo que no se ponía ropa moderna.
Llamó a Ashling al trabajo, muy emocionada.
– Ashling Kennedy -contestó Ashling.
– Hola, soy Clodagh. Oye… -Acababa de acordarse de una cosa-. Tu amigo Ted vino a casa el viernes a recoger su chaqueta.
– Sí, ya me lo ha dicho.
– Es muy simpático, ¿no? Siempre me había parecido idiota, pero cuando lo conoces un poco ya no lo parece, ¿no?
– Humm.
– Me contó que es cómico de micrófono. Me enseñó sus pósteres.
– Ya.
– Me encantaría verlo actuar. Prometió que me avisaría cuando hiciera otra actuación, pero ¿me tendrás informada?
– Sí, claro.
– Oye, ¿por qué no salimos a tomar algo esta noche? Hasta podríamos ir a bailar. Dylan puede quedarse con los niños.
– No puedo -se disculpó Ashling-. He quedado con Marcus. Mi novio -aclaró.
– ¿Tu qué?
– Mi novio -repitió Ashling con orgullo-. Solo hemos salido un par de veces, pero ayer nos pasamos todo el día en la cama, y hemos quedado esta noche.
Hubo una pausa como si el tiempo se hubiera detenido, y a Clodagh la asaltó una oleada de nostalgia. Recordó perfectamente la euforia de las primeras fases del amor, y ese recuerdo le produjo una nostalgia inexplicable.
– ¿No puedes cancelar la cita? -tanteó.
– No. Le dije que le ayudaría a preparar su número. Él también es cómico de…
– ¿Otro cómico?
– Sí, y quiere ensayar conmigo unos números nuevos.
– ¿Y mañana por la noche?
– Tengo clase de salsa.
– ¿Y el miércoles?
– He de ir a la inauguración de un restaurante.
– Qué suerte tienes.
Clodagh sabía ver la diferencia entre ir a la inauguración de una guardería e ir a la inauguración de un restaurante.
– ¿Cómo está Dylan?
Clodagh chascó la lengua con desdén.
– Trabaja día y noche. El jueves duerme fuera otra vez. Tiene que ir a una de esas malditas conferencias. ¿Vendrás a casa? Podríamos comer algo y beber un poco de vino.
– De acuerdo. Como en los viejos tiempos.
– Sí, hija, sí. Por lo visto estoy condenada a quedarme en casa. Pero ¿te acordarás de avisarme la próxima vez que actúe Ted?