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– ¿A quién le toca ir a buscar hoy la comida? -preguntó Lisa.

– A mí -contestó Trix rápidamente.

A Trix le encantaba ir a buscar la comida, no porque quisiera serle útil a sus colegas, sino porque de ese modo la hora de la comida se convertía en dos horas. Tardaba cuatro minutos en llegar a la tienda de bocadillos, y otros seis en encargarlos, pagarlos y recogerlos. Lo cual le dejaba cuarenta y cinco minutos para pasearse por las tiendas de Temple Bar antes de volver a la oficina echando pestes de la larga cola de indecisos que había en la tienda, de los gilipollas de los empleados que no sabían distinguir entre el pollo y el aguacate, del individuo que había sufrido un infarto y al que Trix había tenido que aflojar la corbata y hacer compañía mientras esperaban la ambulancia…

Pese a que todos estaban desbordados de trabajo, pues solo faltaba un mes para la aparición del primer número de Colleen, aguardaban con interés las excusas de Trix, cada vez más extravagantes.

A continuación, Trix se sentaba y pasaba quince minutos comiéndose el bocadillo, antes de mirar el reloj y anunciar: «La una y cincuenta y siete. Me voy a comer. Nos vemos a las dos cincuenta y siete».

– Hoy me gustaría comer algo diferente -le dijo Lisa a Trix.

– Ah, un Burger King -dijo Trix sin dudarlo.

– No.

– ¿No?

– Hay otras cosas además de los bocadillos y las hamburguesas.

Trix se quedó mirándola, perpleja.

– ¿Qué quieres? ¿Fruta? -Arrugó la frente, exageradamente maquillada, componiendo un gesto de confusión. Sabía que a veces Lisa comía manzanas, uva y esas cosas. Trix jamás comía fruta. Se enorgullecía mucho de ello.

– No. Me apetece sushi.

Aquella sugerencia le produjo a Trix tanto asco que por un momento se quedó sin habla.

– ¿Sushi? -logró decir al fin, horrorizada-. ¿Pescado crudo?

Aquel fin de semana, Lisa había leído que en Dublín se había inaugurado un restaurante japonés, y quería probarlo con la esperanza de que aquella novedad la ayudara a superar la depresión causada por su encuentro con Oliver. Aunque también pensó que el espectáculo cómico del sábado por la noche la ayudaría a mejorar su estado de ánimo, y no lo había mejorado pese a que Jack había ido también y había pasado gran parte de la velada hablando con ella (el resto lo pasó hablando con aquella pelmaza, de Clodagh).

– Creía que te gustaba el pescado -comentó Lisa.

– ¿Cuántas veces tendré que deciros que cuando voy en la furgoneta no hay ni un solo pescado?

– Mira, te he dibujado un plano -dijo Lisa-. Solo tienes que pedir una caja bento.

– ¿Una caja bento? ¿Me tomas el pelo, o qué? -refunfuñó Trix, que no quería hacer el ridículo.

– No, así es como preparan el sushi para llevar. Los del restaurante ya lo entenderán.

– Una caja bento -repitió Trix con desconfianza.

– ¿Quién ha pedido una caja bento? -preguntó Jack, que en ese momento había aparecido en la oficina.

– Lisa -dijo Trix quejumbrosamente, al tiempo que Lisa decía:

– Yo.

Entonces Trix acusó delante de todos a Lisa, diciendo que la obligaba a comprar y transportar pescado crudo, y que de solo pensarlo le daban ganas de vomitar.

– Si quieres puede ir otro a buscar la comida -propuso Jack con gentileza.

– No; da lo mismo -se apresuró a decir Trix, malhumorada.

Y entonces, para sorpresa de todos, Jack dijo:

– Toma, trae otra para mí.

Lisa, boquiabierta, vio cómo Jack buscaba el dinero en el bolsillo de su pantalón, con el hombro pegado a la barbilla. Lisa habría jurado que él era de esos hombres que solo comen carne y verdura, de esos que dicen: «Si no puedo pronunciarlo, no me lo como». Pero Jack había vivido en Estados Unidos, así que…

Jack se sacó un ticket de aparcamiento del bolsillo y lo miró con tristeza.

– Esto no sirve.

Inició de nuevo la búsqueda, y esta vez encontró un billete de cinco libras que había visto tiempos mejores, y se lo dio a Trix.

– No sé si lo aceptarán -protestó esta-. ¿Qué le has hecho? Parece que venga de alguna guerra.

– Debe de ser el que metí en la lavadora -explicó Jack-. Me lo dejé en el bolsillo de una camisa.

Trix estaba indignada. ¿Cómo podía alguien dejarse un billete de cinco libras en el bolsillo de la camisa? Ella sabía exactamente cuánto dinero llevaba en todo momento, hasta el último penique. El dinero era demasiado valioso como para írselo dejando por ahí.

Jack volvió a su despacho, y entonces llegó Kelvin. Venía de una reunión de prensa.

– ¿Sabéis qué? -dijo jadeando.

– ¿Qué?

– Jack y Mai han roto.

– Menuda novedad, Sherlock -dijo Trix con mordacidad.

– No, no. Esta vez va en serio. No se trata de una ruptura tipo ¿Quién teme a Virginia Wolf? Han roto de verdad. Hace más de una semana que no se ven, y se han acabado las peleas.

– ¿Cómo lo sabes?

– Pues… es que este fin de semana…, coincidí con Mai en el Globe. Creedme -insistió mirando a sus colegas-, lo han dejado.

– ¿De qué vas? -se burló Trix-. ¿Pretendes impresionarnos haciéndonos creer que te has acostado con ella? Me das pena, tío.

– No, yo no… Bueno, de acuerdo. Me has pillado. Pero os digo que han cortado.

– ¿Por qué? -preguntó Ashling.

Kelvin se encogió de hombros y dijo:

– Tenía que pasar.

A Lisa le impresionó la transformación que aquella noticia produjo en ella. De pronto la situación ya no parecía tan desesperada. Jack estaba disponible, y ella sabía que tenía posibilidades. Jack siempre la había encontrado atractiva, pero algo había cambiado aquel día de la semana anterior en que Lisa lloró en el despacho de él. La vulnerabilidad de ella y la ternura de él los habían acercado el uno al otro.

Y se dio cuenta de otra cosa: Jack le gustaba. No como cuando llegó a Dublín, con aquella actitud insensible y agresiva de quien está seguro de conseguir siempre lo que quiere. Entonces le gustaron su físico y su trabajo, y perseguirlo había sido simplemente un proyecto para hacerle olvidar lo desgraciada que se sentía.

Cuando Jack salió de su despacho para hacer unas fotocopias, ella se le acercó sigilosamente y, mirándolo de reojo, dijo:

– No lo habría dicho jamás.

– ¿Qué cosa?

– Que fueras un socialista aficionado al sushi -bromeó Lisa, y se apartó el pelo de la cara.

A Jack se le dilataron las pupilas, y al instante sus ojos se volvieron casi completamente negros. La mirada que le lanzó a Lisa echaba chispas.


Cincuenta minutos más tarde Trix entró de nuevo en la oficina con la bolsa del sushi colgada de su dedo meñique, manteniéndola tan alejada de su cuerpo como podía.

– ¿Qué te ha pasado hoy? -preguntó Jack-. ¿Te han tomado como rehén en el atraco a un banco? ¿Te han abducido los extraterrestres?

– No -contestó Trix-. He tenido que pararme en O'Neill's para vomitar. Toma. -Le acercó la bolsa a Lisa, por no decir que se la tiró, y luego se alejó cuanto pudo de ella-. Puaj -dijo estremeciéndose.

Lisa estaba deseando que Jack le propusiera comerse el sushi en su despacho, a puerta cerrada. Tenía unas ambiciosas fantasías en las que se daban de comer el uno al otro, compartiendo algo más que el pescado crudo. Pero Jack acercó una silla a la mesa de Lisa y, con sus grandes manos, extrajo los palillos, las servilletas y las bolsas de plástico de la bolsa de papel. Colocó una caja bento delante de Lisa y levantó la tapa de plástico, exhibiendo las pulcras hileras de sushi con un ademán elegante.

– Su comida, señora -dijo.

Ella no pudo identificar con exactitud las emociones generadas por la actitud de Jack: cuando intentaba ponerles nombre, salían disparadas. Pero eran buenas: se sentía segura, especial, en un círculo de complicidad. Observada por el resto del personal de la oficina. Lisa y Jack se comieron el sushi como verdaderos adultos.

Ashling estaba particularmente consternada, pero no podía dejar de mirarlos, de reojo, como cuando la gente mira un espantoso accidente de tráfico, haciendo muecas de dolor como si estuviera viendo algo que preferiría no ver.

Según pudo discernir, no se trataba solo de pescado crudo. Eran unos diminutos paquetitos de arroz con el pescado crudo en el centro, e iban acompañados de un complicado ritual. Había que disolver una pasta verde en una salsa que parecía de soja, y a continuación había que mojar la parte inferior del sushi en la salsa. Fascinada, Ashling contempló cómo Jack, con sus palillos, levantaba delicadamente una fina rodaja rosa, casi transparente, y la colocaba con manos expertas sobre un reluciente paquetito de arroz y pescado.

Las palabras le salieron antes de que Ashling pudiera impedirlo:

– ¿Qué es eso?

– Jengibre escabechado.

– ¿Por qué lo pones?

– Porque está bueno.

Ashling, intrigada, siguió mirando un rato más y preguntó:

– ¿Qué tal está? ¿Bueno?

– Delicioso. Tienes lo sabroso del jengibre, lo picante del wasabi, que es eso verde, y lo dulce del pescado -explicó Jack-. Es un sabor incomparable, pero adictivo.

Ashling se moría de curiosidad. Por una parte estaba deseando probarlo, pero por otra… francamente, lo del pescado crudo… ¡Crudo! ¡Pescado crudo!

– Prueba esto. Jack le tendió los palillos, con los que sujetaba el sushi que acababa de preparar.

Ashling se apartó bruscamente y se ruborizó.

– No, gracias.

– ¿Por qué no? -Jack la miraba, risueño, con sus negros ojos. Otra vez.

– Porque está crudo.

– ¿No comes salmón ahumado? -le preguntó Jack sin ocultar su regocijo.

– Yo no -terció Trix, testaruda, desde el otro extremo de la oficina, donde se había refugiado-. Antes me clavaría agujas en los ojos.

– Es tu última oportunidad. ¿Seguro que no quieres probarlo? -insistió Jack sin apartar los ojos de los de Ashling.

Ella negó con la cabeza fríamente y siguió comiéndose su bocadillo de jamón y queso, que a pesar de producirle alivio la hizo sentir en desventaja.

Lisa se alegró de que Ashling no hubiera aceptado la invitación de Jack. Estaba disfrutando de aquella intimidad con él, y además se sentía impresionada por la habilidad con que Jack manejaba los palillos. Con pericia y elegancia, como si lo hubiera hecho toda la vida. Podías llevarlo a Nobu y no te pondría en evidencia pidiendo cuchillo y tenedor. Lisa tampoco se las apañaba mal con los palillos. Era de esperar. Había pasado muchas noches entrenándose en casa, mientras Oliver se reía de ella.

«¿A quién pretendes impresionar, nena?»

Al pensar en Oliver volvió a inundarla la tristeza, pero ya se le pasaría. Jack la ayudaría.

– Te cambio el sushi de anguila por un California maki -dijo Lisa.

– ¿Qué pasa? El de anguila te da un poco de asco, ¿no? -preguntó él.

Lisa lo negó, pero acabó admitiéndolo con una sonrisa. -Sí, un poco.

Como era de esperar, Jack se comió de buen grado el sushi de anguila de Lisa. La anguila cruda era demasiado, incluso para una chica sofisticada como ella. Pero los hombres eran diferentes: ellos eran capaces de tragarse cualquier cosa, cuanto más asquerosa mejor. Conejo, emú, caimán, canguro…

– Esto tenemos que repetirlo -propuso Lisa.

– Sí-. Jack se recostó en el respaldo de la silla y asintió pensativamente-. Tenemos que repetirlo.

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