El martes por la noche Ashling fue a su clase de salsa. Como la vez anterior, las mujeres superaban en número a los hombres, y a Ashling le tocó bailar con otra mujer, que le preguntó si iba allí a menudo.
– No, es mi primera clase -le explicó Ashling.
– Ah, bueno. De todos modos, ¿verdad que es genial tener un hobby?
Terminada la clase, Ashling, sudorosa y con las mejillas sonrosadas, se fue corriendo a su casa para ver si había algún mensaje en el contestador, pero en cuanto abrió la puerta vio la luz roja inmóvil. Bueno, todavía quedaba el miércoles: no estaba todo perdido.
Mientras hurgaba en los armarios de la cocina buscando algo para comer, la asaltó la posibilidad de que Marcus hubiera perdido su número de teléfono. Pero no. Se había guardado el papelito en el bolsillo y había dicho que lo guardaría como si fuera un tesoro. Además, era la segunda vez que Ashling le daba su número, lo cual reducía las probabilidades de que Marcus lo perdiera.
Contempló su botín: media bolsa de tortillas mexicanas, un poco blandas; un tarro de aceitunas negras; cuatro Hobnobs, también un poco blandas; una lata abollada de piña; ocho rebanadas de pan duro. No era gran cosa. Mañana tendría que ir al supermercado.
Le apetecía comer algo caliente, así que metió dos rebanadas de pan duro en la tostadora. Mientras esperaba, sintió un arrebato de frustración respecto a Marcus. Por haber abierto un hueco en su vida por donde se había colado la esperanza. Estaba mucho mejor antes de que él empezara a molestarla.
De todos modos, ¿por qué le molestaba? Ahora que lo había visto actuar, la opinión que tenía de él había cambiado. En lugar de ser un hombre al que ni se le ocurriría acercarse, Marcus Valentina era un bien deseable, y Ashling no estaba segura de si ella se lo merecía.
Cuando se estaba comiendo la primera tostada sonó el teléfono, y a Ashling se le disparó la adrenalina. Se limpió las migas y la mantequilla de los labios, cruzó el salón y descolgó el auricular.
– ¿Diga? -dijo intentando disimular la emoción; pero esta desapareció inmediatamente-. Ah, hola, Clodagh.
– ¿Estás en casa?
– ¿A ti qué te parece?
– Lo siento. Lo que quiero decir es si puedo pasar a verte un momento.
Oh, no. El estado de ánimo de Ashling tocó fondo. Aquello no presagiaba nada bueno. Anuló inmediatamente sus planes de telefonear a sus padres, porque la capacidad de aguante no le daba para tanto.
– Sí, claro. Ven cuando quieras -dijo Ashling-. Esta noche no salgo.
– Voy un momento a casa de Ashling -le dijo Clodagh a Dylan, que estaba viendo la televisión en el salón a medio empapelar.
– Ah, ¿sí? -dijo él, sorprendido.
Aquello se apartaba de lo normal, pues Clodagh nunca salía por las noches. A menos que salieran juntos. Pero antes de que pudiera preguntarle nada más, ella ya había cerrado la puerta de un portazo y salía del jardín en su Nissan Micra.
– Necesito hablar contigo -anunció Clodagh en cuanto Ashling le abrió la puerta del piso.
– Ya lo he visto -repuso Ashling en tono sombrío.
– Y necesito que me hagas un favor.
– Haré lo que pueda.
– Oye, ¿sabes que hay un mendigo sentado en el portal de tu casa? -dijo Clodagh, cambiando inesperadamente de tema-. ¡Y me ha saludado!
– Debe de ser Boo -dijo Ashling despreocupadamente-. ¿Uno joven, moreno y risueño?
– Sí, pero… -Clodagh se interrumpió a media frase-. ¿Lo conoces?
– No mucho, pero… bueno, a veces charlamos un poco.
– ¡Pero si seguramente será drogadicto! Podría atracarte con una jeringuilla. ¿No sabías que lo hacen mucho? O entrar en tu piso.
– Boo no es drogadicto.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque me lo ha dicho.
– ¿Y tú te lo crees?
– Claro que sí -respondió Ashling con irritación-. Además, se ve a la legua. Basta con hablar un rato con alguien para saber si es un borracho o un drogadicto.
– Entonces ¿cómo es que vive en la calle?
– Pues no lo sé -admitió Ashling. No le había parecido educado preguntárselo a Boo-. Pero es muy simpático. Muy normal, francamente. Y si bebiera o se drogara, no se lo echaría en cara, porque vivir en la calle ha de ser espantoso.
Clodagh adelantó el labio inferior en gesto de desaprobación y asombro.
– No entiendo cómo puedes ser tan temeraria. Pero ten cuidado, ¿vale? Bueno, necesito hablar contigo. He tomado una decisión.
– ¿De qué se trata?
¿Va a tomar antidepresivos? ¿Va a dejar a Dylan?
– Ha llegado el momento… -Clodagh se sentó en el sofá, se puso cómoda y repitió-: Ha llegado el momento…
– ¿De qué? -le espetó Ashling con nerviosismo.
– … de que vuelva a trabajar.
Aquello no era lo que Ashling se había imaginado. Ella se había preparado para algo mucho peor.
– ¿Cómo? ¿Tú? ¿Que vas a trabajar?
– ¿Por qué no? -dijo Clodagh, poniéndose a la defensiva.
– Sí, claro, por qué no. Pero ¿qué te ha hecho tomar esa decisión?
– Pues mira, llevo tiempo dándole vueltas al asunto. Creo que no es saludable que dedique todas mis energías a mis hijos. -Aunque no quisiera confesarlo, Clodagh sospechaba que de ahí surgían todos aquellos terribles e incómodos sentimientos de insatisfacción-. Necesito salir un poco de casa, relacionarme con adultos…
– Y ¿es de eso de lo único que querías hablar conmigo? -Ashling quería asegurarse.
– ¿De qué otra cosa iba a querer hablar? -replicó Clodagh, sorprendida.
– De nada, de nada. -Le entraron ganas de estrangular a Dylan por haberle causado tanta ansiedad cuando era evidente que lo único que le pasaba a Clodagh era que se moría de aburrimiento-. Y ¿en qué tipo de trabajo has pensado?
– Todavía no lo sé. La verdad es que no me importa. Cualquier cosa… Aunque -añadió, un tanto arrepentida-, sea lo que sea, no me resultará fácil recibir órdenes de otras personas. De otras personas que no sean mis hijos, claro está.
Mientras Ashling recomponía su estado anímico ante aquel inesperado giro de los acontecimientos, Clodagh se quedó pensativa. Había leído infinidad de libros sobre amas de casa que habían montado su propio negocio. Aprovechaban su excepcional habilidad para hacer pasteles para crear una industria pastelera, por ejemplo. O montaban un gimnasio para mujeres. O convertían su afición a la cerámica en una próspera empresa con al menos siete u ocho empleados. Tal como ellas lo contaban, parecía sencillísimo. Los bancos les prestaban el dinero, las cuñadas se ocupaban de sus hijos, los vecinos convertían el garaje en un cuartel general, y todo el mundo colaboraba. Cuando la cafetería se llenaba, todo el mundo iba a echar una mano: los clientes, el cartero, los inocentes transeúntes e incluso alguien con quien la heroína se había peleado recientemente (lo que solía señalar el final de la discusión).
Y, por si fuera poco, aquellas emprendedoras mujeres de ficción siempre acababan ligando.
«Pero tú ya tienes a tu marido…», se recordaba Clodagh.
Sí, pero…
¿Y si ella también montaba su propio negocio? ¿Qué tipo de negocio podía montar?
Ninguno, para ser sinceros. Clodagh dudaba mucho que alguien estuviera dispuesto a pagar por algo que ella hubiera cocinado. De hecho, a Craig y Molly casi tenía que pagarles para que se comieran lo que les ponía en la mesa. No se imaginaba a la gente apoquinando el dinero que tanto les costaba ganar para comerse unos cuantos Petit Filous o un tarro de fideos calentados en el microondas en su restaurante (por mucho que ofreciera un servicio de enfriado gratuito soplando en los platos antes de servirlos, o que a los clientes les estuviera permitido embardurnarse el pelo con las sobras).
En cuanto a los trabajos manuales, prefería parir que hacer cerámica. Y tampoco tenía ni idea de qué había que hacer para montar un gimnasio.
No, todo indicaba que lo más adecuado para que Clodagh se ganara la vida era una vía más tradicional. Y aquí era donde entraba Ashling.
– ¿Podrías redactarme un currículum? -le preguntó Clodagh-. Oye, y no quiero que Dylan lo sepa. Al menos de momento; podría herirle el orgullo. Él tiene muy asumido que es el sostén de la familia, no sé si me entiendes.
Ashling no estaba del todo convencida, pero decidió apoyar a su amiga.
– Vale.¿Qué hobbies quieres que ponga en el currículum? ¿Ala delta? ¿Sadomasoquismo?
– Rafting en aguas rápidas -dijo Clodagh con una risita-. Y sacrificios humanos.
– Y… ¿seguro que estás bien? -Ashling necesitaba que se lo confirmara.
– Sí, ahora sí. Pero la verdad es que últimamente he estado un poco baja de moral. Estaba empezando a preocuparme.
Ashling concluyó que, al fin y al cabo, quizá Dylan no iba del todo mal encaminado. Quizá, verdaderamente, tenía motivos para estar preocupado por su esposa.
– Ahora ya sé qué tengo que hacer -prosiguió Clodagh, muy animada-, y todo se va a arreglar. ¡Oye! -Había recordado algo de repente-. Dylan me ha dicho que vas a quedarte con los niños el sábado por la noche.
Por lo visto, la operación «Animar a Clodagh» seguía en marcha.
– Iremos a cenar a L'Oeuf -explicó Clodagh, encantada-. Hace siglos que no salgo.
– Por cierto, ¿te importaría que Ted viniera conmigo el sábado? -preguntó Ashling con la esperanza de que su amiga se lo prohibiera rotundamente.
– ¿Ted? ¿Ese bajito y moreno? -Clodagh se lo pensó un momento y dijo-: Vale, ¿por qué no? Parece inofensivo.