29

El sábado por la noche, a las siete menos cuarto, Ashling y Ted llegaron en la bicicleta de Ted a casa de Dylan y Clodagh para cuidar a los niños.

– ¿Es de propiedad? -preguntó Ted, admirado, contemplando la casa de ladrillo rojo.

– Es bonita, ¿verdad? -Ashling fue hacia la puerta y pulsó el timbre.

– Supongo que no tendremos que cambiar pañales -comentó Ted, acongojado.

– No, ya son mayores. Solo tendremos que jugar con ellos, distraerlos un poco.

– Bueno, eso no será difícil. -Ted carraspeó y se alisó el pelo con afectación-. ¡Ted Mullins, el hombre más gracioso de Dublín, se presenta, señor!

– Me temo que son demasiado pequeños para tu humor irónico y posmoderno -aclaró Ashling, afligida-. Creo que preferirían el cuento de los tres cerditos.

– Eso está por ver -la corrigió Ted-. La gente subestima la inteligencia de los niños. ¿Toco el timbre otra vez?

Tardaron un rato en abrirles. Dylan apareció con los brazos cubiertos de espuma y la camiseta mojada, pegada al pecho.

– ¿Qué tal? -los saludó. Parecía distraído. Entonces Ashling y Ted oyeron los gritos procedentes del piso de arriba-. Estoy bañando a Craig -explicó Dylan.

– No parece que le guste mucho.

– Lo peor está por llegar. Todavía tengo que aclararle el pelo. -Dylan hizo una mueca de dolor-. Parece que lo estén quemando vivo, pero no os asustéis… Será mejor que vaya con él. -Empezó a subir la escalera y añadió-: Clodagh está en la cocina.

Clodagh estaba sentada a la mesa, desesperada, intentando que Molly comiese algo. Cualquier cosa que no fuera una galleta, una patata frita de bolsa o un caramelo. Molly llevaba un par de semanas haciendo huelga de hambre, solo para fastidiar.

Ashling le dio a Clodagh una carpeta con diez copias de su currículum.

– ¿Qué…? Ah, sí, gracias. -Con un fluido movimiento, Clodagh guardó la carpeta bajo un montón de libros infantiles que había esparcidos por la mesa.

– ¿Por qué no vas a arreglarte? -dijo Ashling al ver que Clodagh todavía iba en vaqueros y camiseta-. El taxi no tardará en llegar.

– Solo pretendía que comiera algo…

– ¿Por qué no me dejas probar a mí? -se ofreció Ted galantemente.

Pero Molly reaccionó sacando el labio inferior y haciéndolo temblar violentamente.

– Gracias, pero…

Clodagh siguió intentando meterle una cuchara en la boca; Molly tenía pocos dientes pero los cerraba con fuerza. No había manera. Ahora que Molly tenía público, no habría forma de que probara bocado.

– Come un poquito de huevo revuelto, cariño -la animó Clodagh.

– ¿Por qué?

– Porque es bueno para ti.

– ¿Por qué?

– Porque tiene proteínas.

– ¿Por qué?

Además de negarse a comer adecuadamente, Molly había descubierto hacía poco el juego del por qué. Aquella mañana había preguntado por qué veinte veces seguidas. Clodagh le había seguido la corriente movida por una curiosidad fatalista de ver hasta dónde podía llegar su hija, pero se había rendido antes que la niña.

– Llevas el pelo precioso -comentó Ashling acariciando la dorada melena de su amiga.

– Gracias. He ido a la peluquería.

Entonces Ashling se acordó de que Clodagh había cambiado el papel pintado del salón y fue a echar un vistazo.

– ¡Ha quedado precioso! -dijo, entusiasmada, volviendo a la cocina-. Parece otro salón. Tienes mucha vista para los colores.

– Puede ser.

A Clodagh ya no le interesaba tanto la decoración del salón. Ahora que había cambiado el papel pintado, había desaparecido la emoción.

De pronto se oyeron unos gritos espantosos procedentes del piso de arriba, y todos miraron al techo. Dylan le estaba aclarando el pelo a Craig.

– Verdaderamente, es como si lo estuvieran quemando vivo -dijo Ashling riendo-. Pobrecillo.

Al cabo de un rato los gritos se transformaron en sollozos histéricos. Clodagh siguió alimentando a Molly por la fuerza.

– Las niñas guapas tienen que comer si quieren crecer y hacerse fuertes. -Clodagh acercó una vez más la cuchara de huevo revuelto a la boca de su hija.

– ¿Por qué?

– Porque sí.

– ¿Por qué?

– Porque sí.

– ¿Porqué?

– Porque sí.

– ¿Por qué?

– ¡Porque lo digo yo, joder! -Clodagh dejó caer la cuchara en el plato, del que saltaron fragmentos amarillos que se esparcieron por la mesa-. Esto es una pérdida de tiempo Voy a arreglarme.

Cuando Clodagh salía de la cocina, Ted miró a Ashling con los ojos muy abiertos, como diciendo «¡Uf!».

– No es bueno descubrir tu debilidad ante los niños -comentó.

Clodagh asomó la cabeza por la puerta y dijo con un tono acusador:

– Yo también lo pensaba. Espera a tener hijos y verás. Tendrás un montón de normas, pero ninguna funcionará.

Ted no había pretendido criticar a Clodagh; solo había hecho aquel comentario por si su idea de que la educación de los niños tenía que combinar amor y mano dura podía ayudarla. Se sintió incomprendido y muy violento. Para colmo, Molly lo señaló con la cuchara y dijo, jactanciosa:

– Mami te odia.

Clodagh subió la escalera zumbando. Ya no podía darse el largo y relajante baño de aromaterapia que tanto le apetecía. Apenas tuvo tiempo para una ducha rápida antes de pintarse un poco. Luego, solemne, se puso el vestidito rosa y blanco que se había comprado el día que salió de tiendas con Ashling. Desde aquel día había permanecido colgado en el armario, y su impecable estado era un recordatorio de que Clodagh no tenía vida social.

Se miró ansiosa en el espejo. Maldita sea, le iba corto. Mucho más corto de lo que recordaba Y por si fuera poco, era transparente. Se puso una enagua negra para mantener el pudor pero solo consiguió parecer ridícula, así que se la quitó Recordó que estaba de moda enseñar la ropa interior. Más que estar de moda, era obligatorio si pretendías ir bien vestida. Su problema era que llevaba demasiado tiempo poniéndose únicamente vaqueros y camisetas. Así que se calzó unas sandalias de tacón, se dijo que estaba fenomenal y apareció en lo alto de la escalera como una estrella de cine haciendo su entrada en escena.

– ¿Cómo estoy?

Todos se apiñaron abajo, mirando hacia arriba. Hubo una pausa de desconcierto.

– Fabulosa -dijo Ashling, aunque con una décima de segundo de retraso.

Ted se quedó boquiabierto, contemplando con admiración cómo las ejercitadas piernas de Clodagh bajaban por la escalera.

– ¿Qué dices, Dylan? -preguntó Clodagh.

– Fabulosa -repitió él.

Clodagh no estaba convencida. Le había parecido detectar una sombra de duda en los ojos de su marido, pero Dylan era demasiado elegante para expresarla. En cambio Craig estaba libre de esas reticencias.

– Mami, ese vestido es demasiado corto y te veo los calzoncillos.

– No, Craig.

– ¡Sí! -insistió el niño.

– ¡No, Craig! -le corrigió Clodagh-. Puedes verme las bragas. Los chicos llevan calzoncillos y las chicas bragas… Menos Joy, la amiga de Ashling -murmuró por lo bajo, con una malicia surgida de no sabía dónde.

Molly, que estaba ocupada embadurnándose las manos con mermelada de moras, era la única a la que parecía no importarle lo que Clodagh llevara puesto.

– Tú también vas muy bien -le dijo Ashling a Dylan.

Y era verdad: el traje suelto azul marino y la camisa color biscuit le sentaban muy bien.

– Eres un tesoro -dijo Dylan con una sonrisa en los labios.

– Mariquita -oyó entonces Ashling, pero fue un susurro tan leve y tan cargado de desprecio que casi creyó habérselo imaginado. Le pareció que procedía de Ted.

– ¿Nos vamos ya? -preguntó Dylan consultando su reloj.

– Espera un momento. -Clodagh estaba anotando números de teléfono a toda velocidad-. Este es el móvil de Dylan -explicó-. Y este es el número del restaurante, por si el móvil no tiene cobertura…

– No creo que haya ningún problema en el centro de Dublín -terció Dylan.

– … y esta es la dirección del restaurante, por si no pudieras localizarnos por teléfono. No volveremos muy tarde.

– Volved tarde, por favor -dijo Ashling.

Clodagh abrazó fuertemente a Molly y Craig y, sin demasiada convicción, les dijo:

– Portaos bien con Ashling.

– Y con Ted -añadió Ted, y miró a Clodagh frunciendo los labios con lo que pretendía fuese una mueca cariñosa.

– Y con Ted -murmuró Clodagh.

Cuando estaban a punto de marcharse, para desearles buena fortuna, Molly le plantó una mano embadurnada de mermelada de moras a Clodagh en el trasero. Desgraciadamente (o quizá afortunadamente), Clodagh no se dio cuenta.

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