55

Clodagh tenía la impresión de que se estaba viniendo abajo. Pero tenía que vestirse y recoger a Molly en la guardería. De nuevo en casa, volvió a meterse en la cama e intentó retomarlo donde lo había dejado, pero Molly empezó a exigirle que le calentara los fideos en el microondas. Clodagh se levantó, resignada.

De todos modos, aquello no acababa de gustarle, y eso le sorprendió. De niña, cuando veía cómo la madre de Ashling pasaba días acostada, lo encontraba fabuloso, muy disoluto. Sin embargo, en la práctica, tumbarse en la cama y sentir que no podías enfrentarte a la realidad, atormentada por la confusión y el odio hacia sí misma, no era tan divertido como se había imaginado.

Desde las diez de la mañana (¿de aquella mañana, de verdad?), toda su vida se había convertido en una experiencia extracorporal. En cuanto oyó la llave de Dylan en la cerradura comprendió que había llegado la hora de la verdad.

Dejó de dar sacudidas bajo el cuerpo de Marcus y aguzó el oído. «¡Shhh!» Él se apartó de Clodagh con un ágil movimiento, y ambos se quedaron escuchando, paralizados y con ojos como platos, cómo Dylan subía la escalera.

Clodagh habría podido saltar de la cama, ponerse una bata y esconder a Marcus en el armario. De hecho, Marcus intentó escabullirse, pero ella se lo impidió sujetándolo por la muñeca. Luego Clodagh esperó, con aterradora calma, a que se produjera la escena que iba a cambiar su vida.

Llevaba cinco semanas sin dormir, preguntándose cómo acabaría su aventura con Marcus. Vacilaba entre ponerle fin y reanudar la vida normal con Dylan, o soñar con una situación en la que Dylan estaba mágicamente ausente, pero sin que ella le hubiera puesto fin.

Pero mientras oía acercarse los pasos de Dylan por la escalera, Clodagh comprendió que alguien había decidido por ella. De pronto no supo si estaba preparada para lo que se avecinaba.

Se abrió la puerta del dormitorio, y aunque ella sabía que era Dylan, su presencia la dejó sumida en una especie de sopor.

Le impresionó su cara. La expresión de su cara era mucho peor de lo que ella había imaginado. Casi le sorprendió la cantidad de dolor que reflejaba. Y la voz con la que habló no era la voz de Dylan. Le faltaba aliento, como si a Dylan le hubieran pegado un puñetazo en el estómago.

– Ya sé que me arriesgo a que suene como la letra de una canción -dijo él con conmovedora dignidad-, pero ¿cuánto hace que dura esto?

– Dylan…

– ¿ Cuánto?

– Un mes.

Dylan se volvió hacia Marcus, que se tapaba el pecho con la sábana.

– ¿Te importaría marcharte? Quiero hablar un momento con mi esposa.

Marcus salió de la cama tapándose los genitales con las manos, se alejó caminando de lado, como un cangrejo, cogió su ropa y le murmuró a Clodagh:

– Te llamaré más tarde.

Dylan esperó a que saliera de la habitación; luego volvió a mirar a Clodagh y, con voz serena, dijo:

– ¿Por qué? -Aquellas dos palabras contenían cientos de preguntas.

Clodagh buscó las palabras adecuadas.

– La verdad es que no lo sé.

– Dime por qué, por favor. Dime qué no funciona. Podemos arreglarlo. Estoy dispuesto a hacer lo que sea.

¿Qué podía decirle? De pronto tuvo la certeza de que ella no quería arreglarlo. Pero lo mínimo que podía hacer era ser sincera con él.

– Creo que me sentía sola…

– ¿Sola? ¿En qué sentido?

– No lo sé, no sabría explicártelo. Pero me sentía sola y aburrida.

– ¿Aburrida? ¿De mí?

Clodagh vaciló. No podía ser tan cruel con él.

– De todo.

– ¿Quieres que busquemos una solución?

– No lo sé.

Dylan la miró fijamente, y hubo un doloroso silencio.

– Eso significa que no. ¿Estás… enamorada de ese… de él?

Ella asintió con la cabeza.

– Creo que sí.

– De acuerdo.

– ¿De acuerdo qué?

Pero Dylan no contestó. Bajó una bolsa del altillo del armario, la puso encima de la cama y, abriendo y cerrando bruscamente los cajones, empezó a recoger su ropa interior y sus camisas. Clodagh no estaba preparada para aquello.

– Dylan, espera…

Todo estaba pasando demasiado deprisa. Boquiabierta, veía cómo su marido metía corbatas, sus artículos de afeitar y unos cuantos calcetines en la bolsa.

De pronto la bolsa estuvo llena a rebosar, y Dylan cerró la cremallera con un agudo zumbido.

– Volveré más tarde a buscar el resto.

Dylan salió precipitadamente del dormitorio, y después de un segundo de auténtico pánico, Clodagh se puso una bata y corrió escaleras abajo.

– Dylan, todavía te quiero -imploró.

– Entonces ¿qué significa todo esto? -preguntó él girando la cabeza.

– Todavía te quiero -repitió ella con tono más apagado-, pero…

– ¿Ya no estás enamorada de mí? -dijo Dylan, terminando la frase con aspereza.

Clodagh vaciló. Pero tenía que ser sincera.

– Supongo…

– Volveré esta noche para explicarle a mis hijos lo que ha pasado -dijo Dylan, imperturbable-. De momento puedes quedarte aquí.

– ¿De momento? ¿Qué quieres decir?

– Habrá que vender la casa.

– Ah, ¿sí?

– No puedo pagar dos hipotecas. Y si crees que vas a poder seguir viviendo aquí mientras yo me voy a un apestoso cuchitril de Rathmines, estás muy equivocada.

Y dicho esto, se marchó.

Clodagh se quedó aturdida del impacto, de la velocidad con que todo había pasado. Había soñado con ver desaparecer a Dylan de su vida, pero ahora que había sucedido resultaba muy desagradable. Once años borrados en media hora, y Dylan destrozado. ¡Y diciendo que habría que vender la casa! Sí, ella estaba loca por Marcus, pero las cosas no eran tan sencillas.

Demasiado aturdida para llorar y demasiado asustada para lamentarse, se quedó un buen rato sentada en la cocina. Hasta que el timbre de la puerta la devolvió a la realidad. Quizá fuera Marcus.

Pero no. Era Ashling.

Clodagh no la esperaba. No estaba preparada para enfrentarse a ella. Y la inusitada hostilidad de Ashling empeoraba aún más aquella espantosa situación. Clodagh siempre había vivido rodeada de amor, pero de pronto todos la odiaban, incluida ella misma. Era una paria, una indeseable; había violado todas las normas y no se lo iban a perdonar.

No lloró hasta que se marchó Ashling. Entonces se metió de nuevo en la cama, entre las sábanas que todavía olían a sexo. Nunca había lavado tanta ropa de cama como en aquellas cinco últimas semanas. Pues bien, hoy no tendría que hacerlo; ya no había nada que ocultar.

Cogió el teléfono y llamó a Marcus, para que él le recordara que en realidad no habían hecho nada malo. Que estaban enamorados, que no podían evitarlo, que su relación eran perfectamente noble. Pero no lo encontró en el trabajo, y tampoco contestó en el móvil, así que tuvo que apañárselas sola con su angustia.

«Todo es culpa mía -se repetía una y otra vez, como si recitara un mantra-. No pude evitarlo.» Pero el infierno se coló por una fisura, y Clodagh alcanzó a ver la atrocidad que había cometido. Lo que le había hecho a Dylan era imperdonable. Increíble. Temblorosa, se apresuró a coger la primera revista que encontró e intentó olvidarlo todo leyendo un artículo sobre pintura con plantillas. Pero volvió a abrirse aquella fisura, y esta vez fue aún peor. Dylan no era el único al que había tratado como a un perro. También a sus hijos. Y a Ashling.

El corazón le latía muy deprisa; con una mano sudorosa se puso a pulsar los botones del mando a distancia, hasta que encontró a Jerry Springer. Pero ni siquiera él logró distraerla; normalmente, sus invitados parecían personajes de cómic con una vida privada ridículamente enrevesada, pero hoy Clodagh no se sentía diferente de ellos.

Puso Emmerdale, y luego Home and Away, pero no sirvió de nada. Temblaba de impresión por lo que había hecho, y por los estragos que había causado. Entonces recordó que tenía que recoger a Molly en la guardería, y el pánico se apoderó de ella. No podía salir a la calle. No podía.

No soportaba estar sola, pero tampoco soportaba la idea de estar con otras personas, y por un instante se preguntó si se estaría derrumbando. Aquella inaceptable idea la mantuvo paralizada un buen rato; luego hizo un esfuerzo y se levantó de la cama. Derrumbarse era aún más desagradable que enfrentarse al mundo exterior.


Marcus la llamó por la tarde, y, pese a todo, en cuanto oyó su voz Clodagh se alegró profundamente. Estaba locamente enamorada de él; sentía por Marcus algo que hacía años que no sentía por Dylan. Si es que alguna vez lo había sentido. El amor lo vencía todo.

– ¿Cómo estás? -preguntó él, con voz preocupada.

– ¡Muy mal! -dijo ella, entre la risa y el llanto-. Dylan se ha marchado de casa, todo el mundo me odia. Un desastre.

– Tranquila, todo se arreglará -dijo él.

– ¿Me lo prometes?

– Te lo prometo.

– Oye, te he llamado antes pero no contestabas.

– Intentaba pasar desapercibido.

– Ashling lo sabe. Se lo ha dicho Dylan.

– Supuse que lo haría.

– ¿Vas a hablar con ella?

– No creo que tenga sentido hacerlo -dijo él intentando disimular la vergüenza que sentía-. Con quien quiero estar es contigo. ¿Qué voy a decirle a Ashling que ella no sepa ya?

Marcus llevaba cinco semanas justificando su relación con Clodagh diciendo que Ashling lo tenía abandonado. Pero en realidad sus sentimientos eran más complejos. No se creía la suerte que había tenido con Clodagh. Era muy guapa, y sin duda la prefería a Ashling. Pero a Ashling le tenía mucho cariño, y le fastidiaba haberse portado como un cerdo con ella. Nada le apetecía menos que someterse al interrogatorio de Ashling.

Era mejor concentrarse en los aspectos positivos. Con una voz cargada de deseo, preguntó:

– ¿Podemos vernos?

– Dylan va a venir después del trabajo. Para hablar con los niños. Dios mío, no puedo creerlo…

– ¿Y después? Podría quedarme a pasar la noche. Al fin y al cabo, ahora ya no hay nada que temer, ¿no?-.Clodagh se animó un poco.

– Te llamaré cuando se haya marchado.

– De acuerdo. Llámame a casa. Espera a oír tres timbrazos, cuelga y vuelve a llamar. Así sabré que eres tú.


Dylan llegó después del trabajo. Estaba distinto. Ya no se lo veía tan dolido, sino más enfadado.

– Estabas deseando que te descubriera, ¿verdad?

– ¡No! -¿O sí?

– Ya lo creo que sí. Últimamente te comportabas de una forma muy extraña.

«Quizá tengas razón», admitió Clodagh.

– ¿Te han visto los niños en la cama con ese gilipollas?

– No, claro que no.

– Bueno, pues más vale así. Suponiendo que quieras seguir viéndolos.

– ¿Qué quieres decir?

– Voy a pedir la custodia de los niños. No podrás impedirlo. Dadas las circunstancias -añadió con crueldad.

Las palabras de Dylan y su dura expresión le hicieron comprender la gravedad de la situación. No estaba familiarizada con aquella faceta de Dylan.

– Por Dios, Dylan -dijo sin poder contenerse-, ¿cómo puedes ser tan…? -Se interrumpió antes de llamarlo «cabrón». Y ¿por qué no lo era, por cierto? De ese modo, todo habría resultado más fácil.

A Dylan parecía divertirle la frustración de Clodagh.

Ella recordó que su marido era un hombre de negocios. Y muy bueno en eso. Un hombre implacable, despiadado. Quizá no fuera a tumbarse boca arriba y hacerse el muerto solo porque eso era lo que ella quería. Dylan siempre la había tratado con cariño y amor, y por eso a Clodagh le costaba acostumbrarse a aquel brusco cambio de actitud, aunque la responsable fuera ella.

– Pediré la custodia y me la darán -repitió Dylan.

– De acuerdo -convino ella humildemente. Pero aunque su expresión era de sumisión, pensaba: «No se va a llevar a mis hijos. De eso nada».

– Bueno, voy a hablar con ellos.

Dylan entró en la habitación donde Craig y Molly estaban viendo la televisión. Era evidente que los niños habían notado que pasaba algo, porque habían estado extrañamente apagados toda la tarde.

Al salir, dijo fríamente:

– Solo les he dicho que he de ausentarme unos días. Necesito tiempo para pensar en la mejor forma de enfocar este asunto a largo plazo. -Se frotó los labios con la mano y de pronto Clodagh lo vio completamente exhausto.

Con todo, la compasión que sentía por él se desvaneció cuando Dylan añadió:

– Podría decirles que su madre es una adúltera y que lo ha estropeado todo, pero eso les haría más mal que bien, según me han dicho. Bueno, me voy. Estoy en casa de mis padres. Llámame…

– Te llamaré…

– … si los niños necesitan algo.

Clodagh se quedó mirando cómo los abrazaba fuertemente, con los ojos cerrados. Qué duro estaba resultando todo. Ayer a estas horas reinaba la más absoluta normalidad. Clodagh había hecho stir fry para cenar y Craig lo había escupido todo en el plato, había visto Coronation Street, había conseguido que Dylan cambiara una bombilla, Molly había manchado la pared de su dormitorio con manteca de cacahuete. Retrospectivamente, parecía una época dorada, donde no existían el dolor ni la preocupación. ¿Quién habría podido imaginar que de la noche a la mañana sus vidas iban a experimentar un cambio tan drástico y verse envueltas en semejante amargura?

– Adiós.

Dylan salió y cerró la puerta. Clodagh le había visto hacer la bolsa; él le había dicho que se marchaba, pero aun así ella no había podido imaginárselo hasta que le fue presentado como un hecho consumado.

«No puede ser -pensó, plantada en el recibidor-. No me creo que esto esté pasando.»

Se dio la vuelta y vio que Craig y Molly la miraban en silencio. Avergonzada, esquivó sus inquisitivas miradas y fue hacia el teléfono.

El teléfono de Marcus sonó largo rato, hasta que salió el contestador automático. ¿Dónde podía estar? Entonces recordó que él le había pedido que llamara una vez, colgara y volviera a llamar. Lo hizo a regañadientes; aquello le hacía sentirse como una delincuente.

Clodagh marcó por segunda vez, y Marcus contestó sin demora; al instante su dolor se redujo y lo sustituyó una sensación de aturdimiento y emoción.

– ¿Ya se ha marchado tu marido? -preguntó él.

– Sí…

– Vale. Voy para allá.

– ¡No, espera!

– ¿Qué pasa?

– Me encantaría verte, pero esta noche no. Es demasiado pronto. No quiero confundir a los niños. Verás, Dylan me ha dicho cosas horribles, como que se va a ocupar de que no me den la custodia.

Hubo un silencio, y a continuación Marcus le preguntó en voz baja:

– ¿No quieres verme?

– ¡Es lo único que deseo, Marcus! Ya lo sabes. Pero creo que será mejor que lo dejemos para mañana. Oye, supongo que estarás molesto por haberte visto envuelto en esto -añadió con una risita llorosa.

– No seas tonta -repuso él, tal como ella había imaginado.

– Ven mañana por la tarde -propuso ella tímidamente-. Quiero presentarte a un par de personitas.


Al día siguiente, por la tarde, Marcus se presentó con una Barbie para Molly y un gran camión rojo para Craig. Pese a los regalos, los niños lo recibieron con recelo. Ambos intuían que la seguridad de su mundo peligraba, y aquel desconocido los inquietaba aún más. Para combatir su resistencia, Marcus jugó con ellos con paciencia: le cepilló solemnemente el pelo a la Barbie y le lanzó el camión a Craig cientos de veces. Fueron necesarias una hora de dedicación exclusiva y una bolsa de Percy Pigs para que Molly y Craig empezaran a comportarse con naturalidad.

Clodagh, ansiosa, los observaba sin apenas atreverse a respirar. Quizá todo aquello fuera para mejor. Quizá todo acabaría saliendo bien. Se puso a imaginarse el futuro. A lo mejor Marcus podía irse a vivir allí con ella; él podía pagar la hipoteca, ella conseguiría la custodia de los niños, se descubriría que Dylan era un pedófilo o un traficante de drogas, y todo el mundo lo odiaría y a ella la perdonarían…

Aprovechando que Craig y Molly estaban distraídos, Marcus la acarició suavemente y le preguntó:

– ¿Cómo estás? ¿Un poco más animada?

– Todos nos odian -dijo ella, llorosa-. Pero al menos nos tenemos el uno al otro.

– Exacto. ¿Cuándo podremos meternos en la cama? -murmuró él deslizando una mano por debajo de su camiseta y tocándole el pecho que quedaba más alejado de los niños. Le pellizcó el pezón y ella se excitó.

– ¡Mamiii! -gritó Craig; se puso en pie e intentó apartar a Marcus de su madre. A continuación lanzó con todas sus fuerzas el camión rojo, que se estrelló muy cerca del testículo izquierdo de Marcus. No le acertó de pleno, pero fue suficiente para que Marcus sintiera un torbellino de náuseas.

– Tendrás que aprender a compartirme, cariño -dijo Clodagh con voz dulce.

– ¡No quiero compartirte!

Tras una incómoda pausa, Clodagh aclaró:

– Marcus, en realidad se lo decía a Craig.

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