59

El lunes por la mañana Monica acompañó a Ashling al trabajo. «¡Ánimo! ¡Tú puedes hacerlo!» Era como el primer día de colegio. Ashling traspuso las puertas del edificio y, una vez dentro, giró la cabeza; su madre, desde la calle, gesticuló: «¡Adelante!». Ashling fue hacia el ascensor de mala gana.

Cuando se sentó en su mesa todos la miraron de manera rara, y luego empezaron a tratarla con exagerada simpatía.

– ¿Te apetece una taza de té? -le preguntó Trix, solícita.

– No te pases, Trix -contestó Ashling, e intentó concentrarse en los papeles de su mesa. Al cabo de un momento levantó la cabeza y vio que Trix sacudía la cabeza y le decía, moviendo solo los labios, a la señora Morley: «No quiere té».

Poco después Jack irrumpió en la oficina con un montón de documentos bajo el brazo. Parecía estresado y malhumorado, pero al ver a Ashling aminoró el paso y se relajó un tanto.

– ¿Cómo te encuentras? -le preguntó amablemente.

– Pues mira, he conseguido levantarme de la cama -respondió. Pero la rigidez de su semblante indicaba que tampoco estaba muy contenta-. Oye, el día que viniste a verme… Gracias por el sushi. Y perdona que estuviera un poco susceptible.

– No pasa nada. ¿Cómo va el Weltschmerz?

– Muy bien, gracias.

Jack asintió con toda su buena intención.

– Será mejor que me ponga a trabajar -dijo Ashling.

– Esta tristeza que sientes… -dijo entonces Jack- ¿es indefinida o toma alguna forma determinada?

Ashling reflexionó y dijo:

– Creo que toma una forma determinada. Conozco a un mendigo, Boo… El de las fotos, ¿recuerdas? Él me ha descubierto el mundo de la mendicidad, y eso me parte el alma.

Tras un silencio, Jack dijo, pensativo:

– Oye, a lo mejor podemos ofrecerle trabajo. Podríamos colocarlo de mensajero en la televisión.

– No puedes ofrecerle trabajo a una persona a la que ni siquiera conoces.

– Yo conozco a Boo.

– ¿Qué dices?

– El otro día me lo encontré en la calle. Lo reconocí por las fotografías y estuvimos un rato charlando. Quería darle las gracias, porque esas fotografías han ayudado mucho al lanzamiento de Colleen. Lo encontré muy listo, muy entusiasta.

– Oh, sí, lo es. Le interesan todo tipo de… Espera un momento. ¿Lo dices en serio?

– Pues claro. ¿Por qué no? Es evidente que estamos en deuda con él. Ya ves la cantidad de publicidad que hemos conseguido gracias a esas fotografías.

Ashling se animó un poco, pero poco después volvió a hundirse rápidamente.

– Pero ¿y los otros mendigos? Los que no aparecen en esas fotografías.

– No puedo ofrecerles trabajo a todos -admitió Jack con una triste sonrisa.

Entonces la puerta de la oficina se abrió con estrépito y entró un joven muy atildado y jovial.

– ¡Hola, chicos! -exclamó.

– ¿Quién es ese? -preguntó Ashling repasando el atuendo del recién llegado: cabello con mechas rubias, pantalones tipo sastre color magenta, camiseta transparente y una diminuta cazadora de piel que en ese momento se estaba quitando.

– Es Robbie, el sustituto de Mercedes -le explicó Jack-. Empezó el jueves. ¡Robbie! Ven, que quiero presentarte a Ashling.

Haciendo una floritura, Robbie se llevó una mano al semidesnudo pecho y, fingiendo sorpresa, preguntó:

– Moi?

– Me parece que es gay -dijo Kelvin en voz baja.

– No me digas, Sherlock Holmes -dijo Trix con sarcasmo.

Robbie le estrechó solemnemente la mano a Ashling; luego soltó un grito ahogado y se abalanzó sobre su bolso.

– ¡Qué Gucci! Creo que tengo un momento fashion.


Aunque no se lo esperaba, Ashling pudo trabajar. Hay que reconocer que no le dieron nada remotamente difícil. Y lo que desde luego no apareció en su mesa para que lo corrigiera, revisara o entrara en el ordenador fue el artículo mensual de Marcus Valentine.

Al final de la jornada, su madre la recogió en la oficina, y cuando llegaron a casa la dejó meterse directamente en la cama.

El martes por la mañana, tras muchos zarandeos y muchas palabras de ánimo maternales, Ashling consiguió levantarse y volver al trabajo. Lo mismo ocurrió el miércoles por la mañana. Y el jueves.

El viernes Monica regresó a Cork.

– Tengo que volver. No quiero ni pensar los desastres que puede haber hecho tu padre en la casa en mi ausencia. Sigue tomándote las pastillas, aunque te produzcan mareo. Y busca algún sitio donde puedas hacer terapia. Ya lo verás, te pondrás bien enseguida.

– Vale.

Ashling fue a la oficina, y estaba bastante satisfecha. Hasta mediodía, cuando Dylan entró en la oficina. Ashling volvió a sentir náuseas. Dylan tenía noticias. Noticias de las que Ashling estaba ávida, pero que inevitablemente le causarían dolor.

– ¿Podemos comer juntos? -preguntó Dylan.

Su aparición causó un gran revuelo en la oficina. Los que no conocían a Marcus Valentine preguntaban en voz baja a los que sí lo conocían: «¿Es él?». ¿Iban a presenciar una romántica y apasionada reconciliación? Y se llevaron un chasco cuando los que estaban más enterados les contestaron: «No, ese es el marido de la amiga».

Mientras Ashling recogía su bolso, las miradas de Dylan y Lisa se cruzaron, y se produjo una llamarada de interés, de guapo a guapa.

Dylan estaba cambiado. Siempre había sido muy atractivo, aunque un poco soso. Sin embargo, de la noche a la mañana había adquirido cierta dureza, un magnetismo disoluto. Con la mano en la cintura de Ashling, la guió hasta el pasillo, y las miradas de todos los empleados se clavaron en la espalda de los dos cornudos.

Fueron a un pub cercano y se sentaron en una mesa de un rincón. Ashling pidió una coca-cola light y Dylan una cerveza.

– Es que tengo resaca -explicó-. Anoche me corrí una juerga de miedo.

– ¿Todavía estás en casa de tu madre? -preguntó Ashling.

– Sí -contestó Dylan con amargura.

Eso significaba que Clodagh y Marcus seguían juntos. Y que lo suyo no era una simple aventura pasajera. Le dieron ganas de vomitar.

– ¿Qué ha pasado últimamente? -preguntó.

– No gran cosa. Pero hemos decidido que veré a los niños todos los fines de semana, y que los sábados por la noche me quedaré a dormir en la casa. -Abochornado, admitió-: Le he dicho a Clodagh que la esperaré; confío en que tarde o temprano despertará. Aunque me ha dicho que está enamorada de ese capullo. No sé qué le habrá visto, pero en fin. -Hizo una pausa y añadió-: Lo siento.

– Tranquilo.

– ¿Y tú? ¿Cómo estás? -Centró la atención en ella, y por un momento volvió a ser el Dylan de siempre.

Ashling titubeó. ¿Qué podía decirle? «Odio el mundo, odio estar viva, tomo antidepresivos, mi madre me ponía la pasta de dientes en el cepillo por la mañana y ahora que ha vuelto a Cork no sé cómo me voy a lavar los dientes.»

Optó por un lacónico:

– Bien.

Dylan no parecía convencido, así que ella insistió:

– Estoy bien, de verdad. Venga, cuéntame más cosas.

Él exhaló un suspiro.

– Lo que más me preocupa son los niños. Están muy desconcertados, y eso me desespera. Pero son demasiado pequeños para que se lo contemos todo. Y no quiero ponerlos contra su madre, por mucho que la odie.

– Tú no la odias, Dylan.

– Ya lo creo que sí.

Ashling encontró patética la agresividad de Dylan. Si odiaba a Clodagh era únicamente porque la quería mucho.

– A lo mejor todo esto pasa pronto -dijo Ashling, pensando tanto en ella como en Dylan.

– Sí, a lo mejor. Ya veremos. ¿Has hablado con ellos?

– Vi a Clodagh hace dos semanas, el día que… el viernes aquel. Pero no he conseguido contactar con… -vaciló un momento; no se atrevía a pronunciar su nombre- Marcus. Lo he llamado un montón de veces, pero nunca se pone al teléfono.

– ¿Por qué no te presentas en su casa?

– No, ni hablar.

– Ya. Prefieres conservar la dignidad.

Ashling bajó la vista, apenada. No, no era eso. Era simplemente que no tenía valor para hacerlo.


Cuando Oliver volvió a Londres no telefoneó a Lisa, y ella tampoco lo hizo. No tenían nada que decirse. Ambos iban a presentarle su situación financiera a sus respectivos abogados; después la sentencia provisional era solo cuestión de unos meses.

Lisa aguantó bien toda la semana, pero no estaba en forma, ni mucho menos. Había conseguido cerrar el número de octubre, pero había sido como subir una enorme bola de pegamento por la ladera de una montaña. Sobre todo ahora que Ashling estaba zombi.

En cambio, Robbie había sido una gran ayuda. Estaba lleno de ideas originales para los números siguientes. Muchas eran demasiado extravagantes, pero al menos una (una sesión fotográfica escenificada como una sesión de sadomasoquismo) era francamente genial.

El viernes por la noche, después de enviarlo todo a la imprenta, varias personas la invitaron a tomar una copa. Trix y Robbie, e incluso Jack, propusieron ir a algún sitio a celebrar «el cierre del número de octubre». Pero Lisa estaba harta de todos y prefirió irse a casa.

En cuanto entró, Kathy llamó a la puerta. Últimamente, Kathy iba mucho a verla. Y si no iba Kathy, lo hacía Francine. O algún otro vecino.

– Ven a cenar a casa -le propuso Kathy.

Lisa habría rechazado la invitación sin pensárselo dos veces, pero entonces Kathy añadió:

– Tenemos pollo asado.

Y sin saber por qué, Lisa aceptó. ¿Por qué no?, pensó, intentando justificar su decisión. Podía empezar la dieta Scarsdale; llevaba años sin hacerla, y el pollo asado encajaba perfectamente en ella.

Diez minutos más tarde entró en la cocina de Kathy, donde la recibieron los ruidos del televisor y de los niños peleándose. Kathy estaba reventada.

– Ya casi estamos. Remueve la salsa, inútil. -Eso se lo dijo a John, su benévolo marido-. ¿Quieres beber algo, Lisa?

Lisa iba a pedir una copa de vino blanco, pero Kathy se le adelantó:

– ¿Ribena? ¿Té? ¿Leche?

– Pues… leche.

– Dale un vaso de leche a Lisa. -Kathy le pegó una patada a Jessica, que estaba revolcándose en el suelo con Francine-. En un vaso bueno. Sentaos todos a la mesa.

Lisa se dio cuenta de que a ella le servían el triple que a los demás. Kathy le puso cuatro patatas asadas en el plato antes de que ella pudiera protestar. Intentó aparentar que no estaban allí, pero tenían un aspecto delicioso, y olían tan bien… Resistió un poco más, pero al final cedió, y por primera vez en diez años se metió en la boca un trozo de patata asada. Mañana empezaré el régimen, se dijo.

– ¡Para de darle patadas a la pata de la mesa! -le gritó Kathy a Lauren, el menor de sus hijos. Lauren hizo una mueca, paró de dar patadas y tres segundos más tarde empezó de nuevo.

– Me molesta tu codo -le dijo Francine a Lisa.

– Lo siento.

– No digas que lo sientes -repuso Francine, arrepentida-. Tienes que decir que al menos tú no haces ruido con la boca.

– Ah, vale.

– O que no eres una bola de grasa -aportó Jessica.

– O que yo no me tiro pedos -dijo Lisa.

– ¡Eso!

Sentada a la pequeña mesa de la cocina, con el televisor a todo volumen, y todos con un bigotito de leche, seguramente incluida ella, Lisa tuvo una sensación de déjá vu. Pero ¿qué podía ser? ¿A qué le recordaba aquella situación? De pronto se dio cuenta. Aquello se parecía mucho a su casa de Hemel Hempstead. El bullicio, el ruido, las bromas… El ambiente era idéntico. ¿Cómo demonios he vuelto aquí?

– ¿Estás bien, Lisa? -preguntó Kathy.

Lisa asintió. Pero estaba conteniendo el impulso de salir disparada y correr hacia su casa. Ella era una chica de clase trabajadora que llevaba toda la vida intentando ser algo más. Y pese al tiempo que llevaba entregada a la ardua tarea de superarse continuamente, sin bajar jamás la guardia, había regresado inexorablemente al punto de partida.

Eso la dejó sin habla.

Nunca se había planteado qué estaba sacrificando mientras se alejaba de sus raíces para introducirse en otro mundo. Siempre le había parecido que las recompensas valían la pena. Pero sentada en la cocina de Kathy no veía ningún indicio de la gran vida que ella se había construido. En realidad estaba impresionada por todo lo que había perdido: amigos, familia, Oliver. Y todo eso a cambio de nada.

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