12

Ashling pasó toda la tarde del sábado pateándose tiendas en busca de un traje sexy y elegante para ir a trabajar. En realidad lo que quería, aunque fuera inconscientemente, era parecerse a Lisa. Quizá así se sentiría merecedora de su nuevo empleo y desaparecería la ansiedad que la acosaba. Pero se probara lo que se probase, no conseguía el élan esmaltado de Lisa. Como se acercaba la hora del cierre, hizo un par de compras desesperadas y se fue a casa, agotada e insatisfecha.

El chico no estaba en medio del paso, sino agazapado junto a la puerta, sobre su manta naranja. Era la primera vez que Ashling lo veía despierto. Algunos transeúntes le lanzaban una moneda; otros le lanzaban una mirada de asco y temor, pero la mayoría de la gente ni siquiera lo veía. Era como si lo hubieran borrado de la realidad pintándolo con un aerógrafo.

Ashling tuvo que pasar a escasos centímetros de él para llegar al portal, y se sintió incómoda porque no sabía cuál era el protocolo en aquellos casos; con todo, le pareció que tenía que decir algo. Al fin y al cabo, eran vecinos.

– Hola -murmuró mirándolo de soslayo.

– Hola -respondió él, sonriente. Le faltaba un incisivo.

Ashling se apresuró, pero el chico señaló con la cabeza la bolsa que ella llevaba y preguntó:

– ¿Te has comprado algo bonito?

Ashling se paró en seco, a mitad de camino entre el chico y la puerta, muerta de ganas de escapar de allí.

– No, qué va. Solo un par de cosas para ir a trabajar. -Pero ¿por qué no se callaba? ¿Qué sabía él?

– ¿Cómo es eso que dicen? -El joven entrecerró los ojos, intentando recordar-. No te vistas para el trabajo que tienes, vístete para el trabajo que te gustaría tener. ¿No es eso?

Ashling estaba demasiado abochornada para concentrarse.

– ¿Quieres…? -Se descolgó la mochila del hombro con intención de sacar su monedero, pero se lo impedía la bolsa de la tienda, que llevaba cruzada sobre el pecho-. ¿Quieres que…?

Le dio una libra, que él aceptó con una elegante inclinación de cabeza. Muerta de vergüenza por la disparidad entre lo que le había dado a aquel chico y lo que acababa de gastarse en una blusa y un bolso que ni siquiera necesitaba, subió, ruborizada, la escalera. «Me cuesta mucho trabajo ganarlo -se dijo-. Muchísimo -añadió, pensando en la semana que acababa de pasar-. Y hace una eternidad que no me compro nada. Además, lo he pagado todo con la tarjeta. Y yo no tengo la culpa de que ese chaval sea un alcohólico o un heroinómano.» Aunque tenía que reconocer que no olía a alcohol y que no parecía colocado.

A salvo en su piso, después de cerrar bien la puerta, exhaló un suspiro. «Aquí estoy, gracias a Dios -pensó-. Yo también podía haber acabado en el arroyo.» Pero luego se regañó por aquel melodrama. En realidad, nunca le habían ido mal las cosas.

Dejó las bolsas encima de la mesa y se quitó los zapatos. Estaba cansadísima. Y ahora tenía que vestirse de fiesta y salir con Joy. No le apetecía en absoluto. Tener treinta y tantos años era como volver a la adolescencia. Su cuerpo estaba experimentando extraños cambios, y muchas veces la asaltaban extrañas y a veces vergonzosas necesidades. Como la necesidad de quedarse sola en casa el sábado por la noche, con solo un vídeo y una cinta de Ben y Jerry por compañía.

– Pero si no sales, nunca conocerás a nadie -le reprendía Joy constantemente.

– Claro que salgo. Además, tengo a Ben y Jerry. Son los únicos hombres que necesito.

Pero esta noche tenía que salir, aunque no le gustara. Tenía que ir con Joy a un club de salsa para redactar un artículo sobre las posibilidades de ligar en un sitio como aquel, que iba a aparecer en el primer número de Colleen. Cuando trabajaba para Woman's Place nunca había tenido que hacer cosas así, y a veces, como ahora, añoraba terriblemente su antiguo empleo. Y no solo porque su antiguo empleo nunca la obligó a modificar sus planes del sábado por la noche, sino también porque el trabajo de Woman's Place podía hacerlo dormida, mientras que sus obligaciones en Colleen todavía no estaban del todo claras. Tenía la sensación de que podían pedirle que hiciera cualquier cosa, y vivía con un nudo en el estómago a la espera de que le pidieran que hiciera algo que ella no fuera capaz de hacer. A Ashling le gustaba la seguridad, y de lo único que estaba segura en Colleen era de que no tenía ni idea de lo que iba a pasar a continuación.

¡Era desesperante!

Emocionante, se corrigió. Y sofisticado. Además, era muy divertido trabajar con tanta gente nueva: en su antiguo empleo solo había otros tres empleados fijos. Aunque todos eran un encanto. No había nadie tan difícil como Lisa o Jack Devine. Eso sí, tampoco había nadie tan divertido como Trix o Kelvin, se recordó con firmeza. No era momento para ponerse nostálgica y patética.

Metió una bolsa de palomitas de maíz en el microondas, se tumbó en el sofá, se puso a mirar Cita a ciegas y rezó para que Joy no fuera a buscarla. Había estado jugando con el Hombre Tejón hasta las seis de la mañana, y quizá no se encontrara en forma para salir.

No tuvo suerte.

Aunque Joy estaba más débil de lo habitual.

– Me tomaría una taza de té -dijo cuando llegó-. Con mucho azúcar.

– ¿Tan mal estás?

– Tengo tembleque. Pero ha valido la pena. El Hombre Tejón me vuelve loca, Ashling. Pero dijo que me llamaría hoy y… ¡Oh, no! Esta leche está agria. ¡Mierda! Seguro que estoy embarazada. Dentro de nueve meses daré a luz un bebé tejón.

– No -dijo Ashling mirando la taza, en la que flotaban unos grumos blancos-. Es que está cortada.

Joy abrió la nevera, examinó los cuatro cartones de leche que había dentro y comprobó que los cuatro estaban caducados.

– ¿Qué haces? -preguntó-. ¿Juegas a la ruleta rusa con la leche? ¿O es que quieres montar una fábrica de yogur? Por cierto, ¿has comido algo?

Ashling señaló un cuenco semivacío de palomitas de maíz.

– No hay quien te entienda -comentó Joy-. Eres tan organizada para según qué, y en cambio…

– No se puede ser bueno en todo. Estoy bien equilibrada.

– Deberías cuidarte más.

– ¡Mira quién habla!

– Cogerás escorbuto.

– Tomo vitaminas. Estoy perfectamente. ¿Dónde está Ted?

Ashling apenas había visto a Ted aquella semana. Ahora trabajaban en diferentes barrios, así que él ya no la llevaba en bicicleta al trabajo; pero además, desde el triunfo de la noche de los búhos, Ted se había dedicado a ir probando a todas las chicas que se habían interesado por él. Antes, cuando Ted se pasaba la vida en casa de Ashling quejándose de que no tenía novia, ella estaba harta de él, pero ahora Ashling lo echaba de menos y lamentaba su flamante independencia.

– Lo verás más tarde. Estamos invitadas a una fiesta. Estudiantes de arquitectura. Hay uno que cuenta chistes, así que habrá algunos cómicos. Y donde hay cómicos no puede faltar el Hombre Tejón.

– No sé si me apetece ir -dijo Ashling con cautela-. Sobre todo tratándose de una fiesta de estudiantes.

– Ya veremos lo que hacemos -repuso Joy con soltura; con demasiada soltura. Ashling le lanzó una mirada angustiada-. No puedo creer que me esté maquillando otra vez. ¡Si me acabo de desmaquillar! -dijo Joy mientras se aplicaba el lápiz de labios sin la ayuda de un espejo; luego metió los labios, distribuyendo el carmín con un garbo que Ashling envidiaba-. No te olvides de la cámara.

Cuando bajaron a la calle, Ashling buscó al joven mendigo, pero él y su manta naranja habían desaparecido.


– Mujeres solteras y homosexuales.- Joy catalogó a los asistentes, unas cincuenta personas, de un solo vistazo-. Un desastre, pero ya que estamos aquí, vamos a emborracharnos. ¿Qué presupuesto tenemos?

– ¿Presupuesto?

Joy sacudió la cabeza y suspiró.

Antes de que el club abriera las puertas al público había una hora de clase. El profesor, que se presentó como «Alberto, cubano», era un individuo de lo más anodino. Hasta que empezó a bailar. Sinuoso y ágil, elegante y seguro, de pronto parecía guapísimo. Haciendo piruetas, señalando la postura, girando sobre la parte anterior de la planta del pie, mostró los pasos que los alumnos tendrían que practicar.

– Qué pena de hombre -protestó Joy.

– ¡Shhhh!

A Ashling le encantaba bailar. Pese a no tener cintura, tenía un gran sentido del ritmo, y cuando empezó a sonar de nuevo la alegre y animada música de trompetas y Alberto dijo: «Venga, todos conmigo», ella no se hizo rogar.

Los pasos eran muy sencillos; Ashling, hechizada por las sinuosas caderas de Alberto, se dio cuenta de que lo que importaba era el garbo con que los ejecutaras. La mayoría de los alumnos eran torpes y patosos (sobre todo Joy, a causa de la falta de sueño y la resaca), y Alberto parecía muy afligido por lo mal que lo hacían todos. En cambio, Ashling realizaba los movimientos con soltura.

– Ha sido una idea genial -le dijo a Joy con una radiante sonrisa.

– Vete al cuerno.

– ¡Sonríe a la cámara! Y haz como si bailaras.

Joy dio un par de pasos torciendo los pies mientras Ashling disparaba; luego Joy cogió la cámara.

– Intenta fotografiar a algunos hombres para el artículo -le susurró Ashling.

Terminada la clase, el club abrió las puertas al público. Empezaron a llegar expertos bailarines de salsa y merengue; las mujeres llevaban faldas cortas y evassé y zapatos de tacón; los hombres adoptaban una expresión impasible mientras llevaban y hacían girar a sus parejas con habilidad y aparentemente sin esfuerzo al ritmo de la música.

– No puedo creer que estemos en Irlanda -comentó Ashling-. ¡Estos tíos son irlandeses! ¡Y bailan! ¡Y no llevan doce jarras de Guinness en el cuerpo!

– Los hombres de verdad no bailan -replicó Joy, que estaba deseando largarse de allí.

– Estos sí.

La salsa era, en gran medida, un deporte de contacto. Ashling se fijó en una pareja. Bailaban muy pegados, como si sus cuerpos estuvieran enganchados con velero. De cintura para abajo no paraban de menearse, pero de cintura para arriba apenas se movían. Ingles con ingles, pecho con pecho, la mano izquierda de él sujetaba la derecha de ella por encima de sus cabezas, con la cara interna de los brazos pegada desde la muñeca hasta el codo. Él tenía la mano derecha firmemente colocada sobre la espalda de ella. Mientras realizaban los complicados pasos a la perfección, él miraba fijamente a la mujer. No movían para nada la cabeza.

Ashling jamás había visto nada tan erótico. Sintió un ansia tan intensa que casi le causaba dolor. Agitada por un impulso indescriptible, observaba a los bailarines con un sabor agridulce en la boca. Pero ¿qué era lo que anhelaba? ¿El duro y dulce calor de un cuerpo varonil?

Quizá fuera eso…

Un hombre la sacó de su ensimismamiento al preguntarle si quería bailar. Era bajito y medio calvo.

– Solo he recibido una clase -le contestó ella pensando que con eso lo disuadiría.

Pero él le prometió que no harían nada demasiado complicado, y Ashling tuvo que ceder. Era como conducir un coche. Estabas estático, y de pronto empezabas a moverte suavemente, solo porque habías hecho algo con los pies. Adelante y atrás, avanzando y retrocediendo; él la lanzó lejos de sí, y ella regresó suavemente y, sin perder el compás, inició de nuevo el baile, adelante y atrás, moviéndose con una fluidez asombrosa. Ashling empezó a imaginarse lo que se sentiría cuando sabías hacerlo bien.

– Muchas gracias -le dijo el individuo cuando hubieron terminado.

– ¿Podemos irnos ya? -preguntó Joy secamente cuando Ashling regresó a su asiento-. Qué manera más tonta de perder el tiempo. Aquí no hay ni un solo hombre que valga la pena. Tanto rollo para dar cuatro pasos de baile con un enano calvo.


– Va, por favor, solo cinco minutos -suplicó Joy-. No sé a qué atenerme con el Hombre Tejón, y estoy segura de que vendrá a la fiesta. Por favor.

– Cinco minutos. Lo digo en serio, Joy. Ni un minuto más.

La fiesta, como la mayoría de las fiestas de estudiantes de Dublín, se celebraba en Rathmines, en un edificio georgiano de cuatro plantas de ladrillo rojo reformado para dar cabida a trece diminutos pisos de extraña distribución. Tenían, eso sí, los techos altos, los detalles arquitectónicos de época, la pintura desconchada y el insoportable olor a humedad de rigor.

La primera persona a la que vio Ashling en cuanto entró en el piso fue al tipo entusiasta que le había pasado aquella nota en la que había escrito” LLAMEZ-MOI”.

– Mierda -dijo por lo bajo.

– ¿Qué pasa? -preguntó Joy quedamente, temiendo que Ashling hubiera visto al Hombre Tejón dándose el lote con otra chica.

– Nada.

– ¡Allí está! -exclamó entonces.

Su presa estaba apoyada contra la pared (lo cual era muy arriesgado en aquellos pisos remodelados). Joy soltó amarras y fue para allá. Al verse sola, Ashling le dedicó a Llamez-moi una sonrisita de disculpa. Pero en lugar de ahuyentarlo, la sonrisa lo lanzó rápidamente hacia ella.

– No me llamaste -la acusó.

– Mmmm. -Ashling intentó componer otra sonrisa mientras se apartaba disimuladamente de él.

– ¿Por qué?

Ashling abrió la boca dispuesta a enumerar una larga lista de mentiras. Perdí el papel, soy sordomuda, hubo un tifón en Stephen's Street y se 'cortaron las comunicaciones telefónicas…, pero se le ocurrió una mejor.

– No sé francés -dijo, triunfante. Era una excusa infalible, ¿no?

Él sonrió con tristeza, como sonríe quien ha comprendido que no interesa.

– Estoy segura de que eres muy simpático y todo eso -se apresuró a añadir Ashling, que no quería hacerle ningún daño-. Pero no te conocía de nada, y…

– Pues si no me llamas, nunca me conocerás -señaló él con simpatía.

– Sí, pero… -Entonces se le ocurrió algo-. Tradicionalmente el hombre le pide el número de teléfono a la mujer, y luego la llama, ¿no?

– Intentaba ser un hombre liberado. Pero tienes razón. ¿Me das tu número?

Tiene pecas, pensó ella mientras se preguntaba cómo iba a salir de aquel atolladero. No quería darle su número de teléfono a un tipo entusiasta con pecas. Pero él ya había sacado su bolígrafo y la miraba con interés y ternura. Ashling se tragó la rabia que le daba verse en aquella situación.

– Seis, siete, siete, cuatro, tres, dos…

Vaciló antes de pronunciar la última cifra. ¿Y si decía «dos» en lugar de «tres»? El momento se alargaba eternamente.

– Tres -dijo al fin, exhalando un suspiro.

– Y ¿cómo te llamas? -Su sonrisa destellaba en la penumbra de la habitación.

– Ashling.

¿Cómo se llamaba él? Seguro que tenía algún nombre estúpido. Cupido, o algo así.

– Valentina -dijo él-. Marcus Valentina. Te llamaré.

A Ashling no le cupo duda de que lo haría. ¿Por qué los horribles siempre te llamaban y en cambio los fabulosos nunca lo hacían?

Vio a Joy entre la gente, conversando animadamente con el Hombre Tejón. Perfecto: ya podía irse a casa.

– Hasta luego -le dijo a Marcus.

Ella era demasiado mayor para aquellas fiestas de estudiantes. Al salir tropezó con Ted, que iba hablando con una pelirroja con aspecto de muchachito. Sonreía con un aire que Ashling no reconoció: ya no era un rictus jadeante tipo «quiéreme, por favor», sino algo más contenido. Hasta su lenguaje corporal había cambiado. En lugar de ir inclinado hacia delante, iba ligeramente hacia atrás, de modo que la chica tenía que inclinarse hacia él.

– ¿Qué tal, Ted? -Ashling lo saludó dándole un puñetazo en el brazo.

– ¡Ashling! -Ted intentó ponerle la zancadilla.

Intercambiados los saludos, él se dirigió a la pelirroja y dijo:

– Suzie, te presento a mi amiga Ashling.

Suzie la miró con desconfianza y la saludó con un movimiento de la cabeza.

– ¿Tomas algo? -ofreció Ted a Ashling.

– No, no me quedo. Estoy hecha polvo.

Una sombra de indecisión cruzó el delgado rostro de Ted, y de pronto sorprendió a las dos mujeres diciendo:

– Espera un momento. Me voy contigo.

Fuera, en la calle, Ashling le preguntó:

– ¿De qué vas? Esa chica está colada por ti.

– No hay que parecer demasiado interesado.

Ashling sintió una punzada de dolor. Ted y ella se turnaban en el papel de cachorro abandonado. Aquella nueva confianza de Ted había alterado el equilibrio entre ellos dos.

– Además, es una grupi -añadió Ted-. Ya me la encontraré otro día.

Los sábados por la noche era imposible encontrar un taxi libre en Dublín. Los que vivían en barrios alejados intentaban ahorrarse las colas de cuatro horas caminando hacia las afueras con la esperanza de encontrar un taxi que regresara al centro. Lo cual significaba que Ted y Ashling, que vivían en el centro, se cruzaron con un torrente incesante de zombis borrachos que merodeaban por las calles en busca de transporte.

– ¿Cómo te va en el trabajo? -preguntó él al tiempo que esquivaba a otro noctámbulo zigzagueante.

Ashling vaciló un instante y dijo:

– Muy bien, en muchos aspectos. Es interesante. A veces. Cuando no me quedo bizca de fotocopiar comunicados de prensa, claro.

– ¿Has averiguado ya por qué esa chica, Mercedes, se llama como los coches?

– Su madre es española. La verdad es que es muy simpática, cuando consigues hablar con ella -explicó Ashling-. Lo que pasa es que es muy reservada y sumamente pija. Está casada con un tipo forrado de pasta, va con una gente de lo más sofisticado y me da la impresión de que se toma el trabajo como un hobby. Pero no me cae mal.

– Y ¿cómo te llevas con el jefe, el que no te tragaba?

A Ashling se le hizo un nudo en el estómago.

– Sigue sin tragarme. Ayer me llamó Doña Remedios porque le ofrecí dos Anadins para el dolor de cabeza.

– Menudo gilipollas. A lo mejor fuisteis enemigos en una vida anterior y por eso ahora no os lleváis bien.

– ¿Tú crees? -exclamó Ashling. Entonces miró a Ted, que sonreía con burla-. Ah, no. Me tomas el pelo. Hombre de poca fe. La próxima vez que quieras que te lean el futuro, no acudas a mí.

– Lo siento, Ashling. -Le puso un brazo sobre los hombros-. Bueno, esto te animará. El sábado que viene voy a actuar en el River Club. ¿Vendrás a verme?

– ¿No acabo de decirte que no voy a predecir tu futuro? Tendrás que esperar para saberlo.

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