Lisa se sentó en el suelo, con la demanda de divorcio firmemente sujeta. La ola de depresión que había avanzado y retrocedido varias veces desde su llegada a Dublín había acabado rompiendo sobre su cabeza.
«Soy un desastre -admitió-. Un verdadero desastre. Mi matrimonio ha fracasado.»
Curiosamente, ella nunca había pensado seriamente que aquello fuera a ocurrir. Ahora se daba cuenta de ello, con dolorosa claridad. Por eso no se había molestado en buscar un abogado. Durante la ruptura con Oliver, Lisa se había comportado de forma inusitada: ella siempre había sido activa y enérgica: hacía lo que había que hacer, y deprisa; pero aquel asunto, por algún extraño motivo, lo enfocó de otra manera.
Pues bien, ahora más valía que buscara un abogado.
«Pero si ella se había negado a reconocer la situación, lo mismo había hecho Oliver -pensó para no sentirse tan… tan… tonta-. La había dejado en enero y, aunque pagaba el alquiler de otra vivienda, seguía pagando su mitad de la hipoteca que tenían en común. Aquella no era la actitud típica de un hombre que está deseando cortar sus vínculos con una mujer.»
Se vio sentada en el suelo, en todo su patetismo, y se sintió estúpida; se levantó e inmediatamente perdió todo su ímpetu. Consiguió llegar al dormitorio, se dejó caer en la cama y se tapó con el edredón.
El calor del edredón, que la arropaba suavemente, hizo que sus emociones se desbordaran, y derramó lágrimas de pena de frustración y… sí, autocompasión. Maldita sea, tenía derecho a sentir lástima de sí misma. Habían sucedido muchas desgracias. El que Jack la hubiera rechazado, aunque no le dolía tanto como el haber perdido a Oliver, era una de ellas. Luego estaba lo de Mercedes; si la habían contratado en Manhattan, ella…, bueno, ¿qué podía hacer ella? Nada, precisamente. Lisa nunca había sido tan consciente de su impotencia. Y aunque había pedido a Trix miles de veces que llamara a la tienda, la persiana de madera todavía no estaba terminada. A aquel ritmo, seguramente no estaría terminada nunca.
Aquel era el vomitivo que Lisa necesitaba. El llanto fino y elegante fue intensificándose hasta convertirse en un berrido de bebé.
En la salud y la enfermedad…
Ashling acaba de sufrir una fuerte conmoción…
Ya puede besar a la novia…
Le han ofrecido un empleo en Nueva York…
La fábrica está cerrada por vacaciones…
Sin parar de dar alaridos, estiró un brazo y tiró una caja de Kleenex, que cayó junto a ella en la cama.
A medida que pasaban las horas, la luz que entraba por la ventana de su dormitorio fue tiñéndose de rosa. El rosa dio paso a un azul oscuro, y finalmente al violeta de la noche urbana. Todavía se daba el gusto de pegar algún berrido cuando el tenue gris perlado del amanecer fue introduciéndose por la ventana, para luego desaparecer y convertirse en un cielo azul intenso, propio de septiembre. Empezaron a oírse ruidos en la calle, pero Lisa decidió seguir donde estaba, muchas gracias.
En algún momento de lo que debía de ser la tarde, hubo una intrusión en su mundo reservado. Un ruido en el recibidor, pasos, y a continuación Kathy asomó la cabeza por detrás de la puerta del dormitorio de Lisa.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó Lisa, mirándola con los ojos enrojecidos.
– Es sábado -respondió Kathy-. Los sábados siempre vengo a limpiar.
Los pañuelos de papel arrugados esparcidos por el edredón, el inconfundible miasma de abatimiento y el hecho de que Lisa estuviera vestida en la cama alarmaron a Kathy.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó.
– Sí.
Kathy no la creyó. Entonces Lisa tuvo una brillante idea.
– Estoy enferma -dijo-. Tengo gripe.
Kathy se deshizo en atenciones con ella. ¿Qué quería que le llevara? ¿Un 7-Up sin gas, un Lemsip, un whisky caliente?
Lisa negó con la cabeza y siguió contemplando la pared, un trabajo de dedicación exclusiva.
«¿Gripe? -se preguntó Kathy-. No conocía a nadie que la hubiera pillado. De todos modos, no era de extrañar que Lisa hubiera enfermado, viviendo entre tanta porquería.» Empezó la operación de limpieza por la cocina, fregando superficies pegajosas (pero ¿cómo se las ingeniaba para dejarlo todo tan guarro?), y apartó un documento que le estorbaba. Como es natural, le echó un vistazo (¿acaso era una santa?), e inmediatamente todo cobró sentido. ¿Gripe? Lisa no tenía gripe. Pobrecilla, la gripe habría sido mucho mejor.
Al cabo de un rato Kathy volvió al dormitorio.
– Voy a limpiar aquí.
– No, por favor.
– Esas sábanas apestan, Lisa.
– No me importa.
Kathy salió de la habitación y poco después Lisa oyó cerrarse la puerta de entrada. Qué bien. Ya volvía a estar sola.
Pero pasados unos minutos volvió a abrirse la puerta de la calle y al cabo de un momento Kathy entró en el dormitorio con una bolsa de plástico.
– Cigarrillos, caramelos, una tarjeta de lotería y una guía de televisión. Si quieres que te traiga algo más de la calle, llámanos. Si yo no estoy, irá Francine. Dice que está dispuesta a hacerlo gratis.
Normalmente Francine le cobraba una libra cada vez que iba a comprarle algo a Lisa.
– Ahora tengo que ir a trabajar -explicó Kathy-. ¿Quieres que te traiga una taza de té antes de marcharme?
Lisa negó con la cabeza. Kathy le preparó el té, de todos modos.
– Fuerte y con mucho azúcar -dijo, y lo dejó en la mesilla de noche.
Lisa se quedó mirando las zapatillas de deporte de Kathy, gastadas y sucias. Sacó rápidamente unos Kleenex de la caja y se los llevó a los ojos.
Tras arrojar definitivamente el guante diciendo que jamás perdonaría a Clodagh, Ashling se marchó, todavía ardiendo de justificada rabia. Ahora le tocaba a Marcus.
Echó a andar deprisa, casi dando traspiés, hacia la oficina de Marcus. Cuando pasaba por Leeson Street, un hombre que iba en dirección opuesta, y que también caminaba a toda velocidad, tropezó con ella y le dio un fuerte golpe en el hombro. El hombre se alejó sin disculparse, pero Ashling se tambaleó hacia atrás a cámara lenta, sin recuperarse del golpetazo. Súbitamente fragmentada, toda su ira se hizo añicos, como un adorno de cristal, y quedó deshecha e inútil. El rugido de la ciudad la golpeó. Coches que hacían sonar la bocina, rostros insensibles que gruñían a la mínima. De pronto ningún lugar ofrecía protección.
Ashling temblaba de miedo y se le olvidó el enfrentamiento con Marcus. ¡Pero si él era inofensivo comparado con el resto del mundo!
Además, ¿por qué estaba tan furiosa? Ese nunca había sido su estilo. Solo hacía veinte minutos que le había cantado las cuarenta a Clodagh, y ya parecía increíble que fuera ella quien lo hubiera hecho.
Corrió hacia su casa, invadida por una súbita sensación de fragilidad. El mundo se había convertido en un cuadro de El Bosco: unos niños desharrapados que cantaban canciones cuyas letras no se sabían, parejas que se gruñían por no llenar mutuamente su vacío, una alcohólica desdentada gritándoles a enemigos invisibles, mendigos en los portales con gesto de desesperación.
¡Mendigos!
Por favor, que Boo se haya marchado. Y por favor, que no me haya desvalijado el piso.
En realidad no creía que lo hubiera hecho, pero después del día que había tenido, estaba preparada para lo peor.
No, Boo no le había robado nada. El piso estaba tal como ella lo había dejado, salvo por una nota de agradecimiento encima de la mesa. Ashling se metió en la cama. Quería descansar un poco para reponerse del golpe.
Pero seguía tumbada en la cama cuando, el viernes por la noche, Joy entró utilizando la llave de repuesto que conservaba. Entró de sopetón en el dormitorio, con gesto de preocupación.
– He llamado a tu oficina y he hablado con el divino Jack. Me ha contado lo ocurrido. Lo siento mucho. Joy la abrazó, pero Ashling permaneció indiferente, como una alfombra enrollada.
Media hora más tarde apareció Ted. Hacía más de tres semanas que Ashling no hablaba con él, desde que lo interrogara acerca de su viaje a Edimburgo.
– Lo siento, Ted -le dijo con voz cansina-. Creía que te habías enrollado con Clodagh.
– ¿En serio? -Su oscuro y estrecho rostro se iluminó. Ted borró rápidamente aquella expresión y adoptó una de circunspección-. Te he traído pañuelos de papel. Llevan una inscripción: «Tía genial».
– Déjalos ahí. Junto a los que me ha traído Joy.
Al oír la llave en la puerta, Lisa salió de su sopor. ¿Otra vez Kathy? No, no era Kathy: era Francine.
– Hola. -Francine introdujo su cuerpo regordete en el dormitorio-. Mi madre me ha dicho que te haga compañía.
– No necesito compañía. -Lisa apenas podía levantar la cabeza de la almohada.
– ¿Puedo probarme esto? -preguntó Francine señalando una boa rosa de plumas.
– No.
Francine, que llevaba unas mallas de flores y una camiseta amarilla, se la echó de todos modos sobre los hombros y se miró en el espejo.
– ¿No tendrías que estar en el colegio? -preguntó Lisa.
– No -contestó Francine con arrogancia-. Hoy es domingo.
«Ostras -pensó Lisa, un tanto sorprendida-. He perdido la noción del tiempo.»
– De todos modos, si no fuera domingo y no me diera la gana de ir al colegio, no iría -se jactó Francine.
– De ese modo nunca tendrás educación, y luego no conseguirás un buen empleo.
A Lisa le traía sin cuidado si Francine tenía educación o no, pero quería molestarla para que se marchara de su casa.
– No necesito educación. Voy a cantar en un grupo, y mi padre dice que las chicas que cantan en grupos son subnormales perdidas. ¡Mira! ¡Te voy a enseñar mi coreografía!
– No, gracias. Lárgate y déjame en paz.
– ¿Tienes radiocasete? -preguntó Francine, ignorando la hostilidad de Lisa-. ¿No? Da lo mismo, puedo tararear. Bueno, imagínate que estoy en el centro y que hay dos chicas a este lado y otras dos al otro lado. Espera. -Francine se arremangó la camiseta hasta convertirla en un top cortito, dejando al descubierto su infantil y rechoncha barriga.
– ¿Qué es esa cosa dorada que tienes en la barriga? -preguntó Lisa, intrigada.
– Un piercing -contestó Francine.
– ¿Un piercing? Me parece que no.
– Mira, no tuve más remedio que pintármelo -explicó Francine-. Mi madre dice que no puedo hacerme uno de verdad hasta que no cumpla trece años. Aunque para entonces estaré muerta -añadió con pesimismo.
Y se lanzó.
– ¡Dos, tres, cuatro!
Dio unos golpecitos con el pie para marcar su entrada, y se puso a bailar. Agitó el codo derecho dos veces como si imitara a una gallina; luego hizo lo mismo con el codo izquierdo. Dos saltitos con el pie derecho, dos saltitos con el izquierdo; luego se dio una fuerte palmada en el gordo trasero y se dio la vuelta, colocándose de espaldas a Lisa. Sin dejar de tararear, se puso a menear las caderas, descendiendo hasta el suelo. Una bailarina exótica no lo habría realizado mejor. Siguió ondulando hasta volver a la posición inicial, dio un torpe saltito con gesto de concentración y anunció:
– Ahora viene lo mejor.
Estiró los brazos y movió los hombros como si sacudiera los inexistentes pechos haciendo un shimmy.
– ¡Tachá! -Acabó intentando hacer un spagat, pero se quedó a mucha distancia del suelo.
– Increíble -admitió Lisa. Desde luego lo era.
– Gracias. -Francine se había quedado sin aliento y ruborizada de gozo-. También pienso cantar, por supuesto. Si cantas te pagan más. Y también escribiré las letras de las canciones. Por eso aún te pagan más.
Lisa asintió, admirada de sus proyectos.
– Y me encargaré del merchandising -prometió Francine-. Con eso es con lo que se gana dinero de verdad. -Miró fijamente a Lisa y le preguntó-: ¿Cómo te encuentras? ¿Mejor?
– No. Lárgate.
– ¿Vas a comerte ese KitKat?
– No.
– ¿Puedo llevármelo?
El lunes por la mañana, cuando vio que no se podía levantar de la cama para ir a trabajar, Lisa comprendió que estaba mal de verdad. Recordaba haberse marchado antes de hora de la oficina el viernes, pero aparte de eso no recordaba otra ocasión en que hubiera faltado al trabajo. Había ido a trabajar con dolores de menstruación, con resfriados, con resacas, con el pelo hecho un desastre. Había ido a trabajar en vacaciones. Había ido a trabajar cuando la dejó su marido. ¿Qué estaba pasando ahora?
Y ¿por qué lo encontraba tan desagradable?
Era tan dominante que nunca había podido entender a los que flaqueaban; se marchaban de su mesa sollozando, apoyados en el hombro de algún colega, y no volvían nunca. Pero Lisa sentía una perversa curiosidad por saber cómo era aquello de tener una depresión; sospechaba que tenía que haber algo reconfortante en ello. Tenía que ser liberador sentirse completamente incapaz, no tener más remedio que dejar que los demás se ocuparan de todo.
Pues bien, por lo visto no era así. Ahora ella no podía con su alma, y no lo soportaba.
Tenía que ir a la oficina. La necesitaban. El personal de Colleen era demasiado reducido para admitir absentismos, sobre todo ahora que Mercedes había dimitido y que Ashling también pasaba un mal momento. Pero no le importaba. No podía sobreponerse. El cuerpo le pesaba demasiado y tenía la mente demasiado cansada.
Al final tuvo que admitir que tenía ganas de orinar. Combatió aquella realidad, fingiendo que no se producía, pero llegó un momento en que la molestia fue tan notoria que tuvo que ir al cuarto de baño. Al pasar por delante de la cocina, de regreso al dormitorio, vio la demanda de divorcio encima del mármol. No había vuelto a mirarla desde el viernes, no quería volver a mirarla jamás, pero sabía que tenía que hacerlo.
Se la llevó a la cama y, con un gran esfuerzo, la leyó. Oliver se merecía que lo odiara. ¡Qué cojones, pedirle el divorcio! Pero ¿qué esperaba? Su matrimonio había fracasado; estaba «irreparablemente afectado», en términos más técnicos, que eran los que le interesaban a Oliver.
El lenguaje de la demanda era ampuloso e impenetrable. Lisa se dio cuenta, una vez más, de que necesitaba un abogado, porque aquel era un tema que no dominaba. Leyó por encima aquellas rígidas páginas, intentando descifrar su contenido, y lo primero que consiguió entender era que Oliver solicitaba el divorcio aduciendo la «conducta irrazonable» de Lisa. Aquellas palabras le hicieron daño. No soportaba que la acusaran de haber hecho algo malo. Ella no tenía la culpa de que su matrimonio hubiera fracasado. Lo que pasaba era que cada uno buscaba algo diferente. Maldito capullo. Ella también habría podido presentar algunas acusaciones de conducta irrazonable. Pretender que Lisa se quedara en casa, preñada y esposada al fregadero. ¿Acaso no era eso irrazonable?
Pero su rabia se enfrió cuando recordó que la acusación de conducta irrazonable no era más que una fomalidad. Oliver ya se lo había explicado cuando se vieron en Dublín: tenían que presentarle un motivo al tribunal, y si Lisa lo prefería, podía demandarlo a él.
Siguió leyendo y encontró los cinco ejemplos de que le había hablado Oliver: trabajar nueve fines de semana seguidos, faltar al trigésimo aniversario de bodas de sus padres por exigencias del trabajo, cancelar sus vacaciones en Santa Lucía en el último momento porque tenía que trabajar, fingir que quería quedarse embarazada, comprarse demasiada ropa. Cada uno de esos ejemplos fue como una puñalada. Excepto la acusación de que se compraba demasiada ropa. Lisa dedujo que al llegar al ejemplo número cinco Oliver debía de haberse quedado sin acusaciones sólidas. Pagarían las costas a medias y ninguno de los dos exigiría pensión al otro.
Al parecer, Lisa tenía que firmar un documento de acuse de recibo y enviárselo al abogado de Oliver. Pero ella no pensaba firmar nada. Y no solo porque no tuviera fuerzas para levantar un bolígrafo, sino porque tenía un fuerte instinto de supervivencia.
Oyó unos golpes en la puerta y casi se le escapó la risa, pues parecía imposible que pudiera levantarse de la cama para abrir. Volvieron a llamar, pero Lisa ni se inmutó. No pensaba contestar. Oyó voces en la calle. Más golpes, esta vez más fuertes. Y luego un chirrido al levantarse la tapa del buzón.
– ¡Lisa! -llamó una voz.
Ella apenas la registró.
– ¡Lisa! -repitió la voz.
Ella la ignoró sin ningún remordimiento.
– ¡Liiiiiiiisaaaaaa! -bramó la voz. Entonces se dio cuenta de quién era. Era Beck. Bueno, ese no era su verdadero nombre, pero era uno de aquellos seguidores del Manchester United que vivían en el barrio. Aquel que tenía la voz tan fuerte-. Sé que estás ahí dentro. Aquí fuera hay un ramo de flores enorme, ¿lo quieres?
– No -contestó débilmente.
– ¿Qué?
– No.
– No te oigo. ¿Qué has dicho? ¿Que sí?
Lisa se levantó con fastidio de la cama. ¡Por el amor de Dios! Había sido fuerte toda la vida. Nunca se había dejado vencer por la tensión premenstrual, por los bajones de moral ni por nada parecido. Y una vez que decidía tener una depresión, no paraban de interrumpirla. Abrió de par en par la puerta de la calle y le gritó a Beck en la cara:
– ¡He dicho que no!
– Vale. -Beck le entregó un enorme ramo de flores envuelto con celofán y entró rápidamente en el recibidor-. Rápido, antes de que me vea alguien. Se supone que estoy en el colegio.
Lisa le echó un vistazo a las flores. Eran buenas. No eran claveles, ni esas baratas flores surtidas, sino un variado ramo de flores extrañas: cardos y orquídeas de color violeta que parecían traídos de otro planeta. ¿Quién se las había enviado? Abrió el sobre con manos temblorosas. ¿Y si había sido Oliver?
Eran de Jack.
Lo único que decía la nota era: «Todos te echamos de menos. Vuelve pronto, por favor». Pero Lisa comprendió que en realidad aquel mensaje era una disculpa. Jack se había dado cuenta de que ella iba a por él, y no estaba interesado. Sabía que ella lo sabía. Y ella sabía que él sabía que ella lo sabía, aunque de repente había dejado de importar. Pese a ser muy guapo y tener un cuerpo fenomenal, Jack no habría hecho más que causarle problemas. A él no le importaban demasiado las cosas que para ella eran fundamentales. En realidad Lisa no había hecho más que distraerse fantaseando con él: en realidad, el disgusto se lo había causado Oliver.
Beck reclamaba su atención:
– Quiero pedirte un favor.
– ¿Qué? -dijo Lisa, empleando en pronunciar esa palabra toda la energía que le quedaba.
– Si puedes ayudarme a ponerme esto en el pelo.
Sacó un paquete del bolsillo de sus pantalones de chándal. Era una botella de tinte.
– Ah, ya. Quieres entrar en un grupo -dijo Lisa.
Beck la miró con cara de asombro e indignación.
– Vete al cuerno -exclamó-. Voy a ser extremo del Manchester United.
– Y ¿para eso necesitas hacerte mechas rubias?
– Pues claro -dijo él con desdén.
– Ahora no puedo, Beck. Tengo gripe.
– Qué va. Tú no tienes gripe -dijo encaminándose hacia el cuarto de baño; giró la cabeza y le guiñó un ojo con gesto de complicidad-. Pero si tú no me delatas, yo tampoco te delataré a ti.
Lisa se apoyó contra la pared y estuvo en un tris de ponerse a gritar, pero acabó cediendo ante su destino.
Beck salió de casa de Lisa una hora más tarde, con el pelo teñido de rubio.
– Gracias, Lisa. Eres una tía superguay.
Lisa se sentó a la mesa de la cocina y se puso a fumar. Tenía frío y quería levantarse para ponerse un jersey, pero cada vez que terminaba un cigarrillo encendía otro.
Entonces sonó el teléfono, y Lisa dio un respingo que casi la hizo caer de la silla. ¡Tenía los nervios a flor de piel! Saltó el contestador automático. No es que pretendiera cribar las llamadas, sino que no pensaba contestarlas. Pero cuando la voz de Oliver llenó la habitación, todas las células de su cuerpo se pusieron en alerta máxima.
«Hola, nena. Soy yo, Oliver. Te llamaba para decirte una cosa sobre…»
Lisa descolgó rápidamente el auricular.
– Hola. Estoy aquí.
– Hola -dijo él con voz dulce-. Ya me lo imaginaba. Te he llamado al trabajo y me han dicho que estabas en casa. ¿Has recibido la…?
– Sí.
– Te llamé el jueves y el viernes a la oficina para decirte que iba a venir, pero no pude hablar contigo. Le dije a tu secretaria que me llamaras. ¿No te dio el mensaje?
– No. -O quizá sí. Recordaba vagamente que Trix había intentado pasarle un mensaje el viernes por la mañana.
– Te habría llamado el fin de semana, pero estaba trabajando. Tuve una sesión en Glasgow con unas modelos psicóticas. Fue agotador.
– No pasa nada.
– Bueno, ya has visto, ¿no? Aunque sabíamos que esto iba a pasar, no es muy agradable, ¿verdad?
– No.
– Pero uno de los dos tenía que hacerlo. -Oliver parecía incómodo-. La verdad es que creí que lo harías tú, cielo. No entendía por qué tardabas tanto.
– Tenía mucho trabajo -balbució ella-. La revista nueva, y eso.
– Claro. Pero oye, que conste que me sentí fatal poniendo esos cinco ejemplos. No era mi intención hablar pestes de ti, como podrás imaginar. Al principio estaba muy cabreado, como es lógico, pero ahora ya no lo estoy. Me entiendes, ¿verdad? Pero las normas son las normas. Como todavía no llevamos dos años separados y el adulterio no fue la causa de nuestra separación, tenemos que presentarle motivos al tribunal.
Lisa no se atrevía a hablar. Estaba esperando a que la tormenta de llanto que se estaba preparando en su interior pasara de largo; si abría la boca ahora, estallaría.
– Lisa -insistió Oliver. Parecía preocupado.
– Yo…
– Oye…
– Es muy triste -dijo ella con voz temblorosa.
– Ya lo sé, nena. ¡Dímelo a mí! -Tras una pausa, siguió hablando como si pensara en voz alta-. Podría pasar a verte, ¿no? Quizá podamos arreglarlo todo tú y yo.
– Estás chiflado.
– No, no estoy chiflado. Piensa que los dos podemos ahorrarnos un dineral en facturas de abogados si arreglamos por nuestra cuenta las cuestiones prácticas, como la del apartamento, por ejemplo. ¿Te imaginas lo que nos van a cobrar cada vez que mi abogado le escriba una carta al tuyo? Una pasta, cariño, te lo aseguro.
»Venga, ¿por qué no? -siguió presionando-. Podemos arreglarlo tú y yo amigablemente. Mano a mano. -Como Lisa seguía sin decir nada, él insistió-: De tú a tú.
– Vale -logró decir al fin Lisa.
– ¿En serio? ¿Cuándo?
– Este fin de semana, si te parece.
– ¿No tienes que trabajar?
– No.
– Vaya, vaya -dijo Oliver en un tono que Lisa no supo interpretar. Luego se animó y agregó-: A ver si encuentro billete para el sábado. Llevaré todos los papelajos.
– Iré a recogerte al aeropuerto.
Solo una noche, se prometió Lisa. Una noche acurrucada contra su cuerpo; eso bastaría para superar la tragedia.
Colgó sin saber qué hacer a continuación. Podía acostarse otra vez, pero en cambio decidió llamar a Jack.
– Gracias por las flores.
– No tienes que darme las gracias. Solo quería que supieras que… que… siento un gran respeto por ti y que…
– Acepto las disculpas, Jack -lo atajó ella.
– ¿Disculpas? ¿Qué quieres…? -Pero Jack se interrumpió, suspiró y dijo-: De acuerdo. Gracias.
– Cuéntame qué ha pasado -dijo Lisa intentando demostrar algún interés.
– Pues muchas cosas, y muy buenas -dijo él, más animado-. Hemos tenido que reimprimir la revista. No sé si las has visto, pero las fotografías de la fiesta han salido en cinco periódicos este fin de semana, y te han invitado a un programa de la radio nacional. Cuatro personas se han ofrecido para sustituir a Mercedes, aunque no lo habíamos solicitado. Dublín es una ciudad muy pequeña. Y ya sé en qué revista va a trabajar Mercedes. No es Manhattan, sino Froth, una revista para adolescentes.
Quizá fuera porque sabía que Oliver iba a ir a verla, o por las excelentes noticias sobre Colleen, o por lo de Mercedes, pero algo había cambiado dentro de Lisa, porque cuando Jack le preguntó: «¿Crees que podrás volver a la oficina?», ella le contestó: «Sí, creo que sí».
– Estupendo -repuso Jack-. En ese caso, no será necesario que siga escribiendo este artículo sobre cosmética masculina.
– ¿Cómo dices?
– Trix me lo ha encargado. Ahora que no estáis ni tú, ni Ashling ni Mercedes, ella es el miembro con más experiencia en redacción. Se le ha subido el poder a la cabeza. Dice que va a enviar a Bernard a hacerse una limpieza de cutis, solo para ver si consigue hacerlo llorar.
– Estaré ahí dentro de una hora.
Cuando se dirigía al cuarto de baño para darse una necesaria ducha, Lisa pasó por el dormitorio y le sorprendió ver el estado en que se encontraba. Pero ¿qué demonios le había pasado? Ella no era de esas personas que se derrumban. Ella era una superviviente, tanto si le gustaba como si no. Se sentía desgraciada, por supuesto, pero con la depresión pasaba como con las lentillas de colores: les quedaban muy bien a los demás, pero no acababan de gustarle para ella.