Seguían pasando los días. Lisa iba por aquella vida teñida de gris como una sonámbula. Eso sí, una sonámbula muy elegante y autoritaria.
El viernes paró de llover y salió el sol, lo cual causó un gran revuelo entre el personal: parecían niños el día de Navidad. A medida que iban llegando a la oficina, los empleados se sumaban al torrente de comentarios.
– ¡Hace un día precioso!
– ¡Qué suerte que haga este tiempo!
– ¡Una mañana fabulosa!
Solo porque ha parado esa condenada lluvia, pensó Lisa con desprecio.
– ¿Recuerdas el verano pasado? -le gritó Kelvin a Ashling desde la otra punta de la oficina, con unos ojos que destellaban de alegría detrás de sus gafas falsas de montura negra.
– Ya lo creo -respondió Ashling-. Cayó en miércoles, ¿verdad?
Todos rompieron a reír. Todos excepto Lisa.
A media mañana Mai entró andando con garbo en la oficina, miró alrededor con una pícara y dulce sonrisa en los labios y preguntó:
– ¿Está Jack?
Lisa se estremeció ligeramente. Evidentemente, aquella era la novia de Jack. Menuda sorpresa. Lisa se había imaginado a una irlandesa pálida y pecosa, no a aquella mujer exótica de piel morena.
Ashling, que estaba de pie junto a la fotocopiadora, copiando varios millones de comunicados de prensa para distribuirlos entre todos los diseñadores de ropa y fabricantes de cosméticos del universo, también se fijó en ella. Era la chica que le había mordido el dedo a Jack, aunque ahora daba la impresión de que no había roto un plato en su vida.
– ¿Estás citada con él? -dijo la señora Morley al tiempo que desplegaba todo su metro cincuenta de estatura y exhibía sus enormes e intimidantes pechos.
– Dígale que es Mai.
Tras una larga, severa y desafiante mirada, la señora Morley salió lentamente de detrás de su mesa. Mientras esperaba, Mai se puso a girar un delgado dedo en el aire: era la viva imagen de un sueño erótico. Al cabo de un rato volvió la señora Morley.
– Puede pasar -dijo sin disimular su desilusión.
Mai cruzó la oficina envuelta en un denso silencio, y en cuanto la puerta del despacho de Jack se cerró detrás de ella hubo un suspiro colectivo y todo el mundo se puso a hacer comentarios.
– Es la novia de Jack -les explicó Kelvin a Ashling, Lisa y Mercedes.
– No le va a dar más que problemas -opinó la señora Morley con gravedad.
– Yo no estoy tan seguro de eso, señora Morley -replicó Kelvin lascivamente. La señora Morley se dio la vuelta con un resoplido de indignación.
– Es mitad irlandesa y mitad vietnamita -aportó el silencioso Gerry.
– Se llevan a matar -dijo Trix, emocionada-. Es una chica muy agresiva.
– Pues esa será su herencia irlandesa -terció Dervla O'Donnell con firmeza, feliz de abandonar un momento a las Novias Hibernianas-. Los vietnamitas son gente muy tranquila y hospitalaria. Cuando estuve en Saigón…
– Vaya, ya está -protestó Trix-. La ex hippie ha tenido otro flashback. Creo que me va a dar algo.
Ashling siguió fotocopiando comunicados de prensa, pero la máquina emitió un lento gruñido, dio unos cuantos pitidos que no tenía por qué dar y quedó sumida en un inoportuno silencio. La pantalla de visualización de datos lanzó un mensaje amarillo.
– ¿PQo3? -preguntó Ashling-. ¿Qué significa?
– ¿PQo3? -Los empleados de más antigüedad se miraron unos a otros-. ¡Ni idea!
– Ese es nuevo.
– Pero podría haber sido peor. Generalmente se para después de las dos primeras copias.
– ¿Qué hago? -preguntó Ashling-. Estos comunicados de prensa tienen que salir por correo esta noche.
Miró a Lisa, con la esperanza de que ella la sacara del atolladero. Pero Lisa conservó una expresión serena y no dijo nada. Tras una semana en la oficina, Ashling había llegado a la conclusión de que Lisa era una negrera con grandes ideas de lo que tenía que ser la revista. En muchos aspectos eso era fantástico, pero no si resultaba que tú eras la persona sobre la que recaía la responsabilidad de poner en práctica, sin ayuda de nadie, cada una de las ideas que se le ocurrían a Lisa.
– No te molestes en pedirles a esos idiotas que la arreglen -dijo Trix señalando con la cabeza a Gerry, Bernard y Kelvin-. Solo conseguirían cargársela del todo -añadió con desdén-. Jack, en cambio, es bastante manitas. Aunque yo no lo molestaría en este momento -sugirió.
– Mientras tanto haré otra cosa.
Ashling volvió a su mesa, donde se quedó momentáneamente paralizada al ver la cantidad de trabajo que le quedaba por hacer. Decidió seguir con la lista de los cien irlandeses más sexys, interesantes y talentosos. Pinchadiscos, peluqueros, actores, periodistas… Y a medida que Ashling iba añadiendo nombres, Trix le iba concertando a Lisa desayunos, comidas, cafés y cenas con ellos: Lisa estaba haciendo un cursillo intensivo para infiltrarse en la plana mayor de la sociedad irlandesa.
– Vas a acabar como una foca con tantas comidas de trabajo -bromeó Trix.
Lisa le sonrió desdeñosamente. Por lo visto su secretaria no sabía que el hecho de que pidieras una comida no significaba que tuvieras que comértela.
La oficina bullía de actividad, hasta que se abrió la puerta del despacho de Jack y Mai salió a toda velocidad. Todos levantaron inmediatamente la cabeza, expectantes, pero se llevaron un chasco. Mai hizo un violento intento de dar un portazo al salir de la oficina, pero la puerta tenía puesta una cuña para que no se cerrara, así que Mai tuvo que contentarse con pegarle una patada.
A los pocos segundos salió Jack, hecho un basilisco. Daba grandes zancadas con sus largas piernas, con lo que no tardaría en alcanzar a Mai. Pero antes de llegar a la puerta volvió en sí y aminoró el paso. «Mierda!», ¡masculló, y dio un puñetazo en la fotocopiadora. La máquina emitió un zumbido, luego un pitido, y entonces empezó a escupir hojas. ¡La fotocopiadora volvía a funcionar!
– ¡Viva la tecnología! Jack Devine nos ha salvado -anunció Ashling, y se puso a aplaudir.
Los otros la imitaron. Jack miró alrededor, fulminando a los empleados, y entonces, para sorpresa de todos, rompió a reír. De pronto parecía otro: más joven y más simpático.
– Esto es una locura -comentó.
Ashling estaba de acuerdo con él.
Jack vaciló un momento. No sabía si seguir a Mai o… entonces vio un paquete de Marlboro en la mesa de Ashling, del que sobresalía un cigarrillo. En teoría no se podía fumar en la oficina, pero nadie respetaba aquella prohibición. Excepto el soso de Bernard, que se rodeaba de letreros que rezaban «Gracias por no fumar». Hasta tenía un pequeño ventilador.
Jack arqueó las cejas, como diciendo «¿Puedo?» y extrajo el cigarrillo del paquete con los labios. Prendió una cerilla para encenderlo, la apagó con una fuerte sacudida de la mano y dio una honda calada.
Ashling siguió cada uno de sus movimientos; sentía repulsión, pero no podía mirar hacia otro lado.
– Me temo que no he elegido a la chica adecuada para dejar de fumar -dijo Jack, y se dirigió a su despacho.
– Necesito ayuda, chicas -exclamó Dervla O'Donnell, distrayendo a todos. Se levantó dejando las páginas de moda de otoño de Novias Hibernianas y empezó a pasearse por la oficina, haciendo ondular su amplia falda y su holgada chaqueta de punto-. ¿Qué van a llevar los invitados elegantes a las bodas en otoño de 2000? ¿Qué se lleva, qué está de moda, qué mola?
– No sé, lo que está claro es que no se llevan las papadas -observó Lisa, y ladeó la cabeza indicando la gruesa papada de Dervla.
Hubo un silencio de asombro que derivó en una carcajada general, lo cual animó a Lisa. Ella estaba orgullosa de su lengua viperina, y del poder que le confería.
Dervla se quedó plantada en medio de la oficina, perpleja, mientras alrededor sus colegas reían a carcajadas, y entonces ella, haciendo alarde de su espíritu deportivo, también esbozó una sonrisa.
– Qué situación tan maravillosa. Jack levantó su jarra con falsa efusividad para brindar con Kelvin y Gerry-. Tres hombres y ninguna mujer que nos moleste.
Kelvin echó un vistazo al pub. La clientela del viernes por la noche incluía a bastantes mujeres.
– Pero no hay ninguna sentada aquí con nosotros, dándonos el coñazo -aclaró Jack.
– A mí no me importaría que Lisa estuviera sentada aquí -dijo Kelvin-. Es una preciosidad.
– Un bombón -coincidió Gerry, lo bastante emocionado como para hablar.
– Y ¿os habéis fijado en que aunque no mueva los ojos, te sigue por la oficina con los pezones? -observó Kelvin.
Aquel comentario desconcertó ligeramente a Gerry y Jack.
– Mercedes también está para comérsela -dijo Kelvin con entusiasmo.
– Pero no abre la boca -repuso Gerry, aunque no era la persona más indicada para criticarla por eso.
Kelvin miró a Gerry con una sonrisa y dijo:
– Lo que me interesa no son precisamente sus dotes de conversadora.
Los tres rieron con complicidad.
– Pásame el cenicero, Kelvin -les interrumpió Jack. Kelvin se lo acercó, y entonces, con una risita sombría, Jack dijo-: La última vez que dije eso me soltaron: «Me has destrozado la vida, capullo».
Gerry y Kelvin se removieron en los asientos. Jack estaba estropeando el buen ambiente del viernes por la noche.
– No le hagas caso -le aconsejó Kelvin, e hizo un valeroso intento de reconducir la conversación-. ¿Y Ashling? ¿No la encontráis adorable?
– Sí, es encantadora. La hermanita que todos querríamos tener -repuso Gerry.
– Y también es muy guapa -añadió Kelvin, generoso-. Aunque no sea tan despampanante como Lisa o Mercedes.
Jack se sintió extrañamente incómodo. Ashling le hacía sentirse raro. No sabía si era vergüenza o fastidio.
– Pero ¿estáis conmigo o no? -insistió Jack, volviendo a temas más agradables-. ¿Verdad que es genial que no haya ninguna mujer con nosotros? Así, si digo que hace una tarde espléndida, nadie se dará la vuelta y dirá: «Lárgate, desgraciado. Ojalá no te hubiera conocido nunca».
Kelvin exhaló un exagerado suspiro y acabó cediendo.
– ¿Qué pasa? ¿Vuelves a tener problemas con Mai?
Jack asintió con la cabeza.
– ¿Por qué no lo dejáis?
– Os pasáis la vida peleando -intervino Gerry.
– Me vuelve loco -insistió Jack con frustración-. ¡No os lo podéis imaginar!
– Claro que sí. Yo estoy casado -dijo Gerry.
– ¡No! No me refiero a eso…
– Ámalas y déjalas -les interrumpió Kelvin con una mirada pícara-. Ese es mi lema. O mejor dicho: No las ames y déjalas.
Era evidente que a Kelvin no le gustaba ahondar en las emociones.
¡Con lo contentos que se pusieron todos cuando Jack empezó a echarle los tejos a Mai! Hacía más de un año que Dee, su anterior novia, lo había dejado plantado, y sus compañeros se alegraron de ver que lo había superado. O eso creyeron. Pero después de la fase de enamoramiento (que solo duró cuatro días) Jack volvía a parecer tan desgraciado con Mai como lo había sido después del plantón de Dee.
Para apartar a Jack del tema de las mujeres, Kelvin preguntó:
– ¿Cómo va el último follón con los sindicatos en la televisión?
– Ya está solucionado -gruñó Jack-. Hasta que vuelva a armarse otro.
– Ostras, no me gustaría estar en tu pellejo.
Kelvin sabía que Jack caminaba siempre por la cuerda floja entre las exigencias de la dirección, las exigencias de los sindicatos y las exigencias de los anunciantes. No era de extrañar que siempre estuviera estresado.
– Y las cifras de audiencia están subiendo -comentó Gerry.
– Ah, ¡sí! -exclamó Kelvin, aunque aquello no le interesaba demasiado-. Eres un hacha, Jack. -Miró a Gerry y añadió-: Esta es tu ronda, Gerry. Invita a tu ilustre jefe a una copa.
«De coches -pensó Kelvin-. Después hablarían de coches.»
El viernes por la noche Lisa fue la última en marcharse de la oficina. Las calles estaban abarrotadas y había una puesta de sol preciosa. Esquivando a los animados parranderos que salían en tropel de los pubs de las calles de Temple Bar, se dirigió decidida a Christchurch. Pero los recuerdos no dejaban de acosarla. Iba pensando en otras tardes de viernes, las que había pasado con Oliver a la orilla del río en Hammersmith, bebiendo sidra, tranquila y libre después de una semana de duro trabajo.
¿Era verdaderamente la misma persona?
Apartó a Oliver de su mente e intentó pensar en otra cosa; entonces vio, debajo de la mesa de un pub, un par de espinillas blancas cubiertas de franjas rojas. ¡Era Trix!
A la hora de comer, en honor al cielo azul y la temperatura por encima de cero, Trix se había afeitado las piernas en el cuarto de baño y las había expuesto, ensangrentadas pero incólumes, al mundo. Casi había dejado a Ashling sin tiritas.
Lisa aceleró el paso, fingiendo que no había visto a Ashling, que le hacía señas de que se acercara.
Evidentemente el buen tiempo también había animado a Ashling a depilarse las piernas, porque Lisa había oído cómo reservaba hora para depilarse a la cera a la hora de comer. Aunque curiosamente no había hecho nada para que la sesión le saliera gratis. Por lo visto pensaba ir al salón de belleza como civil y pagar religiosamente. Pero si Ashling no tenía el buen tino de utilizar su cargo (de acuerdo, de abusar de su cargo) de subdirectora de una revista femenina, Lisa no tenía por qué abrirle los ojos.
Lisa nunca habría trabado amistad con una chica tan ordinaria como Ashling. Pero como Ashling la había pillado llorando y le había ofrecido su cariño, ahora todavía le caía peor.
Tampoco le caía bien Mercedes, aunque por motivos completamente diferentes. Mercedes, tan silenciosa y tan dueña de sí misma, la ponía nerviosa.
Cuando Ashling colgó el auricular después de concertar su sesión de depilación a la cera, Lisa hizo reír a toda la oficina diciendo: «Ahora te toca a ti, Mercedes. A menos, por supuesto, que este verano se lleven las piernas de gorila».
Mercedes le lanzó una mirada siniestra a Lisa; tan siniestra que Lisa se guardó el comentario que pensaba hacer a continuación, a saber: que con su tez y el color de su cabello, a Mercedes solo le faltaba dejarse patillas y bigote.
– Era una broma. -Lisa le dedicó una sonrisa venenosa a Mercedes, agravando la ofensa: no solo era peluda, sino que no tenía espíritu deportivo.
Para fastidiar a Ashling y Mercedes, Lisa era exageradamente simpática con Trix. Aquella era una técnica de adquisición de poder que ya había utilizado otras veces: divide y vencerás. Había que elegir un favorito, colmarlo de atenciones, y de repente abandonarlo a favor de otro. Si ibas turnando esa posición, generabas amor y miedo. Excepto con Jack: con él pensaba ser simpática siempre. Él era lo único en su vida que le daba esperanzas. Había analizado discretamente cómo reaccionaba ante ella, y se había dado cuenta de que no la trataba como al resto de las empleadas. Trix le hacía gracia, era educado con Mercedes, y Ashling le caía francamente mal. Pero con Lisa era respetuoso y solícito. Casi daba la impresión de que la admiraba. Como tenía que ser. Aquella semana Lisa se había levantado más temprano de lo habitual para cuidar aún más su aspecto físico, aplicándose una a una, con manos de experta, finísimas capas de bronceador sin sol hasta obtener un moreno brillante.
Lisa era muy consciente de su potencial. En su estado natural (aunque hacía mucho tiempo que ni ella misma se veía en ese estado) era una chica bastante guapa. Pero sabía que con grandes esfuerzos podía pasar de atractiva a estupenda. Además de las atenciones clásicas que dedicaba a su cabello, uñas, piel, maquillaje y ropa, tomaba gran cantidad de vitaminas, bebía dieciséis vasos de agua diarios, solo esnifaba cocaína en ocasiones especiales y cada seis meses le ponían una inyección contra el botulismo en la frente (paralizaba los músculos y eliminaba por completo las arrugas). Llevaba diez años muerta de hambre. Había pasado tanta hambre que ahora ya casi no lo notaba. A veces soñaba que tomaba un menú de tres platos, pero es que la gente sueña unas cosas rarísimas.
Pese a lo segura que estaba de su apariencia, Lisa tuvo que admitir que al ver a la novia de Jack se había llevado una sorpresa considerable. Lisa había dado por hecho que tendría que competir con una irlandesa, y eso habría sido pan comido. Con todo, no estaba desanimada. Apartar a Jack de su apasionada y exótica novia era, actualmente, uno de los proyectos menos difíciles de su vida.
En cambio, buscar un sitio donde vivir suponía un reto mucho mayor. Llevaba toda la semana visitando casas después del trabajo, y todavía no había encontrado nada mínimamente decente. Esta noche iba a ver un apartamento en Christchurch que quizá no estuviera mal. Aunque el alquiler era elevado, estaba en una urbanización moderna desde donde podía ir caminando a la oficina. El inconveniente era que tendría que compartirlo con otra persona, y hacía mucho tiempo que Lisa no compartía apartamento con nadie, y menos con otra mujer. La propietaria del piso se llamaba Joanne.
– Vivir aquí tiene la ventaja de que puedes ir andando al trabajo -comentó Joanne con entusiasmo-. Eso significa que te ahorrarías la libra y diez de cada trayecto en autobús.
Lisa asintió con la cabeza.
– O sea, dos libras veinte cada día.
Lisa volvió a asentir.
– O sea, once libras a la semana.
Esta vez Lisa asintió a regañadientes.
– Lo cual asciende a un total de cuarenta y cuatro libras mensuales. Más de quinientas libras al año. Bueno, hablemos del alquiler. Necesito una mensualidad como depósito, dos mensualidades por adelantado y un depósito adicional de doscientas libras por si desapareces y me dejas una factura de teléfono descomunal.
– Pero si…
– Y lo que suelo hacer es que me pagas treinta libras semanales para la compra básica. Leche, pan, mantequilla y esas cosas.
– Yo no bebo leche.
– ¡Pues para el té!
– Tampoco bebo té. Ni como pan. Y no pruebo la mantequilla. -Lisa puso una mano sobre su delgada cadera y miró las de Joanne, mucho más gruesas-. Además, ¿cuántos litros de leche puedes comprar con treinta libras? ¿Me has tomado por imbécil?
Ya en la calle, Lisa se sintió profundamente desgraciada. Echaba de menos Londres. Detestaba tener que pasar por aquel calvario. Ella tenía un piso precioso en Ladbroke Grove. Daría cualquier cosa por estar allí.
La invadió de nuevo una oleada de agotamiento y tristeza. En Londres Lisa estaba inextricablemente entretejida en el ambiente de moda, pero aquí no conocía a nadie. Ni quería conocer a nadie. Los encontraba a todos insoportables. En aquel maldito país nadie llegaba puntual a ningún sitio y alguien hasta tuvo el descaro de decir: «El que creó el tiempo hizo cantidad». Como directora de una revista, ella estaba en todo su derecho de llegar tarde.
Volvió, desolada, a su espantoso hotelito, lamentando que Trix no hubiera podido concertarle ninguna cita para cenar con algún seudofamoso aquella noche.
No soportaba tener tiempo libre; su capacidad para emplearlo se había atrofiado. Aunque no siempre había sido así: ella había trabajado mucho y había sido ambiciosa, pero hubo un tiempo en que había algo más. Eso fue antes de que a base de mirar constantemente por encima del hombro para vigilar a las hordas de chicas más jóvenes, más inteligentes, más trabajadoras y más ambiciosas que la perseguían su vida se hubiera convertido en una rueda de andar.
Durante el fin de semana visitaría unos cuantos pisos y casas más; el tiempo pasaría deprisa. Y mañana pensaba ir a un par de peluquerías: se haría el color en una y se cortaría el cabello en la otra. El truco consistía en tener a unas cuantas en el bolsillo, de modo que si una no podía darte hora en un caso de emergencia, pudiera dártela otra.
Había hecho un pacto consigo misma. Se daría un año para convertir aquella birria de revista en un éxito rotundo, y entonces los directivos de Randolph Media reconocerían su mérito y la recompensarían por él. Quizá…
Tras tres rápidas copas después del trabajo, Ashling se levantó con intención de marcharse, pero Trix le suplicó que se quedara un rato más.
– ¡Venga! ¡Estrechemos nuestros lazos poniendo verdes a nuestros compañeros de trabajo!
– No puedo.
– Claro que puedes -la contradijo Trix-. Lo único que tienes que hacer es probarlo.
– No me refiero a eso. -Pero en parte Trix tenía razón. Ashling tenía pensamientos maliciosos, desde luego, pero raramente les daba rienda suelta porque tenía la sospecha de que el que siembra recoge. Aunque eso no valía la pena explicárselo a Trix, porque seguro que ella se moriría de risa-. Es que he quedado con mi amiga Clodagh.
– Dile que venga.
– No puede. Tiene dos niños y su marido está en Belfast.
Fue lo único que hizo claudicar a Trix.
Ashling se abrió paso a empujones entre el gentío del viernes por la noche y paró un taxi. Quince minutos más tarde llegó a casa de Clodagh, donde habían quedado para comer pizza, beber vino y poner verde a Dylan.
– No me gusta nada que vaya a esas malditas cenas y esos malditos congresos -protestó Clodagh-. Y cada vez lo hace más a menudo.
El comentario quedó suspendido en el aire, hasta que Ashling, consternada, dijo:
– No creerás que anda…, metido en algo, ¿verdad?
– ¡Qué va! -contestó Clodagh-. No me refería a eso. Lo que quiero decir es que envidio su… su… libertad. Yo estoy aquí con estas dos fieras mientras él está en un hotel de lujo durmiendo como un tronco y disfrutando de un poco de intimidad. Cómo me gustaría estar en su lugar -añadió con nostalgia.
Más tarde, en la cama, después de cerrar bien puertas y ventanas, Clodagh se puso a pensar en lo que había dicho Ashling sobre la posibilidad de que Dylan anduviese «metido en algo». No podía ser, ¿verdad que no? Pero ¿y si tenía un lío? ¿O un rollete anónimo y ocasional? ¿Rápido, feroz y despersonalizado? No, ella sabía que no podía ser. Entre otras cosas, porque ella lo habría matado.
Pero, curiosamente, la idea de Dylan teniendo relaciones sexuales con otra mujer la excitó. Siguió pensando en ello un rato, mezclando otras fantasías más habituales. ¿Lo harían como lo hacían Dylan y ella? ¿O sería más imaginativo? ¿Más salvaje? ¿Más rápido? ¿Más apasionado? Mientras visualizaba aquellas escenas de película pornográfica, empezó a respirar más deprisa, y cuando llegó el momento se ocupó de tener un par de intensos y rápidos orgasmos. Luego se sumió en un sueño profundo y apacible hasta que Molly la despertó porque tenía pipí.