Ashling se movió un poco y encontró el teléfono; lo tenía debajo, entre las sábanas. Llevaba cuatro días durmiendo con él. Marcó el número de Marcus por enésima vez y salió el contestador automático. Luego lo llamó a la oficina. Salió el buzón de voz. Y por último al móvil.
– ¿Todavía no contesta? -preguntó Joy, expresando su solidaridad; Ted y ella estaban sentados en la apestosa cama de Ashling.
– No. Ostras, ojalá pudiera hablar con él. Necesito que me dé algunas respuestas.
– Es un cobarde de mierda. Yo de ti me presentaría en su oficina. Lo fastidiaría en sus actuaciones. Eso estaría bien -dijo Joy con dureza-. Podrías interrumpir sus gags, eso lo pondría histérico. Gritarle que es un inútil en la cama y que tiene la polla…
– … enana -dijo Ashling cansinamente.
– En realidad iba a decir llena de pecas -dijo Joy-. Pero «enana» no está mal.
– No, no podría decirlo. Ni una cosa ni la otra.
– De acuerdo, dejemos las interrupciones. Pero ¿por qué no vas a verlo? Si quieres recuperarlo, tienes que luchar por él.
– Es que no sé si quiero recuperarlo. Además, con un adversario como Clodagh no tengo ninguna posibilidad.
– No es tan guapa -dijo Joy despiadadamente.
Ambas se volvieron hacia Ted, que se ruborizó.
– Qué va -mintió él; pero lo hizo fatal.
– ¿Lo ves? -le dijo Ashling a Joy-. Él la encuentra guapísima.
Aprovechando el incómodo silencio que se apoderó de ellos, Ashling echó un desapasionado vistazo alrededor. Estaba en aquella habitación desde el viernes por la tarde. Ahora era lunes por la noche y solo se había levantado de la cama para ir al cuarto de baño. Su intención había sido dormir un poco para reponerse del golpe, y después buscar a Marcus y ver si se podía salvar algo. Pero por algún extraño motivo, no había conseguido levantarse de la cama. Ahora se encontraba a gusto allí, y no tenía ganas de moverse.
Su vacía mirada se posó en un paquetito de pañuelos de papel. No había utilizado ni uno. ¿Por qué no lloraba? Con la tristeza que la embargaba, debería estar llorando como una magdalena. Pero no había derramado ni una sola lágrima. No le temblaba la voz, no tenía una hinchazón dolorosa en la garganta, no notaba ninguna presión en los huesos de la cara.
Pero eso no quería decir que estuviera atontada. Qué va. Ojalá estuviera atontada.
– No puedo dejar de preguntarme qué hice mal -dijo lentamente, como si hablara sola-, y no creo que fuera culpa mía. Siempre le dejaba ensayar conmigo los gags nuevos. Iba a todas sus actuaciones. Bueno, a casi todas. -Mira lo que había pasado la única vez que no fue: Marcus se había enrollado con su mejor amiga-. Le daba la razón diez veces al día cuando él me decía que era el mejor y que los otros cómicos no valían nada.
– ¿Incluso yo? -preguntó Ted, vacilante-. ¿Te decía que yo no valía nada?
– No -mintió Ashling.
La noche que Ashling conoció a Marcus, él habló con gran entusiasmo de Ted, pero ahora se daba cuenta de que si lo hizo fue únicamente porque no lo tomaba en serio. Cuando quedó demostrado que Ted tenía su propio grupo de admiradores, entusiasta aunque reducido, Marcus empezó a hablar mal de él con sutileza. Como sabía que Ashling no habría permitido insultos directos, se contentaba con comentarios como «El bueno de Ted Mullins. En este negocio conviene que haya un par de pesos ligeros». Para cuando Ashling se dio cuenta de que Marcus menospreciaba a Ted, ella ya estaba demasiado metida en su papel de novia abnegada y no podía protestar.
– Solo le interesa Marcus Valentine -observó Joy-. Es un egoísta de mierda.
– No, no creas que siempre era así. A mí me divertía ayudarle. Estábamos muy unidos, éramos buenos amigos.
Eso era lo que le hacía tanto daño. Pero Marcus había conocido a una chica que le gustaba más; eso pasaba continuamente.
– ¿Intuiste que algo no iba bien? -preguntó Joy-. ¿Había cambiado su comportamiento?
Resultaba doloroso pensar en el pasado reciente a la luz de los últimos descubrimientos, pero Ashling tuvo que admitirlo:
– Estas últimas semanas en que yo he tenido tanto trabajo él estaba un tanto malhumorado. Pensé que era solo porque me echaba de menos. ¡Imagínate!
– Y ¿seguisteis…? -Joy hizo un intento desganado de formular la pregunta con delicadeza, pero desistió rápidamente-. ¿Seguisteis follando como siempre?
Ted se tapó los oídos.
– No -contestó Ashling con un suspiro-. Bajó mucho el ritmo. Yo pensaba que era por mi culpa. Pero hicimos el amor después de que yo volviera de Cork. O sea que durante un tiempo se acostaba con las dos… ¿Por qué lo toleraría Clodagh? -se preguntó, como si hablara de un personaje de algún culebrón.
– A lo mejor ella no lo sabía -sugirió Joy-. Es posible que os mintiera a las dos. O quizá te estuviera utilizando a ti para presionar a Clodagh y conseguir que dejara a Dylan. -Joy se dio cuenta demasiado tarde de la crueldad de su comentario-. Lo siento -se disculpó-. Lo he dicho sin pensar… Pero ¿y Clodagh? Si yo tuviera que elegir entre Marcus y Dylan, no dudaría ni un instante. Ostras. Perdona. ¿Te apetecen unas patatas?
Ashling negó con la cabeza.
– ¿Te apetece algo? ¿Chocolate? ¿Palomitas de maíz? -Joy señaló el amplio surtido de productos de confitería que había sobre la cómoda de Ashling.
– No, y no me traigas nada más, por favor.
– ¿Piensas levantarte de la cama algún día?
– No -dijo Ashling-. Me siento tan… humillada.
– No les des esa satisfacción -dijo Joy con firmeza.
– Siento que todo el mundo me odia.
– Pero ¿por qué? ¡Tú no has hecho nada malo!
– Siento que todo el mundo está contra mí, que en ningún sitio estoy a salvo. Y me siento muy triste -añadió.
– Es lógico que estés triste.
– No; estoy triste por otras cosas. No puedo parar de pensar en Boo y en lo triste que es la vida que lleva. Y en la cantidad de gente que vive como él, pasando hambre y frío. En la pérdida de la propia dignidad, en lo denigrante…
Se interrumpió al ver la mirada que intercambiaban Joy y Ted, que venía a decir: «Está completamente chiflada». Sus amigos habían deducido que el trauma le había afectado gravemente. ¿Cómo podía ser que se preocupara por mendigos a los que ni siquiera conocía, cuando ella tenía ante sí un desastre tan tangible y tan real? No lo entendían. Pero había una persona que sí lo entendería.
De no haber estado tan trastornada, Ashling se habría estremecido de espanto. Así era como se sentía mi madre. Y entonces fue cuando hizo aquella sorprendente conexión. Maldita sea, creo que tengo una depresión.
Con flores o sin ellas, cuando Lisa llegó a la oficina y vio a Jack no pudo evitar sentir rabia y sentirse rechazada.
– ¿Cómo estás? -le preguntó él, observándola atentamente.
– Bien -contestó Lisa, susceptible.
– Te hemos echado de menos.
La miraba con cariño, pero sin lástima, y la ira de Lisa se evaporó. Reconoció que su conducta era infantil.
– ¿Quieres leer mi artículo sobre cosmética masculina? -Jack le enseñó un texto en el que afirmaba que los productos de Aveda eran «buenos», los de Kiehl «buenos» y los de Issey Miyake «buenos».
Lisa dejó el artículo encima de la mesa, guiñó un ojo y dijo:
– No lo haces del todo mal. -Debían de estar francamente preocupados por las bajas de Colleen si hasta Jack se había atrevido a escribir un artículo-. Y ¿dices que Ashling todavía no ha venido a trabajar? -No pudo disimular su suficiencia. Ella se iba a divorciar y había ido a la oficina, ¿no?
Ahora que volvía a estar allí se daba cuenta del impacto que había causado la revista, y de cómo todos sus esfuerzos para darle notoriedad habían dado frutos. Mientras Lisa estaba en la cama, convencida de que era la peor fracasada de todos los tiempos, se había convertido en una especie de estrella (solo en Irlanda, por supuesto, pero algo es algo).
Ya había recibido una oferta de empleo de otra revista irlandesa, y la habían llamado varios periodistas, unos interesados en hacerle una entrevista a fondo, y otros más interesados en utilizarla para hacer artículos de relleno del tipo «Mis vacaciones favoritas» y «Mi ideal de hombre».
Se permitió un momento de autocomplacencia, pero el inminente fin de semana con Oliver era más importante que el éxito de la revista. Tenía que estar completamente espectacular: para ello tenía que conseguir ropa de primera y arreglarse el cabello. Y las uñas. Y las piernas. No pensaba comer nada, por supuesto, para así poder comer normalmente con él…
– Es el Sunday Times -dijo Trix indicándole con un gesto el auricular del teléfono a Lisa-. Quieren saber de qué color llevas las bragas.
– Blancas -contestó Lisa, distraída, y Kelvin estuvo a punto de soltar una carcajada.
– Lo decía en broma -se quejó Trix-. Solo quieren preguntarte algo sobre los productos que usas para el cabello…
Pero Lisa no la estaba escuchando. Estaba hablando por teléfono con la oficina de prensa de DKNY.
– Queremos hacer un reportaje para el número de Navidad, pero necesitamos la ropa antes del viernes.
– Lisa, ¿podemos hablar un momento del sustituto de Mercedes? -preguntó Jack.
El que Mercedes los hubiera dejado en la estacada le produjo a Lisa otro ataque de rabia, pero hizo cuanto pudo para contenerla.
– Trix, llama a Ghost, Fendi, Prada, Paul Smith y Gucci. Diles que les dedicaremos varias páginas en el número de diciembre, pero solo si nos envían la ropa antes del viernes. Vamos -le dijo a Jack, y se dirigió hacia su despacho.
– Está tramando algo -comentó Trix sin dirigirse a nadie en particular. Echaba de menos a Ashling y Mercedes; no era agradable no tener a nadie con quien jugar.
Jack y Lisa repasaron las cuatro solicitudes recibidas para ocupar el cargo de editor de moda y decidieron entrevistar a los cuatro aspirantes.
– Y si ninguno sirve, pondremos un anuncio -dijo Lisa-. Hablando de otra cosa, Jack, ¿sabes de dónde puedo sacar un abogado?
Él reflexionó un momento.
– La empresa tiene un bufete. Si ellos no pueden ocuparse de lo tuyo, te recomendarán a alguien.
– Gracias.
– Y yo haré todo lo que pueda para ayudarte -le prometió Jack.
Ella lo miró con recelo. No podía negarlo: Jack le gustaba. Él seguía con aquella actitud cariñosa y solidaria que había mostrado desde el día en que ella se puso a llorar en su despacho por haberse quedado sin ir a los desfiles. Él no tenía la culpa de que ella hubiera decidido interpretar exageradamente aquella actitud.
El martes por la tarde sonó el teléfono de Ashling. Ashling, que contestó rápidamente. «Que sea Marcus -rezó-. Que sea Marcus.»
Pero se llevó un chasco al oír una voz de mujer. Era su madre.
– Ashling, cariño, queríamos saber cómo había ido la presentación, y te hemos llamado a la revista. Nos han dicho que no habías ido a trabajar. ¿Qué te pasa? ¿Estás enferma?
– No.
– Entonces ¿qué pasa?
– Estoy… -Ashling dudó en pronunciar la palabra tabú, pero acabó cediendo, con una mezcla de miedo y alivio-. Estoy deprimida -confesó.
Monica comprendió que aquel no era un simple caso de «estoy deprimida porque anoche se me olvidó grabar Friends». Ashling había tenido siempre mucho cuidado en no pronunciar jamás la palabra depresión refiriéndose a sí misma. Aquello iba en serio.
La historia se repetía.
– Mi novio me ha puesto los cuernos con Clodagh -explicó con un hilo de voz.
– ¿Con Clodagh Nugent? -Monica se encendió.
– Hace diez años que es Clodagh Kelly, pero en fin.
– ¿Estás muy mal?
– Llevo cinco días en la cama y no tengo intención de levantarme.
– ¿Comes?
– No.
– ¿Te aseas?
– No.
– ¿Tienes pensamientos suicidas?
– Todavía no. -Yupi. Una idea más.
– Cogeré el tren mañana por la mañana, cariño. Yo cuidaré de ti.
Monica suponía que su hija la enviaría a paseo, como de costumbre. Pero la única respuesta que obtuvo fue un resignado «Vale». El miedo se apoderó de ella: Ashling debía de estar muy mal.
– No te preocupes, cariño, buscaremos ayuda. No permitiré que pases por lo que pasé yo -prometió Monica con vehemencia-. Hoy en día las cosas son muy diferentes.
– Ya, ahora no es un estigma -repuso Ashling con indiferencia.
– No. Ahora hay mejores medicinas -replicó Monica.
El martes por la noche Joy y Ted intentaban tentar a Ashling con un nuevo cargamento de chocolatinas y revistas cuando sonó el timbre de la puerta. Se quedaron todos paralizados.
Por primera vez en varios días, el lánguido rostro de Ashling se iluminó.
– ¡A lo mejor es Marcus! -exclamó.
– Voy a decirle que se vaya a la mierda -anunció Joy dirigiéndose hacia la puerta.
– ¡No! -dijo Ashling con firmeza-. No; quiero hablar con él. Joy volvió al cabo de unos segundos.
– No es Marcus -dijo en voz baja. Ashling volvió a hundirse rápidamente en el fango-. Es el divino Jack.
Aquella inesperada visita sacó a Ashling de su letargo. ¿Qué quería Jack? ¿Despedirla por no haber ido a la oficina?
– ¿A qué esperas? ¡Ve a ducharte, por el amor de Dios! Hueles a tigre.
– No puedo -dijo Ashling con voz débil. Tan débil, que Joy comprendió que estaba perdiendo el tiempo. Se contentó con que se pusiera un pijama limpio, se cepillara el pelo y se lavara los dientes. Entonces Joy cogió dos botellas de colonia.
– ¿Happy o Oui? Happy -decidió-. Probemos el poder de lo sugerente. -Roció a Ashling de colonia y la empujó, como si fuera un muñeco a cuerda, en dirección al salón-. ¡Ánimo!
Jack estaba sentado en el sofá azul, con las manos colgando entre las rodillas. Aquella era una visión extrañísima. Pese a lo deprimida que estaba, esa idea venció su estupor. Jack pertenecía al mundo del trabajo, y sin embargo allí estaba, haciendo que el piso de Ashling pareciera aún más pequeño de lo que era.
El traje oscuro, el despeinado cabello y la corbata torcida le hacían parecer trastornado y agobiado por las preocupaciones. Ashling se quedó en el umbral, mirando cómo él intercambiaba pensamientos con el suelo de arce. Entonces ladeó la cabeza, vio a Ashling y sonrió.
Cuando Jack se levantó del sofá, cambió la luz de la habitación.
– Hola -dijo Ashling-. Siento no haber ido al trabajo ni ayer ni hoy.
– Solo he venido a ver cómo estás, no a meterte prisa para que vuelvas al trabajo.
Entonces Ashling recordó que él se había mostrado inesperadamente amable y comprensivo después de que Dylan le revelara la fatídica noticia.
– Intentaré ir mañana -dijo, aunque era tan probable como que escalara el Kilimanjaro.
– ¿Por qué no te tomas una semana de vacaciones e intentas volver el lunes? -sugirió Jack.
– De acuerdo. Gracias. -El alivio que le produjo no tener que enfrentarse al mundo de inmediato fue tan grande que ni siquiera discutió-. Mi madre va a venir a pasar unos días conmigo. Eso bastará para animarme a volver al trabajo, seguro.
– Ah, ¿sí? -dijo Jack con una sonrisa-. Un día tienes que contármelo.
– Sí. -Ashling no se sentía capaz ni de decirle la hora.
– ¿Cómo estás? -preguntó Jack.
Ashling vaciló. Aquel no era el tema más adecuado para hablar con tu jefe, pero ¿qué más daba? Ya nada importaba.
– Estoy muy triste -reconoció.
– Es lógico. El fin de una relación, el fin de una amistad…
– Pero no es solo eso. -Ashling intentaba comprender aquel intenso dolor-. Estoy triste por el mundo entero.
Se quedó mirando a Jack. Este debía de pensar que estaba chiflada.
– Y ¿qué más? -dijo él con dulzura.
– Solo veo tristeza y dolor a mi alrededor. Por todas partes.
– Weltschmerz -dijo Jack.
– Salud -dijo ella distraída.
– No -explicó Jack, riendo débilmente-. Weltschmerz significa algo así como «tristeza por el mundo» en alemán.
– ¿Hay una palabra para esto?
Ashling sabía que no era la primera persona que se sentía así. Sabía que su madre también había pasado por aquello. Pero si existía una palabra para describir aquel sentimiento, debía de haber muchas personas más que lo habían sentido. Aquello la consoló. Jack le enseñó una bolsa de papel blanca que llevaba.
– Mira, te he traído una cosa…
– ¿Qué es? ¿Pañuelos de papel? Tengo tantos que podría montar una tienda. ¿Uvas? No estoy enferma, sino solo… humillada.
– No; es… verás, es sushi.
Ella se sintió ofendida.
– ¿Me tomas el pelo?
– ¡No! Es que el día que lo comimos en la oficina me pareció que sentías curiosidad. -Como Ashling seguía muda, él prosiguió-: Pensé que te gustaría. No hay nada asqueroso, ni siquiera pescado crudo. Es básicamente vegetariano: pepino, aguacate, un poco de cangrejo. Un sushi para principiantes. Si quieres puedo explicarte paso por paso…
Pero la expresión de desconfianza de Ashling le hizo echarse atrás.
– Hummm… Bueno, pues te lo dejo aquí. Espero que te mejores. Ya nos veremos el lunes.
Cuando Jack se hubo marchado, Ted y Joy fueron al salón.
– ¿Qué hay en la bolsa?
– Sushi.
– ¡Sushi! ¿Cómo se le ocurre traerte sushi?
Formaron un corro alrededor de la bolsa de papel, observándola con recelo, como si fuera radiactiva.
– ¿Le echamos un vistazo? -propuso Ted.
– Si quieres… -dijo Ashling. Ted sacó la caja negra laqueada y, fascinado, contempló los pequeños rollitos de arroz dispuestos en pulcras hileras.
– No sabía que fuera así -comentó Joy.
– Y ¿qué es eso? -preguntó Ted señalando un saquito plateado.
– Salsa de soja -dijo Ashling sin entusiasmo.
– ¿Y esto? -Ted levantó la tapa de un pequeño envase de poliestireno.
– Jengibre.
– ¿Y esto? -Señaló un montoncito de pasta verde.
– No me acuerdo de cómo se llama -admitió Ashling-, pero pica mucho.
Tras una prolongada y cautelosa exploración, Ted cogió el toro por los cuernos.
– Voy a probarlo.
Ashling se encogió de hombros.
– Este parece de pepino. -Ted se lo metió en la boca-. Ahora me limpio el paladar con un poco de jengibre, y luego…
– No, no se hace así -le interrumpió Ashling con fastidio.
– Bueno, pues enséñame tú cómo se hace.