Clodagh despertó temprano. Eso no suponía ninguna novedad. Clodagh siempre despertaba temprano. Cuando tenías niños, pasaba eso. Si no pedían a gritos que les dieras de comer, se metían en tu cama, entre tu marido y tú, o entraban en la cocina a las seis y media un sábado por la mañana y se ponían a hacer un ruido ensordecedor con las cacerolas.
Esta mañana tocaba ruido ensordecedor con las cacerolas. Después Clodagh descubriría que Craig, su hijo de cinco años, le estaba enseñando a Molly, su hija de dos y medio, a hacer huevos revueltos. Con harina, agua, aceite de oliva, ketchup, salsa de carne, vinagre, coco, velas de cumpleaños y, por supuesto, huevos. Nueve huevos para ser exactos, con cáscara incluida. Clodagh sabía, por el tipo de ruido, que estaba pasando algo terrible en el piso de abajo, pero estaba demasiado cansada, o demasiado no sé qué, para levantarse e intervenir.
Con la mirada perdida, se quedó escuchando cómo los niños arrastraban las sillas por el suelo nuevo de piedra caliza, abrían y cerraban los armarios SieMatic recién instalados y maltrataban las cacerolas Le Creuset.
A su lado, todavía profundamente dormido, Dylan cambió de postura y le puso un brazo encima. Clodagh se le arrimó un momento, buscando alivio. Entonces, al notar la erección de él contra su estómago, la invadió un sentimiento automático de rechazo y se apartó con cautela.
Sexo no. No lo soportaba. Ella necesitaba cariño, pero cada vez que se acercaba al cuerpo de él en busca de consuelo, él se excitaba. Sobre todo por la mañana. Y Clodagh se sentía culpable cada vez que lo rechazaba. Pero no lo bastante culpable como para ceder.
Dylan tenía más posibilidades por la noche, sobre todo cuando ella se había tomado unas cuantas copas. Clodagh nunca lo mantenía a raya más de un mes, porque temía lo que eso podía significar. Así que cuando se acercaba el plazo siempre organizaba algún tipo de embriaguez y cumplía con él; en esas ocasiones, su entusiasmo y su inventiva estaban en proporción directa con la cantidad de ginebra que hubiera consumido.
Dylan volvió a acercarse a ella, y Clodagh se deslizó hacia el otro lado de la cama con una habilidad resultado de varios meses de práctica.
De pronto se oyó un estruendo alarmante en el piso de abajo.
– Malditos enanos -murmuró Dylan, adormilado-. Van a destrozar la casa.
– Voy a decirles algo. -Lo más prudente era levantarse.
Más tarde, cuando llegó Ashling, el descalabro de los huevos revueltos ya no era más que un lejano recuerdo, superado con creces por las atrocidades ocurridas en la mesa del desayuno.
Cuando Clodagh fue a abrir la puerta, estaba enfrascada en alguna complicada negociación con Molly, la niña de aspecto angelical y cabello rubísimo, relacionada con una rebeca.
– Hola, Ashling -dijo Clodagh distraídamente; acercó la cara a la de Molly e insistió, exasperada-: Esa rebeca te va pequeña, Molly. La llevabas cuando eras un bebé. ¿Por qué no te pones la rosa?
– ¡Noooo! -Molly intentó escabullirse.
– Tendrás frío. -Clodagh la sujetó por el brazo.
– ¡Noooo!
– Vamos a la cocina, Ashling. -Clodagh la arrastró por el pasillo-. ¡Craig! ¡Bájate de ahí!
Craig, el niño de aspecto también angelical y cabello también rubísimo, había trepado al armario de la esquina de la cocina y se estaba columpiando en el estante móvil, recostado contra los paquetes de pasta y de arroz.
Ashling encendió la tetera. De niñas, Ashling y Clodagh vivían en la misma manzana, y eran amigas íntimas desde la época en que para Ashling era más seguro estar en casa de Clodagh que en la suya.
Había sido Clodagh la que le había dado la noticia de que no tenía cintura. Y también la había iluminado sobre otros aspectos de su persona diciendo: «Qué suerte tienes de tener esa personalidad. Yo, en cambio, lo único que tengo es mi físico».
Eso no quiere decir que Ashling se sintiera ofendida. Clodagh no era malintencionada, sino sencillamente franca, y por otra parte habría sido una pérdida de tiempo negar su singular belleza. Era bajita y bien proporcionada, con la tez muy clara y una larga, rubia y reluciente melena. Una belleza, en fin, que colapsaba el tráfico. Aunque eso no tenía excesivo mérito en Dublín, donde de todos modos el tráfico siempre estaba colapsado.
Ashling tenía una noticia trascendental.
– ¡Tengo trabajo! -exclamó.
– ¿Desde cuándo?
– Me enteré hace una semana -admitió Ashling-, pero he tenido que trabajar hasta medianoche todos estos días, dejándolo todo preparado para la persona que me tiene que sustituir en Woman's Place.
– Ya me extrañaba que no me hubieras llamado. Venga, cuéntamelo todo.
Pero cada vez que Ashling lo intentaba, Craig se empeñaba en leerle un poco, con el libro del revés. En cuanto dejaba de ser el centro de atención, aunque fuera solo durante un segundo, el niño volvía a reclamar su protagonismo.
– Sal al jardín a columpiarte un rato -le sugirió su madre.
– Pero si está lloviendo.
– Eres irlandés. Tienes que acostumbrarte. ¡Venga! ¡Al jardín!
En cuanto Craig hubo salido, Molly pasó a primer plano.
– ¡Quiero! -declaró señalando el café que estaba tomando Ashling.
– No, cariño, eso es de Ashling -le explicó Clodagh-. No puedes bebértelo.
– Si quiere… -creyó oportuno decir Ashling.
– ¡Quiero! -insistió Molly.
– ¿No te importa? -dijo Clodagh-. Ya te preparo otro.
Ashling le acercó la taza a la niña, pero Clodagh la interceptó antes de que Molly la alcanzara; inmediatamente, la niña se puso a aullar.
– Solo voy a soplar un poco -la tranquilizó Clodagh-. Para que no te quemes la lengua.
– ¡Quiero! ¡Quiero! ¡Quiero!
– Está demasiado caliente, cielo. Te vas a quemar.
– ¡Quiero! ¡Quiero! ¡Quiero!
– Está bien. Pero bebe despacio, sin tirarlo.
Molly acercó los labios al borde de la taza, y luego dio un respingo gritando:
– ¡Pupa! ¡Caliente! ¡Buaaaa!
– Me cago en todo -masculló Clodagh.
– Cago en todo -repitió Molly con claridad.
– Eso -dijo Clodagh con una ferocidad que sorprendió a Ashling-. Me cago en todo.
Al oír los gritos de Molly, Dylan entró corriendo en la cocina.
– ¡Ashling! -Sonrió y se apartó un mechón rubio de la cara con una manaza-. Qué guapa estás. ¿Hay alguna noticia en el frente laboral?
– ¡Ya tengo trabajo!
– ¿Dónde? ¿En Mullingar, enlazando sementales desbocados?
– No, en una revista femenina.
– ¡Bien hecho! ¿Te pagan más?
Ashling asintió con orgullo. El sueldo que le habían ofrecido no era espectacular, pero al menos superaba la miseria que le habían pagado durante ocho años en Woman's Place.
– Y ya no tendrás que escribir aquellas horribles cartas del padre Bennett. Por cierto, ¿te has enterado de que El Consejero Católico ha quebrado? Lo leí en el periódico.
– Sí, la verdad es que al final he salido ganando -dijo Ashling, satisfecha-. Aquella lectora, la señora O'Sullivan de Waterford, me ha hecho un gran favor.
Dylan sonrió, pero de pronto se sobresaltó, pues había estallado una gran conmoción en el jardín. Craig se había caído del columpio y, a juzgar por sus gritos y aullidos, se había hecho un daño considerable. Ashling ya estaba revolviendo en su bolso en busca del remedio adecuado para ella.
– ¿Puedes ir tú? -dijo Clodagh mirando a Dylan con gesto de hastío-. Yo los tengo toda la semana. E infórmame de la gravedad de las heridas solo si es estrictamente necesario.
Dylan fue a investigar.
– ¿Quieres que vaya a ver qué le ha pasado a Craig? -preguntó Ashling, nerviosa-. Tengo tiritas.
– Yo también -repuso Clodagh, exasperada-. Cuéntame lo de tu trabajo, por favor.
– De acuerdo. -Ashling lanzó una última mirada de pesar hacia el jardín-. Se trata de una revista femenina, mucho más elegante que Woman's Place.
Cuando llegó a lo de la acalorada discusión de Jack Devine con aquella chica asiática que al final le había propinado un buen mordisco, Clodagh empezó a animarse.
– Sigue, sigue -dijo; le destellaban los ojos-. No hay nada que me ponga de mejor humor que oír a otros peleándose. Un día, la semana pasada, salía del gimnasio y vi a un hombre y una mujer metidos en un coche aparcado, pegándose unos gritos de miedo. ¡No te puedes imaginar cómo se gritaban! Y eso que tenían las ventanillas cerradas. Pues aquella escena me subió los ánimos para el resto del día.
– Yo no lo soporto -reconoció Ashling-. Lo encuentro muy desagradable.
– ¿Por qué, mujer? Ya, bueno, supongo que con tu… experiencia… Pero a la mayoría de la gente le encanta. Se dan cuenta de que no son los únicos que lo pasan mal.
– ¿Quién lo pasa mal? -preguntó Ashling, y adoptó una expresión de consternación.
Clodagh se abochornó un poco.
– No, nadie. Pero te envidio, de verdad. -Ya no podía contenerse-. Soltera, con un empleo nuevo… Tiene que ser muy emocionante.
Ashling se quedó muda de asombro. Para ella, la vida que llevaba Clodagh era el no va más. Un marido guapo y fiel con un negocio próspero; la elegante casa eduardiana en la distinguida población de Donnybrook. Nada que hacer en todo el día salvo calentar platos de pasta precocinados en el microondas, hacer planes para pintar unas habitaciones que no necesitaban que las pintaran y esperar a que Dylan llegara a casa.
– Y seguro que anoche saliste de marcha -añadió Clodagh con tono casi acusador.
– Sí, pero… Solo estuve en el Sugarclub, y volví a casa a las dos. Sola -añadió poniendo énfasis en aquel detalle-. Lo tienes todo, Clodagh. Dos niños maravillosos, un marido maravilloso…
¿Maravilloso? Clodagh se dio cuenta, sorprendida, de que hacía tiempo que no se le ocurría pensarlo. Admitió, con cierto recelo, que para tratarse de un hombre de treinta y tantos años, Dylan se conservaba bien: su estómago no se había convertido en un bulto cónico y fláccido a causa del exceso de cerveza, como les ocurría a la mayoría de los de su edad. Todavía se preocupaba por la ropa (más de lo que ella se preocupaba ahora, la verdad). Y se cortaba el pelo en una buena peluquería, no en el barbero del barrio, del que todo el mundo salía pareciéndose a su padre.
Ashling siguió protestando:
– … ¡y estás fantástica! Con dos hijos tienes mejor tipo que yo, y eso que yo no he tenido hijos, ni creo que vaya a tenerlos si no cambia pronto mi mala suerte con los hombres. ¡Ja, ja, ja!
Ashling estaba deseando que Clodagh sonriera, pero lo único que dijo su amiga fue:
– Es que lo tengo todo tan visto. Sobre todo a Dylan.
Ashling buscó desesperadamente algún consejo que darle.
– Solo tienes que recuperar la magia. Intenta recordar cómo era todo cuando os conocisteis.
¿De dónde había sacado aquello? Ah, sí, lo había escrito ella misma en Woman's Place, dirigiéndose a una mujer que se estaba volviendo loca porque su marido se había jubilado y lo tenía siempre pegado a las faldas.
– Ni siquiera me acuerdo de cuándo nos conocimos -confesó Clodagh-. Ah, espera. Claro que me acuerdo. Tú lo llevaste a la fiesta de cumpleaños de Lochlan Hegarty, ¿te acuerdas? Madre mía, parece que hayan pasado cien años.
– Tienes que esforzarte por conservar la ilusión -prosiguió Ashling, citándose a sí misma-. Organizar cenas románticas, incluso marcharon un fin de semana. Yo puedo quedarme a los niños cuando quieras. -Sintió cierta alarma después de hacer aquella precipitada promesa.
– Yo quería casarme -dijo Clodagh, como si hablara sola-. Dylan y yo parecíamos la pareja ideal.
– Creo que diciendo eso te quedas corta.
Ashling recordó el escalofrío que recorrió a todos los invitados en el momento en que Clodagh y Dylan se miraron por primera vez. Dylan era el chico más guapo de su grupo, e indudablemente Clodagh era la chica más guapa del suyo, y la gente afín siempre tiende a juntarse. Cuando Dylan y Clodagh intercambiaron aquella mirada fatal, Ashling tenía una cita con Dylan (la primera y la última). Pero aquella mirada acabó con ella. Ashling nunca se lo había echado en cara a ninguno de los dos. Estaban hechos el uno para el otro, y lo mejor que podía hacer ella era ser comprensiva y aceptarlo.
Clodagh chascó la lengua y dijo:
– La verdad es que no me puedo quejar. Al menos no podré quejarme cuando haya pintado el salón.
– ¿Otra vez?
No hacía nada que Clodagh había cambiado la cocina. Es más, también hacía nada que había pintado el salón.
Por la tarde, cuando volvía a casa, Ashling entró en un Tesco a comprar comida. Metió en la cesta un montón de paquetes de palomitas de maíz para preparar en el microondas y se dirigió a la caja para pagar.
La mujer que tenía delante en la cola ofrecía un aspecto tan impecable y con tanto estilo que Ashling no pudo evitar inclinarse un poco hacia atrás para admirarla mejor. Llevaba un pantalón de chándal, como Ashling, zapatillas de deporte y una rebeca, pero a diferencia de Ashling, todo tenía un aspecto lustroso y deseable. Como la ropa antes de que la laves por primera vez y pierda el lustre de lo recién estrenado.
Llevaba unas zapatillas Nike rosa que Ashling había visto en una revista, pero que todavía no se vendían en Irlanda. La mochila de nailon hacía juego con la espuma rosa del interior del talón de las zapatillas. Y tenía un cabello precioso: brillante y suelto, grueso y lustroso, como ella nunca conseguiría tenerlo.
Ashling, fascinada, se fijó en el contenido de la cesta de aquella mujer. Siete latas de batidos acalóricos de fresa, siete patatas, siete manzanas y cuatro… cinco… seis… siete tabletas de chocolate individuales. Ni siquiera había puesto las tabletas de chocolate en una misma bolsa; era como si las considerara siete compras individuales.
Un misterioso e irresistible instinto le dijo a Ashling que aquella mísera compra constituía la compra semanal de aquella mujer. O eso, o estaba abasteciendo un piso franco para Gruñón, Sabio, Mudito, Feliz y como quiera que se llamaran los otros tres.