En cuanto Clodagh cerró la puerta de la calle, Molly y Craig rompieron a llorar desconsoladamente. Clodagh miró, afligida, a su marido y se volvió con intención de entrar de nuevo en la casa.
– ¡No! -ordenó Dylan.
– Pero si…
– Se callarán dentro de un rato.
Clodagh subió al taxi y se resignó a que la llevaran al centro, aunque se sentía como si la hubieran partido en dos. Maldito amor incondicional, pensó con amargura. Era una carga terrible.
Tenían mesa reservada en L'Oeuf para las siete y media (les habían dado a elegir entre las siete y media y las nueve, y a Clodagh le pareció que las nueve era demasiado tarde. Generalmente a esa hora ya dormía. Le gustaba dormir un poco antes de las cuatro de la madrugada, cuando tenía que levantarse para cantar canciones infantiles a oscuras, durante una hora). Dylan y Clodagh fueron los primeros comensales que llegaron al restaurante. Avanzaron, silenciosos y solemnes, por la sala adornada con columnas griegas, blanca y vacía, y Clodagh se angustió aún más por su vestido, que provocaba miradas de asombro a los empleados con cara de culo. Intentó tirar de él hacia abajo para que pareciera más largo, y corrió a refugiarse en una mesa. Llevaba demasiado tiempo sin salir, y ya no sabía qué era lo que se llevaba. Se sentó, escondió rápidamente los muslos bajo el mantel y pidió un gin-tonic.
Mientras Clodagh leía detenidamente la carta, del tamaño de un periódico, doce o catorce empleados vestidos de blanco y negro esperaban en posición de firmes en diversos puntos de la silenciosa sala. Cuando Clodagh levantó la mirada de la carta, vio que todos habían cambiado de sitio, aunque ni ella ni Dylan los habían visto moverse.
– Esto parece una película de ciencia ficción -susurró Clodagh.
La risa de Dylan resonó en la sala vacía; de pronto Clodagh experimentó una vez más aquella extraña sensación: que no lo conocía. Sin embargo, aquel era el hombre de sus sueños, el hombre que le había hecho temer que moriría si no lo conseguía. Conmovida por el recuerdo de aquel amor tan intenso, Clodagh se quedó muda. Estaba perpleja porque no se le ocurría ni una sola cosa que decirle.
Solo duró un segundo. Luego Clodagh se dio cuenta de que tenía muchas cosas de que hablar con su marido. Pero si es Dylan, por el amor de Dios, se dijo aliviada.
– ¿Crees que debería llevar a Molly al médico?
Dylan no contestó.
– Si no deja pronto la huelga de hambre, tendré que hacerlo -prosiguió Clodagh-. No puede subsistir a base de chocolate y…
– ¿Qué vas a pedir de primer plato? -la interrumpió Dylan bruscamente.
– ¡Oh! Pues… no lo sé.
– La carta es espectacular -observó él.
– Sí, sí.
– ¿No puedes olvidarte de los niños durante un par de horas?
– Lo siento. Te agobio, ¿no?
– Un poco -admitió él, exasperado.
Clodagh empezó a calmarse. Al fin y al cabo, estaba en un restaurante maravilloso con su maravilloso marido. Estaban bebiendo gin-tonics y comiendo pan de ajo. Pronto les servirían platos deliciosos y vino de solera, y sus hijos estaban a salvo en casa con dos personas que no eran ni pedófilos ni maltratadores. ¿Qué más podía pedir?
– Lo siento -repitió, y esta vez se puso a leer la carta en serio-. Vaya, tienes razón -admitió-. Oh, mira. Tienen mejillones. Y soufflé de queso de cabra. ¡Ostras! ¿Qué puedo pedir?
– Primer plato o sopa -dijo Dylan, pensativo-, esa es la cuestión.
– ¿«O»? -dijo Clodagh, desafiante-. ¿Cómo que «o»? Supongo que habrás querido decir «y».
Pidió con la desesperación de quien raramente sale a cenar, dispuesta a sacarle el máximo provecho a aquella situación inhabitual. Primeros platos, sorbetes, sopas y guarniciones; segundos platos, vino tinto, vino blanco y agua.
– ¿Con gas o sin gas? -preguntó el camarero con la mano dolorida. Ahora sabía cómo debió sentirse Tolstoi cuando escribía Guerra y paz.
Clodagh se quedó mirándolo con gesto de asombro. ¿Acaso no era evidente?
– ¡Ambas!
– Muy bien.
– ¿Hay algo más que podamos pedir? -preguntó Clodagh, estremeciéndose de placer, cuando el camarero se hubo marchado.
– De momento no -contestó Dylan, risueño, contagiado del entusiasmo de su esposa-. Pero espera a que nos hayamos zampado este cargamento.
– ¿Tomaremos postre y queso?
– Claro que sí. Y café irlandés.
– Y vino de postre. Y pastelillos.
– Y café francés.
– Mais oui! Hasta es posible que me fume un puro.
– Así me gusta.
Cuando ya se habían comido un par de platos, Clodagh empezó a sentirse más cómoda, pero seguía preocupada porque no podía relajarse. Entonces se dio cuenta de cuál era el problema.
– Hace tanto tiempo que no ceno sin que me interrumpan que no me acostumbro -dijo-. Me dan ganas de levantarme y cortarles la comida a los demás… ¿Ves a aquel tipo de allí? -dijo señalando a un individuo con pinta de artista neoyorquino que jugaba con su comida-. Me gustaría pinchar un trozo de su filete de ternera con el tenedor y decirle: «¡Abre la boquita!». Es más, creo que voy a hacerlo.
Dylan se quedó de piedra cuando la vio levantarse. Pero entonces ella se detuvo y torció el cuerpo a uno y otro lado, nerviosa.
– ¿Qué pasa? ¿Por qué estoy pegada a la silla? -Bajó una mano para investigar-. Tengo una mancha de algo negro y pegajoso en el trasero. Parece alquitrán. Maldita sea, con lo que me gustaba este vestido nuevo. ¿Cómo me lo habré hecho? -Acercó los dedos a la nariz, indecisa; los olisqueó y rompió a reír-. Es -mermelada de moras. Habrá sido Molly, la muy cochina. Es un caso, ¿verdad que sí?
– Es una monada. -Dylan también estaba un poco achispado.
– ¿Crees que estarán bien? -preguntó Clodagh, angustiada.
– ¡Claro que sí! Además, Ashling y Ted tienen el número del móvil. Si pasa algo nos llamarán.
– Como qué. ¿Qué podría pasar?
– Nada.
– Déjame el móvil. Voy a llamarlos.
– ¿Por qué no intentas olvidarte de los niños aunque solo sea por una noche? -suplicó él-. Solo hace una hora que hemos salido de casa.
– Tienes razón. Me estoy comportando como una idiota.-Volvió a mirar su plato de sopa de pescado-. No, no aguanto más -dijo de pronto-. Déjame el móvil.
Dylan exhaló un suspiro y se lo dio.
– Hola, Ted. Soy Clodagh. Solo llamaba para ver si todo va bien.
– Nos lo estamos pasando en grande -mintió Ted mientras Ashling les tapaba la boca a Craig y Molly.
– ¿Me los pasas un momento?
– Es que… ahora están ocupados. Jugando. Sí, eso es. Están jugando con Ashling.
– Ah, vale. Pues hasta luego.
– Es desesperante -dijo con voz lastimera mientras cerraba el teléfono-. Se pasan toda la semana martirizándome, no puedo separarme de ellos ni cinco minutos, y una noche que salgo a cenar ¡me preocupo por,, ellos!
– Si quieres podemos volver a casa -dijo Dylan-. Podemos comer patatas fritas de bolsa y escuchar una inacabable lista de exigencias.
– Hombre, si lo planteas así… Lo siento, Dylan. La verdad es que lo estoy pasando muy bien. Me siento muy a gusto.
No podía decirse lo mismo de Ashling y Ted. Craig y Molly habían tardado una eternidad en dejar de llorar cuando sus padres se marcharon. Finalmente se habían tranquilizado, pero solo después de que se apropiaran del televisor para ver La sirenita, y Ted tuviera que renunciar a ver el programa Stars in their Eyes.
– Y hoy es la noche de los famosos -protestó Ted.
Para pasar el rato, Ted examinó la enorme colección de LP y CD de Dylan, con envidia y admiración, exclamando cada vez que encontraba alguno especialmente raro.
– Mira este. Catch a Fire, de Bob Marley. ¡Con la funda original! ¿De dónde lo habrá sacado el muy desgraciado?
A Ashling no le interesaba saberlo. Los hombres y sus colecciones de discos. Phelim hacía lo mismo.
– ¡Hostia! -exclamó Ted-. ¡Los dos primeros álbumes de Burning Spear editados por Studio One! Creía que solo podías conseguirlos en Jamaica.
– Dylan y Clodagh fueron a Jamaica de luna de miel -explicó Ashling con tono deliberadamente inexpresivo.
– Los hay con suerte -comentó él con nostalgia-. La colección completa de Billy Holiday editada por Verve -prosiguió Ted, como si estuviera a punto de vomitar-. ¿Dónde la habrá conseguido? ¡Yo llevo anos buscándola!
»¡Ajá! -gritó, y se abalanzó sobre otro disco-. ¡Ya he encontrado su secreto vergonzoso! ¿Qué hace aquí un álbum de Simply Red? Tu amigo no es tan moderno como creíamos…
– Siento decepcionarte, pero ese disco es de Clodagh.
– ¿A Clodagh le gusta Simply Red? -dijo Ted con cara de asco.
– Al menos, le gustaba.
– Bueno, si dices que le gustaba, no es tan grave -replicó él con alivio. Tenía a Clodagh por una diosa, pero si resultaba que le gustaba Mick Hucknall, tendría que replanteárselo. Una diosa no podía permitirse semejante lapsus de mal gusto.
Cuando terminó La sirenita, Craig y Molly exigieron más distracciones. Pero cuando Ted empezó a contarles chistes de búhos, Molly le dijo que se marchara a casa ¡ya!, y Craig se puso a llorar. A Ted le sentó muy mal, sobre todo cuando Ashling les hizo reír a carcajadas escondiéndose detrás de una bolsa de papel y reapareciendo.
– Malditos cabroncetes -masculló-. Hay gente que daría un brazo por esta oportunidad.
– Sí, pero ellos son niños.
Craig empezó a tirarle de la manga a Ashling, pidiéndole un 7-Up. Como Ashling no le dio el refresco inmediatamente, volvieron a surgir las lágrimas.
– Es un niño mimado -comentó Ted con mordacidad.
– No es verdad.
– Claro que sí. Si viviera en Bangladesh, trabajaría dieciocho horas diarias en una fábrica. Entonces sí tendría motivos para llorar.
Fue una noche muy larga. Ashling y Ted tuvieron que utilizar un arsenal inagotable de risas, cuentos, caramelos, cosquillas, refrescos, pases de camión, fútbol de Barbies y el clásico por excelencia: la bromita de esconder la mano en la manga.
– ¿Dónde está la mano de Molly? -preguntó Ted cansinamente mientras la niña escondía una mano en la manga por enésima vez-. ¡Oh! -exclamó con aburrimiento-. Molly ha perdido una mano. Alguien se la ha robado. -Entonces Molly volvió a sacar la mano, triunfante, y Ted exclamó-: ¡Oh, qué sorpresa! ¡La ha encontrado! ¿Dónde está la mano de Molly…?
Luego llegó la hora de acostarse, pero conseguir que los niños se metieran en la cama y se quedaran allí resultó una tarea casi imposible.
– Si no dormís, vendrá el coco -los amenazó Ted.
– El coco no existe -replicó Craig con vehemencia-. Me lo ha dicho mamá.
Ted recapacitó. Tenía que haber algo que le diera miedo.
– Está bien. Si no dormís, vendrá Mick Hucknall.
– ¿Quién es ese?
– Ahora te lo enseño. -Ted bajó al salón, cogió el CD de Simply Red y subió corriendo al cuarto de los niños-. Mira, este es Mick Hucknall.
Ashling, que estaba abajo disfrutando de un momento de tranquilidad, miró hacia arriba, asustada, cuando se desató una algarabía de gritos en el piso superior. Poco después apareció Ted, con aire contrito y sospechoso.
– ¿Qué pasa? -le preguntó Ashling.
– Nada.
– Será mejor que vaya a ver.
Ashling se quedó un rato con Craig, intentando calmarlo.
– Pero ¿qué le has dicho? -le preguntó a Ted cuando volvió a bajar-. Está desconsolado.
Dylan y Clodagh llegaron a casa envueltos en ese halo de cariño que hace que los demás se sientan excluidos y faltos de amor. Entraron tambaleándose; Clodagh rodeaba a Dylan por la cintura, y él tenía una mano en el trasero de ella (en el lado no manchado de mermelada de moras).
En cuanto se despidieron de Ashling y Ted, Clodagh le guiñó un ojo a Dylan, señaló la escalera y dijo: «¿Vamos?». Hacía exactamente cuatro semanas que no hacían el amor, pero el alcohol había despertado en Clodagh tanta magnanimidad que habría propuesto una sesión extra aunque no hubiera tocado.
– Voy a apagar las luces y cerrar las puertas -dijo Dylan.
– Date prisa -dijo ella con coquetería, con la tranquilidad que le daba saber que él se tomaría su tiempo.
Hacía mucho que no se entretenían en desnudarse el uno al otro. Clodagh ya estaba desnuda bajo el edredón cuando Dylan entró en el dormitorio; tras un frufrú de licra y algodón que duró treinta segundos, él también se metió desnudo en la cama. Clodagh se tumbó boca arriba, cerró los ojos y se dejó besar durante unos minutos; luego, como siempre, Dylan pasó a sus pezones. Cuando terminó con ellos, hubo una lucha silenciosa y no reconocida, pues aquel era el punto en que Dylan solía deslizarse por el cuerpo de ella para hacerle un cunnilingus, pero Clodagh no lo soportaba. Lo encontraba muy aburrido, y no hacía más que añadir unos minutos más a todo el proceso. Esta vez ganó ella, que consiguió cortarle el paso. Entonces Clodagh pasó directamente a la felación, que duró entre cuatro y cinco minutos; el final era la señal de que Dylan ya podía penetrarla. En ocasiones especiales, como cumpleaños o aniversarios, Clodagh se ponía encima. Pero esta noche no tocaba la versión de lujo, sino la postura estándar del misionero. Se abrazó a Dylan y juntos iniciaron una cómoda danza con la que estaban familiarizados. Clodagh admitió que, una vez puestos, no estaba tan mal. Lo que le fastidiaba era tener que pensar en ello de antemano. Dylan, como de costumbre, esperó a que ella fingiera correrse y luego aceleró el ritmo, moviéndose como si lo estuvieran cronometrando. Ya va siendo hora de que cambiemos esta habitación, pensó Clodagh mientras él empujaba en medio de fuertes gemidos y resuellos. La moqueta no está del todo mal, pero me gustaría pintar las paredes de otro color.
– ¡Dios mío! -exclamó Dylan sujetando a Clodagh por las nalgas y empujando a mayor velocidad aún-. ¡Dios mío! ¡Dios mío!
Automáticamente, Clodagh respondió con un gemido distraído. Eso solía acelerar las cosas. Violeta y crema, quizá. Dylan se contrajo espasmódicamente y se derrumbó con un gruñido. La única diferencia con las últimas veces fue que no los interrumpió ningún niño gritando para meterse también en la cama.
Quince minutos en total, y libres hasta el próximo mes. Clodagh suspiró, satisfecha. Suerte que Dylan no era de esos hombres que se empeñan en hacerte el amor toda la noche. De ser así, se habría suicidado hacía mucho tiempo.
Ted y Ashling recorrieron zumbando las calles oscuras hacia el Cigar Room para tomar algo antes de irse a casa. Cuando desmontaron de la bicicleta, Ted se dio una palmada en la frente con un gesto que parecía ensayado.
– ¡Ostras! -exclamó con un enojo al que le faltaba convicción-. Me he dejado la chaqueta en casa de Clodagh. Tendré que llamarla un día de estos para ir a recogerla.
En una casa de una esquina inhóspita frente al mar, en Ringsend, Jack y Mai daban fin al polvo de la reconciliación. Jack había sorprendido a Mai presentándose en su piso y disculpándose por no haberla recibido con el cariño que ella esperaba el día anterior en la oficina. Luego se la llevó a su casa, donde después de darle de comer y beber, la llevó a la cama.
Jack estaba tan sorprendentemente cariñoso que mientras hacían el amor ella no fingió que miraba el reloj, como solía hacer. En un par de ocasiones, últimamente, Mai había utilizado incluso el mando a distancia para encender el televisor mientras le daban duro. Jack se había puesto furioso. «Es más interesante que lo que me haces tú», se justificó ella, aunque no era verdad. Pero así Jack se sentía inseguro, y ella dominaba la situación.
Después del polvo, se quedaron un rato tumbados en silencio, hasta que Jack dijo:
– Eres maravillosa.
– Ah, ¿sí? -Mai se apoyó en el codo y le lanzó una sonrisa maliciosa y provocativa-. Solo que tengo un gusto espantoso para los hombres, ¿no? -Se preparó para la réplica hiriente de Jack, pero él se limitó a enroscar los dedos en la larga melena de su novia-. ¿Estás bien? -le preguntó, sorprendida.
– Increíblemente bien. ¿Por qué?
– Por nada.
Mai estaba desconcertada. ¿Qué hacía Jack que no se ponía sarcástico?
– Mañana por la tarde voy a ir a ver a mis padres -comentó él.
Mai puso los ojos en blanco.
– ¡Fantástico! Y a mí ¿qué? Que me zurzan, ¿no?
Aquella era una de sus peleas favoritas: el escaso tiempo que Jack le dedicaba a Mai. Pero él interrumpió su perorata diciendo:
– ¿Quieres venir conmigo?
– ¿Adónde? -Mai no entendía nada-. ¿A conocer a tus padres?
Jack asintió con la cabeza, y ella protestó:
– Pero ¿qué voy a ponerme? Antes tendría que pasar por casa para cambiarme.
– No te preocupes.
Mai lo miró de soslayo. Aquello era muy raro. ¿No sería que todos sus juegos y manipulaciones habían surtido efecto? ¿No sería que finalmente había conseguido hacer con Jack lo que ella quería?