El sábado por la tarde, cuando el avión de Lisa aterrizó en Dublín, estaba lloviendo a mares. Al despegar de Londres, Lisa pensó que no podía sentirse peor, pero el primer vistazo a Dublín bajo la lluvia le hizo comprender que se había equivocado.
Dermot, el taxista que la llevó al centro, no hizo más que empeorar su estado de ánimo. Era un individuo parlanchín y amable, y Lisa no estaba para taxistas parlanchines y amables. Pensó con nostalgia en el psicópata armado con un Uzi que podría haber conducido su taxi si estuviera en Nueva York.
– ¿Tiene usted familia aquí? -le preguntó Dermot.
– No.
– ¿Un novio, entonces?
– No.
Como Lisa se resistía a hablar de ella, el taxista decidió hablar él.
– Me encanta conducir -le confió.
– Qué bien -repuso Lisa con maldad.
– ¿Sabe qué hago cuando tengo fiesta?
Lisa lo ignoró.
– ¡Voy a dar un paseo en coche! Sí, señora. Y no crea que voy solo hasta Wicklow, por ejemplo. Me voy lejos, lejos. Hasta Belfast, o Galway, o Limerick. Un día llegué a Letterkenny, que está en Donegal. Es que me encanta mi trabajo.
No paró de hablar durante todo el trayecto por las sucias y mojadas calles de Dublín. Cuando llegaron al hotel, situado en Harcourt Street, el taxista la ayudó a entrar sus bolsas y le deseó una feliz estancia en Irlanda.
El aparthotel Malone pertenecía a un extraño y nuevo género de hospedaje: no tenía bar, ni restaurante ni servicio de habitaciones; de hecho no tenía nada, salvo treinta habitaciones, cada una con una pequeña zona de cocina. Lisa tenía reserva para dos semanas, y confiaba en encontrar algún sitio donde vivir antes de que hubiera transcurrido ese tiempo.
Aturdida, colgó un par de cosas, miró por la ventana, que daba a una calle gris y congestionada, y luego bajó para inspeccionar aquella ciudad que se había convertido en su hogar.
Ahora que ya estaba allí, el impacto la sacudió con fuerza inaudita. ¿Cómo había podido torcerse tanto su vida? Debería estar paseando por la Quinta Avenida, en lugar de por aquel poblacho empapado.
Según la guía que había comprado, solo hacía falta medio día para recorrer Dublín y ver todos los lugares importantes. ¡Como si eso fuera algo de lo que enorgullecerse! Efectivamente, le bastaron dos horas para localizar los puntos de interés (es decir, de compras) al norte y al sur del río Liffey. Era peor de lo que se había imaginado: nadie vendía productos La Prairie, zapatos Stephane Kélian, Vivienne Westwood ni Ozwald Boeteng.
«¡Qué desastre! Esto es un pueblo de mala muerte», pensó al borde de la histeria.
Quería irse a casa. Añoraba tanto Londres, y entonces, a través de la neblina, distinguió algo que le levantó el ánimo: ¡un Marks & Spencer!
Por lo general, Lisa no pisaba las tiendas Marks & Spencer: la ropa era demasiado sosa, la comida demasiado tentadora; pero hoy se precipitó hacia la entrada como una disidente perseguida en busca de asilo en una embajada extranjera. Contuvo el impulso de apoyarse, jadeando, contra la cara interna de la puerta. Pero si lo hizo fue únicamente porque la puerta era automática. A continuación se sumergió en la sección de alimentación, porque allí no había ventanas, de modo que podía dar rienda suelta a sus fantasías.
«Estoy en la tienda de High Street Kensington -se dijo-. Dentro de nada voy a salir y voy a pasar por Urban Outfitters.»
Se paró ante los expositores de fruta fresca. «No, mejor aún -decidió-. Estoy en la tienda de Marble Arch. En cuanto termine aquí iré a South Molton Street.»
Le producía un curioso consuelo saber que las ensaladas de melón que tenía delante formaban parte de la diáspora de ensaladas de melón de todas las tiendas de Londres. Apretó ligeramente la tensa tapa de celofán de uno de los envases y tuvo cierta sensación de reconocimiento, débil pero real.
Cuando se hubo tranquilizado entró en un supermercado normal y corriente e hizo la compra de la semana. La rutina la ayudaría a no volverse loca; al menos, la había ayudado otras veces en el pasado. Luego fue caminando hacia casa, con la capucha de la rebeca puesta para proteger su cabello de la lluvia que había empezado a caer de nuevo. Sacó las siete latas de batido de fresa y las colocó ordenadamente en el armario; las patatas y las manzanas las puso en la pequeña nevera, y las siete tabletas de chocolate en un cajón. Y ahora, ¿qué? Sábado por la noche. Sola en una ciudad que no conocía. Sin nada que hacer más que quedarse en casa viendo… Entonces reparó en que no había televisor en la habitación.
El golpe fue tan tremendo que rompió a llorar como una Magdalena. ¿Qué iba a hacer ahora? Ya había leído el Elle, el Red, el New Woman, el Company, el Cosmo, el Marie Claire, el Vogue y el Tatler de aquel mes, y las revistas irlandesas con las que a partir de ahora tendría que competir. Supuso que podía leer un libro. Si lo tuviera. O un periódico, pero los periódicos eran tan aburridos y deprimentes… Al menos tenía ropa que colgar. Así que, mientras las calles se llenaban de jóvenes que iniciaban una noche de borrachera, Lisa fumó, desdobló vestidos, faldas y chaquetas y las colgó en las perchas, alisó rebecas y tops y los guardó en cajones, ordenó botas y zapatos formando una hilera casi militar, colgó bolsos… De pronto sonó el teléfono, sacándola de aquella balsámica rutina.
– ¿Diga? -E inmediatamente lamentó haber contestado-. ¡Oliver! -Mierda-. ¿De dónde has…? ¿Cómo has conseguido este número?
– Me lo ha dado tu madre.
Por qué no se meterá en sus asuntos.
– ¿Cuándo pensabas decírmelo, Lisa?
Nunca, la verdad.
– Pronto. Cuando hubiera encontrado un apartamento.
– ¿Qué has hecho con nuestro piso?
– Lo he alquilado. No te preocupes, recibirás la parte que te corresponde.
– Y ¿por qué Dublín? Creí que querías ir a Nueva York.
– Dublín me interesaba más profesionalmente.
– Qué dura eres, Lisa. Bueno, espero que seas feliz -dijo con un tono que significaba que esperaba precisamente todo lo contrario-. Espero que todo haya valido la pena.
Y colgó.
Lisa miró a la calle y se puso a temblar. ¿Había valido la pena? Ya podía asegurarse de que sí. Convertiría Colleen en la revista de mayor éxito del país.
Dio una honda calada al cigarrillo, y lo encendió de nuevo porque creyó que se le había apagado. No se había apagado; lo que pasaba era que ya no aliviaba su dolor. Necesitaba algo. El chocolate la llamaba desde el cajón, pero Lisa se resistió. El hecho de que estuviera fatal no era excusa para superar las mil quinientas calorías diarias.
Al final cedió. Se acurrucó en una butaca, retiró lentamente el envoltorio y pasó los dientes por el borde de la tableta, desprendiendo finas virutas, hasta que se lo terminó. Tardó una hora.