61

Pasado un mes del desastre, Ted volvía a actuar en una función de cómicos, un sábado por la noche. Marcus también estaba en el programa.

– Espero que no te importe -dijo Ashling intentando sonar alegre-, pero no iré a animarte, Ted.

– No te preocupes. No pasa nada. ¡Es lógico!

– De todos modos, tarde o temprano tendrás que empezar a salir otra vez -intervino Joy.

Ashling se estremeció. No quería ni pensarlo.

– Los extraños no existen -terció Ted para animarla-, solo son amigos a los que todavía no conoces.

– Mejor aún -le corrigió Joy-: los extraños no existen, solo son novios a los que todavía no conoces.

– Ex novios a los que todavía no he conocido -sentenció ella hoscamente.

Ashling pasó toda la semana en tensión, hasta que el sábado por la tarde volvió a ver a Ted. Intentó no preguntárselo, pero al final se rindió.

– Perdona, Ted, pero ¿estaba él?

Ted asintió, y Ashling, aún más apagada, dijo:

– ¿Te preguntó por mí?

– Es que no hablé con él -se apresuró a contestar Ted. Tenía la sensación de que caminaba por un campo de minas.

Ashling se llevó un chasco. Ted debería haber hablado con él, para que Marcus pudiera preguntarle por ella. Aunque si hubiera hablado con él, ella se habría sentido traicionada.

Bajó aún más la voz y, sobreponiéndose, preguntó:

– ¿Y ella? ¿Estaba?

Ted asintió, sintiéndose un poco culpable.

Ashling se sumió en un silencio taciturno. Aunque le habría gustado que fuera de otro modo, sabía que Clodagh iría a la función, porque Dylan pasaba la noche de los sábados con los niños, con lo cual ella podía salir. Ashling maldijo su memoria, que había retenido cada uno de los detalles que Dylan le había dado sobre los dos tortolitos. Habría preferido no saber nada, pero la tentación era irresistible, como la de arrancarse una costra.

Se imaginó a Clodagh contemplando embelesada a Marcus, y a Marcus contemplando embelesado a Clodagh. Permaneció tanto rato callada que Ted empezó a pensar que Ashling no iba a hacerle más preguntas. Poco a poco fue relajándose, pero… ¡no! Con voz entrecortada, Ashling le preguntó:

– ¿Parecían muy enamorados?

– No, qué va -contestó Ted, evitando comentar que antes de empezar su número Marcus había dicho: «Dedico mi actuación de hoy a Clodagh».


Después de que Craig los sorprendiera en la cama, Marcus había convencido a Clodagh de que, de perdidos, al río. Ahora se quedaba a dormir casi todas las noches, y las cosas iban mejor de lo que se habían imaginado. Los niños parecían haber aceptado a Marcus y había ocasiones, como esta, en que Clodagh tenía la impresión de que todo estaba en armonía.

Estaban todos sentados alrededor de la mesa de la cocina; Molly dibujaba flores, Craig hacía sus deberes, con la ayuda de Clodagh, y Marcus preparaba unos gags.

Se respiraba un apacible ambiente de unidad y sincero empeño.

– Clodagh, ¿puedo probar este gag contigo? -preguntó Marcus.

– Espera diez minutos. Quiero que Craig termine sus deberes.

Al cabo de un rato, Marcus volvió a interrumpir a Clodagh, que le estaba enseñando por enésima vez a su hijo cómo hacer una Q más grande.

– ¿Puedo ahora, Clodagh?

– Diez minutos más, cariño, y estaré por ti.

A continuación la puerta de la cocina se cerró de golpe. Clodagh levantó la cabeza. ¿Qué había pasado?

Echó un vistazo a la mesa, vio quién faltaba y comprendió que Marcus se había marchado.


Eran las siete y media de la tarde de un jueves de finales de octubre, y Ashling y Jack eran los únicos que quedaban en la oficina. Jack apagó la luz de su despacho, cerró la puerta y se paró junto a la mesa de Ashling.

– ¿Qué tal te va? -preguntó, indeciso.

– Muy bien. Estoy acabando el artículo sobre las prostitutas.

– No; me refería… en general. Con la terapia y todo eso. ¿Te ayuda en algo?

– No lo sé. Quizá sí.

– Como dice mi madre, el tiempo todo lo cura -la tranquilizó-. Recuerdo que la última vez que sufrí un desengaño amoroso creía que jamás me recuperaría…

Ashling lo interrumpió:

– ¿Tú sufriste un desengaño amoroso?

– ¿Qué pensabas? ¿Que no tengo corazón?

– No, pero…

– Venga, admite que lo pensabas.

– No -insistió Ashling, pero tuvo que mirar hacia otro lado para ocultar su sonrisa y su rubor-. ¿A quién te refieres? ¿A Mai? -preguntó con curiosidad.

– No, a la chica con la que salía antes de salir con Mai. Dee. Fuimos novios mucho tiempo, hasta que ella me dejó, y finalmente lo superé. Tú también lo superarás.

– Sí, pero Jennifer, la psicoterapeuta, dice que no solo me enfrento a un desengaño amoroso.

– Entonces ¿a qué te enfrentas?

Se lo preguntó con tanta ternura que Ashling se soltó y le habló de la depresión de su madre y de los mecanismos que ella había desarrollado para hacer frente a aquella situación.

– De ahí me viene lo de doña Remedios -acabó.

Jack estaba profundamente afligido.

– Lo siento -se apresuró a decir-. Perdóname por haber…

– No pasa nada. Es la verdad.

– ¿Tú crees? ¿Por eso llevas todas esas cosas en el bolso, y por eso eres tan servicial?

– Eso es lo que piensa Jennifer.

– ¿Y tú? ¿Qué opinas tú?

– Supongo que tiene razón -dijo exhalando un suspiro.

No añadió que Jennifer también creía que por eso Ashling siempre había elegido a hombres a los que podía organizar. Ni que tras desmentirlo acaloradamente al principio, Ashling había acabado dándole la razón a Jennifer: siempre les había sido útil a sus novios, mucho antes del memo de Phelim, hasta Marcus el humorista inseguro, y ella se había dejado utilizar.

– Y ¿qué dice Jennifer sobre tu Weltschmerz?

– Dice que ha mejorado, aunque yo no me dé cuenta. Y también dice que quizá tenga otras crisis en el futuro, pero que puedo hacer cosas para controlarlas. Por ejemplo, trabajar de voluntaria para ayudar a otros chicos en las mismas circunstancias que Boo… ¡A los que no tuvieron la suerte de conocer a Jack Devine! -añadió en broma.

– ¡Caramba! -Jack se hizo el tímido y miró a Ashling agachando la cabeza, y sus miradas se encontraron.

La jovialidad de ambos se desvaneció bruscamente, dejando unas sonrisas obsoletas en sus aturdidos labios.

Jack se recuperó antes que Ashling.

– ¡Ostras, Ashling! -declaró con un tono exageradamente alegre-. ¡Estoy muy emocionado! ¿Sabes que Boo lo está haciendo muy bien en la televisión?

– Estuviste genial ofreciéndole ese trabajo.

Ashling se dio cuenta de que llevaba dos meses tan encerrada en sí misma que ni siquiera le había dado las gracias adecuadamente a Jack.

– ¡Ni lo menciones! -Corrían el peligro de volver a mirarse de aquella manera tan íntima. En caso de duda, lo mejor era hablar del tiempo-: Está diluviando. ¿Quieres que te acompañe a tu casa?

Apoyó las manos en la mesa de Ashling, y de pronto ella se acordó de cómo le había lavado el pelo. El tacto de sus manos, el cosquilleo que sentía en la cabeza, el calor de su cuerpo contra la espalda… Mmmmmm.

– ¡No! -dijo Ashling, recuperándose rápidamente-. Tengo que acabar esto.

Entonces Jack la sorprendió preguntándole:

– ¿Todavía vas a las clases de salsa?

Ashling negó con la cabeza. Ya no le apetecía ir a las clases.

– A lo mejor vuelvo cuando las cosas hayan…

– ¿Podrías enseñarme algunos pasos?

Francamente, Ashling no podía imaginarse nada menos probable.

– Sí, estupendo, podríamos celebrar una velada de sushi y salsa -bromeó.

– Te tomo la palabra.

Cuando Jack se dirigía hacia la puerta, ella le preguntó:

– ¿Cómo está Mai?

– Muy bien. Nos vemos de vez en cuando.

– Dale recuerdos de mi parte. Me cayó muy bien.

– Se los daré. Ahora sale con un jardinero.

– No se llamará Cormac, ¿verdad? -dijo Ashling.

Jack la miró con expresión de horror y admiración.

– ¿Cómo lo sabes?


Lisa llevaba un buen rato dormida cuando sonó el teléfono. Se incorporó de un brinco, con el corazón acelerado. ¿Y si les había pasado algo a su padre o su madre? Antes de que llegara al teléfono, saltó el contestador automático, y una voz empezó a dejar un mensaje.

Era Oliver. Y hablaba en voz aún más alta de lo habitual.

– Perdona que te lo diga, Lisa Edwards -dijo con insolencia-, pero has cambiado.

Lisa descolgó el auricular.

– ¿Cómo dices?

– Ah, hola. Aquel día, en Dublín, cuando te pusiste a jugar a fútbol con aquellos niños, te dije que habías cambiado, y tú me dijiste que no. Me mentiste, nena.

– Oliver, son las cinco menos veinte. De la madrugada.

– Aquello no me cuadraba, y le he estado dando vueltas desde entonces. De pronto lo he entendido. Has cambiado, nena: ya no trabajas tanto, eres simpática con tus vecinos… ¿Por qué te empeñas en decirme que no?

Ella sabía por qué, lo supo el día que ocurrió, pero no sabía si decírselo. Aunque bien mirado, ¿por qué no? Ahora ya no tenía importancia.

– Porque es demasiado tarde -dijo, y al ver que Oliver no contestaba, agregó-: Para salvarnos. Prefiero seguir pensando que soy la mujer dominante de siempre, ¿vale?

Oliver analizó la extraña lógica de Lisa y repuso:

– ¿Es esa tu respuesta definitiva?

– Sí.

– De acuerdo, nena. Como quieras.


Ted y Joy estaban en el videoclub.

– ¿Sliding doors? -propuso Ted.

– No, creo que uno de los personajes tiene una aventura.

– ¿Y La boda de mi mejor amigo?

– ¿Estás loco? ¿Con ese título?

Finalmente se decidieron por Pulp Fiction.

– Esta sí -dijo Joy, satisfecha. Pero entonces recordó algo-: ¡No! ¡Muy mal! Alguien es infiel… Creo que Uma Thurman.

– Tienes toda la razón -concedió Ted, tembloroso. Habían estado a punto de meter la pata-. Oye, ¿por qué no nos llevamos Lo mejor de los Teletubbies, y punto?

– No. Ya lo tengo -dijo Joy, y se lanzó sobre El exorcista-. Esta no puede deprimir a nadie.

– Vale. No soportaría que se repitiera lo de la última vez.

En retrospectiva, Joy tenía que reconocer que había sido un error llevarle Herida a Ashling. Aunque ya hacía dos meses que se había enterado de lo de Marcus y Clodagh, las películas en que la gente se ponía los cuernos no eran las que más le gustaban.

Ya en el piso de Ashling, los tres se apiñaron frente al televisor, rodeados de botellas de vino, sacacorchos, bolsas de palomitas de maíz y grandes tabletas de chocolate. Para alivio de Ted y Joy, a Ashling parecía gustarle la película. Hasta que sonó el timbre de la puerta. El rostro de Ashling se iluminó: todavía esperaba que Marcus hiciera su tardía aparición.

– Ya voy yo. -Se puso en pie y fue a abrir.

Se llevó una sorpresa al ver que era Dylan. Había comido con él un promedio de una vez por semana durante los dos últimos meses, pero era la primera vez que Dylan se presentaba en su casa.

– Espero que no te moleste que haya venido sin avisar.-Sonrió, pero el volumen de su voz y la pereza de sus ojos revelaban que estaba borracho-. Qué guapa estás, Ashling-. Le pasó una mano por el pelo, y le dejó un rastro de calor desde la coronilla hasta la nuca-. Qué guapa.

– Gracias. Pasa, estoy con Ted y Joy.

Dylan se sirvió un vaso de vino y Ashling vio cómo conquistaba sin esfuerzo a Joy. Su aspecto desaliñado y disoluto no le quitaban atractivo. Sencillamente, estaba diferente.

Cuando terminó la película, Dylan hizo zapping hasta que encontró algo que le gustaba.

– ¡Estupendo! ¡Casablanca!

– No pienso mirar nada remotamente romántico -dijo Ashling con firmeza, y Dylan rió.

– ¡Qué preciosa eres! -dijo con ternura.

– Como quieras, pero no pienso mirar esa película.

– Preciosa -repitió Dylan. Siempre le había gustado piropear a las chicas, pero Ashling se dio cuenta de que hoy se estaba pasando un poco.

– No la pienso mirar.

– ¡Pues el mando lo tengo yo!

– ¡No me digas!

En la refriega que tuvo lugar a continuación para hacerse con el mando, tumbaron una botella de vino tinto.

– Lo siento. Voy a buscar un trapo -dijo Dylan. Pero cuando llegó a la cocina, gritó-: ¡No encuentro ninguno!

– En el cuarto de baño hay toallas viejas. -Ashling salió del salón y se puso a buscar en el armario del cuarto de baño, cuando la voz de Dylan, muy cerca de ella, le hizo dar un respingo. Se dio la vuelta, sobresaltada.

– Ashling -dijo él.

– ¿Qué? -Pero ella ya sabía que pasaba algo. Su mirada, su tono de voz, su extrema cercanía… todo tenía una fuerte carga sexual.

– Mi dulce Ashling -susurró Dylan-. No debí dejarte. -Aquel no era el tono paternal y amistoso con que se había dirigido a ella en los once últimos años. Dylan le acarició la mejilla con un dedo.

«Lo tengo en el bote -pensó Ashling-. Han pasado once años, y ahora podría ser mío.»

Y ¿por qué no? Dylan la hacía sentirse guapa, y ella lo encontraba guapísimo. Sentía cierta curiosidad por él, por saber cómo sería en la cama. Sentía un ansia que había nacido mucho tiempo atrás y que nunca había sido satisfecha.

Barajó mentalmente diversos panoramas. Se había depilado las piernas. Estaba en los huesos. Necesitaba mucho cariño. Y tampoco le vendría mal un poco de sexo.

Pero de pronto dejó de importarle.

Le tiró una toalla a Dylan y ordenó:

– Ponte a limpiar.

Dylan la miró con gesto de sorpresa, pero obedeció; luego se sentó junto a Joy diciéndole lo que iba a pasar en la película antes de que pasara.

– Cállate -le reprendió Joy, risueña, y cuando terminó la película, lo miró y dijo-: Ahora me voy a casa a acostarme. Si quieres puedes venir conmigo.

Dylan le lanzó una rápida mirada con sus ojos color avellana, esbozó una sonrisa y se puso en pie.

– Con mucho gusto -dijo.

Ted y Ashling se quedaron mirándolos con asombro. Ashling pensó que era una broma, pero al ver que no volvían a aparecer pasados unos minutos, se dio cuenta de que no lo era.


A la mañana siguiente, Ashling llamó a Joy al trabajo.

– ¿Te acostaste con Dylan? -Creyó que lo había preguntado en voz baja, pero todos sus colegas estiraron el cuello.

– Pues claro.

– Pero ¿hiciste el amor con él?

– ¡Por supuesto!

Ashling tragó saliva.

– Y… ¿qué tal estuvo?

– Fantástico. Es guapísimo. Está muy resentido con las mujeres, como es lógico, y sé perfectamente que no me va a llamar, pero… -De pronto Joy se interrumpió y cambió de tema. Abrumada, dijo-: Ostras, Ashling, no te importa, ¿verdad? Ni me pasó por la cabeza que… Pensé que tú estabas loca por Marcus, y como yo odio tanto a Clodagh…

– No me importa -le aseguró Ashling.

«¿Seguro?»

«¿Seguro?», se preguntaron sus compañeros.

«Pues no, me parece que no.»


A principios de diciembre salió un comprador para el piso que Lisa y Oliver tenían en Londres. Como lo vendían con muebles incluidos, ella solo tenía que retirar sus objetos personales.

El fin de semana que eligió para hacerlo, Oliver estaba fuera haciendo una sesión. Habría podido esperar a que él regresara, pero decidió no hacerlo. Tenía que distanciarse de él.

Pasar por la criba los restos de su vida en común fue un proceso doloroso. Pero sus padres bajaron de Hemel Hempstead para ayudarla. La verdad es que no le fueron muy útiles, pero su incompetente cariño le hizo sentirse mejor. Cuando hubieron terminado, sus padres metieron a Lisa y todas sus cosas en su Rover de veinte años y volvieron juntos a Hemel. Aquella noche, haciendo una excepción, reservaron una mesa en el Harvester. Por una parte, Lisa habría preferido que le cortaran la cabeza a que la llevaran allí, pero por otra no le importaba.


Cuando Ashling llegó al pub, Ted ya estaba allí.

– Hola -la saludó él-. Vi a Marcus. Vi a Clodagh. No parecían enamorados. -La noche anterior había ido a una función de cómicos, y como Ashling siempre le preguntaba por ellos, pensó que le hacía un favor si le recitaba un boletín de noticias.

– Contó unos cuantos chistes nuevos sobre niños. Creo que se tira a Clodagh únicamente para conseguir material -dijo Ted, arrogante. Y era tan evidente que aquella afirmación era falsa, que Ashling se emocionó.

»Y por lo visto -prosiguió Ted al ver que a ella le estaba gustado su tono-, Dylan le pasa muy poco dinero a Clodagh, porque Marcus hizo un chiste diciendo que a su novia… Lo siento. -Hizo una pausa para que Ashling pudiera componer una mueca de dolor-. Diciendo que el ex marido de su novia le pasa una pensión que parece una limosna.

En ese momento llegó Joy.

– ¿De qué habláis?

– De la actuación de Marcus anoche.

– Menudo gilipollas. -Joy torció los labios y con voz de boba dijo-: Quiero dedicar mi actuación a Craig y Molly. No me digáis que no es de idiota.

Ashling palideció.

– ¿Le dedicó su actuación a los hijos de Clodagh?

Joy, aturdida, miró a Ted.

– Creía que eso estabas contando… ¡Mierda! Siempre meto la pata. Ashling sintió una punzada de humillación, tan hiriente como la primera.

– La familia feliz -comentó intentando sonar sarcástica.

– No durará mucho -sentenció Joy.

– Te equivocas. Seguirán juntos -la contradijo Ashling-. A Clodagh le duran mucho los hombres.

Entonces Joy le hizo una pregunta que la sorprendió:

– ¿Echas de menos a Marcus?

Ashling reflexionó. Sentía muchas emociones, todas desagradables, pero entre ellas ya no estaba el anhelo de recuperar a Marcus. Había ira, por supuesto. Y tristeza, y humillación, y cierta sensación de pérdida. Pero ya no lo echaba de menos a él; no echaba de menos su compañía, su presencia física.


– ¡Claro que me importan los niños! -insistió Marcus-. ¿Acaso no les dediqué mi actuación de anoche?

– Entonces, ¿por qué no le lees un cuento a Molly?

– Porque estoy ocupado. Tengo dos empleos.

– Pues yo estoy destrozada. No puedo ocuparme yo sola de los dos críos.

– ¿No decías que Dylan nunca estaba en casa, que siempre estaba trabajando?

– No siempre estaba trabajando -replicó Clodagh, malhumorada-. Pasaba mucho tiempo en casa.

Le pasó a Marcus un ejemplar de Caperucita roja, pero él se negó a cogerlo.

– Lo siento -dijo-, pero tengo que dedicarle una hora a mi novela.

Ella lo miró con expresión severa.

– Mi matrimonio se ha roto por culpa tuya.

– Y mi relación con Ashling se ha roto por culpa tuya. Estamos empatados.

Clodagh estaba furiosa. Ni siquiera se creía que a Marcus le gustara tanto Ashling, pero él insistía en que sí, así que ¿qué podía hacer ella?

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