El martes por la mañana Lisa saltaba de impaciencia por entrar en las oficinas de Randolph Media. No podría soportar otro fin de semana como el que acababa de pasar. El lunes había alcanzado tal grado de aburrimiento que fue al cine sola. Pero para la película que quería ver no quedaban entradas, así que acabó comprando entradas para otra que se titulaba Rugrats II, y compartiendo el cine con una horda de sobreexcitados menores de siete años. No se había enterado hasta entonces de la cantidad de niños que había en el mundo. Y eso que últimamente pasaba gran parte de su tiempo con niños…
Miró con odio a Bill, el portero, quien, al otro lado de la puerta de cristal, hizo tintinear las llaves y le abrió. Todo era culpa de aquel viejo perezoso y holgazán. Si le hubiera dejado ir a trabajar aquel fin de semana, Lisa nunca se habría enterado de lo vacía que estaba su vida.
– Cielos, qué temprano llega usted hoy -refunfuñó el portero, sorprendido.
– ¿Ha pasado un buen fin de semana? -preguntó Lisa, mordaz.
– Ya lo creo -contestó Bill, y se explayó con un detallado recuento de visitas de nietos, visitas a nietos…
– Pues yo no -le interrumpió ella.
– Lo lamento -repuso él, preguntándose qué tenía que ver eso con él.
Pero todo tenía una parte positiva, pensó Lisa al entrar en el ascensor, y en aquel caso lo positivo era que ella había tomado ciertas decisiones. Si no tenía más remedio que pasar una temporada en aquel condenado país, se crearía un círculo de amistades. Bueno, quizá no de amistades en el sentido estricto de la palabra, pero sí de personas a las que pudiera llamar «cariño» y con las que pudiera criticar a otras personas.
Y también pensaba acostarse con alguien. Con un hombre, especificó rápidamente. Al cuerno con la Nueva Bisexualidad, que ella misma había descrito en el número de marzo de Femme: Lisa no había podido pasar de un avergonzado morreo con una modelo en el Met Bar. Tenía muy claro que a ella le iban los hombres.
Aquella espantosa necesidad de llamar a Oliver que había sentido el fin de semana era una señal indudable de que necesitaba un hombre. No estaría mal que fuera Jack. Pero, endureciendo su determinación, decidió que si él quería jugar a Richard Burton y Elizabeth Taylor con Mai, le buscaría un sustituto. Quizá eso lo hiciera entrar en razón. Fuera como fuese, las cosas no podían continuar como estaban.
Era consciente de que quizá no encontrara un novio adecuado inmediatamente. Pero se propuso acostarse con alguien antes de que terminara la semana.
¿Quién podía ser? Estaba Jasper French, el famoso chef; no cabía duda de que él estaba dispuesto. Pero era un pelmazo. También estaba Dylan, aquel tipo al que había visto con Ashling. Era una monada. Desgraciadamente estaba casado, de modo que Lisa no tenía muchas posibilidades de encontrárselo en una discoteca. Sería más fácil encontrárselo paseando el fin de semana por una tienda de bricolaje.
«¡Ostras!», dijo en voz alta en cuanto puso el pie en la oficina. Había botellas de champán, tazas, papel de aluminio y alambre por todas partes, y olía a pub. Por lo visto la señora de la limpieza no creía que fuera su deber limpiar los restos de la juerga del viernes. Pues bien, Lisa tampoco pensaba limpiar nada: tenía que pensar en sus uñas. Podía hacerlo Ashling.
El resto de los empleados llegaron tarde, para desesperación de Lisa. Todos habían pasado tres estupendos días de fiesta. Hasta la señora Morley, quien tras el par de copas de champán del viernes se había pasado el resto del fin de semana borracha.
Había llegado el momento de la venganza: todos sin excepción estaban quejumbrosos y deprimidos, sobre todo Kelvin, que había pinchado su mochila naranja inflable con el anillo que llevaba en el pulgar en un trágico accidente ocurrido el sábado por la noche mientras buscaba un bolígrafo.
Mientras todos se guardaban muy bien de mirar las tazas sucias, empezaron a comparar sus resacas.
– A mí siempre me afecta más al estómago que a la cabeza -confesó Dervla O'Donnell-. Lo único que me quita las náuseas son un par de bocadillos de beicon.
– A mí lo que me hunde es la paranoia -dijo Kelvin lanzándole una mirada furtiva a Dervla y volviendo a bajar la cabeza. Hasta la señora Morley admitió tímidamente:
– A mí es como si me estuvieran clavando una daga en el ojo derecho.
A Lisa le habría encantado participar en aquella conversación, pero no podía hacerlo. Por si fuera poco su cabreo, Mercedes entró pavoneándose, cargada de bolsas llenas de adhesivos de compañías aéreas. Al parecer había pasado el fin de semana en Nueva York, nada más y nada menos. «Guarra. Engreída -pensó Lisa con amargura-. Qué suerte tenía. Y ¿cómo podía ser que todo el mundo lo hubiera sabido, menos ella?»
A Mercedes le habían encargado varias cosas de Nueva York: unos Levi's blancos para Ashling (por lo visto allí costaban la mitad); un sombrero Stussy para Kelvin (en Europa era imposible encontrarlos); y un cargamento de barritas Babe Ruth para la señora Morley, que había estado en Chicago en los años sesenta y desde entonces no había vuelto a probar los Cadbury's. Los afortunados receptores se abalanzaron sobre sus artículos chillando de alegría, y el dinero cambió rápidamente de manos.
– Estaba pensando en suicidarme -comentó Kelvin mientras se probaba el sombrero-, pero no lo voy a hacer.
Lisa los miraba con cara avinagrada. Habría podido pedirle a Mercedes que le trajera loción corporal Kiehl's; o mejor dicho, habría sido un placer renunciar a pedírselo.
Aparte de los encargos, Mercedes había traído generosos regalos para la oficina: caramelos de goma de cuarenta sabores, varias bolsas de bombones Hershey y un montón de tazas de crema de cacahuete Reece's. Pero cuando Mercedes le ofreció una bolsa de bombones Hershey a Lisa, esta se estremeció y dijo:
– No, gracias. Siempre he creído que el chocolate americano sabe un poco a vómito.
La señora Morley, que tenía la boca llena de Babe Ruth, se quedó atónita ante aquel sacrilegio, y Mercedes fulminó a Lisa con sus ojos negros azabache. Lisa detectó desprecio en ellos, incluso burla.
– Si tú lo dices -se limitó a replicar Mercedes con tono inexpresivo.
La última en llegar fue Trix, contribuyendo notablemente a la fuerte mezcla aromática de la oficina.
– Se ve que alguien ha pasado el fin de semana en la playa -observó la señora Morley haciendo gala de una insólita tendencia a actuar para la galería-. Huele a pescado.
– Ja, ja -dijo Trix con desdén.
Aquello desencadenó comentarios sarcásticos.
– ¿Has cambiado de perfume, Trix? -preguntó Kelvin.
– Venga, no os paséis -intervino Ashling.
– ¿No será que te han cortado el agua? -terció Mercedes.
En ese momento entró Jack, con las manos en los bolsillos y todo sonrisas.
– Buenos días a todos -dijo alegremente-. ¿Sabéis que esta oficina está patas arriba?
Trix se volvió hacia él y protestó:
– Jack… Bueno, señor Devine. Se están burlando de mí porque huelo a pescado. No paran de hacer bromas.
– Me encanta la gente que se toma el trabajo con alegría -dijo Jack sin intervenir en el conflicto.
– ¿Son alucinaciones? -Trix se había quedado pasmada.
El rostro de Ashling perdió toda su vivacidad. Acababa de recordar los consejos que le había dado a Jack el viernes por la tarde, animada por el champán.
– Dios mío -gimió cubriéndose las acaloradas mejillas con las manos.
– ¿Tanto te molesta el olor? -preguntó Trix, dolida. Se esperaba críticas de los demás, pero no de Ashling.
Ashling sacudió la cabeza. Ahora ya no olía nada: la vergüenza que sentía lo había borrado todo. Tuvo que disculparse.
– Esta oficina está hecha un asco. -Lisa, la aguafiestas, empezó a imponer orden-. Kelvin, ¿puedes recoger las botellas vacías? Y tú, Ashling, ¿puedes lavar las tazas?
– ¿Por qué yo? Siempre me toca a mí -dijo Ashling vagamente, demasiado horrorizada por lo que le había dicho a Jack Devi… ¡Madre mía! ¡Pero si hasta le había llamado JD!
Aquel comentario le cerró la boca a Lisa. Miró amenazadoramente a Ashling, pero esta estaba en la luna, así que dirigió su feroz mirada hacia Trix y dijo:
– Pues lávalos tú, pescadera.
Trix se quedó estupefacta por el tono con que Lisa, que hasta entonces siempre la había tratado como a la más favorecida, se había dirigido a ella; resentida y de mala gana colocó las tazas en la bandeja, las puso medio segundo bajo el grifo del lavabo y las dio por lavadas.
Ashling esperó a que todo el mundo se pusiera a trabajar, y entonces fue, temblando, al despacho de Jack.
– Buenos días, doña Remedios-. Jack se mostró casi asustadizo al recibirla-. ¿Vienes a buscar cigarrillos? Porque me temo que lo de la semana pasada fue excepcional. De todos modos, si insistes…
– ¡No, no! No he venido por eso.
Se interrumpió al reparar en la corbata de Jack, que estaba cubierta de Bart Simpsons de un amarillo chillón. Jack no solía llevar corbatas tan frívolas, ¿verdad que no?
– Entonces ¿a qué has venido?
La miró con sus chispeantes y oscuros ojos. Curiosamente, su despacho no parecía tan tenebroso e inquietante como otras veces.
– Quería decirte que lamento haberte dado consejos sobre tu relación el viernes. Es que… -intentó esbozar una sonrisa desenfadada, pero lo que le salió fue un rictus espantoso- había bebido.
– No pasa nada -dijo Jack.
– Bueno, si tú lo dices…
– Además, tenías razón. Mai es una chica encantadora. No debería discutir con ella.
– Ah, vale. Fantástico.
Ashling salió del despacho; era extraño, pero se sentía peor que antes de entrar. Al salir por la puerta, Lisa se quedó mirándola fijamente.
Al cabo de un rato llegó un mensajero con las fotografías de la ropa de Frieda Kiely. Mercedes intentó hacerse con ellas, pero Lisa las interceptó. Abrió el sobre acolchado y extrajo un pesado y flexible montón de fotografías brillantes de modelos con manchas de turba en la cara y con paja en el pelo, paseándose por una ciénaga.
Lisa las fue pasando sumida en un silencio que no presagiaba nada bueno, separándolas en dos montones desiguales.
El montón más pequeño contenía una fotografía de una chica sucia y despeinada ataviada con un vestido de noche ceñido y unas botas de montaña embarradas. En otra fotografía aparecía la misma chica con un traje sastre elegantísimo, sentada en un cubo puesto del revés, haciendo ver que ordeñaba una vaca. Y otra modelo con un vestido corto y entallado de seda, haciendo ver que conducía un tractor. En el montón más grande había fotografías poco realistas de chicas con vestidos poco realistas bailando en un paisaje poco realista.
Lisa cogió el montón más pequeño.
– Estas tienen un pase -le dijo a Mercedes fríamente-. Las demás no valen nada. Creía que eras periodista de moda.
– ¿Qué les pasa? -preguntó Mercedes con una calma amenazadora.
– No hay ironía. Ni contraste. Estas… -señaló las fotografías de los vestidos de fantasía- tendrían que haberse tomado en un entorno urbano. Las mismas chicas con la cara sucia y con los mismos vestidos absurdos, pero subiendo a un autobús o sacando dinero de un cajero automático o utilizando un ordenador. Habla con la oficina de prensa de Frieda Kiely. Vamos a repetirlas.
– Pero… -Mercedes la fulminó con la mirada.
– Llama -dijo Lisa con impaciencia.
De pronto el resto del personal descubrió un interés inusitado en las punteras de sus zapatos. Nadie podía quedarse mirando aquella escena humillante; era demasiado espantosa.
– Pero… -repitió Mercedes.
– ¡Llama!
Mercedes se quedó mirando a Lisa; luego recogió las fotografías y fue a grandes zancadas hasta su mesa. Cuando pasó por su lado, Ashling la oyó murmurar: «Cabrona».
Ashling tuvo que reconocer que estaba de acuerdo con Mercedes.
La atmósfera estaba tan tensa que Ashling fue a abrir una ventana, aunque no hacía ni pizca de calor. Se necesitaba aire fresco para limpiar aquel ambiente tan asfixiante.
El único que estaba de buen humor era Jack. De vez en cuando salía de su despacho, ajeno a la tensión, hacía lo que tenía que hacer, repartía sonrisas a diestro y siniestro y volvía a desaparecer. Poco a poco el veneno se fue disipando, hasta que todos excepto Mercedes volvieron a sentirse casi normales.
A las doce y media llegó Mai. Saludó a todos en general y luego preguntó si podía ver a Jack.
– Pase -dijo la señora Morley mecánicamente.
La puerta del despacho de Jack se cerró tras ella, y todos se sentaron en el borde de las sillas, expectantes.
– Eso le borrará la sonrisa de los labios -comentó Kelvin.
Reinaba un ambiente tan festivo que solo faltó que Trix se pusiera a repartir perritos calientes por las mesas.
Pero no estalló ninguna pelea, y al cabo de un rato Mai y Jack salieron serenamente, sonriéndose con complicidad y muy juntitos, y se marcharon de la oficina.
Todos se miraron, perplejos. ¿Qué significaba todo aquello?
Lisa, que estaba a punto de marcharse para inspeccionar las habitaciones del Morrison, se sintió muy herida. Tuvo que sentarse y respirar hondo unas cuantas veces para intentar deshacerse de aquella fría y dura sensación de pérdida. Pero ¿dónde estaba el problema? Ella ya sabía que Jack tenía novia. Lo que pasaba era que con tanta riña, Lisa nunca se había tomado a Mai en serio.
Ashling también estaba un poco desconcertada. «¿Qué he hecho?», se preguntó.
Cuando Lisa pidió un taxi, dijo, no sin cierta vergüenza, que le enviaran a Liam. Ya lo había hecho otras veces. Había llegado a la conclusión de que Liam le caía bien, pese a que, como buen dublinés, hablaba por los codos.
Cuando llegó al Morrison, ya le había dado la vuelta al disgusto que le habían dado Jack y Mai y lo había convertido en algo manejable. ¿No se había prometido aquella misma mañana que se iba a acostar con alguien? ¿No había decidido que no tenía por qué ser con Jack? Al menos no de momento.
– ¿Dónde te dejo, Lisa? -le preguntó Liam, sacándola de su ensimismamiento.
– Allí mismo, en ese edificio de las ventanas negras.
En la puerta del hotel había un joven con un elegante traje gris.
– Ah, mira -dijo Liam suavizando el tono-. Tu amigo te está esperando. Y se ha puesto sus mejores galas. ¿Es tu cumpleaños? ¡Feliz cumpleaños! ¿O es tu aniversario?
– Ese es el portero -masculló Lisa.
– ¿El portero? -dijo Liam, desilusionado-. Creí que era tu amigo. Bueno. ¿Quieres que te espere?
– Sí, por favor. Solo tardaré un cuarto de hora.
Lisa examinó rápidamente la firmeza de los colchones del Morrison, la frescura de las sábanas, el tamaño de las bañeras (cabían dos personas), la cantidad de champán del minibar, los alimentos afrodisíacos disponibles en la carta del servicio de habitaciones, los CD de las habitaciones y, por último, la posibilidad de atar unas esposas a la cama. En general, concluyó, podías pasártelo bastante bien allí. Lo único que faltaba era el hombre adecuado.
Cuando volvía a la oficina, le llamó la atención una enorme valla publicitaria con un anuncio de un nuevo helado llamado Truffle. Aquella noche, precisamente, tenía que asistir a la presentación. Entonces se fijó en el espléndido modelo que aparecía en el cartel: su cautivadora boca alrededor de un Truffle, sus ojos vidriosos, presuntamente de deseo (aunque habría podido conseguir el mismo efecto con un par de Mogadones).
«Me encantaría tirármelo.
»Madre mía. Me estoy convirtiendo en la típica solterona. Fantaseando con una fotografía. Necesito un polvo, pero ya.»