60

Era medianoche y Jack Devine estaba agotado y desanimado. Llevaba un par de horas paseando por las calles de Dublín buscando a Boo, pero no había tenido suerte. Se sentía como un detective privado malo. No sabía dónde buscar, aparte de en los portales de las calles del barrio de Ashling. ¿Dónde podía haber una guarida de buenos mendigos?

La gente a la que preguntó por la calle negó saber nada de Boo. Quizá era verdad que no lo conocían, pero Jack sospechaba que en realidad lo estaban protegiendo. Quizá debería haberles puesto un billete de diez en las manos, haberles echado el humo a los ojos y haberles dicho: «A ver si esto te refresca la memoria». ¿No era así como lo hacían en los libros de Raymond Chandler?

Jack siguió caminando y lamentando su falta de experiencia en aquellos ambientes. Se metió en los callejones, recorrió oscuros pasajes, inspeccionó muelles de carga… ¡Quizá fuera aquel! Acababa de ver un cuerpo acurrucado bajo un abrigo, tumbado sobre unos cartones.

– Perdone. Jack se agachó a su lado, y una cara muy delgada y muy joven lo miró con miedo. No era Boo-. Lo siento -dijo poniéndose en pie-. No quería molestarte.

Volvió a la calle principal, desengañado. No podía con su alma; volvería a intentarlo mañana. Fue hacia su coche, y de pronto oyó que alguien lo llamaba:

– ¡Jack! ¡Aquí!

Y allí estaba Boo, sentado en la puerta de una peluquería, leyendo un libro.

– ¿Qué? ¿De juerga? -preguntó Boo con su sonrisa desdentada.

– Pues… no. -A Jack le sorprendió que hubiera sido Boo quien lo hubiera encontrado a él-. Llevo un par de horas buscándote.

– Así que eras tú. -Poco antes, John John le había advertido de un tipo que preguntaba por él. Boo pensó que sería un policía de paisano (¿qué otra cosa iba a ser?), pero no estaba muy seguro.

– Sí, era yo.

Jack se agachó junto a él y de pronto, como si hubiera cruzado una línea invisible, lo golpeó el olor, como una bofetada. Hizo un esfuerzo para que no se le notara.

– ¿Qué pasa? -preguntó Boo con recelo. Jack le había caído bien el día que se paró a charlar con él sobre aquellas fotografías, pero por norma general la gente no buscaba a Boo a menos que tuviera algún problema.

Intentando que el pestazo no le afectara, Jack buscó las palabras adecuadas, pues no quería parecer condescendiente. Quería que Boo saliera de aquella situación sin perder del todo su dignidad.

– Tengo un problema -dijo Jack.

El rostro de Boo empezó a cerrarse, músculo a músculo.

– Tengo que cubrir una vacante en la televisión y estoy buscando a la persona adecuada. Un colega me sugirió que te contratara.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Boo entrecerrando los ojos.

– Te estoy ofreciendo un empleo. Si te interesa -añadió Jack.

El semblante de Boo era un retrato de la incomprensión. Jamás le había pasado nada parecido.

– ¿Por qué? -preguntó al cabo de un rato. La gente raramente era amable con él, y Boo desconfiaba cuando lo era.

– Ashling cree que podrías encajar, y yo respeto sus opiniones.

– Ashling…

Si ella tenía algo que ver con aquello, quizá no fuera un cuento. Pero ¿cómo no iba a ser un cuento?

– Me tomas el pelo, ¿verdad? -dijo con acritud.

– No; te lo aseguro. ¿Por qué no vienes a verme a la televisión? A lo mejor entonces me crees.

– ¿Me dejarán entrar?

Jack creyó que se le iba a partir el corazón.

– Pues claro. Si no, ¿cómo podrías trabajar?

Entonces Boo empezó a creérselo, pese a que su intuición seguía resistiéndose.

– Pero… ¿por qué? -Le brillaban los ojos, y parecía muy joven, un niño pequeño. Jack notó que también su rostro reflejaba una intensa emoción-. Nunca he tenido un empleo -agregó.

– Bueno, pues ya va siendo hora de que tengas el primero.

– ¡No puedo ser un vago toda la vida!

– Eso. -Jack no sabía si debía reír.

– Venga, anímate. -Boo le dio un codazo y compuso una sonrisa llorosa-. Y ¿solo tendré que hacer reseñas de libros, o también otras cosas?

– Esto… -Boo lo había pillado desprevenido-. También otras cosas, creo.


Al día siguiente, en la oficina, Jack le comunicó la noticia a Ashling como si fuera un regalo.

– Anoche vi a Boo y le dije lo del empleo en la televisión. Parecía muy contento.

– ¡Genial! -Su entusiasta tono no armonizó con su pálida cara.

– Necesita ropa, así que le he dicho que venga a ver a Kelvin. En la sección de moda hay mucha ropa de hombre que nadie quiere.

Ashling se quedó inmóvil. Todavía no había derramado ni una sola lágrima, pero aquello bastó para que casi se deshiciera en lágrimas.

– Eres muy amable -dijo agachando la cabeza.

– Lo que no entiendo -comentó Jack- es que al principio Boo creyó que queríamos que hiciera reseñas de libros para Colleen. ¿Por qué será?

Ashling se encogió de hombros.

– A mí que me registren -dijo, e inmediatamente lo lamentó. Algo que no supo definir pasó por el rostro de Jack y le hizo sentirse viva. Y también la asustó-. ¿Reseñas de libros? -Intentó concentrarse, y entonces lo recordó-. Últimamente le he regalado varios ejemplares de prensa. Libros que a nadie le interesaban -se apresuró a añadir-. Y él siempre me da su opinión.

– Ah, vale. Bueno, el lunes empieza a trabajar de mensajero en la televisión. De las reseñas de libros para Colleen se encarga Lisa. Pero siempre podemos preguntárselo a ella -concluyó.

Clodagh abrió la puerta hecha un mar de lágrimas.

– ¿Qué pasa? -preguntó Marcus.

– Dylan. Es un hijo de puta.

– ¿Qué ha hecho? -Marcus la siguió a la cocina, furioso.

– Me lo merezco. -Se sentó a la mesa y se enjugó las lágrimas-. Ya sé que me lo merezco, pero de todos modos… Cada vez que lo veo me da alguna mala noticia, y me hace sentir fatal.

– ¿Qué te ha hecho? -insistió Marcus.

– Me ha obligado a devolverle todas mis tarjetas de crédito. Ha cerrado nuestra cuenta conjunta y dice que me va a pasar una pensión todos los meses. ¿Sabes de qué cantidad?

Rompió a llorar de nuevo y pronunció una cifra tan baja que Marcus exclamó:

– ¿Una pensión? ¡Eso no es una pensión, es una limosna!

Clodagh le agradeció el comentario con una sonrisa temblorosa.

– Me he portado mal, ¿qué otra cosa puedo esperar?

– Pero él tiene la obligación de cuidar de ti. ¡Eres su mujer! -Los movimientos de Marcus no correspondían a la vehemencia de sus palabras. Estaba rebuscando en los recipientes que había en el alféizar de la ventana.

– Supongo que él no tiene la impresión de que le corresponde cuidar de mí. -Hizo un pausa y preguntó-: ¿Qué haces?

– Busco un bolígrafo.

– Toma. -Clodagh le dio uno del estuche de Craig-. ¿Qué haces?

– Nada… -Escribió algo en un trozo de papel-. No es nada. Vamos a la cama -le murmuró al oído.

– Creí que no lo ibas a decir nunca. -Clodagh esbozó una sonrisa menos llorosa y lo llevó al salón.

Pero Marcus se negó a entrar. Los polvos de adolescentes en el sofá empezaban a aburrirlo.

– Vamos arriba -propuso.

– No podemos.

– ¿Cuánto va a durar este rollo de intrigas y misterio? Venga, Clodagh -dijo, persuasivo-. Solo son niños. Ellos no lo entienden.

– Eres un niño mimado -dijo ella riendo-. Pero si haces ruido…

– Si no quieres que haga ruido, no seas tan condenadamente sexy.

– Lo intentaré -repuso ella, halagada.

Pegaron un polvo fabuloso, como siempre. Con cada embestida de Marcus, Clodagh conseguía soltarse un poco más y olvidarse de su sentimiento de culpa y de su nueva penuria. Hasta que él empezó a reducir el ritmo.

– ¡Más deprisa! -le susurró ella.

Pero él siguió reduciendo el ritmo, hasta parar del todo.

– ¿Qué pasa?

– Clodagh… -dijo él con tono de advertencia, y mirando hacia otro lado.

Clodagh salió rápidamente de debajo de él. Había olvidado cerrar la puerta.

En parte fue una sorpresa ver a Craig plantado en el umbral de la puerta, mirando fijamente a Marcus; pero en parte no lo fue en absoluto.

– ¿Papi? -preguntó el niño, tembloroso y desconcertado.


– Soy Lisa, mamá.

– Hola, cariño -dijo Pauline-. Me alegro mucho de oírte.

– Yo también. -Lisa se emocionó al detectar tanto amor en la voz de su madre-. Estaba pensando ir a veros el próximo fin de semana. Si os va bien, claro -añadió.

– ¿Si nos va bien? -dijo Pauline-. ¿Cómo no iba a irnos bien? Nada nos haría más felices.

El viernes por la noche, cuando se marchó de casa de Kathy, Lisa se había sentido desnuda y desprotegida, como si le hubieran quitado todo lo que la hacía ser quien era. Y de pronto echó de menos a su madre.

Fue una reacción inesperada, como la que tuvo a continuación: pasada la primera conmoción, ya no lo encontraba tan espantoso. «Puedes sacar a la niña de la casa de protección oficial, pero no puedes sacar la casa de protección oficial de la niña», se dijo. Aquella idea no la entusiasmaba, pero tampoco la hacía sentirse desgraciada.

Al principio ella se había dejado llevar por el deseo de huir. Pero eso había desaparecido, y ahora quería regresar a sus orígenes.

– Tengo tantas ganas de verte, Lisa. No sabes cuánta alegría me das.

Pauline pareció tan contenta que Lisa se preguntó si no se habría equivocado al pensar que sus padres se sentían intimidados en su presencia. ¿Serían todo imaginaciones suyas?


Para Ashling el tiempo pasaba muy despacio. El mundo seguía siendo un paisaje desolado, y cada mañana se despertaba con una sensación parecida a la resaca. Aunque la noche anterior no hubiera bebido nada. Pero pasadas un par de semanas, se dio cuenta de que las pequeñas cosas, como lavarse los dientes o darse una ducha, ya no le resultaban tan espantosamente pesadas.

– Seguramente es por efecto de los antidepresivos -le dijo Monica por teléfono-. Esos inhibidores selectivos de serotonina son una bendición del cielo. Mucho mejores que los antiguos tricíclicos o como se llamen.

Ashling estaba sorprendida. No esperaba que los antidepresivos funcionaran, y ahora se daba cuenta de que no tenía fe en nada. Al fin y al cabo, a su madre no le habían servido, al menos durante mucho tiempo.

Aparte de asearse, se sentía capaz de ir a trabajar, siempre que no tuviera que hacer nada complicado. Siempre la había avergonzado un poco su escrupulosidad, pero ahora se daba cuenta de que seguramente eso la había salvado.

– Han llegado los horóscopos de noviembre -anunció Trix-. Formad un corro y los leeré en voz alta.

Todos los empleados dejaron lo que estaban haciendo (cualquier excusa era buena). Hasta Jack se acercó: tendría que ponerlos en vereda. Decidió que lo haría en cuanto Trix hubiera leído libra.

– Lee escorpio -le pidió Ashling.

– Pero si tú eres piscis.

– Lee escorpio. Y luego capricornio.

Clodagh era escorpio, y Marcus, capricornio; Ashling quería saber cómo les iba a ir en noviembre. Jack Devine le lanzó una mirada de censura y pesar. Sabía qué se proponía Ashling. Ella giró la cabeza con altivez. Podía leer el horóscopo que le diera la gana; al fin y al cabo, podría estar haciendo cosas mucho peores. Joy le había propuesto echarles una maldición a Marcus y Clodagh.

Según sus horóscopos, Clodagh y Marcus iban a tener muchos altibajos en noviembre. Ashling ya se lo había imaginado.

– Y tú, ¿qué signo eres, JD? -preguntó Trix.

– Señor Devine, si no te importa. -Se quedó esperando, pero al ver que Trix no se corregía, contestó-: Libra. Pero yo no creo en esas tonterías. Los libra somos muy escépticos.

Ashling lo encontró gracioso. Miró a Jack de reojo y vio que él seguía mirándola. Se sonrieron, y Ashling se agachó rápidamente debajo de su mesa. Cogió su bolso y se incorporó, pero se dio cuenta de que no necesitaba nada del bolso. ¿Lo había cogido únicamente para no tener que mirar a Jack Devine? Entonces reparó en que casi era la hora de comer, y que tenía hora con el doctor McDevitt.


Tardó diez minutos en ir andando a la consulta, y fue como si lo hiciera bajo el fuego de francotiradores. Le daba miedo salir a la calle y ver algo que pudiera causarle dolor. Llevaba la cabeza gacha y procuraba no mirar más arriba de las rodillas. Esa táctica dio resultado hasta que un refugiado bosnio intentó venderle un Big Issues antiguo. Inmediatamente la invadió la desesperación.

Pero eso no fue lo peor. Lo peor la esperaba en la consulta de McDevitt.

– ¿Cómo te va con el Prozac?

– Muy bien. -Esbozó una tímida sonrisa y preguntó-: ¿Puede recetarme más, por favor?

– ¿Efectos secundarios?

– Solo algunas náuseas y temblores.

– ¿Has perdido el apetito?

– De todos modos ya lo había perdido.

– Ya sabes que este medicamento no debe mezclarse con alcohol, ¿verdad?

– Sí, claro. -Pedirle que no bebiera era demasiado.

– ¿Qué tal la terapia?

– Es que… todavía no he ido.

– Te di un número para que llamaras.

– Sí, lo sé, pero no puedo llamar. Estoy demasiado deprimida.

– ¡Vaya! -dijo el médico con enojo. Cogió el teléfono, hizo una llamada, y luego otra. Tapó el auricular y dijo-: ¿A qué hora sales del trabajo el martes?

– Depende…

– ¿A las cinco? -preguntó él, molesto-. ¿A las seis?

– A las seis. -Con suerte.

McDevitt colgó y le entregó a Ashling una hoja de papel.

– Los martes a las seis. Si no vas, no te recetaré más Prozac.

«¡Capullo!»


Cuando caminaba con desgana por Temple Bar, alguien le gritó: «¡Eh, Ashling!». Un individuo víctima de la moda con unos zapatos absolutamente ridículos caminaba pisando fuerte para alcanzarla, y ella tardó un momento en darse cuenta de que era Boo. Le brillaba el cabello y tenía color en las mejillas, e inesperadamente eso la hizo reír.

– ¡Ostras! -exclamó.

– Voy a trabajar. Hago el turno de dos a diez -explicó Boo, y rompió a reír a carcajadas-. ¿Te imaginas? -A continuación, le dio las gracias efusivamente-. Me encanta trabajar en la televisión. Hasta me han dado un adelanto para que pueda dormir en un albergue.

– Y ¿qué tal es el trabajo? ¿No lo encuentras demasiado difícil? -A Ashling le preocupaba que, acostumbrado a vivir sin obligaciones, le resultara difícil adaptarse a un mundo de disciplina y responsabilidades.

– ¿Hacer de mensajero? ¡Está chupado! Aunque sea con estos zapatos.

– Qué ropa tan guay -comentó Ashling señalando la chaqueta, la camisa y los estrambóticos zapatos.

– Parezco un chiflado -dijo Boo riendo otra vez-. Lo peor son los zapatos. Kelvin, tu colega, me ha dado toda la ropa extravagante que él no quería, pero al menos está limpia, y cuando me paguen podré comprarme ropa normal. ¡Espera! ¡Eso lo quiero repetir! -Se relamió y dijo con gran placer-: Cuando me paguen.

Su alegría era contagiosa.

– Me alegro mucho de que te vaya tan bien -dijo ella con sinceridad.

– Y ¿a quién se lo debo? A ti, Ashling. -Sonrió mostrando su boca desdentada. Por lo visto Kelvin no había podido proporcionarle un recambio para el diente que le faltaba-. Y a Jack. ¡Es un tipo estupendo!

Boo se quedó esperando a que Ashling confirmara su opinión.

– Sí, estupendo. -Pero estaba desconcertada. ¿Desde cuándo era Jack Devine tan encantador?

– ¿Sabes que creía que tendría que hacer reseñas de libros? -dijo entonces Boo.

– Bueno…

– Lo había entendido todo mal. Pero ya no me interesa escribir reseñas.

– Ya…

– Quiero ser cámara. O técnico de sonido. ¡O presentador de informativos!


De nuevo en la oficina, Ashling se preparó para abordar a Lisa y preguntarle si podía salir antes los martes por la tarde.

– Si no voy a terapia, el médico no me recetará más Prozac.

Aquello no le hizo ninguna gracia a Lisa.

– Tendré que consultarlo con Jack. Y más vale que seas muy puntual por las mañanas, para compensar -dijo, resentida.

Pero luego se le pasó. Ashling era buena persona.

Además, ella podía permitirse el lujo de ser generosa. «Al menos yo no tengo que ir a terapia -pensó con petulancia-. Ni tomar Prozac.»

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