Ashling se despertó como si durante la noche la hubiera arrollado un camión. Tenía punzadas en el oído, le dolían los huesos y sentía una fatiga mental, pero nada de eso le importaba. La noche pasada había sido estupenda. La fiesta había sido un éxito total, y además se lo había pasado en grande.
Por un momento no supo si estaba sola en la cama o no. Entonces recordó que en algún momento de la noche había perdido a Marcus y había vuelto sola a casa. No pasaba nada. Ahora que la revista estaba en la calle, la vida podía recuperar la normalidad.
Se arrastró, dolorida, hasta el sofá y se puso a fumar y ver la televisión. Tenía el cerebro hecho polvo. Iba a llegar tardísimo al trabajo, pero no le importaba. Se daba por hecho que aquel día todo el mundo podía presentarse en la oficina a la hora que le diera la gana. Al cabo de un rato se lavó y se vistió, y cuando salió a la calle ya eran las once. Llovía. El cielo estaba cubierto de nubes bajas, y había una luz gris verdosa. A unos metros del portal estaba Boo, sentado en la acera mojada. Estaba acurrucado, con el cabello pegado al cráneo, y la lluvia le resbalaba por la cara. Pero cuando Ashling se le acercó se dio cuenta, con gran conmoción, de que no era la lluvia lo que le mojaba la cara. Boo estaba llorando.
– ¿Qué tienes, Boo? ¿Te ha pasado algo?
Ella miró y abrió mucho la boca, como si gritara en silencio.
– Mírame. -Se protegió los ojos con una mano mientras se señalaba el cuerpo con la otra: la ropa sucia y empapada, nada con que taparse la cabeza-. Es tan degradante -añadió estremeciéndose.
Ashling se quedó perpleja, porque en realidad Boo era un chico muy alegre.
– Tengo hambre, tengo frío, estoy empapado, sucio, aburrido, solo y… ¡asustado! -Tenía el rostro contraído y sollozaba-. Estoy harto de que me fastidie la policía, estoy harto de emborracharme con otros mendigos, estoy harto de que me traten como a un desgraciado. No me dejan entrar en la cafetería de enfrente a tomarme una taza de té. Ni siquiera me dejan comprar algo para llevar.
Ashling nunca había pensado que a Boo le gustara ser mendigo, pero no se había dado cuenta de que aborreciera tanto su condición.
– Todo el mundo me insulta. Me dicen que soy un vago, que debería buscar empleo. Qué más quisiera yo que tener un empleo. Odio pedir limosna. Es humillante.
– ¿Ha pasado algo? -preguntó Ashling-. ¿Algo te ha hecho estallar?
– No -contestó él-. Es que tengo un mal día.
Mientras Ashling se preguntaba qué podía hacer, la lluvia resbalaba por su paraguas y le caían unas frías y pesadas gotas en la espalda de la chaqueta. De pronto sintió una gran frustración. Boo no era responsabilidad suya. Ella pagaba sus impuestos; el gobierno debería ocuparse de la gente como él. ¿Y si le dejaba refugiarse en la portería de su edificio? No, no podía hacerlo: ya lo había hecho aquel verano durante una fuerte tormenta, y los vecinos habían puesto el grito en el cielo. ¿Qué podía hacer? ¿Ofrecerle su piso? Pues sí, claro; pero, pese al cariño que le tenía, vaciló. Aquel pobre chico estaba tan desvalido…
Al final cedió:
– Sube a mi casa. Date una ducha y come algo. Y puedes meter la ropa en la lavadora.
Ashling confiaba en que Boo rechazaría su ofrecimiento y que ella podría seguir su camino con la conciencia tranquila; pero él la miró con gesto de tristeza y gratitud.
– Gracias -balbució, y rompió a llorar otra vez-. No te preocupes, no me acostumbraré -prometió mientras Ashling lo acompañaba por la escalera.
En cuanto ella vio cómo contrastaba Boo con su pulcro apartamento, se dio cuenta de lo guarro que iba. Los vaqueros que llevaba no habían visto una lavadora en años, y tenía la cara y las manos sucísimas.
– Huelo mal -admitió avergonzado-. Lo siento.
Ashling notó que algo estallaba en su pecho. Rabia, pena.
– Toallas. -Con las mandíbulas apretadas, le entregó unas suaves toallas-. Champú, un cepillo de dientes nuevo. Ahí dentro está la lavadora. Aquí tienes la tetera, té, café. Si encuentras algo comestible en la nevera, puedes comértelo. -Le dio un billete de diez libras-. Tengo que ir a la oficina, Boo. Ya nos veremos luego.
– Nunca olvidaré lo que haces por mí.
Ashling cerró la puerta y lo dejó plantado en el pasillo, con las piernas torcidas, como Charlie Chaplin, y con las suaves toallas en las manos, blancas y mullidas.
Cuando Ashling llegó a la oficina, Jack Devine le dijo «Tienes visita», y señaló al hombre que estaba sentado a su mesa, completamente grogui.
En cuanto vio a Dylan, Ashling comprendió que había pasado algo grave. Algo verdaderamente espantoso. Tenía el rostro tan alterado por la conmoción que ella casi no lo reconoció, y eso que hacía once años que lo conocía. Estaba como apagado: tenía la piel, el cabello sin vida. La miró a los ojos, pasmado y dolido, y anunció en voz alta, de modo que todos pudieron oírle:
– Clodagh tiene un amante.
De pronto Ashling lo entendió todo. Un pensamiento se coló en su conciencia: qué cosas tan espantosas hace la gente a las personas que quieren.
Se sentía moralmente obligada a cumplir con las formalidades. De ningún modo podía decirle a Dylan: «Yo ya sospechaba algo». Tenía que fingir que cabía la posibilidad de que él se equivocara, así que le preguntó:
– ¿Qué te ha hecho pensarlo?
– Los he pillado in fraganti.
– ¿Cuándo? ¿Dónde?
– Esta mañana, a las diez. He ido a casa porque últimamente Clodagh me tenía preocupado -expuso.
Más bien porque sospechaba de ella, pero en fin. Era comprensible.
– Y los he sorprendido en la cama -prosiguió Dylan con voz de soprano, y por segunda vez en la misma mañana, Ashling vio llorar como a un niño a un hombre maduro-. Y sé quién es -admitió Dylan-. Tú también lo conoces.
Ashling estaba indignada. Sabía de quién le estaba hablando Dylan.
– Es ese humorista desgraciado.
«Ya lo sé», pensó.
– Ese amigo tuyo.
«¡Ted!»
– El hijo puta de Marcus -dijo Dylan entre sollozos-. Como coño se llame. Valentina, o qué sé yo. Eso, Marcus Valentina.
– Querrás decir Ted, mi amigo Ted. Bajito y moreno.
– No, no me refiero a ese. Me refiero al otro, al larguirucho. Marcus Valentina.
De pronto, la pesadilla de Ashling tomó otra dirección.
– Marcus no es mi amigo -dijo su voz desde la distancia-. Es mi novio.
Las pocas personas que había en ese momento en la oficina (Jack, la señora Morley, Bernard) se quedaron paralizados. Solo se oían los sollozos de Dylan.
– No creo que te sorprenda demasiado -prosiguió él-. No es la primera vez que Clodagh te roba a tu novio. La miró fijamente y afirmó-: Debí casarme contigo, Ashling… Tengo que irme. -Se levantó y cogió una bolsa.
– ¿Qué es eso? -balbució Ashling.
– Ropa y otras cosas.
– ¿La has dejado?
– Pues claro que la he dejado. ¿Qué coño quieres que haga?
– Pero ¿adónde vas a ir?
– A casa de mi madre, de momento.
Ashling lo vio marchar. Estaba como atontada.
De pronto notó un gran peso sobre sus hombros. Un brazo. De Jack Devine.
– Ven un momento a mi despacho.
Lisa se despertó aquejada del anticlímax que sucede a toda intensa emoción. El polvo de estrellas de la noche anterior había desaparecido. Sí, la revista había quedado fenomenal; sí, la fiesta fue todo un triunfo; pero solo tenía una circulación de treinta mil libras en un páramo cultural. ¿Qué tenía eso de espectacular?
En parte, el anticlímax se debía a una decepción aún mayor. Se trataba de Jack. Lisa habría jurado que aquella noche volverían juntos a su casa. Sentía que se lo merecía; era su recompensa por haber trabajado tanto y conseguido llevar a término aquel proyecto.
Aunque no habían vuelto a salir juntos desde que él regresara de Nueva Orleans, Lisa daba por hecho que, según un acuerdo tácito, esperarían hasta después de la presentación de la revista. Pero la noche pasada, cuando Lisa fue a recoger su premio, Jack había desaparecido.
Llegó a la oficina a mediodía, con la moral por los suelos. Se dirigió directamente al despacho de Jack, en parte para hacer un análisis de la fiesta y en parte para ver cómo respiraba él. Abrió la puerta…
Y vio una escena de lo más sorprendente. Al instante, una sabiduría primigenia la recorrió y paralizó.
No era el hecho de que Ashling y Jack estuvieran solos en su despacho, ni que Jack estuviera meciéndola como si ella fuera una valiosísima muñeca de porcelana. Era la expresión de Jack. Lisa jamás había visto semejante expresión de ternura.
Retrocedió y cerró la puerta, y la incredulidad convirtió la oficina en un escenario onírico.
Trix se le acercó con una hoja de papel en la mano.
– Te han llamado por teléfono…
– Ahora no.
Al cabo de unos minutos, Ashling salió del despacho de Jack, pálida y evitando las miradas de sus colegas. Se marchó de la oficina sin dar explicaciones.
Entonces salió Jack, con gesto cansado.
– ¡Lisa! -exclamó-. Ashling acaba de sufrir una fuerte conmoción y le he dicho que se vaya a su casa.
– ¿Qué le ha pasado? -Le costó esfuerzo dirigirse a él.
– Pues… se ha enterado de que su novio tiene un lío con su mejor amiga.
– ¿Qué? ¿Marcus Valentina? ¿Con Clodagh?
– Sí.
Lisa tuvo ganas de reír.
– ¿Puedes venir un momento a mi despacho? -le dijo Jack-. Tenemos que hablar de una cosa.
¿Qué iba a hacer? ¿Disculparse? ¿Explicarle que solo había intentado consolar a Ashling, y que en realidad la que le gustaba era Lisa? Pero no, resultó que solo quería hablar de trabajo.
– En primer lugar, quiero felicitarte por la fiesta de anoche y por el primer número de la revista. Has conseguido mucho más de lo que nosotros esperábamos lograr, y la junta directiva me ha pedido que te felicite por tu trabajo.
Ella asintió con la cabeza, consciente de que había perdido terreno. La soltura que habían compartido se había desvanecido, y era evidente que Jack se sentía incómodo con ella.
– Punto número dos. Lamento decirte esto cuando deberías estar disfrutando de tu éxito -prosiguió-, pero tengo que darte una mala noticia.
«¿Estás enamorado de Ashling?»
– Esta mañana Mercedes ha presentado su dimisión.
– Ostras. ¿Por qué motivo?
– Se marcha de Irlanda.
«Zorra», pensó ella. Ni siquiera había tenido la decencia de confesar que se marchaba porque Lisa era una tirana obnubilada por el poder con la que se sentía incapaz de seguir trabajando.
– Le han ofrecido un empleo en Nueva York -explicó Jack-. Por lo visto, a su marido lo han destinado allí.
– ¿Nueva York? -Lisa se acordó del viaje que Mercedes había hecho en junio. Le vino a la mente la peor idea que se le podría haber ocurrido-. Ese nuevo empleo… no será en Manhattan, ¿verdad?
– No sé en qué revista, no me lo ha dicho.
– ¿Dónde está? -bramó Lisa, furiosa.
– Se ha ido. Le debíamos una semana de vacaciones, y la ha cogido a cambio de los quince días de preaviso.
Lisa se cubrió la cara con las manos.
– ¿Te importa que me vaya a casa? -preguntó.
Pidió un taxi y quince minutos más tarde volvía a estar en casa, aunque tenía la sensación de estar soñando. Abrió la puerta y entró. Había llegado el correo: había un enorme sobre de papel Manila en el suelo del recibidor. Lo recogió distraídamente y lo abrió mientras se quitaba los zapatos. Desdobló la rígida hoja de papel que había dentro al tiempo que dejaba el bolso encima del mármol de la cocina. Entonces, finalmente, prestó atención a las páginas que tenía en las manos.
Bastó con echarles un breve vistazo. Se sentó en el suelo, sin dar crédito a lo que veían sus ojos.
Era una demanda de divorcio.
Clodagh abrió la puerta de su casa y retrocedió ante el grito de «¡Hija de puta!» que le lanzaron.
– ¡Ashling!
– ¿Qué pasa? ¿No me esperabas?
No, no la esperaba. En lo único que había sido capaz de pensar era en Dylan: que la había descubierto y que la había dejado. Sí, claro, sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a Ashling, pero todavía no había tenido ocasión de pensar en ello.
– ¿Qué, amiga? -dijo Ashling entrando en la cocina-. ¿Pensabas mucho en mí mientras follabas con mi novio?
Clodagh estaba desesperada. ¿Cómo podía explicar sus remordimientos, la tortura que aquello había supuesto para ella?
– Sí, pensaba en ti, Ashling -dijo humildemente-. Pensaba en ti. Esto ha sido muy difícil para mí. Parece que los únicos que tienen aventuras sean los personajes de los culebrones. Pero no es así: la gente corriente también las tiene.
– Pero ¿cómo has podido hacerme esto a mí? ¡A mí!
– No lo sé. En realidad no hacía mucho tiempo que salías con él; no es lo mismo que si estuvierais casados. Y yo me sentía tan desgraciada, tan atrapada, y creía que me iba a volver loca…
– No pretendas que te compadezca. Tú lo tienes todo -la acusó Ashling-. ¿Por qué has tenido que quitármelo? ¡Tú lo tienes todo!
– A veces no basta con tenerlo todo -repuso Clodagh. Fue lo único que se le ocurrió decir.
– ¿Cuándo empezó este rollo con Marcus?
– Cuando estabas en Cork -contestó Clodagh fríamente-. Me dio una nota con su número de teléfono…
– Llamez-moi. -A Ashling le encantó la expresión de sorpresa de Clodagh-. Te la dio a ti y antes se la había dado a medio Dublín. Entonces ¿por qué fue a recogerme a la estación aquel domingo?
Clodagh se encogió de hombros.
– Quizá se sintiera culpable.
– ¿Qué pasó después?
– El lunes siguiente vino a verme aquí. No pasó nada. Solo tomó una taza de té, y antes de marcharse lavó la taza. Ya sé que es un detalle estúpido, pero…
– Dijo: «Mi madre me educó muy bien» -recordó Ashling-. Ya. A mí también me impresionó con eso.
– Me quiere -se defendió Clodagh.
«No me extrañaría nada», pensó Ashling, y el dolor amenazó con perforar su escudo de ira.
– ¿Y luego?
– Me invitó a tomar café…
– Y ¿qué más?
– Al día siguiente volvió a presentarse aquí.
– Y entonces no se limitó a lavar su taza, ¿no?
«Esto no es real -pensó-. Es una alucinación.»
Clodagh asintió con la cabeza, evitando su mirada.
– ¿Fuiste con él a Edimburgo?
Volvió a asentir en silencio.
– Nunca hubiera dicho que fuera tu tipo -dijo Ashling, y se dio cuenta de que tenía la cara contraída de dolor. Cómo le habría gustado una máscara circunspecta y digna.
– Yo tampoco lo hubiera dicho -reconoció Clodagh-. Pero desde la noche que lo conocí en aquella función de cómicos me gustó mucho. No era mi intención, pero no pude evitarlo.
– ¿Y Dylan?
Clodagh agachó la cabeza.
– No sé… Mira, te he traicionado, he traicionado nuestra amistad, y eso debe de dolerte más que el fin de tu… romance.
– Te equivocas -se apresuró a corregirla Ashling-. Me duele mucho más perder a mi novio.
Clodagh miró el pálido y enojado rostro de Ashling y admitió tímidamente:
– Nunca te había visto así.
– ¿Cómo? ¿Enfadada? Pues mira, ya iba siendo hora.
– ¿Qué quieres decir?
– No es la primera vez que me haces esto -le recordó Ashling-. Dylan era mi novio hasta que tú me lo quitaste.
– Sí, pero… él se enamoró de mí.
– Me lo robaste.
– Y ¿por qué no habías dicho nada hasta ahora? -se defendió Clodagh-. Te gusta el papel de víctima.
– ¿Insinúas que la culpa la tengo yo? Mira, vamos a aclarar una cosa. Lo de Dylan te lo perdoné, pero esto no te lo perdonaré jamás.