El viernes por la noche Lisa esperaba en la puerta de su casa, con sus zapatillas de deporte, sus pantalones Cargo de seda y su top de viscosa sin mangas de Prada. Había quedado con Jack, y notaba un calorcillo inusitado.
Un coche paró junto a la acera, el hombre que lo conducía estiró el brazo y le abrió la puerta, y Lisa subió, con cierto complejo de prostituta a la que recogen en una esquina. Fingió no oír a Francine y sus amigos gritando «¡Sexy!», «¡Guapa!» y «¡Lisa tiene novio!», y afortunadamente Jack arrancó deprisa.
– Ostras, no me has dado plantón -comentó él.
– Eso parece.
Miró por la ventanilla, reprimiendo una sonrisita de suficiencia. Así que Jack también había sufrido. Pues bien, ya eran dos.
Durante el trayecto, el cielo, que en la ciudad estaba despejado, se encapotó y se puso de un azul denso y plúmbeo. Cuando llegaron al muelle de Dun Laoghaire y bajaron del coche, Jack miró las nubes con recelo y dijo:
– Parece que va a llover. ¿Quieres que dejemos lo del paseo?
Pero Lisa, aunque nerviosa, se sentía optimista. ¿Cómo iba a llover? Así que echaron a andar.
Los intensos rayos de sol que se filtraban a través de las nubes hacía que todo pareciera casi irreal. Las zonas de hierba tenían un verde tan brillante que parecía alucinógeno. La piedra gris del muelle adquiría un tono púrpura. Cualquiera se habría dado cuenta de que estaba a punto de caer un chaparrón monumental, pero Lisa estaba convencida de que no iba a llover.
«Así que esto es dar un paseo» -se dijo-. Bueno, no estaba tan mal. Aunque el aire olía un poco raro.
– Aire puro -comentó Jack, resolviendo el misterio-. ¿Ves ese de ahí? -Señaló con orgullo uno de los barcos-. Es el mío.
– ¿Ese? -Emocionada, Lisa contempló un barco blanco de líneas elegantes.
– No, ese no.
– Ah. -Entonces reparó en la vieja embarcación que había detrás. Había creído que era un trozo de madera arrastrada por el mar-.
¡Es genial! -logró decir. A él le gustaba, ¿no? ¿Por qué no iba a fingir ella?
«Ostras -pensó-; debo de estar colada por él.»
Antes de que hubieran recorrido la mitad del muelle, empezaron a caer gotas. Lisa se había vestido previendo muchas eventualidades, pero la lluvia no era una de ellas. Se le puso la carne de gallina.
– Toma, ponte esto. Jack se quitó la chaqueta de piel.
– Ni hablar. -Por supuesto que pensaba aceptarla, pero no estaba de más hacerse un poco la tímida.
– Claro que sí.
Sin hacer caso de sus reparos, Jack le puso la chaqueta sobre los hombros, y Lisa se sintió envuelta por el calor de él. Deslizó los brazos por las mangas, todavía calientes; la chaqueta le iba enorme, tanto que ni siquiera le asomaban las manos por los puños, pero se sentía muy cómoda con ella.
– Será mejor que volvamos -propuso él, y echaron a correr al tiempo que empezaba a caer un aguacero. Se cogieron de las manos, porque parecía lo más normal del mundo-. ¡No querrás volver aquí conmigo jamás! -dijo él mientras corrían hacia el coche.
– ¡Y que lo digas! -Lisa le lanzó una sonrisa, deleitándose con el calor seco de la palma de su mano y con la fuerza con que se entrelazaban sus dedos.
Cuando llegaron al coche, Jack estaba empapado. Tenía el pelo negro y reluciente, pegado al cráneo, y la camisa se le adhería al cuerpo, dejando entrever su vello pectoral. Lisa tampoco estaba precisamente seca.
– ¡Madre mía! -exclamó Jack, escandalizando, al comprobar su estado.
– ¡Date prisa! ¡Abre la puerta! -dijo ella entre carcajadas.
Corrió hacia el lado del pasajero, suponiendo que él introduciría rápidamente la llave en la cerradura, pero entonces lo miró…
Después, cuando lo pensó con calma, no supo decir quién había dado el primer paso. ¿Había sido él? ¿O ella? Lo único que sabía era que de pronto giraron el uno hacia el otro y ella se encontró pegada contra el cuerpo mojado de Jack. Él tenía la cara salpicada de lluvia, y el flequillo le cubría los ojos.
Lisa notó muchas cosas: el olor salado del mar, las frías gotas que le caían en la cara, el calor de la boca de Jack y un débil latido en las bragas. Todo muy sexy. Tenía la impresión de estar en un anuncio de Calvin Klein.
El beso no fue muy largo, en realidad terminó antes de empezar de verdad. Más valía calidad que cantidad. Apartando suavemente los labios de los de Lisa, Jack le abrió la puerta del coche y susurró:
– Sube.
Volvieron a la ciudad y fueron a una cafetería, donde ella se secó el cabello con el secador de manos. Luego se arregló el maquillaje y regresó a la barra, sonriendo abiertamente. Se tomaron una copa de vino y una cerveza, y hablaron tranquilamente, sobre todo de sus compañeros de trabajo.
– Oye, ¿es verdad que Marcus Valentina sale con nuestra Ashling? -preguntó Jack.
– Ajá. Y ¿qué te parece lo de Kelvin y Trix?
– ¡No me digas que salen juntos! -A él le afectó mucho aquella noticia-. Pero ¿Trix no salía con el tipo ese del pescado?
– Sí, pero me da la impresión de que Kelvin y ella acabarán juntos.
– Yo creía que se odiaban. Ah, vale -dijo Jack, asintiendo con la cabeza-. Son de esos.
– Lo dices como si no te pareciera bien. -Lisa sentía muchísima curiosidad.
– No, si a mí todo me parece bien -repuso él, un tanto abochornado. Y aludiendo.a sus peleas con Mai en público, añadió-: La verdad es que no soy partidario de las peleas rutinarias con la pareja, aunque parezca mentira.
– Entonces ¿por qué Mai y tú…?
Jack cambió de postura.
– Pues no lo sé. Supongo que nos acostumbramos a eso. Al principio era divertido, y creo que después no supimos encontrar otra forma de relacionarnos. ¡En fin! -No quería seguir analizando su relación con ella, porque todavía sentía deberle cierta lealtad a Mai, así que miró a Lisa con una sonrisa y dijo-: ¿Otra copa?
– No, creo que no…
Pero justo cuando ella iba a ponerle una mano en el muslo y decir «¿Nos tomamos un café en mi casa?», Jack dijo:
– Vale. Entonces te acompaño a tu casa.
Y Lisa comprendió que eso era todo. «Pero no importa -pensó con optimismo-; es evidente que le gusto. ¿Acaso no la había besado? Y no habría podido ser más amable con ella. -Entonces tuvo que acallar una vocecilla que le decía-: Sí, habría podido ser más amable: habría podido llevarte a la cama.»
Clodagh se paseaba por la cocina con aire soñador, pensando en el polvo que había echado. Había sido increíble, el mejor de su vida…
Dylan la vio guardar el azúcar en el microondas y la leche en la lavadora, y se preguntó qué estaba pasando. Lo asaltaron pensamientos horribles, inconfesables.
– No quiero cenar. -Craig dejó la cuchara en el plato con estrépito-. ¡Quiero caramelos!
– Caramelos -murmuró Clodagh; hurgó en el armario y sacó una bolsa de Maltesers-. Toma, caramelos.
Era como si se moviera al son de una música que solo ella podía oír.
– Yo también quiero caramelos -gruñó Molly.
– Yo también quiero caramelos -repitió Clodagh melodiosamente, y sacó otra bolsa.
Dylan la miraba, perplejo.
Haciendo una graciosa floritura, Clodagh le abrió la bolsa de caramelos a Molly y cogió uno con el índice y el pulgar.
– ¡Para Molly! -dijo acercándoselo a la boca a su hija-. ¡No, para mí!
Ignorando las protestas de la niña, se puso el caramelo entre los fruncidos labios, chupándolo ligeramente; luego lo aspiró y lo hizo rodar por su boca de un modo que al parecer le producía un gran placer.
– Clodagh -dijo Dylan con un hilo de voz.
– ¿Hummm?
– Clodagh.
De pronto ella se cuadró y le dio un salvaje mordisco al caramelo.
– ¿Qué pasa?
– ¿Te encuentras bien?
– Sí, claro.
– Es que te veo un poco trastornada.
– Ah, ¿sí?
– ¿En qué piensas? -preguntó, temiendo que habría sido mejor permanecer callado.
– En lo mucho que te quiero -contestó ella como un rayo.
– ¿En serio? -preguntó Dylan, receloso. Estaba en un dilema. Sospechaba que no debía creerla, pero prefería hacerlo.
– Sí, te quiero mucho, muchísimo -declaró Clodagh; hizo un esfuerzo y abrazó a su marido.
– ¿De verdad? -Dylan había conseguido mirarla a los ojos.
Ella le sostuvo la mirada con calma y dijo:
– De verdad.