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Cuando Jack llegó al hotel Herbert Park, la fiesta ya había empezado. El salón estaba abarrotado de gente, había ejemplares de Copeen dispuestos en lustrosos montones en las mesas, y las chicas habían montado una eficaz cinta transportadora humana para controlar a los invitados.

La primera escala era Lisa, que iba impecable y seguramente nunca había estado tan guapa. Luego estaba Ashling, un poco incómoda con su vestido y sus zapatos de tacón, encargada de compraban las invitaciones con una lista. Mercedes, vestida de negro, les colocaba unas insignias con su nombre a los recién llegados. Y por último Trix, que iba prácticamente desnuda, indicaba a los invitados dónde estaba el guardarropa. Unos chicos y chicas muy atractivos circulaban entre la gente con bandejas de cócteles para mayores (no se veía ni una sola sombrillita).

– Señora directora -dijo Jack parándose delante de Lisa.

– ¡Oye! ¡Yo soy la que saluda! -replicó ella, sonriente.

– Bueno, pues salúdame.

Lisa le dio un beso en la mejilla y, parodiando al personal de las revistas femeninas, exclamó:

– ¡Querido! ¡Cómo me alegro de verte! Por cierto, ¿puedes decirme quién coño eres?

Jack rió y se acercó a Ashling, que levantó la vista del listado que tenía en las manos.

– Ah, hola -exclamó con timidez-. Devine. Jack. No lo encuentro en mi lista. ¿Seguro que lo han invitado?

– Creo que sí -repuso él, y fijándose en el vestido negro suelto de Ashling agregó-: Estás muy elegante. -Aunque lo que quería decir era: «Estás diferente».

– Casi nunca llevo vestidos -confesó Ashling-. Y ya me he hecho una carrera en las medias.

– ¿Qué tal el pelo?

– Juzga tú mismo. -Lo agitó para que él lo viera.

En otra mujer, aquel gesto habría parecido presumido y felino; pero en Ashling tenía una naturalidad que Jack encontró maravillosa.

– ¿Y el oído?

– ¿Qué oído? -preguntó Ashling alegremente, y levantó su cóctel de champán-. ¡Salud! Ya no me duele. Y ahora, señor, circule, por favor.


Lisa se pasó la noche recibiendo felicitaciones. La fiesta fue todo un éxito: estaba todo el mundo. Una minuciosa búsqueda solo había descubierto seiscientos catorce personajes ilustres en Irlanda, pero por lo visto todos habían acudido a la convocatoria. Por el salón circulaban ráfagas de elogios y buena voluntad que levantaban el ánimo. Era fabuloso.

Y, pese a que hubo desastres hasta el momento de imprimir, Colleen resultó también un éxito deslumbrante. Sus satinadas páginas rebosaban audacia y mordacidad. En el último momento, Lisa hasta había conseguido la carta del famoso. Laddz, el nuevo grupo musical masculino, acababa de presentarse, y Shane Dockery, el cantante (el tímido jovencito al que Lisa había conocido meses atrás en el lanzamiento celebrado en el Monsoon) se había convertido en un auténtico ídolo cuyas fans adolescentes trepaban como monos las paredes de su casa.

Shane se acordaba de Lisa. ¿Cómo iba a olvidar a la única persona que fue agradable con él cuando nadie conocía todavía su grupo? Si conseguía desalojar a aquellas adolescentes del cajón de su mesa, escribiría encantado la carta. Y todo el mundo coincidió en que su artículo tenía una frescura y una exuberancia muy atractivas que otras estrellas del rock ya consagradas no habrían podido imitar.

Lisa no podía parar de sonreír. Y sonreía de oreja a oreja, sinceramente. ¿Quién iba a decir, cuatro meses atrás, que lo conseguiría? ¿Y que se sentiría tan satisfecha?

Hasta el problema de la publicidad estaba resuelto, gracias al reportaje sobre Frieda Kiely y las fotografías en que aparecían los mendigos. Los encargados de prensa de las principales firmas de moda se habían dado cuenta de que Colleen no era un periódico gratuito provinciano, sino una fuerza que tener en cuenta. No solo habían incluido anuncios grandes y caros, sino que además habían pedido que sus colecciones fueran incluidas en próximos números.

– Hola, Lisa.

Ella se volvió y vio a Kathy, su vecina, sosteniendo una bandeja de sushi.

– Ah, hola, Kathy.

– Gracias por invitarme.

– De nada.

– Verás, unos cuantos me han preguntado dónde están los bocadillos de salchichas.

Lisa soltó una carcajada.

– Si lo han preguntado, es que no deberían estar aquí.

– Yo he probado el sushi y todo -le confesó Kathy-. Y ¿sabes qué te digo? Que no está mal.

Marcus Valentina, borracho perdido, pasó por su lado tambaleándose. Automáticamente, Lisa le lanzó una sonrisa deslumbrante. Y a continuación pasó Jasper French, todavía más borracho. Entonces apareció Calvin Carter, que había viajado desde Nueva York con motivo de la fiesta.

Calvin la saludó efusiva y cariñosamente.

– Fabuloso, Lisa. -Paseó la mirada por la atractiva multitud-. Fabuloso. Bueno, y ahora ¡los discursos!

Subió a la tarima y empezó con una frase en gaélico que Ashling había tenido que escribirle fonéticamente.

– Kade Mila Fal-che -bramó, y al público le gustó, a juzgar por la carcajada general que desencadenó.

Aunque la verdad era que a Calvin siempre le había costado ver cuándo la gente se reía con él y cuándo se reía de él.

A continuación hizo un discurso sobre Dublín, sobre las revistas y sobre lo fabulosa que era Colleen.

– Y la mujer que ha hecho posible todo eso… -Estiró un brazo hacia donde estaba Lisa-. Damas y caballeros, les dejo con la directora, ¡Lisa Edwards!

La entrada de Lisa fue recibida con fuertes aplausos.

– Aplaude -le susurró Ashling a Mercedes-, o te despedirán.

Mercedes rió, enigmática, y permaneció con los brazos cruzados. Ashling la miró, acongojada, pero no podía distraerse. Era la encargada de entregarle el ramo de flores a Lisa. Y como estaba completamente borracha (en realidad era una combinación de cansancio físico, analgésicos y alcohol), temía no poder aguantar en pie lo suficiente para subir el ramo a la tarima.

Mientras Lisa pronunciaba su bonito discurso, sus ojos se fijaron en Jack, al que secretamente ella llamaba «la guinda del pastel de esta noche». Jack estaba apoyado contra una pared, con los brazos cruzados, y la miraba con una discreta sonrisa en los labios, con cariño y agradecimiento.

La moral de Lisa aumentó aún más. De esta noche no pasa, se dijo. Desde que Jack regresó de Nueva York, todos habían estado demasiado ocupados para frivolidades, y ella apenas había tenido ocasión de coquetear con él. Pero después de esta noche podrían dormirse sobre sus laureles, y Lisa estaba decidida a que él se durmiera a su lado. Recorrió a su público con la mirada, y con una trascendental sonrisa en los labios. ¿Dónde demonios se había metido Ashling? Ah, allí estaba. Lisa le hizo una señal con la cabeza: había llegado el momento de entregarle el ramo.


Tras los discursos, la fiesta subió bastante de tono. Calvin parecía alarmado: en Nueva York no bebían así. Y ¿dónde se había escondido Jack?

Jack, cansado de estrechar manos, había encontrado un asiento tranquilo en un rincón y allí se había quedado. Encima de la mesa había unos cuantos paquetitos de sushi abandonados, que evidentemente alguien no se había atrevido a probar.

De pronto, interrumpiendo su calma, se abrieron violentamente unas puertas de vaivén que había cerca y Ashling apareció bailando, siguiendo el compás de la música a la perfección y sosteniendo una copa y un cigarrillo. Bailaba estupendamente; movía todas las partes del cuerpo con un ritmo hechizante. Debía de estar muy, pero que muy borracha.

Ashling avanzó hacia Jack, le lanzó el bolso con ímpetu y entonces se dio cuenta de que tenía algo en la rodilla.

– ¡Una carrera! ¡Alerta roja! -anunció-. Pásame el bolso.

Sujetando el cigarrillo entre los labios, y con los ojos entrecerrados para protegerse del humo, sacó un vaporizador del bolso y se roció la pierna, desde la pantorrilla hasta el muslo.

Jack la observaba cautivado.

– ¿Qué haces con la laca?

– Es para parar la carrera.

Hizo una especie de perístole con la boca, sujetando el cigarrillo en un extremo y hablando y exhalando el humo a la vez. Jack estaba impresionado.

Mientras miraba cómo Ashling guardaba la laca en su bolso, decidió que pondría la vida en sus manos.

Ashling soltó una aguda exclamación, como si acabara de ocurrírsele algo genial; volvió a meter la mano en el bolso, riendo a carcajadas, y sacó una botellita de cristal. Se aplicó un poco de perfume en la muñeca y se la mostró a Jack.

– ¿Sabes a qué huelo? ¡A Oui! -Le enseñó la botella de Oui-. Es el regalo. Lástima que no nos la hayan dado hasta el final, porque habríamos podido pasearnos por el salón diciéndonos unos a otros «Hueles a Oui». -Entonces se fijó en una cosa, y añadió-: Ostras, mira. Te muerdes las uñas. -Le cogió una mano a Jack y se la examinó.

– Sí -admitió él.

– ¿Por qué?

– No lo sé. -Le habría gustado tener un motivo, pero por lo visto no lo tenía.

– Eso es que te preocupas demasiado por todo. -Le dio unos golpecitos en la mano, compasiva, y mirándolo con repentina urgencia le preguntó-: Oye, ¿tienes cigarrillos? Jasper French me ha dejado seca.

– Me extraña que no tengas un paquete de emergencia-. Pretendió decirlo con un tono bromista, pero tenía la boca pastosa, como si acabara de salir de la consulta del dentista.

– Lo tenía, pero también me lo ha robado.

Jack vio que Lisa, en el otro extremo de la sala, lo miraba y levantaba la copa. Su lenguaje corporal era una pura invitación. Mientras buscaba sus cigarrillos, notó que tenía la cabeza muy espesa y no podía pensar. Lisa era muy guapa. Era inteligente y caradura, y él la admiraba por su perspicacia y su vitalidad. Es más, Lisa le gustaba. ¿Acaso no la había besado? Aunque todavía no entendía cómo había pasado.

Era evidente que ella tenía planes para aquella noche que lo incluían a él, pero de pronto tuvo la certeza de que no quería participar en su juego. ¿Por qué no? ¿Sería porque Lisa estaba casada? ¿Porque trabajaban juntos? ¿Porque todavía no había olvidado a Mai? ¿O porque todavía no había olvidado a Dee? Pero no, no era por ninguno de aquellos motivos. Era por Ashling. La chica antes conocida como doña Remedios.

¿Qué demonios le estaba pasando? ¿Sería jet-lag? No, no podía ser jet-lag. Ya hacía doce días que había regresado.

Entonces solo podía sacar una conclusión. Una sola e inevitable conclusión: le iba a dar un ataque.

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