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Unas manos blandas y rechonchas le acariciaban la cara… Inmersa en un dulce duermevela, Clodagh se deleitó con el calor de las manos de Molly recorriendo su sensible y flexible cutis. Tumbada sobre el pecho de Clodagh, Molly paseaba sus tiernos y pegajosos deditos por la barbilla de su madre, por sus mejillas, por su nariz, su frente y… ¡Ay! Clodagh vio las estrellas.

– ¡Me has dado un puñetazo en el ojo, Molly! -gritó, aturdida tras aquel despertar tan brusco.

– Mami se ha despertado -dijo Molly fingiendo sorpresa.

– Pues claro que se ha despertado. -Clodagh se tapó con la mano el ojo dolorido, del que empezaban a salir lágrimas a chorro-. La gente suele hacerlo cuando le pegan un tortazo en el ojo.

Se quitó a Molly de encima, se levantó de la cama y fue hasta el espejo para comprobar los daños. Hoy tenía que estar impecable porque tenía una cita en una agencia de colocación.

Una mitad de su cara estaba normal, y la otra componía un desastre de lágrimas y un ojo inyectado en sangre. Maldita sea. Entonces reparó en el montón de ropa que había en la silla, y emprendió el habitual frenesí de recoger y guardar previo a las visitas de Flor.

– ¡Vístete, Craig! -gritó-. Date prisa, Molly, ponte la ropa. Flor no tardará en llegar.

Bajó la escalera a toda prisa, y se enfrentó al desayuno, que como siempre era zona de guerra.

– ¡No quiero All-Bran! -gritaba Craig a pleno pulmón-. ¡Quiero Coco Pops!

– No te daré Coco Pops hasta que no termines el All-Bran -dijo Clodagh, creando la ilusión de que aquella vez su hijo la obedecería.

La compra semanal de Clodagh incluía unos paquetes de seis cajas de cereales variados; los Sugar-Puffs y los Coco Pops se terminaban enseguida, mientras que los otros, más insípidos, como el All-Bran, se acumulaban en los armarios de la cocina sin que nadie les hiciera caso. Clodagh intentaba resistirse a abrir otro paquete hasta que no se hubieran terminado los que nadie quería. Y siempre acababa cediendo. Sobre todo hoy, porque hoy el tiempo tenía fundamental importancia. Rompió el celofán de un paquete nuevo de seis cajas y le puso los Coco Pops delante a Craig. A continuación, y todavía en camisón, salió de la casa y fue corriendo hasta el coche, de donde sacó varias bolsas escondidas en el maletero. Solía hacerlo cuando se compraba ropa nueva. Aunque Dylan nunca ponía reparos a que su mujer se gastara dinero en ropa, ella se sentía culpable.

Sin embargo, aquella vez era diferente. Dylan había tenido que trabajar el lunes festivo, y Clodagh había dejado a los niños con su artrítica madre y había salido a gastar. Las bolsas con que entró en casa contenían ropa juvenil y divertida, una ropa que ella no estaba del todo segura de poder ponerse. También se había comprado un traje con motivo de su visita a la agencia de colocación (de lo cual Dylan seguía sin saber nada). Clodagh no sabía por qué no se lo había dicho, pero tenía una vaga e imprecisa sospecha de que a él no le habría gustado.

Ya en su habitación, arrancó sin miramientos las etiquetas de la falda y la chaqueta grises y se vistió. El traje le había costado mucho dinero. Mucho dinero, pero Clodagh se tranquilizó pensando que lo amortizaría cuando encontrara trabajo. Se puso también unas medias de quince denier, zapatos de tacón negros y una blusa blanca. Después de pintarse los labios y arreglarse el pelo a lafrancesa, decidió que estaba guapa.

Sin tener en cuenta el ojo inyectado en sangre, desde luego.

Esta mañana ya no tenía tiempo de huir de Flor. La vio entrar en el jardín mientras ella salía por la puerta de casa con Craig y Molly.

– ¿Cómo estás, Flor?

– El viernes fui a ver a Frawley -contestó Flor.

Frawley era su médico. Aunque no lo había visto nunca, Clodagh tenía la impresión de que lo conocía desde hacía años.

– Y ¿qué te dijo?

– Tienen que sacármelo.

– ¿Qué tienen que sacarte?

– El útero, ¿qué va a ser? -repuso Flor, sorprendida.

– Ostras, cuánto lo siento. Qué mala suerte. -Clodagh hizo acopio de energía para expresar compasión y comprensión.

– ¿Mala suerte? ¡Qué va!

– ¿No estás disgustada?

– ¿Por qué iba a estarlo?

– ¿No te preocupa sentirte…? -Se interrumpió. Había estado a punto de decir «menos mujer», pero habría demostrado una gran falta de tacto. Prefirió decir-: ¿No te preocupa sentir que has perdido algo?

– Ni hablar -contestó Flor alegremente-. Si tienen que sacarmelo, adelante. No es más que un incordio. ¿Qué quieres que te haga hoy?

– Oh. -Clodagh estaba mortificada-. Un poco de plancha, si puedes. Y quizá el cuarto de baño. Tú misma, lo que a ti te parezca…


Clodagh abrió la puerta de la agencia de colocación del centro de la ciudad y el miedo y la emoción se manifestaron en sus temblorosas manos. Se paró delante de una joven con moño cuya fresca y aterciopelada piel estaba cubierta por un exceso de base de maquillaje.

– Tengo una cita con Yvonne Hughes.

La chica se levantó.

– Hola -dijo con una seguridad sorprendente-. Yo soy Yvonne Hughes.

– Oh. -Clodagh se la había imaginado mucho mayor.

Yvonne le dio un firme apretón de manos, como si se estuviera entrenando para ser un político varón.

– Siéntate.

Clodagh sacó su currículum, que se había doblado un poco en su bolso.

– Vamos a ver.

Yvonne movía las manos delicada y deliberadamente. Empezó a acariciar el currículum con los dedos extendidos y separados, alisándolo y realineándolo con el borde de su mesa. Antes de pasar la primera página, sujetó la esquina con el índice y el pulgar y la frotó brevemente, solo para asegurarse de que no había cogido dos páginas a la vez. Aquello puso muy nerviosa a Clodagh.

– Hace mucho tiempo que no trabajas, ¿verdad? -dijo Yvonne-. Más de… ¿cinco años?

– Tuve un hijo. No pretendía quedarme tanto tiempo en casa, pero después tuve una niña, y hasta ahora no me he sentido preparada -dijo Clodagh.

– Ya, ya… -Yvonne siguió poniendo a prueba sus nervios mientras repasaba su experiencia profesional-. Desde que terminaste los estudios has trabajado de recepcionista en un hotel, de secretaria en un estudio de sonido, de cajera en un restaurante, de administrativa en un bufete de abogados, de jefa de almacén en una empresa de confección, de cajera en el zoo de Dublín, de recepcionista en el despacho de un arquitecto y de secretaria en una agencia de viajes. -Clodagh había hecho incluir a Ashling todos los empleos que había tenido, para demostrar que era una persona versátil-. En el zoo de Dublín estuviste… ¿tres días?

– Fue por el olor -explicó Clodagh-. El olor del recinto de los elefantes me seguía a todas partes. Jamás lo olvidaré. Hasta mis bocadillos sabían a aquello…

– Donde trabajaste más tiempo fue en la agencia de viajes -la interrumpió Yvonne-. Dos años, ¿no?

– Exacto -dijo Clodagh con entusiasmo. Se había ido desplazando y ahora estaba sentada en el borde de la silla.

– Y ¿no te ascendieron en ese período?

– Pues… no.

Clodagh se desconcertó. ¿Cómo podía explicarle que solo te podían ascender a supervisor, y que todo el mundo odiaba y compadecía a los supervisores?

– ¿Tienes algún título de turismo?

A Clodagh casi se le escapó la risa. ¡Qué tontería! Para eso dejas los estudios, ¿no? Para no tener que hacer más exámenes.

Yvonne sacudió los dedos en el aire antes de bajarlos uno por uno y posarlos sobre la hoja, que a continuación se puso a acariciar hipnóticamente.

– ¿Qué software utilizabas?

– Pues… -Clodagh no se acordaba.

– ¿Sabes mecanografía y taquigrafía?

– Sí.

– ¿Cuántas palabras por minuto?

– Huy, no lo sé. Escribo con dos dedos -aclaró Clodagh-, pero muy deprisa. Más deprisa que mucha gente que ha hecho cursillos.

Yvonne entrecerró sus infantiles ojos. Estaba enojada, pero no hasta el punto de perder los estribos. En realidad solo estaba jugando, disfrutando de su poder.

– Entonces deduzco que tampoco dominas la taquigrafía, ¿no?

– Bueno, supongo que no, pero siempre podría… No -confesó Clodagh, que se había quedado sin energía.

– ¿Tienes nociones de tratamiento de textos?

– No.

Y, pese a que ya sabía la respuesta, Yvonne preguntó:

– Y no tienes ningún título universitario, ¿verdad?

– No -reconoció Clodagh, mirándola fijamente con un ojo normal y otro inyectado en sangre.

– De acuerdo. -Yvonne suspiró con resignación, se lamió un dedo y alisó con él una esquina doblada del currículum-. Dime qué lees.

– ¿Qué quieres decir?

Hubo una pausa brevísima, pero Yvonne la creó para dar a entender que consideraba a Clodagh una idiota total.

– ¿FT? ¿Time? -la ayudó. No suspiró, pero fue como si lo hubiera hecho. Entonces, cruelmente, añadió-: ¿Bella? ¿Hola?

Clodagh solo leía revistas de decoración. Y libros de Cat in the Hat. Y, de vez en cuando, best sellers sobre mujeres que montaban su propio negocio y no tenían que someterse a humillantes entrevistas como aquella cuando querían trabajar.

– Veo que una de tus aficiones es el tenis. ¿Dónde juegas?

– No, no. Yo no juego. -Clodagh soltó una risita casi adolescente-. Me refiero a que me gusta verlo jugar.

Wimbledon estaba a punto de empezar, y por la televisión estaban dando mucha publicidad.

– ¿Y vas al gimnasio? -leyó Yvonne-. ¿O eso también te gusta ver cómo lo hacen los demás?

– No, no. Voy -dijo Clodagh, pisando terreno más firme.

– Aunque eso difícilmente puede considerarse un hobby, ¿no? Sería como decir que dormir es un hobby. O comer-. Aquello le hirió en lo más vivo.

– Te gusta el teatro. ¿Con qué frecuencia vas?

Clodagh vaciló un momento, y luego confesó:

– En realidad no voy. Pero algo hay que poner, ¿no?

Cuando Clodagh y Ashling dejaron de inventarse hobbies absurdos, como conducir coches de rally o la adoración satánica, e intentaron componer una lista de hobbies reales, no se les ocurrieron muchas cosas.

– Entonces, ¿cuáles son tus aficiones? -preguntó Yvonne, desafiante.

– Pues… -¿Cuáles eran sus aficiones?

– Hobbies, pasiones, esas cosas -dijo Yvonne, impaciente.

Clodagh se había quedado en blanco. Lo único que se le ocurría decir era que le gustaba jugar con sus puntas abiertas, tirando del extremo roto para ver hasta dónde llegaba. Podía pasarse horas haciéndolo. Pero algo la frenó y decidió no compartir aquella afición con Yvonne.

– Verás, es que tengo dos hijos -dijo tímidamente-. Me absorben mucho.

Yvonne le lanzó una mirada desconfiada.

– ¿Te consideras una persona ambiciosa?

Clodagh retrocedió como si tuviera miedo. No era nada ambiciosa. No le gustaba la gente ambiciosa.

– Cuando trabajabas en la agencia de viajes, ¿qué era lo que te producía más satisfacción?

Que llegara la hora de marcharse, pensó Clodagh. A todas las chicas que trabajaban allí les ocurría lo mismo: entraban, suspendían sus vidas reales durante ocho horas y dedicaban toda su energía a soportar la espera.

– ¿El trato con la gente? -sugirió Yvonne-. ¿Resolver problemas técnicos? ¿Cerrar una venta?

– Recibir mi sueldo -dijo Clodagh, y supo que había metido la pata. Lo que pasaba era que hacía mucho tiempo que no asistía a una entrevista de trabajo. Ya no se acordaba de los tópicos correctos. Y, si no se equivocaba, hasta entonces siempre la habían entrevistado hombres, y todos habían sido bastante más agradables que aquella estúpida.

– La verdad es que no me interesa volver a trabajar en una agencia de viajes -añadió-. En cambio no me importaría trabajar en… una revista.

– ¿Te gustaría trabajar en una revista? -Yvonne hizo ver que le costaba contener una sonrisa.

Clodagh asintió con cautela.

– ¡A quién no! ¿Verdad, querida? -dijo Yvonne con cierta cantinela.

Clodagh decidió que odiaba a aquella niñita despiadada y poderosa. Mira que llamarla «querida», cuando Clodagh le doblaba la edad.

– ¿Cuáles son tus aspiraciones económicas? -preguntó Yvonne, apretándole las tuercas.

– Pues no sé… No lo he pensado… ¿Qué crees tú? -dijo Clodagh, vencida.

– No sé qué decirte. Con los datos que me das… Si estuvieras dispuesta a hacer algún curso de reciclaje…

– Quizá -mintió Clodagh.

– Si sale algo ya te llamaré.

Ambas sabían que no iba a hacerlo.

Yvonne la acompañó hasta la puerta. A Clodagh le entusiasmó ver que era un poco patizamba.

Ya en la calle, con su odioso, ridículo y carísimo traje, echó a andar despacio hacia su coche. Tenía la autoestima por los suelos. Aquella mañana había recibido una cruel lección sobre lo vieja e inútil que era. Clodagh había depositado todas sus esperanzas en un empleo, pero evidentemente el mundo iba demasiado deprisa, y ella ya no estaba capacitada para ocupar un lugar en él.

¿Qué iba a hacer ahora?

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