35

La fiesta de presentación del nuevo helado Truffle empezaba aquella tarde a las seis. Como se trataba de un bombón helado, no tenía un Punto de Venta Único, en un mercado abarrotado de productos que se enorgullecían de tener un Punto de Venta Único. Así que los fabricantes habían hecho una gran inversión en la fiesta, que se celebraba en el Clarence y pretendía atraer a un gran número de periodistas. Prometía ser una reunión deslumbrante.

– ¿Quieres venir? -le preguntó Lisa a Ashling.

Ashling, todavía disgustada por el modo en que Lisa había humillado a Mercedes, estuvo a punto de rechazar la invitación, pero luego decidió que de ese modo mataría el tiempo muerto que le quedaba antes de la clase de salsa.

– Bueno -dijo con cautela.

Antes de marcharse, Lisa fue al lavabo para hacer el obligado repaso a su aspecto. Contempló fríamente su delgada y bronceada imagen en el espejo, con su vestido blanco de Ghost, y se dio por satisfecha. Aquello no tenía nada que ver con la arrogancia. Hasta su peor enemigo (y había una fuerte competencia) habría reconocido que estaba muy guapa.

Era lo que ella quería; no lo negaba. Trabajaba duro por conseguirlo. Su aspecto físico era su obra maestra, su gran logro. Aunque nunca se confiaba respecto a su apariencia: también era su más rigurosa crítica. Mucho antes de que pudiera detectarse algún indicio a simple vista, ella sabía cuándo tenía que hacerse las raíces. Notaba cómo le crecía el cabello. Y siempre sabía cuándo había engordado aunque solo fuera un gramo (por mucho que la báscula y la cinta métrica lo desmintieran). Creía ser capaz de oír cómo su piel se estiraba y expandía para dar cabida al exceso de grasa.

Se detuvo y entrecerró los ojos. ¿Eso que había visto en su frente era una arruga? ¿La más leve insinuación de una arruga? ¡Sí, sí! Tenía que ponerse otra inyección de Botox. En lo referente a la terapia de belleza, Lisa estaba convencida de que la mejor defensa es un buen ataque. Tenías que atacar antes que te atacaran a ti.

Se retocó el brillo de labios, aunque no hacía ninguna falta. Si esta noche no ligaba, no sería culpa suya.

Resultó que Kelvin y Jack también iban a la fiesta de Truffle. Truffle era uno de los patrocinadores de una nueva serie dramática de Channel 9, así que Jack tenía que representar a la empresa, a su pesar.

– Y tú ¿qué excusa tienes? ¿Para cuál de tus muchas revistas vas a cubrir la información? -le preguntó Lisa con sarcasmo a Kelvin.

– Para ninguna. Pero me apetece emborracharme y el fin de semana me ha dejado pelado.

Lisa se estremeció al oírle hablar de aquel espantoso e interminable puente. Nunca más, se dijo.

En cuanto llegaron, Lisa se perdió entre la ruidosa y bien vestida multitud, Kelvin fue directamente a la barra y Ashling, cautelosa, dio una vuelta por la sala. No conocía a nadie y no podía emborracharse demasiado porque luego tenía clase de salsa. Y no podía perderse la clase de salsa, porque solo era la segunda: demasiado pronto para dejarlo. De vez en cuando, entre el gentío, veía a Jack Devine intentando mostrarse alegre y campechano, y fracasando estrepitosamente. Dedujo que era por la falta de práctica.

Sin saber cómo, Ashling acabó a su lado.

– Hola -dijo ella con timidez-. ¿Cómo estás?

– Me duele la cabeza de tanto sonreír -gruñó él-. Odio estas cosas. -Y se quedó callado.

– Yo también estoy muy bien -dijo Ashling con aspereza-. Gracias por tu interés.

Jack puso cara de sorpresa, se volvió hacia una camarera que pasaba en ese momento por su lado y, sacudiendo su copa vacía, dijo:

– Enfermera, deme algo para el dolor.

La camarera, una chica joven y atractiva, le dio una copa de champán.

– Tómese una cada media hora y verá cómo se le pasa. -La chica sonrió y se le formaron hoyuelos en las mejillas.

Jack le devolvió la sonrisa. Ashling, malhumorada, contemplaba su diálogo.

Cuando la camarera se marchó, Ashling intentó pensar en algo que decirle a Jack, cualquier táctica para entablar una conversación por superficial que fuera, pero no se le ocurrió nada. Y Jack no lo hacía mejor que ella. Estaba callado, cambiando el peso del cuerpo de una pierna a otra, bebiendo su champán a un ritmo demasiado rápido.

Pasó otra camarera con una bandeja de Truffles y Ashling aceptó uno de buen grado. No porque le encantaran los helados, aunque le encantaban, sino porque eso le daría algo que hacer con la boca que no fuera hablar con Jack Devine. Se concentró en la tarea, enroscando la lengua alrededor de la punta del helado. De pronto tuvo la impresión de que la observaban y, al levantar la vista, encontró a Jack Devine con expresión divertida y sugerente. Ashling se ruborizó. Sosteniéndole la mirada, mordió con decisión la punta del bombón helado, que crujió brutalmente. Jack hizo una mueca de dolor, y Ashling soltó una risa perversa.

– Me voy -dijo entonces.

– No puedes dejarme aquí -protestó él-. ¿Con quién voy a hablar si te vas?

– ¡Conmigo no veo que hables mucho! -exclamó ella, y cogió su bolso.

– ¡No, por favor! ¡Doña Remedios! ¿Adónde vas? -insistió Jack, presa del pánico.

– A mi clase de salsa.

– Ah, a esas clases de bailes cochinos. Un día tienes que llevarme contigo -bromeó-. De acuerdo, déjame solo con esta pandilla de buitres.

Ashling pasó junto a Dan Hay Que Probarlo Todo Heigel del Sunday Independent (estaba haciendo su versión particular de un Brown Cow, poniendo trozos de helado en el champán), y se marchó.

En cuanto Ashling desapareció, Kelvin fue hacia Jack, con dos copas de champán en la mano, ambas para él.

– Mira a Lisa. ¿Lleva bragas o no? -preguntó Kelvin estudiando el respingón trasero de Lisa a través del vestido blanco-. Yo no veo ninguna marca, pero…

Jack no le siguió el juego.

– Ya sé lo que estás pensando -dijo Kelvin.

– Lo dudo.

– Estás pensando que podría llevar una tanga. Podría ser, por supuesto -admitió Kelvin a regañadientes-, pero yo prefiero pensar que no.

Lisa recorría sistemáticamente la sala en busca del hombre más atractivo de la reunión, pero ya se había metido dos veces en un callejón sin salida.

Primero había conocido a un hombre misterioso y callado que llevaba unas gafas azules redondeadas. Parecía interesante, y tenía una boca preciosa, una sonrisa traviesa, un cabello maravilloso e iba estupendamente vestido. Pero cuando se quitó las gafas, Lisa retrocedió. De pronto vio que era horroroso. Tenía los ojos diminutos, demasiado juntos, y una expresión de desconcierto y perplejidad. Aquellos ojos no encajaban con el resto de la cara; parecían los ojos de un retrasado mental.

Cuando caminaba hacia atrás para alejarse de él, tropezó con Fionn O'Malley, un presunto soltero cotizado. Se creía uno de los hombres más sexis de Irlanda gracias a sus puntiagudas cejas tipo Jack Nicholson.

– Hola, nena. -Sonrió malvadamente y enarcó las cejas con expresión diabólica-. Esta noche estás especialmente apetecible.

El piropo fue seguido de una serie de subidas y bajadas de cejas, con el propósito de hacer que Lisa se sintiera incómoda ante tal despliegue de seducción.

Ella, hastiada, le dio la espalda.

Y entonces fue cuando vio al modelo que aparecía en las vallas publicitarias de toda Irlanda. Su belleza seguía todos los cánones: labios carnosos, cara alargada, cutis impecable, cabello negro y reluciente caído sobre la bronceada frente. Tenía una cara tan perfecta que faltaba muy poco para que resultara aburrida.

¡Por fin! Lisa había encontrado al hombre que buscaba.

Era un poco más bajito de lo que a ella le habría gustado, pero eso no tenía remedio.

Lo mejor de los modelos era que, según su experiencia, eran todos unos golfos perdidos. Como su trabajo les obligaba a viajar continuamente, siempre enfocaban el sexo como algo lúdico. Por una parte eso significaba que seguramente no le costaría mucho ligar con aquella monada; por otra estaba el inconveniente de que solo podía ser un ligue pasajero, simple material de usar y tirar.

Lisa se fijó en los largos y duros muslos del modelo, y decidió que no importaba. No tenía inconveniente en follar por follar.

Hacía mucho tiempo que no le hacía proposiciones a nadie. Y solo había una forma de hacerlo. No tenía sentido darle vueltas al asunto, hacerse la tímida, esperar que él se fijara en ti. No, nada de eso. Tenías que caminar hacia el hombre elegido y deslumbrarlo con tu seguridad. Era como tratar con perros: no podía notarse que tenías miedo.

Lisa inspiró hondo, se recordó que era fabulosa, compuso una deslumbrante sonrisa con sus relucientes labios y se plantó delante del modelo.

– Hola. Soy Lisa Edwards, directora de la revista Colleen.

El chico le estrechó la mano.

– Wayne Baker, la cara de Truffle -lo dijo con suma seriedad. ¡

¡Vaya! ¡Cero en ironía! No importaba; el tipo no tenía por qué caerte bien. De hecho era mejor que no te cayera bien. Aquello era una cuestión de sexo, y muchas veces el hecho de que la otra persona te cayera bien se convertía en un problema.

Lisa se concentró, porque la frase siguiente había que decirla con mucha convicción. No podía permitir que él pensara que tenía elección. Él no podía rechazarla. Esa opción estaba simplemente descartada de antemano.

Lo miró fijamente y susurró:

– El mío que sea largo e intenso.

– ¿Whisky doble sin hielo? -preguntó él señalando la barra con la cabeza.

– No hablo de bebidas -aclaró ella con elocuencia.

El rostro de él adoptó lentamente una expresión de comprensión.

– Ah. -Tragó saliva y añadió-: Ya. ¿Qué…?

– Cena. Primero.

– De acuerdo -repuso él, obediente-. ¿Ahora?

– Ahora.

Lisa se permitió una leve espiración de alivio. Había picado. Ya se lo había imaginado, pero nunca se sabía…

Antes de abandonar la sala, Lisa buscó a Jack con la mirada. Él la estaba mirando con expresión indescifrable.

– Nos vemos -le dijo Lisa de pasada, y él respondió con una pequeña inclinación de la cabeza. Perfecto, pensó ella.


En el restaurante del Clarence, Lisa y Wayne competían por ver quién comía menos. Mirándose con recelo, paseaban la comida por sus respectivos platos. Hubo un momento de extrema tensión en que pareció que él iba a llevarse un trozo de rape a la boca; si lo hacía, Lisa se permitiría un pedacito de alcachofa. Pero en el último instante él se lo pensó mejor, y Lisa también dejó su tenedor en el plato.

Wayne Baker era de Hastings y muy joven, aunque seguramente no tanto como él aseguraba. Dijo que tenía veinte años, pero Lisa le calculó veintidós o veintitrés. Se tomaba muy en serio su carrera de modelo.

– Hombre, tampoco es astrofísica, ¿no? -bromeó Lisa.

Él se mostró dolido.

– Verás, no pretendo hacerlo toda la vida.

– A ver si lo adivino. Te gustaría ser actor.

La sorpresa se dibujó en el rostro casi ridículamente perfecto de Wayne.

– ¿Cómo lo has sabido?

Lisa contuvo un suspiro de exasperación. Aunque no le gustaba hacer proselitismo, era evidente que Wayne no era exageradamente inteligente, y eso suavizaba su amenazante belleza. Lisa no tenía nada contra la gente con escasa o nula educación; al fin y al cabo, cuando terminó sus estudios ella apenas sabía hacer la o con un canuto. Pero no había motivo para que alguien no supiera con quién estaba casada Meg Matthews.

– ¿Dónde vives, guapo? -preguntó Lisa. Dijo «guapo» con tono despectivo, como si Wayne fuera un trozo de carne. Él lo encontró gracioso, porque así era como solía hablar a las chicas.

– Tengo un apartamento en Londres, pero casi nunca estoy allí. -No consiguió ocultar que se enorgullecía de ello.

– Y ¿cuánto tiempo vas a estar en Dublín?

– Me marcho mañana.

– ¿Dónde te hospedas?

– Aquí, en el Clarence.

– Genial.

Lisa no quería llevarlo a su Casita de la Pradera. Temía que él se desanimara con tanta madera de pino, aunque todavía había más posibilidades de que ella se aburriera de él antes de que terminase el trayecto en taxi.

En cuanto el camarero les retiró los platos (aunque lo único que ambos habían hecho era cambiar la comida de sitio), Lisa decidió que ya había postergado suficientemente su satisfacción personal. Le dijo a Wayne, sin ningún miramiento:

– A la cama.

– Caray. -Impresionado por tanto descaro, pero obediente, él se levantó de la silla.

Cuando subían en el ascensor del hotel, Lisa notó un burbujeo de emoción en el estómago. Se sentía perversa y decadente; a veces lo que verdaderamente necesitaba una mujer era sexo rápido y salvaje con un perfecto desconocido. Y ¿qué gracia tenía matarse de hambre para conseguir un cuerpo fabuloso si no podías exhibirlo de vez en cuando ante alguien?

La suave y bronceada mano de Wayne tembló ligeramente cuando introdujo la llave en la cerradura, y aunque en el fondo solo estaba interpretando un papel, Lisa estaba encantada con el poder que ejercía sobre él.

Una vez en la habitación, aumentó el nerviosismo de Lisa. Era como estar en un plató: una habitación moderna y elegante, un hombre joven y atlético. No se podía negar que Wayne era guapo.

– Cierra la puerta y quítate la ropa -ordenó, adaptándose aún más a su papel de mujer dominadora. Wayne estaba convencido de que iba a impresionarla.

– Esto te va a gustar -dijo sonriente, al tiempo que se desabrochaba lentamente la camisa-. Hago doscientas abdominales cada día.

Su vientre era una maravilla de firmeza: seis apretados bultos orientados hacia las costillas, bajo un pecho liso, tenso y bronceado. Wayne era tan perfecto que la seguridad de Lisa decayó momentáneamente. Debía de estar acostumbrado a acostarse con modelos exquisitas y escuálidas. Suerte que ella no comía nada.

– Ahora tú -dijo él.

Con una sonrisa pícara y elocuente (la actitud era muy importante), Lisa se quitó el vestido blanco por la cabeza con un único y fluido movimiento. Kelvin tenía razón: no llevaba bragas.

– ¡Vamos allá! -dijo Wayne sonriendo, y se desabrochó la cremallera de los ajustados pantalones. Su miembro salió disparado, ya semitumescente. Él tampoco llevaba ropa interior.

Lisa sintió un escalofrío. Aquello era justo lo que necesitaba.

Wayne no era la primera persona con la que se acostaba desde su ruptura con Oliver. Poco después de que su marido la dejara. Lisa se llevó a un ligue a su casa con la intención de quitarse a Oliver de la cabeza. Pero no había tenido mucho éxito; seguramente lo había hecho demasiado pronto. Esto, en cambio, prometía dar mejores resultados.

– Eres preciosa -observó Wayne tocándole un pezón con interés profesional.

– Ya lo sé. Tú también.

– Ya lo sé.

Rieron a carcajadas apreciando mutuamente su respectiva belleza, y él la besó, no sin encanto.

– Ven -dijo Wayne intentando llevarla hacia la cama.

– No. En el suelo. -Lisa quería un polvo violento, duro e intenso.

– Eres algo pervertidilla, ¿no?

– Qué va -dijo ella, desdeñosa-. Lo que pasa es que tú has vivido siempre muy protegido.

Wayne no lo hacía mal. Tampoco era nada del otro mundo. Era lo que solía pasar con los hombres muy guapos. Creían que bastaba con que se tumbaran en la cama para que tú tuvieras un montón de orgasmos. Afortunadamente, Lisa sabía muy bien lo que quería.

Cuando Wayne intentó colocarse encima de ella, se lo impidió. Esta vez era ella la que mandaba.

– Más despacio -le previno al ver que él se ponía demasiado juguetón. Era una lata tener que dirigir cada movimiento, pero al menos Wayne se amoldaba a sus deseos.

Al cabo de un rato;Lisa deslizó las manos bajo las nalgas de él y dijo:

– ¡Más rápido! ¡Más rápido!

– Creía que querías ir despacio.

– Pues ahora quiero ir más rápido -dijo ella, jadeante, y Wayne obedeció.

En un arrebato de placer, Lisa le mordió en el hombro.

– ¡No me muerdas! -gritó él-. Dentro de un par de días tengo una sesión fotográfica de trajes de baño. No puedo presentarme con marcas.

– ¡Dios mío! -exclamó ella-. ¡Más fuerte!

Wayne aumentó la fuerza y la velocidad, golpeando con sus musculosas caderas contra las de ella.

– Creo… que voy a… -jadeó.

– Pobre de ti -le espetó Lisa en un tono tan amenazador que el inminente orgasmo de él se postergó de inmediato.

Después se quedaron tumbados en el suelo, jadeando y sin aliento. Momentáneamente saciada, Lisa examinó distraídamente las patas de la silla de madera de haya que tenía al lado. Había sido estupendo. Justo lo que necesitaba.

Siguieron tumbados en la moqueta azul hasta que el ritmo de su respiración se normalizó, y entonces Wayne empezó a dar señales de vida. Le acarició el cabello con ternura y dijo con tono soñador:

– Nunca he conocido a nadie como tú. Eres tan… fuerte.

Ella replicó con un cortante:

– ¿Hay minibar? Sírveme una copa. Voy al lavabo.

– ¡Vale!

Lisa casi no pudo entrar en el cuarto de baño, porque estaba lleno de productos cosméticos: champú, mousse de baño, lociones hidratantes y colonias. Aquello no le gustó nada. Qué presumido, pensó torciendo los labios. En el lavabo había varias botehitas de gel de ducha y crema hidratante, cortesía del hotel, y Lisa se prometió cogerlas antes de marcharse.

Cuando salió del cuarto de baño, él la guió hasta la cama y le puso una copa de champán frío en la mano. Se metió en la cama con ella, entre las frescas sábanas de algodón, y dijo:

– ¿Puedo preguntarte una cosa?

Por el grave tono de voz con que lo dijo, Lisa se imaginó que sería alguna de aquellas vulgares preguntas que se hacen los amantes: ¿Crees en el amor a primera vista? ¿En qué piensas? ¿Prometes serme fiel?

– Adelante -contestó Lisa bruscamente.

Wayne se apoyó en un codo, se señaló la frente y dijo:

– ¿Crees que esto que tengo aquí es un grano?

No tenía nada en la frente. De hecho, la tenía más lisa que el culito de un bebé, más suave que un melocotón, o que una balsa de aceite.

– Huy, sí -dijo ella con ceño-. Y muy feo, ¿verdad? Debe de estar infectado.

Wayne soltó un gruñido de angustia y sacó un espejito con el que evidentemente se había estado inspeccionando la frente mientras Lisa estaba en el cuarto de baño.

Ella soltó una carcajada.

– ¿Qué película dan en el circuito interno? -preguntó. No le apetecía hablar con Wayne mientras esperaba a que a él volviera a levantársele.

Entre asalto y asalto de sexo satisfactoriamente brutal miraron películas y bebieron champán del minibar. Hasta que saciados y exhaustos, se quedaron dormidos. Lisa durmió como un tronco y se despertó de un humor excelente, insistiendo en pegar un último polvo antes de arreglarse y marcharse.

Pero en el cuarto de baño, mientras se pasaba un dedo untado de dentífrico por los dientes, descubrió una cosa en la que no se había fijado la noche anterior: rímel y un lápiz de ojos. Qué asco. Ya le había parecido que Wayne tenía unas pestañas sospechosamente puntiagudas. Y estaba dispuesta a apostar a que también se teñía el cabello. De repente, Wayne dejó de interesarle.

Con todo, Wayne había quedado prendado de Lisa, básicamente porque tenía una gran inventiva en la cama y no estaba locamente enamorada de él.

– ¿Puedo volver a verte? -preguntó mientras ella se ponía el vestido blanco-. Vengo a Dublín a menudo.

– ¿Dónde he dejado mi bolso?

– Allí. ¿Puedo volver a verte?

– Sí, claro. -Lisa metió un gorro de ducha, cuatro pastillas de jabón, dos botellitas de gel de ducha y tres de crema hidratante en el bolso.

– ¿Cuándo?

– A finales de agosto. Mi fotografía saldrá junto al editorial de Copeen.

Wayne, tapándose recatadamente con la sábana, ofrecía un aspecto tan vulnerable y desconcertado que Lisa se ablandó y dijo:

– Ya te llamaré.

– ¿De verdad?

– Te he mandado un cheque por correo. Seguiré respetándote por la mañana. -Esbozó una sonrisa burlona mientras se pasaba un cepillo por el pelo y se miraba en el espejo-. No, claro que no te llamaré.

– Pero entonces… si no lo decías en serio… ¿por qué lo has dicho?

– ¡Y yo qué sé! -repuso Lisa poniendo los ojos en blanco-. Tú eres un hombre. Fuisteis los hombres los que inventasteis las reglas. ¡Adiós!

Lisa bajó ágilmente la escalera de la entrada del hotel, con los codos y las rodillas en carne viva de follar en la moqueta, y paró un taxi. Tenía el tiempo justo para ir a casa y cambiarse de ropa antes de ir al trabajo.

Se sentía estupendamente. ¡Maravillosamente! El que dijera que un polvo de una noche con un desconocido te hacía sentir sucia y vulgar, se equivocaba. ¡Hacía una eternidad que no se sentía tan bien!

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