Para Ashling aquel tampoco estaba siendo el mejor domingo de su vida. Se había despertado emocionadísima respecto a Marcus Valentina. Curiosa y expectante, se sentía preparada para cualquier cosa: para una cita, para un poco de coqueteo, para una tanda de halagos. Para lo que fuera, pero para algo…
Se pasó la mañana deambulando por el piso, en un ambiente de validez, con todas sus facultades positivas en alerta máxima. Pero a medida que pasaban las horas y seguía sin recibir la esperada llamada, su sonrisa interna se fue transformando en irritabilidad. Para pasar el rato y gastar el exceso de energía hizo un poco de limpieza.
La verdad era que Marcus no le había dicho cuándo iba a llamarla. La desilusión de Ashling no se debía al rechazo, sino a la sensación de que estaba dejando pasar una excelente oportunidad. Porque aunque no podía decir con seguridad que Marcus le gustara, sospechaba que podría acabar gustándole. Estaba decidida a averiguarlo, desde luego. Y ahora se sentía como si se hubiera arreglado para salir y no tuviera adónde ir, y no era una sensación nada agradable.
«Qué desastre -pensó mientras fregaba enérgicamente la bañera para descargar su frustración-. Ya he pasado por esto otras veces: colgada del teléfono esperando la llamada de un hombre.» Se dio cuenta, aunque demasiado tarde, de lo mucho que había disfrutado de aquel breve intervalo en que ya no estaba disgustada tras romper con un chico y todavía no estaba chiflada por otro. «Me lo merezco por ser superficial y enamorarme de un famoso», pensó.
Cómo lamentaba no haberlo llamado cuando tuvo ocasión. Y ahora era demasiado tarde porque no encontraba la nota que le había dado Marcus. No recordaba haberla tirado: si lo hubiera hecho se acordaría, porque le habría parecido un gesto cruel. Pero la buscó en todos sus bolsillos y en los cajones de la mesilla de noche. Lo único que encontró fueron recibos y un folleto con publicidad de ordenadores que solo la hicieron sentir aún más culpable.
Siguió limpiando. Pero después de fregar el microondas por dentro necesitaba un incentivo, así que decidió echar un vistazo a su futuro. Las cartas de adivinación de los ángeles no le prometieron nada, así que, para acelerar la llamada de Marcus, Ashling sacó, con cierta timidez, su Kit de los Deseos, que no había visto la luz desde los últimos días de Phelim. Ashling era consciente de que aquello no presagiaba nada bueno.
El kit lo componían seis velas, cada una con una palabra estampada (amor, amistad, suerte, dinero, paz y éxito) y su correspondiente caja de cerillas. Las velas de la amistad, el dinero y el éxito todavía no las había estrenado; las de la paz y la suerte todavía estaban bastante enteras; pero la del amor era la que estaba más gastada. Ashling encendió la última cerilla del amor con solemnidad y prendió la vela, que ardió alegremente durante unos diez minutos hasta que se le acabó la mecha; entonces, tras un breve parpadeo, la llama se apagó definitivamente.
«Mierda -pensó Ashling-, espero que no sea un augurio.»
A última hora de la tarde apareció Ted, que sufría la típica de presión posterior a una noche de subidón. Pese a que había conocido a un montón de chicas, no le había gustado ninguna.
– ¿Qué me dices de aquella tan fantástica con la que estabas hablando cuando me marché? ¿Te has acostado con ella?
– No.
– ¡Pero Ted! No puedes decir eso. Aunque no te la hayas tirado, tienes que decir que sí, para proteger su honor.
A Ted no le hizo gracia.
– Dijo que olía raro. Que olía como su abuela.
– La gente está loca.
– No, no. Tenía razón. -Ted estaba enfadado-. Olía como su abuela.
Ashling le quitó importancia diciendo que Ted no podía saber cómo olía la abuela de aquella chica, pero Ted le interrumpió con tono acusador:
– ¿Sabes por qué?
– ¿Por qué?
– Por ese maldito ungüento que me pusiste antes de salir.
– Ah, el aceite de lavanda. -A veces Ashling tenía la sensación de que no se la valoraba.
– Es un olor típico de abuelas, ¿no? -Ted no se rendía.
– Creía que olían más bien a orina -replicó ella, ofendida por su ingratitud.
– Bueno, de todos modos no era mi tipo -confesó Ted malhumoradamente-. Son todas demasiado jóvenes y demasiado tontas, y unas interesadas. Oye, tu amiga Clodagh -dijo de pronto-, ¿sigue estando casada?
– Pues claro.
– ¿Te pasa algo? -Al parecer él no era el único que estaba bajo de moral.
Ashling se lo pensó bien y decidió no quejarse de que Marcus no la hubiera llamado. Él todavía no había roto ninguna promesa, y podía llamar en cualquier momento. Así que dijo, sin darle importancia:
– Depre del domingo por la tarde.
Había hablado muchas veces con Ted, Joy y Dylan (de hecho, con cualquiera que trabajara) del terror que te entra los domingos por la tarde a eso de las cinco, cuando te das cuenta de que el lunes por la mañana tienes que ir a trabajar. Es como si te cayera encima una tonelada de ladrillos. Aunque todavía quedan unas horas de fin de semana, a efectos prácticos ha terminado cuando surge dentro de ti esa aplastante certeza.
Ted miró su reloj y no desconfió de aquella explicación.
– Las cinco y diez -dijo-. Puntual, como siempre.
– Tengo claustrofobia. ¿Por qué no salimos?
Ashling acababa de recordar una de las reglas básicas de las relaciones hombre-mujer. Era lógico que Marcus no hubiera llamado: ¡Ashling no se había separado del teléfono! Lo único que tenía que hacer era salir del piso, y entonces Marcus llamaría, sin ninguna duda.
Antes de salir, Ashling cogió un par de libros para Boo. La noche anterior no llevaba ninguna novela en el bolso para dársela al mendigo. Pero al meter Trainspotting en su bolso, la asaltaron las dudas. ¿Se ofendería Boo si le daba un libro sobre la adicción a la heroína? ¿Pensaría que ella estaba insinuando algo?
Para mayor seguridad, dejó Trainspotting y cogió Fiebre en las gradas y una novela de ciencia ficción que le había regalado Phelim por su cumpleaños, hacía dos años, y que ella todavía no había leído. Un libro para chicos. Pero al llegar a la calle no vio a Boo.
Ted y Ashling fueron al Long Hall, donde tomaron un par de copas discretas; después fueron a Milano, donde comieron una sencilla pizza, y volvieron a casa. Lo primero que hizo ella al entrar en el piso fue mirar si la luz roja del contestador estaba parpadeando. Y ¡sí, parpadeaba! Se había preparado tan concienzudamente para el desengaño que creía que lo estaba provocando. Se quedó de pie contemplando el contestador, mientras la lucecita roja se encendía y se apagaba. Circulito rojo encendido, circulito rojo apagado, circulito rojo encendido, circulito rojo apagado… Era un mensaje, no había duda. Apretó el play y la asaltó una idea espantosa. Si es de Cormac diciendo que va a entregar un cargamento de arbustos el miércoles, me tiro por la ventana.
Pero resultó que el mensaje no era ni del misterioso proveedor de material de jardinería ni de Marcus Valentina, sino del padre de Ashling.
Ostras, ¿qué habrá pasado?
Su voz iba precedida de un silencio cargado de crujidos y chisporroteos. Luego le decía a otra persona que estaba con él: «¿Ya puedo hablar?».
La otra persona (la madre de Ashling, seguramente) decía algo que Ashling no entendió, y a continuación Mike Kennedy decía: «Han sonado unos cuantos cortos, y luego uno largo. ¡Cómo odio estos aparatos! Ashling, soy papá. Me siento como un imbécil hablando con una máquina. Mamá y yo estábamos comentando que hace tiempo que no sabemos nada de ti. ¿Estás bien? Nosotros estamos estupendamente. Janet nos llamó la semana pasada; nos dijo que tenía que deshacerse de su gato, porque le pegaba cabezazos por la noche. Y hemos recibido una carta de Owen. Cree que ha descubierto una tribu nueva. Bueno, relativamente nueva, claro. Nueva para él, en cualquier caso. Supongo que estarás muy ocupada con tu nuevo trabajo, pero no te olvides de nosotros, ¿vale? ¡Ja, ja, ja! Hasta pronto, hija».
Más chisporroteos y ruido de respiración. Entonces su padre decía: «¿Qué hago ahora? ¿Colgar? ¿No hay que apretar ningún botón?».
Ashling se sintió culpable y se olvidó por completo de Marcus Valentina. Ya podía irse preparando para ir a Cork a ver a sus padres. Como mínimo tendría que llamarlos. Sobre todo si su hermana menor, Janet, había logrado salvar la diferencia de ocho horas para llamar desde California, y si su hermano Owen había podido enviarles una carta desde la cuenca amazónica.
Le echó un vistazo a la fotografía que tenía encima del televisor. Llevaba tanto tiempo allí que Ashling ya ni la veía. Pero aquella llamada telefónica había avivado sus emociones; cogió la fotografía y se quedó mirándola, como si buscara en ella alguna pista.
Era evidente que Mike Kennedy había sido guapísimo de joven. Llevaba una camisa estampada y sonreía a la cámara con desparpajo, con sus patillas años setenta y el largo cabello rizado. Ashling tuvo una sensación extraña: por una parte era su padre, pero por otra parecía de esa clase de hombres a los que veías en una fiesta y te atraían inmediatamente, pero de los que tu instinto te aconsejaba alejarte cuanto pudieras.
Mike rodeaba con un brazo a Janet, que tenía cuatro años. Ella estaba inclinada y tenía el puño entre las piernas (tenía ganas de ir al lavabo; la cámara siempre producía en ella el mismo efecto). Apoyándose en Mike estaba Monica, que llevaba a Owen, de tres años; iba ataviada con una blusa de poliéster de mangas anchas. La madre sonreía feliz; parecía increíblemente joven, tenía el cabello liso y bien peinado, y unas pestañas espectaculares. Y en el centro del grupo, entre los dos adultos, estaba Ashling, de seis años, poniendo los ojos bizcos.
Lucifer antes de la caída, pensaba siempre cuando miraba aquella fotografía. Parecían la familia perfecta. Pero Ashling se preguntaba a menudo si ya entonces las cosas habían empezado a decaer.
Dejó la fotografía en su sitio y volvió al presente. Hacía tres semanas que no llamaba a sus padres. No era que no se hubiera acordado de hacerlo: pensaba mucho en ellos, pero siempre se le ocurría alguna excusa para no hacerlo.
Con todo, no siempre estaba satisfecha con aquella falta de comunicación. Ashling sabía que Clodagh llamaba a su madre todos los días. Aunque Brian y Maureen Nugent eran muy diferentes a Mike y Monica Kennedy. Quizá si Brian y Maureen hubieran sido sus padres, ella los habría llamado más a menudo.