XI

Antes de entrar en el edificio de Camille para sacar de allí al Nuevo, Adamsberg se examinó los ojos en el retrovisor de un coche. Bien, concluyó irguiéndose de nuevo. A melancólico, melancólico y medio.

Subió los siete pisos hasta el taller, se dirigió a la puerta de Camille. Discretos ruidos de vida, Camille trataba de dormir al niño. Él le había explicado cómo ponerle la mano en el pelo, pero a ella no le funcionaba. En ese terreno él llevaba una gran ventaja, a falta de haber conservado los otros.

En cambio, ni un suspiro en el cuartucho que servía de portería al policía. El Nuevo melancólico relativamente guapo se había quedado dormido. En lugar de velar por la seguridad de Camille, como era su misión. Adamsberg llamó, con tentaciones de soltarle una reprimenda injusta, dado que estar encerrado en ese chisme durante horas habría arrastrado al sueño a cualquiera, y sobre todo a un melancólico.

En absoluto. El Nuevo abrió inmediatamente la puerta, con un cigarrillo entre los dedos, e inclinó brevemente la cabeza en señal de reconocimiento. Ni deferente ni ansioso, sólo trataba de hacer que volvieran sus pensamientos a gran velocidad, como quien lleva un rebaño al redil. Adamsberg le estrechó la mano observándolo sin discreción. Dulce, pero no tanto. Energía y cóleras seguras en reserva bajo el fondo de sus ojos, efectivamente melancólicos. En cuanto a la belleza, Adamsberg había visto las cosas muy negras, como pesimista profesional que era, vencido antes de haber luchado. Relativamente guapo, pero más relativo que guapo, y sólo si se le miraba con buenos ojos. Además, el hombre era apenas más alto que él. Más macizo, eso sí, con el cuerpo y el rostro envueltos en una materia un tanto tierna.

– Lo siento -dijo Adamsberg-, no acudí a nuestra cita.

– No tiene importancia. Me dijeron que tenía una urgencia.

Voz bien colocada, ligera, filtrada. Agradable, relativamente. El Nuevo apagó el cigarrillo en un cenicero de bolsillo.

– Una urgencia importante, es verdad.

– ¿Un nuevo asesinato?

– No, la llegada de la primavera.

– Ya -contestó el Nuevo tras una leve pausa.

– ¿Cómo va la vigilancia?

– Interminable y vacía.

– ¿Sin interés?

– Ninguno.

Perfecto, concluyó Adamsberg. Había tenido suerte, el hombre estaba ciego, era incapaz de ver a Camille entre mil.

– La suspendemos. Vendrá a relevarlo un equipo del distrito trece.

– ¿Cuándo?

– Ahora.

El nuevo echó una mirada al cuchitril, y Adamsberg se preguntó si añoraba algo. Pero no, sólo era esa melancolía que tenía en los ojos, que daba la impresión de que se entretenía más que otros en las cosas. Recogió sus libros y salió sin volverse, sin prestar atención tampoco a la puerta de Camille. Ciego y casi grosero, en el fondo.

Adamsberg encendió la luz y se instaló en el primer peldaño de la escalera, señalando de un gesto a su colega que se pusiera a su lado. Sus años de vida tumultuosa con Camille le habían acostumbrado a ese rellano y a esa escalera, de la que cada peldaño casi tenía nombre propio: impaciencia, negligencia, infidelidad, pena, arrepentimiento, infidelidad, regreso, remordimiento, una sucesión sin fin en espiral.

– ¿Cuántos peldaños cree que tiene esta escalera? -preguntó Adamsberg-. ¿Noventa?

– Ciento ocho.

– ¿Hace eso? ¿Cuenta los escalones?

– Soy un hombre organizado, sale en mi expediente.

– Siéntese, apenas he leído su expediente. Ya sabe que está de prueba en la Brigada y que esta conversación no cambiará nada.

El nuevo asintió y tomó asiento en el peldaño de madera, sin insolencia pero sin preocuparse. A la luz de la bombilla, Adamsberg vio las mechas pelirrojas que surcaban su pelo oscuro por todas partes, introduciéndole extraños puntos luminosos. Un cabello ondulado tan tupido que parecía difícil pasarle un peine.

– Había muchas candidaturas para este puesto -dijo Adamsberg-. ¿Qué cualidades le hicieron llegar a finalista?

– Fue un enchufe. Conozco muy bien al inspector de división Brézillon. Ayudé a su hijo menor en un momento determinado.

– ¿En un asunto policial?

– Un asunto de conducta, en el internado donde yo daba clases.

– ¿O sea que no es policía de nacimiento?

– Empecé en la docencia.

– ¿Y qué mal azar le hizo desviarse?

El Nuevo encendió un cigarrillo. Manos cuadradas, densas. Seductoras, relativamente.

– Sentimental -sugirió Adamsberg.

– Ella era policía, creí hacer bien yéndome con ella. Pero así fue como la perdí, y me quedó la pasma.

– Lástima.

– Sí.

– ¿Por qué quería este puesto? ¿Por París?

– No.

– ¿Por la Brigada?

– Sí. Me había informado, y me pareció bien.

– ¿Qué información tenía?

– Abundante y contradictoria.

– Yo, en cambio, no estoy informado. Ni siquiera sé su nombre. Todavía lo llaman el Nuevo.

– Veyrenc. Louis Veyrenc.

– Veyrenc -repitió aplicadamente Adamsberg-. ¿Y de dónde le viene este pelo rojo, Veyrenc? Me intriga.

– A mí también, comisario.

El Nuevo había vuelto la cara, cerrando rápidamente los ojos. El Nuevo había sufrido, leyó Adamsberg. Soplaba el humo hacia el techo, tratando de completar su respuesta, sin decidirse. En esa postura inmóvil, el labio superior se le levantaba a la derecha como tirado por un hilo, y esa torsión le daba un encanto particular. Eso y sus ojos castaños caídos en triángulo, alzándose por el borde en una coma de pestañas. Peligrosa ofrenda la del inspector de división Brézillon.

– No tengo obligación de responderle -dijo finalmente Veyrenc.

– No.

Adamsberg, que había venido a ver al nuevo miembro sin más objetivo que extirparlo de la proximidad de Camille, sentía que la conversación chirriaba, sin descubrir la causa.

Y sin embargo, pensó, andaba por ahí cerca, al alcance del pensamiento. Dejó flotar su mirada sobre la barandilla, la pared y los peldaños, uno a uno, bajando, subiendo.

Conocía esa cara.

– ¿Cómo ha dicho que se llama?

– Veyrenc.

– Veyrenc de Bilhc -corrigió Adamsberg-. Louis Veyrenc de Bilhc es su nombre completo.

– Efectivamente, está en mi expediente.

– ¿Dónde nació?

– En Arras.

– Por puro accidente, supongo. Usted no es un hombre del norte.

– Quizá.

– Seguro. Es usted gascón, bearnés.

– Es verdad.

– Por supuesto que es verdad. Un bearnés del valle de Ossau.

El Nuevo volvió a pestañear, como amagando un ínfimo movimiento de rechazo.

– ¿Cómo puede saberlo?

– Cuando se lleva el apellido de un viñedo, se es fácilmente localizable. La uva de Veyrenc de Bilhc crece en las colinas del valle de Ossau.

– ¿Y eso es problemático?

– Quizá. Los gascones no son tipos fáciles. Melancólicos, solitarios, tiernos de alma, empedernidos en el trabajo, irónicos y obstinados. Es una naturaleza que tiene su interés, para quien puede soportarla. Conozco gente que no puede.

– ¿Usted, por ejemplo? ¿Tiene problemas con los bearneses?

– Claro. Piense un poco, teniente.

El Nuevo se apartó ligeramente, como un animal toma sus distancias para examinar al adversario.

– El Veyrenc de Bilhc es poco conocido -dijo.

– Incluso desconocido.

– Sólo lo conocen algunos enólogos, o los del valle de Ossau.

– ¿O?

– O los del valle de al lado.

– ¿Por ejemplo?

– Los del valle del Gave.

– Ya ve que no era muy complicado. ¿No sabe reconocer a un pirenaico cuando lo tiene delante?

– No hay mucha luz en este rellano.

– Eso no es un problema.

– Y tampoco me paso la vida buscándolos.

– ¿Qué cree que ocurre cuando un tipo del valle de Ossau trabaja en el mismo sitio que un tipo del valle del Gave?

Los dos hombres se tomaron su tiempo para reflexionar, mirando juntos, fijamente, la pared de enfrente.

– A veces -sugirió Adamsberg-, uno se entiende peor con su vecino que con su extraño.

– Hubo roces, antaño, entre ambos valles -confirmó el Nuevo, con la mirada todavía clavada en la pared.

– Sí. La gente se podía matar por un pedazo de terreno. -Por una brizna de hierba.

– Sí.

El Nuevo se levantó y se puso a dar vueltas en el rellano con las manos en los bolsillos. Conversación concluida, estimó Adamsberg. La reanudarían más adelante y, a ser posible, de otra manera. Se levantó a su vez.

– Cierre el trastero y reúnase con la Brigada. La teniente Retancourt lo espera para ir a Clignancourt.

Adamsberg lo saludó con una seña y bajó unos tramos de escalera bastante contrariado. Lo bastante como para olvidar en el peldaño de arriba su libreta de dibujo y tener que volver a subir. En el rellano del sexto, oyó la voz elegante de Veyrenc elevarse en la penumbra.

– Oídme, pues, señor. Apenas regresado,

una cólera injusta prepara mi caída.

¿Qué fue, tan alabada, de vuestra compasión?

¿Merezco este castigo tan sólo por mi origen?

Adamsberg subió sin ruido los últimos peldaños, estupefacto.

– ¿Es pecado, es un crimen haber visto la luz

cerca de vuestros valles? ¿Es acaso un ultraje

haber puesto mis ojos en esas mismas nubes…?

Veyrenc estaba apoyado en el marco de la puerta del cuchitril, cabizbajo, con lágrimas rojizas brillando en su pelo.

– ¿…haber corrido, niño, por vuestros verdes montes,

que los dioses me dieron, como a vos, por amigos?

Adamsberg miró a su nuevo agente cruzar los brazos y sonreír brevemente para sí.

– Ya veo -dijo el comisario con voz lenta.

El teniente se enderezó, sorprendido.

– Figura en mi expediente -dijo, a modo de extraña excusa.

– ¿A santo de qué?

– El comisario de Burdeos no podía soportarlo. Ni el de Tarbes. Ni el de Nevers.

– ¿No podía usted reprimirse?

– Señor, no lo podía, pues me veo obligado:

la sangre de mis deudos me lleva a este pecado.

– ¿Cómo lo hace? ¿En vigilia? ¿En sueños? ¿En hipnosis?

– Es de familia -dijo Veyrenc con cierta sequedad-. No puedo hacer nada para evitarlo.

– Si es de familia, la cosa cambia.

Veyrenc torció el labio, levantando las manos con ademán fatalista.

– Le propongo que volvamos juntos a la Brigada, teniente. Es posible que este cuchitril no le siente bien.

– Es verdad -dijo Veyrenc con el estómago encogido ante la evocación de Camille.

– ¿Conoce a Retancourt? Ella es quien se encarga de su formación.

– ¿Hay novedades en Clignancourt?

– Las habrá si encontramos gravilla debajo de una mesa. Ya se lo contará ella, no le ha hecho ninguna gracia.

– ¿Por qué no pasa el caso a los estupas? -preguntó Veyrenc bajando la escalera junto al comisario, con sus libros debajo del brazo.

Adamsberg bajó la cabeza sin contestar.

– ¿No puede decírmelo? -insistió el teniente.

– Sí. Pero busco cómo decírselo.

Veyrenc esperó, con la mano en la barandilla. Había oído demasiadas cosas sobre Adamsberg para pasar por alto sus rarezas.

– Esos muertos son para nosotros -dijo por fin Adamsberg-. Se vieron atrapados en una red, en una malla, en una trama. En una sombra, en los pliegues de una sombra.

Adamsberg clavaba su mirada turbia en un punto preciso de la pared, como si en él buscara las palabras que le faltaban para verter su idea. Luego renunció, y los dos hombres bajaron hasta el portal, donde Adamsberg marcó una última pausa.

– Antes de que salgamos a la calle -dijo-, antes de que nos convirtamos en compañeros de trabajo, dígame de dónde le vienen las mechas rojas.

– No creo que la historia le guste.

– Hay pocas cosas que me molesten, teniente. Pocas cosas me turban. Algunas me chocan.

– Eso dicen.

– Es verdad.

– Sufrí un ataque de niño, en el viñedo. Tenía ocho años, los chavales tenían trece o quince. Una pandilla de cinco hijos de puta. Nos tenían tirria.

– ¿Nos?

– Mi padre era propietario del viñedo, su vino estaba ganando fama, y eso provocó una competencia. Me sujetaron en el suelo y me dieron golpes en la cabeza con trozos de chatarra. Luego me reventaron el estómago con un trozo de botella.

Adamsberg, con la mano apoyada en la puerta, había suspendido sus gestos, aferrando el pomo redondo.

– ¿Sigo? -preguntó Veyrenc.

El comisario asintió levemente.

– Me dejaron en el suelo con el vientre abierto y catorce heridas en el cuero cabelludo. En las cicatrices de esos cortes, me volvió a crecer el pelo, pero rojo. No hay explicación. Es un recuerdo.

Adamsberg miró el suelo un momento y alzó los ojos hacia el teniente.

– ¿Qué es lo que no tenía que gustarme en su historia?

El Nuevo apretó los labios, y Adamsberg observó sus ojos oscuros que trataban, quizá, de hacerle bajar la mirada. Melancólicos, pero no siempre y no con todo el mundo. Los dos montañeses se miraron fijamente como dos bucardos enfrentados, inmóviles, con los cuernos enredados en una embestida callada. Fue el teniente quien, tras un breve movimiento que indicaba derrota, volvió la cabeza.

– Acabe la historia, Veyrenc.

– ¿Es indispensable?

– Creo que sí.

– ¿Y por qué?

– Porque es nuestro trabajo acabar las historias. Si quiere empezarlas, vuelva a ser profesor. Si quiere acabarlas, quédese de policía.

– Entiendo.

– Claro. Por eso está aquí.

Veyrenc dudó, levantó el labio en una falsa sonrisa.

– Los cinco chavales venían del valle del Gave.

– De mi valle.

– Eso es.

– Vamos, Veyrenc, acabe la historia.

– Ya está acabada.

– No. Los cinco chavales venían del valle del Gave. Venían del pueblo de Caldhez.

Adamsberg giró el pomo.

– Vamos, Veyrenc -dijo con suavidad-. Buscamos una piedra.

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