XV

A las diez de la mañana, la lápida había sido levantada, revelando una superficie de tierra lisa y aplanada. El guarda había dicho la verdad, el suelo estaba intacto, salpicado por todas partes de restos de rosas ennegrecidas. Los policías, cansados y decepcionados, daban vueltas alrededor de la tumba, desconcertados. ¿Qué habría decidido el viejo Angelbert ante esa derrota de sus hombres?, se preguntó Adamsberg.

– Saque fotos de todos modos -dijo al fotógrafo pecoso, un chico amable y con talento cuyo nombre olvidaba regularmente.

– Barteneau -le sopló Danglard, que también asumía la tarea de contrarrestar las deficiencias sociales del comisario.

– Barteneau, tome fotos. También de detalle.

– Ya se lo advertí -rezongó el guarda-. No hicieron nada. Ni un agujero de alfiler.

– Tiene que haber algo por fuerza -replicó Adamsberg.

El comisario estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en los brazos. Retancourt se alejó, se apoyó en un monumento funerario y cerró los ojos.

– Va a dormir un poco -explicó el comisario al Nuevo-. Es la única de la Brigada que sabe hacerlo, dormir de pie. Un día nos explicó la manera de hacerlo, y todo el mundo lo intentó. Mercadet estuvo a punto de conseguirlo. Pero justo cuando se estaba quedando dormido, se cayó.

– Me parece normal -susurró Veyrenc-. ¿Y ella no se cae?

– Precisamente no. Y vaya a comprobarlo, duerme de verdad. Puede hablarle en voz alta, nada la despierta si así lo ha decidido.

– Es una cuestión de conversión -explicó Danglard-. Convierte su energía en lo que quiere.

– Eso no nos da la clave del sistema -añadió Adamsberg.

– Igual lo único que hicieron fue mear encima -sugirió Justin, que se había sentado junto al comisario.

– ¿Encima de Retancourt?

– Encima de la tumba, caray.

– Es mucho trabajo y mucho dinero sólo para mear.

– Sí, perdón, hablaba por hablar, para relajarme.

– No se lo reprocho, Voisenet.

– Justin -corrigió Justin.

– No se lo reprocho, Justin.

– Además, tampoco me relaja mucho.

– Sólo hay dos cosas que relajan de verdad. Reír y hacer el amor. No estamos haciendo ni lo uno ni lo otro.

– Lo sospechaba.

– ¿Y dormir? -preguntó Veyrenc-. ¿No relaja?

– No, teniente, dormir descansa. No es lo mismo.

El equipo volvió a sumirse en el silencio, y el guarda preguntó si podía irse. Sí, podía.

– Deberíamos aprovechar que el elevador está aquí para volver a colocar la lápida -propuso Danglard.

– Todavía no -dijo Adamsberg, con la barbilla todavía apoyada en los brazos-. Seguimos mirando. Si no encontramos nada, los estupas nos los quitan esta noche.

– No vamos a quedarnos días aquí sólo para resistir a los estupas.

– Su madre dijo que no tocaba la droga.

– Las madres… -soltó Justin encogiéndose de hombros.

– Se relaja usted demasiado, teniente. Hay que creer a las madres.

Veyrenc iba y venía aparte, lanzando de vez en cuando una mirada intrigada a Retancourt, que dormía, en efecto, profundamente. De vez en cuando, hablaba solo.

– Danglard, trate de oír lo que farfulla el Nuevo.

– ¿De verdad quiere saberlo?

– Nos relajará un poco, estoy seguro.

– Bueno, pues el Nuevo está murmurando versos de circunstancia. Empieza por «Oh, tierra».

– ¿Y luego? -preguntó Adamsberg, un tanto desanimado.

– «Oh tierra, si te imploro, permaneces callada,

ocultando el secreto de esa noche espantosa.

¿Eres tú que te niegas, o acaso ya no puedo

percibir los murmullos de este tu sufrimiento?»

«Etcétera, lo que viene después no lo recuerdo. No conozco el autor.

– Es normal, es suyo. Lo hace como otros se suenan.

– Es curioso -dijo Danglard arrugando su gran frente.

– Sobre todo, es de familia, como todo lo que es curioso. Vuelva a recitarme esos versos, capitán.

– No valen gran cosa.

– Al menos tienen sentido. Y es más, un sentido oportuno. Vuélvamelos a recitar.

Adamsberg escuchó atentamente y se levantó.

– Tiene razón. La tierra sabe lo que nosotros no sabemos. No somos capaces de oírla, y ahí está el problema.

El comisario volvió ante la tumba descubierta, flanqueada por Danglard y Justin.

– Y si hay un sonido que habría que oír y no oímos, es que estamos sordos. No es que la tierra sea muda, es que somos ineptos. Por lo tanto, necesitamos un especialista, un intérprete, un tipo que sepa oír el canto de la tierra.

– ¿Cómo se llama eso? -preguntó Justin bastante inquieto.

– Un arqueólogo -dijo Adamsberg sacando su teléfono-. O un rebuscamierda, como prefiera.

– ¿Tiene de eso entre sus conocidos?

– Sí -confirmó Adamsberg marcando un número-. Uno excelente, un especialista de…

El comisario se interrumpió, buscando la palabra.

– De los vestigios fugaces -completó Danglard.

– Eso es. Nos viene que ni pintado.

Contestó al teléfono Vandoosler el Viejo [5], un antiguo madero cínico y jubilado. Adamsberg le expuso rápidamente la situación.

– Bloqueado, pillado, acorralado, si he entendido bien -dijo Vandoosler con una risita-. ¿No estará vencido el animal?

– No, Vandoosler, puesto que estoy llamando. No me maree mucho hoy, que ando justo de tiempo.

– Muy bien, ¿a cuál necesita? ¿A Marc?

– No, al prehistoriador.

– Está en el sótano, sumergido en sus sílex.

– Dígale que venga a toda velocidad al cementerio de Montrouge. Es urgente.

– Dado que está inmerso a una profundidad de doce mil años antes de Cristo, no hay prisa, le diría él. Y nada separa a Mathias de sus sílex.

– ¡Yo sí, Vandoosler, joder! Si no me ayuda, hará un regalo de la hostia a los estupas.

– Eso lo cambia todo. Se lo envío ahora mismo.

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