XXIX

– Procedamos con tacto -dijo Adamsberg aparcando delante del presbiterio de Mesnil-. No vamos a ser bruscos con un hombre que llora por las reliquias de san Jerónimo.

– Me pregunto -dijo Danglard- si el hecho de que la iglesia de Opportune lanzara una piedra a la cabeza de una feligresa no habrá podido conmocionar al hombre.

El vicario, hostil a su llegada, los condujo a una habitación pequeña, cálida y oscura, con un techo de vigas muy bajo, donde el cura de las catorce parroquias parecía, efectivamente, un hombre. Iba de civil y estaba encorvado frente a la pantalla de un ordenador. Se levantó para saludarlos, bastante feo, enérgico y colorado, más parecido a un veraneante que a un depresivo. Pero uno de sus párpados pestañeaba solo, como la mejilla de una rana, señal de que un trastorno agitaba su alma, como habría dicho Veyrenc. Para conseguir esa entrevista, Adamsberg había insistido en el robo de las reliquias.

– No me imagino a la policía de París viniendo hasta Mesnil-Beauchamp por un robo en un relicario -dijo estrechando la mano al comisario.

– Yo tampoco -reconoció Adamsberg.

– Porque además dirige usted la Brigada Criminal, me he informado. ¿Se me reprocha algo?

Adamsberg se alegraba de que el cura no se expresara en la lengua hermética y tristemente cantarina de los eclesiásticos. Esa melopea desencadenaba en él una irresistible melancolía, nacida en las interminables misas de su infancia en la pequeña nave gélida. Era uno de los pocos momentos en que su madre, irrompible y eterna, se permitía suspirar llevándose el pañuelo a los ojos, lo que le dejaba entrever, en un espasmo de malestar, una dolorosa intimidad que habría querido no conocer nunca. Sin embargo, también fue durante esas misas cuando había soñado con más intensidad.

El cura les indicó el asiento que se encontraba frente a él, es decir un largo banco de madera en el que los tres policías se alinearon como alumnos en el colegio. Adamsberg y Veyrenc llevaban camisa blanca, debido al imprevisible contenido de las bolsas de emergencia. La de Adamsberg, demasiado grande, le caía sobre los dedos.

– Su vicario no quería dejarnos pasar -dijo Adamsberg remangándose-. Pensé que san Jerónimo me abriría las puertas del presbiterio.

– El vicario me protege de las miradas externas -dijo el cura vigilando una mosca precoz que volaba por la habitación-. No quiere que se me vea. Le da vergüenza, me esconde. Si quieren tomar algo, está todo en el aparador. Yo ya no bebo. No sé por qué, ya no me divierte.

Adamsberg retuvo a Danglard con un signo negativo, sólo eran las nueve de la mañana. El cura alzó la mirada hacia ellos, sorprendido de no oír responder con preguntas. Ése no era normando y parecía capaz de hablar abiertamente, lo que, de repente, intimidaba a los tres policías. Hablar de los misterios de un cura, que uno imaginaba forzosamente delicados, era mucho más difícil que conversar, con los codos en la mesa, con un mangante. Adamsberg tenía la impresión de tener que adentrarse con botas de clavos en un césped sensible.

– El vicario lo esconde -repitió, adoptando el ardid normando de la afirmación-que-contiene-la-pregunta.

El cura encendió una pipa, siguiendo con la mirada la joven mosca que pasaba en vuelo rasante por encima del teclado. Preparó la mano, en forma de tapa cóncava, golpeó la mesa y falló.

– No trato de matarla, sólo de atraparla -explicó-. Me interesan como aficionado las frecuencias de las vibraciones que emiten las alas de las moscas. Son mucho más rápidas y estridentes cuando están prisioneras. Ya lo verán.

Lanzó una bocanada circular de humo y los miró, con la mano todavía en forma de cápsula.

– Fue mi vicario quien tuvo la idea de declararme deprimido -prosiguió-, hasta que las cosas se arreglen. Me tiene casi en régimen de aislamiento, a petición de las autoridades de la diócesis. Llevo semanas sin ver a nadie, así que no me disgusta tener ocasión de charlar un rato, aunque sea con policías.

Adamsberg vacilaba ante la adivinanza propuesta sin pudor por el cura. El hombre necesitaba ser oído y comprendido, y por qué no. Un cura se pasaba la vida recogiendo las angustias de sus fieles sin poder nunca susurrar su propia queja. El comisario barajaba diversas hipótesis, decepción amorosa, remordimientos carnales, pérdida de las reliquias, iglesia asesina de Opportune.

– Pérdida de vocación -sugirió Danglard.

– Eso es -dijo el cura inclinando la cabeza hacia el comandante como para atribuirle una buena nota.

– ¿Brusca o progresiva?

– ¿Hay alguna diferencia? La brusquedad de una sensación es sólo el final de una progresión oculta, que uno no necesariamente ha percibido.

La mano del cura se abatió sobre la mosca, que se le escapó entre el pulgar y el índice.

– Un poco como las cuernas de ciervo cuando despuntan bajo la piel -dijo Adamsberg.

– Se puede ver así. La larva de la idea madura a escondidas y, bruscamente, se encarna y despega. Uno no pierde de repente su vocación como quien pierde un libro. De hecho, el libro lo recupera siempre y, en cambio, nunca vuelve a encontrar la vocación. Ésa es la prueba de que la vocación languidecía sin avisar y sin hacer ruido. Y un buen día, ya se ha dicho todo, uno ha pasado el punto sin retorno durante la noche y sin saberlo siquiera: mira fuera, pasa una mujer en bicicleta, hay nieve en los manzanos, le sobreviene el hastío, el siglo lo llama.

– Aún ayer amaba el deber misionero

y en absoluto ansiaba abandonar el púlpito.

Mas todo se ha mudado en polvareda estéril,

mi sotana abandono cual triste cementerio.

– Sí, eso es más o menos.

– ¿No le preocupa en realidad la pérdida de las reliquias? -preguntó Adamsberg.

– ¿Desea que me preocupe?

– Le habría propuesto un intercambio: encontramos a san Jerónimo, y usted nos dice algo sobre Pascaline Villemot. Pero supongo que el trato no le interesa.

– ¿Quién sabe? A mi predecesor, el padre Raymond, lo apasionaban las reliquias, las de Mesnil y todos los fetiches en general. No estuve a la altura de sus enseñanzas, pero me dejó muchas cosas. Aunque sólo sea por él, busco a san Jerónimo.

El cura se volvió para señalar la biblioteca que tenía a sus espaldas, así como un grueso libro expuesto en lo alto de un atril, protegido con una vitrina de plexiglás. El vetusto volumen atraía irresistiblemente la atención de Danglard.

– Todo eso me viene de él. Y ese libro también, por supuesto -dijo con un gesto deferente hacia el atril-. Al padre Raymond se lo dio el padre Otto, al morir en los bombardeos de Berlín. ¿Le interesa? -añadió volviéndose hacia Danglard, cuya mirada no se apartaba del libro.

– He de reconocer que sí. Si se trata del libro en que estoy pensando.

El cura sonrió, oliéndose al conocedor. Dio unas cuantas caladas a su pipa, haciendo durar el silencio como quien prepara la entrada de una celebridad.

– Es el De sanctis reliquis -dijo saboreando su anuncio-, en la edición no purgada de 1663. Puede consultarlo, pero utilice la pinza para pasar las hojas. Está abierto en la página más famosa.

El cura lanzó una curiosa carcajada, y Danglard se dirigió inmediatamente hacia el atril. Adamsberg lo miró levantar la vitrina e inclinarse hacia el libro, sabiendo que el capitán ya no oiría ni una sola palabra de su conversación.

– Una de las obras más célebres sobre las reliquias -explicó el cura al comisario con un gesto un tanto desenvuelto-. Vale mucho más que cualquiera de los huesos de san Jerónimo. Pero sólo lo venderé en caso de absoluta necesidad.

– O sea que le interesan la reliquias.

– Siento indulgencia por ellas. Calvino llamaba a los vendedores de reliquias «portadores de restos», y no se lo discuto. Pero esos restos dan gracia a un lugar santo, ayudan a la gente a concentrarse. No es fácil concentrarse en el vacío. Por eso no me molesta que el relicario de san Jerónimo contuviera básicamente huesos de carnero, incluso un hueso de morro de cerdo. El padre Raymond bromeaba con eso y sólo desvelaba ese secreto, con un guiño muy suyo, a algunos descreídos capaces de soportar esa prosaica revelación.

– ¿Cómo? -se extrañó Adamsberg-. ¿Los cerdos tienen un hueso en el morro?

– Sí -dijo el cura sin dejar de sonreír-. Es un huesecillo elegante, regular, un poco como un doble corazón. Poca gente lo conoce, lo que explica que se encuentre uno en las reliquias de Mesnil. Se consideraba que era un hueso misterioso y se le atribuía mucho valor. Igual que el diente del narval nos dio el unicornio. El universo fabuloso sirve para almacenar lo que los hombres ignoran.

– ¿Y usted dejó esos huesos de animales en el relicario sabiendo lo que eran? -preguntó Veyrenc.

La mosca volvía a pasar, el cura levantó el brazo, preparando su mano en forma de cuchara.

– ¿Qué más da? -respondió-. Los huesos humanos tampoco pertenecen a san Jerónimo. En aquellos tiempos, las reliquias se vendían como golosinas, le proveían a uno de lo que fuera por encargo, de tal modo que san Sebastián se encuentra dotado de cuatro brazos, santa Ana de tres cabezas, san Juan de seis índices, y así sucesivamente. En Mesnil no somos tan ambiciosos. Nuestros huesos de carnero datan del siglo XV, lo cual ya es bastante honorable. Restos de hombres o de animales, en el fondo ¿qué más da?

– O sea que el ladrón de la iglesia se llevó las sobras de un asado -dijo Veyrenc.

– No, porque figúrese que seleccionó. Se llevó sólo los fragmentos humanos, la parte de abajo de una tibia, una segunda vértebra cervical y tres costillas. Un especialista, o quizá un tipo del lugar que estuviera al corriente del vergonzoso secreto del relicario. Ésa es otra de las razones por las que lo busco -añadió señalando la pantalla del ordenador-. Me pregunto qué tiene en mente.

– ¿Piensa venderlos?

El cura sacudió la cabeza.

– Navego por Internet en busca de anuncios, pero no veo una sola palabra sobre la tibia de san Jerónimo. Ya no cotiza. ¿Y ustedes? ¿Qué buscan? Dicen que han desenterrado el cuerpo de Pascaline. Los gendarmes ya investigaron la caída de la piedra. Un accidente, en resumidas cuentas. Pascaline nunca había hecho daño a nadie y no tenía un duro que dejar en herencia.

El cura abatió la mano y, esta vez, la mosca quedó presa en la trampa, emitiendo inmediatamente un zumbido acentuado.

– ¿La oyen? -dijo-. ¿Su respuesta al estrés?

– En efecto -dijo educadamente Veyrenc.

– ¿Dirige una señal a sus congéneres? ¿O pone en funcionamiento la energía necesaria para la huida? ¿O existe una emoción en el insecto? Ésa es la cuestión. ¿Han oído alguna vez el sonido de una mosca que agoniza?

El cura había aproximado el oído a su mano, como si estuviera contando los miles de aleteos por segundo de la joven mosca.

– No la desenterramos -dijo Adamsberg tratando de volver a Pascaline-. Intentamos averiguar por qué alguien se tomó la molestia de abrir su ataúd tres meses después de su muerte para despejar la cabeza.

– ¡Por los clavos de Cristo! -susurró el cura soltando la mosca, que huyó en vertical-. Eso es una abominación.

– Otra mujer de por aquí sufrió la misma suerte. Élisabeth Châtel, de Villebosc-sur-Risle.

– También la conocía, Villebosc forma parte de mis parroquias. Pero Élisabeth está enterrada en Montrouge, debido a un cisma familiar.

– Allí fue donde abrieron la tumba.

El cura apartó de un golpe la pantalla y se frotó el ojo izquierdo para detener el parpadeo. Adamsberg se preguntó si, pérdida de vocación aparte, el hombre no había tenido una depresión real, si su comportamiento caprichoso no indicaría todavía sus efectos. Danglard, concentrado en consultar su tesoro con la pinza, no le era de ninguna ayuda para canalizar la atención de su anfitrión.

– Que yo sepa -dijo el cura levantando el pulgar y el índice-, la profanación sólo tiene dos causas, ambas igual de espantosas. O bien el odio salvaje, y en ese caso los cuerpos quedan destrozados.

– No -dijo Adamsberg-, no los tocaron.

El cura dobló el pulgar, abandonando esa pista.

– O bien el amor salvaje, que por desgracia no se le diferencia mucho, con fijación sexual morbosa.

– ¿Suscitaron Élisabeth y Pascaline amores apasionados?

El cura dobló el índice, renunciando también a esa hipótesis.

– Las dos eran vírgenes, y muy resistentes, créame. Una virtud de hierro, como para quitarle a uno las ganas de predicarles nada.

Danglard aguzó el oído, preguntándose cómo interpretar ese «créame». Su mirada se cruzó con la de Adamsberg, que le hizo señal de callarse. El cura volvía a frotarse el párpado con un dedo.

– Hay hombres que se sienten especialmente atraídos por las vírgenes de hierro -dijo Adamsberg.

– Indiscutiblemente, es un desafío -confirmó el cura-, con el acicate de un premio que consideran más valioso que otros. Pero ni Élisabeth ni Pascaline se quejaban de verse acosadas.

– ¿Qué venían a contarle a usted tan a menudo? -preguntó el comisario.

– Secreto de confesión -respondió el cura levantando la mano-. Lo siento.

– Lo que significa que realmente tenían algo que decir -intervino Veyrenc.

– Todo el mundo tiene algo que decir, y ese algo no necesariamente merece ser sabido, y menos aún que uno sea profanado. ¿Han dormido en casa de Hermance? ¿La han oído? No vive nada, en el sentido en que suele entenderse, pero es capaz de hablar de ello todo el santo día.

– Usted sabe tan bien como yo, padre -dijo Adamsberg con suavidad-, que el secreto de confesión ni es de recibo ni es legal en ciertas circunstancias.

– Sólo en caso de asesinato -objetó el cura.

– Pienso que es el caso.

El cura volvió a encender su pipa. Se oyó a Danglard pasar una gruesa página mientras la mosca, apenas calmada, proseguía su estridente vuelo dándose trompazos contra los cristales. Danglard sabía que el comisario exageraba las cosas para forzar las defensas del cura. Adamsberg era un excelente superador de obstáculos, se deslizaba hasta el núcleo de las resistencias de los demás con la pérfida potencia de un hilillo de agua. Habría sido un cura formidable, revelador de vocaciones, purgador de almas.

Veyrenc se levantó a su vez y rodeó la mesa para ir a ver el libro que acaparaba a Danglard. El comandante se lo mostró a regañadientes, como un perro que se resigna a compartir su hueso. De las reliquias sagradas y de todo uso que hacerse pueda de ellas, tanto para la salud del cuerpo como para la salubridad de la mente, y de las medicaciones útiles que de ellas se obtienen para prolongar la vida, edición purgada de las erratas antiguas.

– ¿Qué tiene de especial este libro? -preguntó Veyrenc en voz baja.

– El De reliquis es muy conocido -susurró Danglard-, desde mediados del siglo XIV. La Iglesia lo condenó, y eso lo hizo enseguida muy popular. Muchas mujeres ardieron en la hoguera por haberlo consultado. Pero esta edición es la de 1663, muy buscada.

– ¿Por qué?

– Porque restablece el texto original en que figura el remedio diabólico que había proscrito la Iglesia. Léalo usted mismo, Veyrenc.

Danglard miró al teniente pasarlas canutas ante la página abierta. El texto, en francés, era tremendamente abstruso.

– Es complicado -dijo Danglard con una fina sonrisa de satisfacción.

– Luego no puedo entenderlo y usted no va a explicarme nada.

Danglard se encogió de hombros.

– Hay otras cosas que habría que explicarle antes.

– Lo escucho.

– Haría mejor en irse, Veyrenc -murmuró Danglard-. Nadie atrapa a Adamsberg, como nadie atrapa el viento. Si le busca problemas, me encontrará a mí delante.

– Ya me lo imagino, comandante. Pero no busco nada.

– Los críos son críos. Usted ya no tiene edad de ocuparse de sus peleas, y él tampoco. Quédese y trabaje, o váyase.

Veyrenc cerró rápidamente los ojos y volvió a su sitio en el banco. La conversación con el cura había progresado, y Adamsberg parecía decepcionado.

– ¿Realmente no había nada más? -insistía el comisario.

– Nada, salvo esa obsesión de la homosexualidad en Pascaline.

– ¿No se acostaban juntas?

– No se acostaban con nadie, ni con hombres ni con mujeres.

– ¿Nunca le hablaron de cérvidos?

– No, nunca. ¿Por qué?

– Es Oswald, que lo lía todo.

– Oswald, y esto no es un secreto de confesión, es bastante peculiar. No hasta el punto de haber perdido la cabeza como su hermana, pero no tiene mucha perspectiva, no sé si entiende lo que quiero decir.

– ¿Y Hermance? ¿Venía a verlo?

La mosca, provocadora e inconsciente, se aproximaba de nuevo a la tibia caja del ordenador, distrayendo la atención del cura.

– Venía hace tiempo, cuando los del pueblo decían que era gafe. Y luego perdió la chaveta y no volvió a encontrarla nunca más.

Como la vocación, pensó Adamsberg, preguntándose si un buen día, al mirar la nieve en las ramas y una mujer en bicicleta, abandonaría la Brigada sin volver atrás.

– ¿Ya no viene a verlo?

– Sí, claro -dijo el cura acechando de nuevo la mosca, que iba de tecla en tecla-. Eso me recuerda una cosa. Hará unos seis o siete meses. Pascaline tenía varios gatos. Alguien le mató uno y lo dejó en un charco de sangre delante de su puerta.

– ¿Quién?

– Nunca lo supimos. Seguramente fue cosa de chavales, eso pasa en todos los pueblos. Yo ya no recordaba el incidente, pero a ella la afectó mucho. Además de que le dio pena, cogió mucho miedo.

– ¿De qué?

– De que alguien sospechara que era homosexual. Era su idea fija, ya se lo he dicho.

– No veo la relación.

– Hombre -dijo el cura con un ápice de irritación-, era un gato macho, y le habían arrancado las partes genitales.

– Para ser un juego de niños, es muy violento -comentó Danglard torciendo el gesto.

– ¿Élisabeth también tenía gatos?

– Sólo uno. Pero no tuvo ningún problema con él, nada por el estilo.


Los tres hombres avanzaban en silencio hacia Haroncourt. Adamsberg conducía a paso caballuno, como si el coche tuviera que seguir el ritmo despacioso de sus pensamientos.

– ¿Qué opina de él, capitán? -preguntó Adamsberg.

– Un poco nervioso, bastante lunático; es comprensible si está dando el gran salto. Pero la visita ha valido la pena.

– Por el libro, claro. ¿Es un inventario de reliquias?

– No, es el mayor tratado sobre su utilización. De las reliquias sagradas y de su uso. El ejemplar del cura está en excelente estado. Yo no podría comprármelo ni con cuatro años de sueldo.

– ¿Las reliquias se utilizaban?

– Para todo. Para el vientre suelto, el dolor de oídos, la fiebre, las hemorroides, las languideces, los vapores.

– Podríamos regalárselo al doctor Romain -dijo Adamsberg sonriendo-. ¿Por qué tiene tanto valor esa edición?

– Se lo he dicho a Veyrenc. Porque contiene la medicación más extraordinaria, la que la Iglesia censuró durante siglos. De hecho resulta bastante chocante encontrarla en casa de un cura. Y curiosamente, deja el libro abierto precisamente en esa página. Una pequeña provocación sin duda.

– Después de todo, es el mejor situado para haber robado los huesos de san Jerónimo. ¿Para qué sirve esa medicación, Danglard? ¿Para erradicar las tentaciones diabólicas?

– Para ganar la vida eterna.

– ¿En la tierra o en el cielo?

– En la tierra, por los siglos de los siglos.

– Vamos, capitán, deme la receta.

– ¿Cómo quiere que la recuerde? -gruñó Danglard.

– Yo la recuerdo -dijo discretamente Veyrenc.

– Lo escucho, teniente -dijo Adamsberg sin dejar de sonreír-. Quizá nos descubra lo que el cura tiene en realidad en la cabeza.

– Bien -dijo Veyrenc reticente, sin saber todavía distinguir en Adamsberg el verdadero interés de la simple fantasía-. Remedio soberano para prolongar la vida por la virtud que poseen las reliquias de debilitar los miasmas de la muerte, preservado desde los más verdaderos procedimientos y purgado de los errores antiguos.

– ¿Ya está?

– No, eso es sólo el título.

– Es que luego se complica -dijo Danglard estupefacto y ofendido.

– Cinco veces habrá venido el tiempo de juventud cuando hayas de invertirlo. Fuera del alcance de su filo, pasa y vuelve a pasar. Reliquias sagradas pulverizarás, tomarás tres pizcas, mezclarás con el viril principio que no debe doblegarse, con el vivo de las doncellas, en diestra, presentadas por tres en cantidades iguales, molerás, con la cruz que vive en la corona eterna, adyacente en cantidad igual, mantenidas en el mismo lugar por el radio del santo, en el vino del año, harás que con la tiesta en el suelo.

– ¿La conocía ya, Veyrenc?

– No, si acabo de leerla.

– ¿La entiende?

– No.

– Yo tampoco.

– Se trata de fabricar la vida eterna -dijo Danglard, mohíno-. Es algo que no se consigue en un santiamén.

Media hora después, Adamsberg y sus agentes cargaban las bolsas en el coche, con destino a París. Danglard protestaba por la presencia del parafuegos detrás, sin contar las cuernas de ciervo, que ocupaban todo el asiento.

– Sólo veo una solución -dijo Adamsberg-. Colocamos las cuernas delante, y los dos pasajeros se sientan detrás.

– Sería mejor dejar aquí las cuernas.

– ¿Está de broma, capitán? Lleve usted el coche, es el más alto. Veyrenc y yo iremos detrás, uno a cada lado del parafuegos, nos vendrá muy bien.

Danglard esperó que Veyrenc se hubiera subido al coche para llevar aparte a Adamsberg.

– Está mintiendo, comisario. Nadie puede memorizar un texto así. Nadie.

– Es un superdotado, ya se lo he dicho. Tampoco puede nadie versificar como él.

– Una cosa es inventar y otra recordar. Ha sabido recitar ese maldito texto de cabo a rabo. Miente. Ya conocía la medicación de memoria.

– ¿Para qué, Danglard?

– Ni idea, pero es una receta de condenado, por los siglos de los siglos.

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