XIII

En la salita que albergaba la máquina expendedora de bebidas, Adamsberg descubrió dos grandes cuadrados de gomaespuma envueltos en una vieja manta, formando una colchoneta improvisada a ras de suelo que transformaba el lugar en refugio rudimentario para un sin techo. Iniciativa de Mercadet, seguro, el hipersomne del grupo, cuya necesidad de sueño atormentaba su conciencia profesional.

Adamsberg sacó un café de la máquina benefactora y decidió probar la colchoneta. Se acomodó, se colocó un cojín en la espalda, estiró las piernas.

Allí se podía dormir, no cabía duda. La espuma cálida envolvía pérfidamente el cuerpo, dando casi la sensación de una compañía. Allí se podía reflexionar, si se daba el caso, pero Adamsberg sólo sabía reflexionar deambulando. Si se podía llamar a eso reflexionar. Hacía mucho tiempo que había admitido que, en él, pensar no tenía nada en común con la definición aplicada a ese ejercicio. Formar, combinar ideas y juicios.

Y no porque no lo hubiera intentado, quedándose sentado en una silla limpia, apoyando los codos en una mesa impoluta, tomando una hoja y una pluma, apretándose la frente con los dedos, tentativas todas que no habían hecho más que desconectar sus circuitos lógicos. Su mente desestructurada le recordaba un mapa mudo, un magma en que nada llegaba a aislarse, a identificarse como idea. Todo parecía siempre poder conectarse con todo, por atajos en que se enmarañaban ruidos, palabras, olores, fulgores, recuerdos, imágenes, ecos, partículas de polvo. Y con sólo eso, tenía él, Adamsberg, que dirigir a los veintisiete miembros de su brigada y obtener, según el término recurrente del inspector de división, Resultados. Eso debería haberlo preocupado. Pero otros cuerpos fluctuantes ocupaban ese día la mente del comisario.

Estiró los brazos y los cruzó detrás de la nuca, apreciando la iniciativa acogedora del hipersomne. Fuera, la lluvia y la sombra. Que no tenían nada que ver entre sí.

Danglard renunció a poner en marcha la máquina de bebidas al encontrar al comisario dormido. Retrocedió, abandonando la sala con paso silencioso.

– No estoy durmiendo, Danglard -dijo Adamsberg sin abrir los ojos-. Tómese su café.

– ¿Esta litera se debe a Mercadet?

– Lo supongo, capitán. La estoy probando.

– Tendrá competencia.

– O multiplicación. Seis colchonetas amontonadas en las esquinas, de aquí a poco.

– Sólo hay cuatro esquinas -puntualizó Danglard encaramándose a uno de los taburetes del bar con las piernas colgando.

– En cualquier caso, es más cómodo que esos putos taburetes. No sé quién los fabricó, pero son demasiado altos. Ni siquiera se alcanza el reposapiés. Está uno posado ahí encima como una cigüeña en lo alto de un campanario.

– Son suecos.

– Pues los suecos son demasiado altos para nosotros. ¿Cree usted que eso cambia algo?

– ¿El qué?

– La altura. ¿Cree que la altura influye en la reflexión, cuando la cabeza está separada de los pies por un metro noventa? ¿Cuando la sangre tiene que recorrer todo ese camino para subir y bajar? ¿Cree que entonces se piensa con más pureza, sin que intervengan los pies? O al revés, ¿que un tipo minúsculo piensa mejor que los demás, de manera más rápida y concentrada?

– Emmanuel Kant -contestó Danglard sin ardor- sólo medía un metro cincuenta. No era más que pensamiento, rigurosamente estructurado.

– ¿Y su cuerpo?

– Nunca lo utilizó.

– Eso tampoco es plan -murmuró Adamsberg volviendo a cerrar los ojos.

Danglard juzgó más prudente y útil regresar a su despacho.

– Danglard, ¿la ve? -preguntó Adamsberg con voz monocorde-. ¿La Sombra?

El comandante volvió, dirigiendo sus ojos hacia la ventana y la lluvia que oscurecía la sala. Pero conocía demasiado bien a Adamsberg para imaginarse que el comisario le hablaba del tiempo.

– Está aquí, Danglard. Vela el cielo. ¿La siente? Nos envuelve, nos mira.

– Está de humor sombrío -sugirió el comandante.

– Algo así. Alrededor de nosotros.

Danglard se pasó la mano por la nuca, dándose tiempo para reflexionar. ¿Qué Sombra? ¿Cuándo, dónde, cómo? Desde el trauma que había sufrido Adamsberg en Quebec, que había requerido un confinamiento forzado de más de un mes, Danglard lo había vigilado de cerca. Observó su rápida remontada fuera de los estragos que habían estado a punto de acabar con su mente. Y parecía que todo había vuelto a la normalidad bastante pronto, a la normalidad de Adamsberg se entiende. Danglard sintió que sus temores volvían a asaltarlo. Quizá Adamsberg no se hubiera alejado tanto del abismo en que había estado a punto de caer.

– ¿Desde cuándo? -preguntó.

– Pocos días después de volver yo -dijo Adamsberg abriendo bruscamente los ojos y sentándose más erguido en el cuadrado de espuma-. Es posible que acechara antes rondando por nuestros parajes.

– ¿Nuestros parajes?

– Los de la Brigada. Son sus parajes. Cuando me voy, como cuando fui a Normandía, dejo de sentirla. Cuando vuelvo, ahí está, discreta y gris. Quizá sea la cartuja.

– ¿Quién es?

– Clarisa, la monja aplastada por el curtidor.

– ¿Usted cree en esas cosas?

Adamsberg sonrió.

– La otra noche la oí -dijo con expresión bastante feliz-. Se paseaba por el desván, rozando el suelo como una tela. Me levanté y fui a ver.

– Y no había nada.

– Claro -contestó Adamsberg, dedicando un pensamiento al marcador de Haroncourt.

El comisario recorrió con una mirada circular la pequeña sala.

– ¿Le molesta? -preguntó Danglard con delicadeza, teniendo la impresión de que exploraba un terreno minado.

– No. Pero es una sombra de mal agüero, Danglard, no lo olvide. No está aquí para ayudarnos.

– Desde que volvió no ha ocurrido nada nuevo, aparte del Nuevo.

– Veyrenc de Bilhc.

– ¿Es él lo que le preocupa? ¿Ha traído la Sombra?

Adamsberg meditó la sugerencia de Danglard.

– Problemas seguro. Es del valle de al lado del mío. ¿Le ha hablado de eso? ¿De su valle de Ossau? ¿De su pelo?

– No. ¿Por qué?

– Cuando era niño, se le echaron encima cinco tíos. Le reventaron la barriga y le laceraron el cuero cabelludo.

– ¿Y?

– Pues esos tíos venían de mi tierra, de mi pueblo. Y lo sabe. Fingió que lo descubría, pero estaba perfectamente al corriente antes de llegar. Y si quiere saber mi opinión, si está aquí es precisamente por eso.

– ¿Por qué?

– Búsqueda de recuerdos, Danglard.

Adamsberg volvió a tumbarse.

– Esa mujer que detuvimos hace dos años, la enfermera, ¿la recuerda? Era la primera vez que arrestaba a una anciana. Odio esa historia.

– Era un monstruo -dijo Danglard con voz turbia.

– Era una disociada, según la forense. Con su lado Alfa, normal y corriente, y su lado Omega, ángel de la muerte. ¿Qué son exactamente alfa y omega?

– Son letras griegas.

– Bien. Tenía setenta y tres años. ¿Recuerda su mirada cuando la detuvimos?

– Sí.

– No es un recuerdo muy estimulante, ¿verdad, capitán? ¿Cree que todavía nos está mirando? ¿Cree que es la Sombra? Recuerde.


Sí, Danglard lo recordaba. La cosa había empezado en el domicilio de una mujer mayor, muerte natural, comprobación de las causas de la defunción, rutina. El médico de cabecera y el forense, Romain, que por aquel entonces aún no tenía sus vapores, habían zanjado el asunto en menos de quince minutos. Paro cardiaco, el televisor seguía encendido. Dos meses después, Danglard y Lamarre reiteraban esa operación banal en casa de un hombre de noventa y un años, fallecido en su sillón, con el libro todavía en la mano, curiosamente titulado Del arte de ser abuela. Adamsberg había llegado cuando los dos médicos estaban concluyendo.

– Ruptura de aneurisma -estaba anunciando el de cabecera-. Nunca se sabe cuándo puede caer. Pero cuando cae, cae. ¿Alguna objeción, colega?

– Ninguna -había respondido Romain.

El médico había sacado su bolígrafo y el formulario de declaración.

– No -había dicho Adamsberg.

Las miradas se habían vuelto hacia el comisario, que, con la espalda apoyada en la pared, los estaba mirando con los brazos cruzados.

– ¿Algún problema? -había preguntado Romain.

– ¿No huelen nada?

Adamsberg se había despegado de la pared y se había aproximado al cuerpo. Había olido el rostro, posado una vaga caricia sobre el pelo ralo del anciano. Luego había recorrido las dos pequeñas habitaciones, con la cara en alto.

– Está en el aire, Romain. Mira hacia otro sitio, no al cuerpo.

– ¿Hacia qué «otro sitio»? -había preguntado Romain, levantando sus gafas hacia el techo.

– Romain, este viejo ha sido asesinado.

El médico de cabecera había hecho un gesto de impaciencia, volviendo a guardar el grueso bolígrafo negro. Ese tipo bajito, de ojos vagos, que andaba fisgoneando, con las manos hundidas en los bolsillos de un pantalón raído, los brazos tan morenos como si se pasara el día tomando el sol, no le inspiraba nada bueno, nada limpio.

– Mi paciente estaba agotado, acabado como un caballo viejo. Cuando cae, cae.

– Cae, pero no siempre del cielo. ¿Lo huele, doctor? No es ni un perfume, ni un medicamento. Manzanilla, pimienta, alcanfor, azahar.

– El diagnóstico está hecho, y usted no es médico, que yo sepa.

– Claro que no, soy policía.

– Ya lo supongo. Si no está satisfecho, llame al comisario.

– Yo soy el comisario.

– Él es el comisario -había confirmado Romain.

– Mierda -había dicho el médico.

Como hombre experimentado, Danglard había observado al doctor reaccionar progresivamente a la voz y a los modales de Adamsberg, dejarse absorber por la persuasión que emanaba de él como una brisa insidiosa. Había visto al médico ceder, plegarse como un árbol al viento, como había visto ceder a tantos otros, hombres de hierro, mujeres de acero, arrastrados por esa seducción sin efectos ni brillo, a la que no se podía aplicar ni palabra ni razón. Fenómeno insolente que siempre dejaba a Danglard satisfecho, al tiempo que lo contrariaba, dividido entre su afecto por Adamsberg y su compasión por sí mismo.

– Sí -había añadido Danglard, levantando la nariz-. Es un aceite carísimo que se vende en ampollas minúsculas y que supuestamente disipa el nerviosismo. Se aplica una gota en cada sien y una en la nuca, y conjura todos los males. Kernorkian tiene en la Brigada.

– Tiene razón, Danglard, es eso. Por eso conozco este olor. Y no creo, doctor, que su paciente lo utilizara.

El médico había echado una mirada a las dos pobres habitaciones, que señalaban más los lindes de la miseria que los efluvios de un ungüento de lujo.

– Eso no significa nada -aventuró.

– Porque usted no estaba en casa de la mujer que murió hace dos meses. Era el mismo olor. Recuérdelo, Danglard, usted sí que estaba.

– No noté nada.

– ¿Y usted, Romain?

– No, lo siento.

– Era el mismo olor. Luego la misma persona, que ha pasado por allí y por aquí poco antes de que murieran los dos. ¿Quién era la enfermera, doctor?

El médico se había frotado el hombro, incómodo.

– Ya estaba jubilada. O sea que trabajaba, cómo decirle, ilegalmente. Eso hacía que pudiera visitar a muchos de mis pacientes cada día sin que les costara demasiado. Cuando no hay dinero, hay que eludir la ley.

– ¿Cómo se llama?

– Claire Langevin. Una mujer muy competente, con cuarenta años de hospital a sus espaldas, especializada en geriatría.

– Danglard, llame a la Brigada. Que encuentren al médico de cabecera de la señora. Que lo llamen. Que le pregunten cómo se llamaba la enfermera que se ocupaba de ella.


Habían esperado veinte minutos hablando de trabajo, mientras Danglard volvía al coche de servicio. El médico había sacado de debajo de la cama de su paciente una botella de mal vino licoroso.

– Siempre me ofrecía un vasito, un auténtico matarratas.

Y la había metido de nuevo debajo de la cama, un poco desolado. Y Danglard había vuelto al apartamento.

– Claire Langevin -había anunciado.

Se había hecho el silencio, con todas las miradas puestas en el comisario.

– Una enfermera asesina -había dicho Adamsberg-. De las que llaman ángeles de la muerte. Cuando vienen a este mundo, matan. Y cuando caen, caen.

– Hostia puta -había murmurado el médico.

– ¿Quiénes son los demás pacientes, doctor, a quienes la había recomendado?

– Hostia puta.


En menos de un mes se había establecido la lista macabra de las treinta y tres víctimas del ángel asesino, de hospital en clínica, de domicilio en dispensario. Merodeando tanto en Alemania como en Francia y en Polonia desde hacía casi medio siglo, distribuyendo la muerte, sembrando burbujas de aire de brazo en brazo.

Una mañana de febrero, Adamsberg y cuatro de sus hombres habían rodeado su casa en las afueras, su camino de grava, sus arriates impecables. Cuatro hombres aguerridos, cuatro policías curtidos en homicidas varones de gran calibre, pero cuatro hombres reducidos ese día a poca cosa, sudando de malestar. Cuando la feminidad enloquece, había pensado Adamsberg, se hunde el mundo. En el fondo, había confiado a Danglard mientras recorrían el caminito, los hombres sólo se permiten matarse unos a otros porque las mujeres no lo hacen. Pero cuando pasan la línea roja, el universo zozobra. Puede ser, había dicho Danglard, igual de incómodo que los demás.

La puerta se había abierto ante una mujer muy arrugada, limpia y recta, que les había pedido que tuvieran cuidado con las flores, con los cuadros, con el suelo. Adamsberg la había examinado, pero no había visto nada, ni el fuego del odio, ni el furor de la muerte que a veces había detectado en otros. Sólo una inexpresiva y demasiado flaca mujer. Los policías la habían esposado en un casi silencio, recitando mecánicamente sus fórmulas, a lo que Danglard añadió en voz baja: «Oh, no insultéis jamás a una mujer que cae, quién sabe por qué peso su pobre alma sucumbe». Adamsberg había asentido, sin saber a quiénes pedía socorro Danglard para un canto del crepúsculo en pleno día.


– Claro que lo recuerdo -dijo Danglard sacudiendo los hombros estremecido-. Pero está lejos, en la prisión de Friburgo. No va a hacer sombra desde allí.

Adamsberg se había levantado. Con las dos manos apoyadas en la pared, miraba caer la lluvia.

– Sólo que hace diez meses y cinco días, Danglard, mató a un carcelero. Y se fugó.

– Maldita sea -dijo Danglard estrujando su vaso de plástico-. ¿Por qué no lo hemos sabido?

– El Land de Badén no nos avisó. Bloqueo administrativo. No me enteré hasta que volví de la montaña.

– ¿La han localizado?

Adamsberg hizo un gesto vago, señalando la calle.

– No, capitán. Merodea por ahí.

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