XXX

– Llevaba zapatos azules -anunció Retancourt depositando una bolsa de plástico en la mesa de Adamsberg.

Adamsberg miró la bolsa, luego a la teniente. Llevaba el gato bajo el brazo, y la Bola, feliz, se dejaba transportar como un trapo, con las patas y la cabeza colgando sin reacción. Adamsberg no esperaba un resultado tan rápido. A decir verdad, no esperaba el menor resultado. Pero los zapatos del ángel de la muerte estaban encima de su mesa, gastados, torcidos y azules.

– No hay rastro de betún en las suelas -añadió Retancourt-. Pero es normal, en dos años los ha llevado mucho.

– Cuénteme -dijo Adamsberg trepando al taburete sueco que se había instalado en el despacho.

– La agencia inmobiliaria dejó la casa abandonada, sabiendo que no era vendible. Nadie se encargó de limpiarla después del arresto. Y, sin embargo, la encontré vacía. Ya no hay muebles, ni platos, ni ropa.

– ¿Entonces? ¿Saqueo?

– Sí. En el barrio, todo el mundo sabía que la enfermera no tenía familia y que sus cosas estaban en muy buen estado. Poco a poco se fue organizando el saqueo. He inspeccionado varias viviendas de okupas y un campamento de gitanos. Además de los zapatos, he encontrado una blusa y una manta que le pertenecían.

– ¿Dónde?

– En una caravana.

– ¿Que sigue habitada?

– Sí. Pero no es necesario saber por quién, ¿o sí?

– No.

– He prometido a la señora proporcionarle unos zapatos. No tiene más que éstos y unas zapatillas, y los echa de menos.

Adamsberg balanceó las piernas.

– La enfermera -murmuró- fue cargándose viejos con jeringuilla durante cuarenta años, lo que se dice un auténtico oficio, una tradición incrustada a lo largo de medio siglo de vida. ¿Por qué iba a dedicarse de repente al ocultismo, contratando excavadores a sueldo para desenterrar vírgenes? No lo entiendo, este cambio tan radical no es lógico.

– La enfermera tampoco.

– Sí lo es. Toda locura es rígida, toda locura sigue una trayectoria.

– La experiencia de la prisión pudo hacerla derrapar.

– Eso es lo que dice la forense.

– ¿Por qué dice «vírgenes»?

– Porque Pascaline lo era, igual que Élisabeth. Y supongo que eso tiene su importancia para la profanadora. La enfermera tampoco vivió nunca con un hombre.

– Pero para eso tenía que saber lo de Pascaline y Élisabeth.

– Sí, o sea, tenía que haber pasado tiempo en la Alta Normandía. Las enfermeras reciben más confidencias de las que piden.

– ¿Hay constancia de su presencia allí?

– No, ninguna víctima en el oeste, salvo en Rennes. Pero eso no quiere decir nada. Siempre ha ido de pueblo en ciudad, quedándose unos meses y luego desapareciendo como una sombra.

– ¿Qué es eso? -preguntó Retancourt señalando las dos grandes cuernas de ciervo que ocupaban espacio en el suelo del despacho de Adamsberg.

– Es un trofeo. Una noche, me los dieron, y yo los corté.

– Un diez puntas, no está nada mal -apreció Retancourt-. ¿A santo de qué?

– Porque me pidieron que fuera a verlo, y fui. Pero no estoy seguro de que me hicieran ir por él. Se llama Gran Rufo.

– ¿Quién?

– Él.

– ¿Un cebo para llevarlo hasta el cementerio de Opportune?

– Puede.

Retancourt levantó una de las cuernas, la sopesó y la dejó en su sitio con delicadeza.

– No hay que separarlas -dijo-. ¿Qué más ha recogido por allí?

– Me he enterado de que los cerdos tienen un hueso en el morro.

Retancourt dejó pasar la noticia, poniéndose el gato en el hombro.

– Tiene forma de doble corazón -prosiguió Adamsberg-. Me he enterado de que se pueden curar los vapores con reliquias de santo, ganar la vida eterna por los siglos de los siglos y de que había huesos de carnero entre los de san Jerónimo.

– ¿Y de qué más? -preguntó Retancourt, que esperaba pacientemente las informaciones que le interesaban.

– De que los dos hombres que abrieron la tumba de Pascaline Villemot son probablemente Diala y La Paille. De que Pascaline murió con la cabeza aplastada por una piedra de la iglesia, de que habían matado y emasculado uno de sus gatos tres meses antes y lo habían dejado tal cual delante de su puerta.

Adamsberg levantó de repente una mano, cruzó las piernas detrás del pie del taburete y marcó un número de teléfono.

– ¿Oswald? ¿Sabías que habían dejado el gato de Pascaline ensangrentado delante de su puerta?

– ¿Narciso? Todo el mundo se enteró en Opportune. Era famoso por su peso. Más de once kilos, estuvo a punto de ganar un concurso regional. Pero eso ocurrió el año pasado. Hermance le regaló un gato nuevo. A Hermance le gustan los gatos porque son limpios.

– ¿Sabes si los demás gatos de Pascaline eran machos?

– Todas hembras, bearnés, hijas de Narciso. ¿Importa eso?

Otro ardid de los normandos, había observado Adamsberg, consistía en hacer una pregunta haciendo creer que la respuesta no les interesaba nada. Era lo que acababa de hacer Oswald.

– Me preguntaba por qué el que mató a Narciso se tomó la molestia de emascularlo.

– Quien te haya dicho esto te ha contado una trola. Narciso llevaba tiempo castrado y se pasaba todo el santo día durmiendo. Once kilos no se sacan de la nada.

– ¿Estás seguro?

– Claro. Hermance buscó un gato entero para que las hembras criaran.

Con el ceño fruncido, Adamsberg marcó otro número, mientras Retancourt volvía a coger la bolsa de los zapatos con gesto contrariado. Después de doce horas de difícil búsqueda, había exhumado un vínculo espectacular entre la enfermera y los muertos de La Chapelle, y sin embargo el comisario se iba bruscamente a pasear por ahí, por pequeños senderos.

– ¿Es urgente ocuparse de los cojones de ese gato? -inquirió con sequedad.

Adamsberg le indicó que se sentara, tenía al cura de Mesnil en línea.

– Oswald afirma que Narciso ya estaba castrado. O sea que es imposible que le cortaran las partes genitales.

– Lo vi con mis propios ojos, comisario. Pascaline trajo el cadáver a la iglesia en una caja de las de verdura para pedirme una bendición. Tuve que parlamentar un buen rato con ella para que entendiera mi negativa. El gato había sido degollado, y sus partes genitales estaban hechas una papilla sanguinolenta. ¿Qué más quiere que le diga?

Adamsberg oyó un breve chasquido y se preguntó si el cura no acababa de abatir su mano sobre una mosca.

– Entonces no entiendo -dijo-. Todo el mundo, en Opportune, sabía que Narciso era un gato capado.

– Cabe pensar que el que lo mutiló lo ignoraba, que no era de por allí. Y que no le gustaban los machos, si me permite añadir un punto de vista a su investigación.

Adamsberg cerró su teléfono y se puso de nuevo a balancear las piernas, perplejo.

– Y que no le gustaban los machos -repitió para sí-. Lo malo, Retancourt, es que hasta la gente que no tiene ni idea sabe que un gato soñoliento de once kilos de peso está necesariamente capado.

– La Bola no.

– La Bola es un caso, dejémoslo aparte. El problema sigue íntegro: ¿por qué el asesino de Narciso castró un gato ya castrado?

– ¿Y si nos ocupáramos mejor del asesino de Diala?

– Es lo que estamos haciendo. Obnubilarse con vírgenes y castrar un macho debe de tener alguna relación. Era un gato de Pascaline, y sólo mató al macho. Como si hubiera querido eliminar toda presencia viril alrededor de Pascaline. O quizá purificar su entorno. Purificar también abriendo las tumbas e introduciendo en ellas algún filtro invisible.

– Mientras no sepamos si las dos mujeres fueron asesinadas, estaremos a oscuras. Accidentes o asesinatos, homicida o profanador, eso lo cambia todo. Y no hay manera de saberlo.

Adamsberg se deslizó taburete abajo y se puso a dar vueltas por el despacho.

– Hay una manera -dijo-, si se siente usted con valor.

– Dígame.

– Encontrar la piedra que destrozó el cráneo a Pascaline. Según la hipótesis del accidente, cayó del muro de la iglesia. Según la del asesinato, estaba en el suelo, y el asesino la utilizó para matar. Piedra de desmogue o piedra de caza. En el segundo caso, la piedra debería llevar las huellas de su estancia al aire libre. El accidente se produjo en el lado sur de la iglesia. No hay ninguna razón, pues, para que una piedra sellada en el muro tenga musgo. En cambio, si ya estaba en la hierba, le habrá crecido musgo en el lado expuesto al norte. Con ese clima, es inevitable y rápido. Y, conociendo a Devalon, dudo que haya buscado líquenes en la piedra.

– ¿Dónde está la piedra? -preguntó Retancourt, dejando el gato en el suelo, ya dispuesta.

– En la gendarmería de Évreux, o en un vertedero. Devalon es un policía agresivo, Retancourt, y poco competente. Tendrá que abrirse camino a base de fuerza para llegar hasta la piedra. Mejor no avisarlo antes, sería capaz de cargársela sólo para jodernos. Sobre todo si se ha equivocado en esta investigación.

Inquieto, el gato maulló. La Bola sentía perfectamente el instante en que su asilo preferido estaba a punto de partir. Tres horas más tarde, cuando la teniente Retancourt estaba investigando en Évreux, el gato se obstinaba en llorar, con la nariz pegada a la puerta de la Brigada, obstáculo entre su cuerpecillo y la desaparecida que ocupaba toda su mente. Adamsberg arrastró a la fuerza al animal hasta Danglard.

– Danglard, usted tiene influencia en este bicho, hágale comprender que Retancourt va a volver, dele un vaso de vino o lo que sea, pero que deje de lamentarse.

Adamsberg se interrumpió.

– Mierda -susurró soltando la Bola, que cayó brutalmente en el suelo, gimiendo.

– ¿Qué? -preguntó Danglard, preocupado por la desesperación del animal, que acababa de saltar a sus rodillas.

– Acabo de entender la historia de Narciso.

– Ya iba siendo hora -masculló el comandante.

Retancourt llamó en ese instante. Se oía claramente su voz en el móvil, y Adamsberg no supo decir cuál de los dos, Danglard o el gato, aguzaba el oído con más atención.

– Devalon no me ha dejado acceder a la piedra. Es una bestia parda, no dudaría en liarse a puñetazos para impedirme el paso.

– Tiene que haber alguna manera, teniente.

– No se preocupe, ya tengo la piedra en el maletero de mi coche. Y está cubierta de liquen en uno de sus lados.

Danglard se preguntó si el método empleado por Retancourt no habría sido todavía más rudimentario que los puños de Devalon.

– Tengo otra cosa -dijo Adamsberg-. Sé lo que le pasó a Narciso.

Sí, pensó Danglard un tanto descorazonado, todo el mundo lo sabe desde hace dos mil años. Narciso se enamoró de su propio reflejo en el agua, se aproximó para atraparlo, y se ahogó en el río.

– No le cortaron los cojones, le cortaron la verga -explicó Adamsberg.

– Bueno -dijo Retancourt-. ¿Dónde estamos, comisario?

– En el meollo de una abominación. Dese bastante prisa en volver, teniente, el gato no está muy bien.

– Es porque me fui sin avisar. Pásemelo.

Adamsberg se arrodilló y pegó el móvil al oído del gato. Había conocido a un pastor que telefoneaba a su oveja veterana para mantener su equilibrio psicológico y, desde entonces, ese tipo de cosas había dejado de sorprenderlo. Incluso recordaba el nombre de la oveja, George Sand [8]. Quizá algún día los huesos de George Sand se verían santificados en un relicario. Tumbado a la bartola, el gato escuchaba a la teniente explicarle que volvería.

– ¿Puedo saber de qué se trata? -preguntó Danglard.

– Las dos mujeres fueron asesinadas -dijo Adamsberg poniéndose en pie-. Reunimos a todo el mundo. Coloquio dentro de dos horas.

– ¿Asesinadas? ¿Sólo por darse el gusto de abrir sus ataúdes tres meses después?

– Ya lo sé, Danglard, no se tiene en pie. Pero arrancar la verga a un gato tampoco.

– Eso tiene más sentido -replicó Danglard, que se refugiaba en el templo del conocimiento en cuanto perdía pie, como otros se retiran a un convento-. He conocido a zoólogos que le daban mucha importancia.

– ¿Por qué?

– Para extraer el hueso. Hay un hueso en la verga del gato.

– Me está tomando el pelo, Danglard.

– ¿No hay uno en el morro del cerdo?

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